La taberna (9 page)

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

—¡Oh, son ustedes; bien, bien! —murmuró—. Estamos apurados, saben ustedes… No entren en el taller. Quédense en el dormitorio.

Y volvió a su fino trabajo, con la cara iluminada de nuevo por el reflejo verdoso de un globo de agua, a través del cual la lámpara proyectaba un círculo de viva luz sobre su tarea.

—Toma las sillas —exclamó a su vez la señora Lorilleux—. Esta es la señora, ¿verdad? ¡Muy bien, muy bien!

Había enrollado el hilo; lo llevó a la fragua, y allí, activando el fuego con un enorme abanico de madera, lo puso a recocer antes de pasarlo por los últimos huecos de la hilera.

Coupeau adelantó las sillas e hizo sentar a Gervasia al lado de la cortina. La pieza era tan estrecha que no pudo colocarse junto a ella. Se sentó detrás, inclinándose, para darle al oído explicaciones sobre el trabajo. La joven, turbada por la extraña acogida de los Lorilleux e incomodada por sus miradas oblicuas, tenía un silbido en los oídos que no la dejaba escuchar. Encontraba que la mujer era muy vieja para sus treinta años y que tenía un aspecto arisco y desaseado, con sus cabellos de cola de vaca, que le caían en desorden sobre su blusa entreabierta. El marido, que sólo le llevaba un año, parecióle un anciano: tenía labios delgados y malévolos, estaba en mangas de camisa y con los pies desnudos metidos en pantuflas sin tacones. Lo que más la afligía era lo reducido del taller, las paredes tiznadas, la herrumbre de los instrumentos, toda la negra inmundicia amontonada como en un baratillo de mercader de clavos viejos.

Hacía un calor espantoso. Gotas de sudor rodaban por la cara verdosa de Lorilleux, mientras que su señora decidió quitarse la blusa, quedando con los brazos desnudos y la camisa pegada a sus senos caídos.

—¿Y el oro? —preguntó Gervasia a media voz.

Sus miradas inquietas recorrían la habitación, buscando en medio de toda aquella porquería el resplandor que había soñado.

Pero Coupeau se echó a reír:

—¿El oro? —dijo—. ¡Véalo usted a sus pies, aquí, allí y más allá!

Y, acompañando a sus palabras, indicó el hilo que trabajaba su hermana, y otro rollo de hilo, semejante a alambre, que colgaba de la pared, cerca del torno; luego, agachándose, concluyó por recoger del suelo, bajo la estera que cubría el piso del taller, un residuo o brizna comparable a la punta oxidada de una aguja. Gervasia se sintió defraudada. Era imposible, ¡ese metal negruzco y feo como el hierro no era oro! Para convencerla, Coupeau tuvo que morder la partícula y enseñarle la huella brillante que habían dejado sus dientes. Y le daba nuevas explicaciones: los patrones, suministraban hilillos de oro en aleación. Los obreros pasábanlo primero por la hilera para obtener el grosor deseado, debiendo hacerlo recocer cinco o seis veces durante la operación, para evitar que se quebrara. ¡Oh, hacían falta buenos puños, y estar acostumbrado! Su hermana no toleraba al marido que tocara las hileras, porque tosía. La señora Lorilleux tenía buenos brazos, y él la había visto obtener oro tan fino como un cabello.

En esto, Lorilleux, acometido por un acceso de tos, se doblaba sobre su taburete. En medio de su acceso habló, diciendo con voz sofocada, siempre sin mirar a Gervasia, como si hubiera querido aclarar la cuestión sólo para sí:

—Pero yo hago la columna.

Coupeau obligó a Gervasia a levantarse. No había inconveniente en que se aproximase a mirar. El cadenista consintió con un gruñido. Envolvía el hilo preparado por su mujer alrededor de un mandril, baqueta de acero sumamente delgada. Luego, dio una leve aserrada, cortando el hilo a todo lo largo del mandril, de modo que cada vuelta formaba un eslabón. En seguida, soltó; los eslabones estaban colocados sobre un gran pedazo de carbón vegetal; humedecíalos con una gota de bórax, tomada del fondo de un vaso roto, que estaba a su lado, y rápidamente los enrojecía en la lámpara, a la llama horizontal del soplete. Después, cuando tuvo un centenar de eslabones, volvió de nuevo a su minuciosa tarea, apoyado en el borde de la clavija, compuesta por un retazo de madera que el roce de sus manos había pulido. Plegaba un eslabón con la pinza, lo ajustaba de un lado e introducíalo en el eslabón superior; ya en su sitio, lo volvía a abrir con la ayuda de un punzón; todo este trabajo lo ejecutaba con una regularidad constante; los eslabones sucedían a los eslabones tan rápidamente que la cadena se alargaba poco a poco ante los propios ojos de Gervasia, sin permitirle seguir todos los movimientos ni comprender su ejecución.

—Es la columna —dijo Coupeau—; hay también la «cadeneta», la «barbada», el «presidiario», la «cuerda». Pero ésta es la columna. Lorilleux no hace otra cosa.

El cadenista dio muestra de satisfacción, y mientras continuaba engarzando los eslabones invisibles entre sus negros dedos, dijo:

—¡Fíjate, Cadet-Cassis!… He hecho un cálculo esta mañana. Comencé a los doce años, ¿verdad? Y, ¡bueno! ¿Te figuras cuál es la extensión de columna que he debido fabricar desde entonces hasta ahora?

Y levantó su cara pálida, guiñando sus párpados enrojecidos.

—Ocho mil metros, ¿te das cuenta? ¡Casi dos leguas!… ¡Fíjate! ¡Una tira de columna de dos leguas! Habría para apretar el pescuezo a todas las mujercillas del barrio… Y, como ves, la tira continúa alargándose. Espero llegar de sobra de París a Versalles.

Gervasia había vuelto a sentarse, desilusionada, encontrándolo todo muy feo. Sonrió para agradar a Lorilleux. Lo que más le incomodaba era el silencio completo sobre su matrimonio, aquel asunto tan importante para ella, sin el cual nunca hubiera ido allí. Los Lorilleux continuaban tratándola como a una curiosa importuna llevada por Coupeau. Por fin se entabló una conversación que giró únicamente sobre los inquilinos de la casa.

La señora Lorilleux preguntó a su hermano si al subir no había oído «sonarse» a las gentes del cuarto piso. Aquellos Bénard se daban duro todos los días; el marido volvía borracho como un cerdo, la mujer también se divertía por su lado y gritaba cosas muy sucias. Luego se habló sobre el dibujante del primero, aquel desvergonzado de Baudequin, hombre presumido y acribillado a deudas, que pasaba el tiempo fumando y ganduleando con sus compinches. El taller de cartonería del señor Madinier se sostenía apenas en una pata; la víspera había despedido a dos obreros; no tendría nada de extraño que pronto se hundiera por completo, porque todo se lo comía, y sus hijos andaban con el trasero al aire. La señora Gaudron cardaba de modo muy extraño sus colchones; estaba embarazada otra vez, lo que, a su edad, al fin y al cabo, no era muy decente. El propietario acababa de despedir del quinto a los Coquet, que debían tres trimestres y además se encaprichaban en encender el hornillo en el descanso, y eso que el sábado anterior la señorita Remanjou, la vieja del sexto, al ir a entregar sus muñecas, había llegado a tiempo para impedir que el niño de los Linguerlot se abrasara todo el cuerpo. En cuanto a la señorita Clemencia, la planchadora, hacía lo que se le antojaba, pero nada podía decirse en su contra; adoraba a los animales y poseía un corazón de oro. ¡Ah! ¡Era una lástima que una muchacha tan simpática tuviera que ver con cuanto hombre había! No sería difícil encontrársela cualquier noche por una de esas calles.

—¡Toma, aquí tienes una! —dijo Lorilleux a su mujer entregándole la tira de cadena en que trabajaba desde la hora del almuerzo—. Puedes enderezarla.

Y añadió, con la insistencia de un hombre que no deja pasar fácilmente un chiste:

—¡Cuatro pies y medio más!… Esto me aproxima a Versalles.

Entretanto, la señora Lorilleux enderezaba la columna después de haberla hecho cocer otra vez, pasándola por la hilera de ajuste. En seguida la introdujo en una cacerolita de cobre de mango largo, llena de agua renovada y la limpió, poniéndola al fuego de la fragua. Otra vez, estimulada por Coupeau, Gervasia debió seguir esta última operación. Cuando la cadena quedó limpia, tomó un color rojo oscuro. Estaba terminada y lista para su entrega.

—Se entrega en blanco —explicaba el plomero—. Son las pulidoras quienes las frotan con un paño.

Pero Gervasia sentía que la entereza la abandonaba poco a poco. La sofocaba el calor cada vez más fuerte. La puerta permanecía cerrada, porque la corriente más insignificante resfriaba a Lorilleux. Y viendo que hasta ese momento no se hacía la menor alusión a su matrimonio, juzgó que debía marcharse, y tiró suavemente del traje a Coupeau. Este comprendió; comenzaba a sentirse igualmente molesto y, además, humillado por este silencio hiriente.

—Bueno, nos vamos —dijo—. Les dejaremos trabajar.

Y, vacilando un instante, se detuvo en espera de una palabra, de una alusión cualquiera. Finalmente se decidió a ser él quien primero hablara:

—Lorilleux, no olvide que contamos con usted para que sirva de testigo a mi mujer.

El cadenista levantó la cabeza, manifestándose sorprendido, y rió socarronamente; mientras que su mujer, dejando las hileras, se plantó en medio del taller:

—¿Con que la cosa va en serio? —murmuró Lorilleux—. Con este Cadet-Cassis, uno no sabe nunca si habla en broma o en serio.

—¡Ah, sí! ¿esta señora es la persona? —dijo a su vez la mujer, mirando de hito en hito a Gervasia—. ¡Dios mío! Por nuestra parte no tenemos ningún consejo que darles… Sea como sea, la idea de casarse no deja de ser una chuscada. Pero, si al uno y al otro les parece bien… Si estas cosas no resultan, no queda más recurso que echarse a sí mismos la culpa; y con mucha frecuencia no resultan, con frecuencia, con frecuencia…

Recalcó las últimas palabras, y moviendo la cabeza, examinaba a la joven deteniendo la mirada, primero en la cara y luego en las manos y en los pies, como queriendo desnudarla, para verle hasta los poros de la piel. Debió encontrarla mucho mejor de lo que hubiera querido.

—Mi hermano es completamente libre —continuó en tono más afectado—. Indudablemente, la familia habría deseado, quizás…; siempre se hace una proyectos. Pero las cosas ocurren en forma tan rara… Soy la primera que no quiero disputas. Podría habernos traído la última de las últimas, y yo le hubiera dicho: «Cásate con ella si te viene en gana y déjame en paz». Me parece que aquí no lo tratábamos mal. Está bastante gordito, se advierte a la legua que no ayuna mucho. Y siempre tiene su sopa caliente en el instante preciso… Di, Lorilleux, ¿no encuentras que la señora se parece a Teresa, sabes a quien me refiero, esa mujer del frente que murió tuberculosa?

—Sí, se parece algo —respondió el cadenista.

—¿Y es verdad que usted tiene dos hijos, señora? Sobre esto no he podido contenerme y he dicho a mi hermano: «No comprendo cómo puedes casarte con una mujer que tiene dos hijos…» Y no hay por qué enojarse si defiendo sus intereses; es muy natural… Y no tiene usted aspecto de ser fuerte. ¿No te parece Lorilleux que la señora no es muy fuerte?

—No, no; no parece fuerte.

No hablaron de su pierna, pero Gervasia advirtió que se miraban de soslayo y se mordían los labios, y comprendió a qué aludían. Permaneció ante ellos encogida bajo su chal de palmas amarillas, respondiendo con monosílabos, como si se hallara ante sus jueces. Coupeau, viéndola sufrir, terminó por exclamar:

—No sé a qué viene todo esto… Lo que acaban ustedes de decir y nada es la misma cosa. La boda se llevará a cabo el sábado veintinueve de julio. He consultado el almanaque. ¿Convenido? ¿Les parece bien?

—¡Oh! de todos modos nos parecería bien —dijo su hermana—. No tenías necesidad de consultarnos… Yo no impediré que Lorilleux sea testigo. Quiero que haya paz.

Gervasia, con la cabeza inclinada y no sabiendo qué hacer, había introducido la punta del pie en un hueco de la estera que cubría el piso del taller; luego, temerosa de haber descompuesto alguna cosa al retirarlo, se inclinó tanteando con la mano. Lorilleux se aproximó rápidamente con la lámpara y le examinó los dedos desconfiadamente.

—Hay que estar al cuidado —dijo—; los pedacitos de oro pueden pegarse en la suela de los zapatos, y uno se los lleva sin saberlo.

El asunto era muy serio. Los patrones no perdonaban que se desperdiciara ni un miligramo. Y mostró la pata de liebre con que barría las partículas de oro que quedaban en la clavija, y la piel que ponía sobre sus rodillas para recibirlas. Dos veces por semana se barría cuidadosamente el taller. Guardábase la basura para quemarla, se cernían las cenizas y lo que se encontraba entre ellas cada mes ascendía a veinticinco o treinta francos de oro.

La señora Lorilleux no apartaba la vista de los zapatos de Gervasia.

—Pero no hay por qué incomodarse —murmuró con una sonrisa amable—. La señora puede mirarse la suela.

Y Gervasia, muy colorada, se sentó y levantó los pies, para mostrar que no había nada en las suelas. Entretanto, Coupeau abrió la puerta exclamando: «Buenas noches», con acento brusco y llamándola desde el corredor. Entonces Gervasia salió, después de haber balbuceado una frase de cortesía; esperaba que volvieran a verse y que cuando se conocieran bien, se entenderían. Pero los Lorilleux ya habían puesto manos a la obra en el fondo del hueco negro que constituía su taller, donde la pequeña fragua brillaba como un último carbón que se convirtiera en cenizas por el insoportable calor de un horno. La mujer, con un extremo de la camisa caído sobre la espalda, la piel roja por el reflejo del brasero estiraba un nuevo hilo, y a cada esfuerzo se hinchaba su cuello, cuyos músculos plegábanse como cuerdas. El marido, encorvado bajo la luz verde del globo de agua, comenzaba otro pedazo de cadena, arqueaba el eslabón con la pinza, lo ajustaba de un lado, introducíalo en el eslabón superior y volvíalo a abrir con la ayuda de un punzón, sin descanso, mecánicamente, sin un solo gesto ni movimiento para enjugarse el sudor que corría por su cara.

Cuando Gervasia, después de atravesar los corredores, llegó al descansillo del sexto, no pudo menos que decir con las lágrimas en los ojos: —Esto no anuncia mucha felicidad. Coupeau movió furiosamente la cabeza. ¡Lorilleux le pagaría lo que había hecho aquella noche! ¡Habríase visto nunca un mezquino semejante! ¡Creer que le iban a llevar tres granos de su polvo de oro! Todas aquellas historias no eran otra cosa que avaricia pura. Seguramente su hermana se figuró que él no se casaría nunca para economizar los cuatro céntimos de su puchero.

En fin, la boda se haría el veintinueve de julio, a pesar de todo. No se reiría poco de ellos.

Pero Gervasia, mientras bajaban las escaleras, se sentía con el corazón oprimido, atormentada por un miedo tan insensato, que la vista de las sombras gigantescas de la baranda le daba inquietud. A esa hora la escalera dormía, desierta, iluminada tan sólo por el mechero de gas del segundo piso, cuya llama, reducida a su mínimo, se reflejaba en el fondo de aquel pozo de tinieblas como el suave resplandor de una lamparilla.

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