La taberna (6 page)

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

Hablaba sin enojo, con gran sensatez, muy fríamente, como si tratara sobre una cuestión de trabajo; por ejemplo, los motivos que le impedirían almidonar una pañoleta. No cabía duda que eso lo había fijado en su mente después de maduras reflexiones.

Coupeau, conmovido, repetía:

—Usted me causa una gran pena, una gran pena…

—Sí, es lo que estoy viendo —respondió Gervasia—, y lo siento por usted, señor Coupeau… No se ofenda por ello. Si yo quisiera bromear, sin duda que lo haría con usted antes que con cualquier otro. Parece usted un buen muchacho y es muy amable. Viviríamos juntos, ¿verdad? y haríamos todo lo que estuviera a nuestro alcance. Yo no me hago la princesa, y ni por un momento se me ocurre decir que eso no podría acontecer… Mas, ¿para qué hacerlo si no siento ningún deseo? Heme ya en casa de la señora Fauconnier desde hace quince días. Trabajo y estoy contenta… Los niños van a la escuela. Vamos, lo mejor es quedarse como una está.

Y se inclinó para alzar su cesta.

—Usted me hace hablar, y ya me estará esperando en casa la patrona… Seguro que encontrará usted otra, señor Coupeau, más linda que yo y que no tenga dos arrapiezos a la zaga.

Coupeau miraba el reloj encuadrado en el espejo. Hizo que Gervasia se volviera a sentar, exclamando:

—Quédese un poco más. No son más que las once y treinta y cinco…, dispongo aún de veinticinco minutos… No tema que haga ninguna tontería; la mesa está entre ambos. Vamos, ¿usted me detesta hasta el extremo de no querer charlar otro poquitín?

Ella dejó nuevamente su cesta por no desairarlo, y hablaron como buenos amigos. Ya había comido antes de salir para llevar su ropa, y él se apresuró esta vez a comer su puchero, con el fin de ir a acecharla. Gervasia contestaba complacientemente y, mientras tanto, entre los frascos de frutas en aguardiente, miraba por los vidrios el movimiento de la calle, donde, a la hora del almuerzo, convergía una multitud extraordinaria. En ambas aceras, oprimidos por las hileras de casas, advertíase un apresuramiento de pasos, de brazos colgantes, y un codearse sin fin. Los rezagados, los obreros detenidos en el trabajo, con el semblante hosco por el hambre, cortaban la calle a grandes trancos, y entraban en una panadería de enfrente: cuando reaparecían, con una libra de pan bajo el brazo, se dirigían tres puertas más arriba, al
Veau à deux têtes
, para comer sus viandas de treinta céntimos. Al lado de la panadería se hallaba también una frutera vendiendo papas fritas y almejas con perejil. Un desfile continuo de obreras, con largos mandiles, llevaban cucuruchos de papel y almejas en tazas; otras, lindas muchachas, con la cabeza descubierta y un aire delicado, compraban manojos de rábanos. Inclinándose, Gervasia podía aún ver una salchichería llena de gente, de la que salían niños llevando en las manos, envuelta en un papel grasiento, una costilleta empanada, una salchicha o un trozo de morcilla caliente. Mientras tanto, a lo largo de la calzada, cubierta de un barro negruzco, aun en el buen tiempo, por el pisotear constante de la multitud algunos obreros dejaban ya los bodegones y bajaban en grupos, ganduleando, golpeándose los muslos con las manos abiertas, y abotagados por la pesada comida, caminando lenta y tranquilamente en medio de los empujones y la barahúnda.

Habíase formado un grupo a la puerta de la taberna.

—Dime, Bibi-la-Grillade —preguntó una voz—, ¿vas a convidarnos a una rueda de vitriolo?

Cinco obreros entraron y permanecieron de pie.

—¡Ah, ladrón de tío Colombe! —prosiguió la voz—. ¡Sepa usted que queremos del añejo, y no en cáscaras de nuez, sino en verdaderos vasos!

El tío Colombe servía tranquilamente. Llegó otro grupo de tres obreros. Poco a poco las blusas se aglomeraban en el ángulo de la acera, hacían allí una breve parada y terminaban por empujarse a la sala, entre los dos laureles-rosas, cubiertos de polvo.

—¡Qué tonto es usted! No piensa más que en porquerías —decía Gervasia a Coupeau—. Sin duda que ya lo quería… Sólo que, después de la forma repugnante en que me ha dejado…

Hablaba de Lantier. Gervasia no había vuelto a verle; sospechaba que vivía con la hermana de Virginia en la Glacière, en casa de aquel amigo que iba a establecer una fábrica de sombreros. Desde luego que no pensaba en correr detrás de él. En un principio aquello le había producido un dolor inmenso, y hasta pensó en arrojarse al agua: pero ahora, después de meditarlo bien, todo resultaba a pedir de boca. Tal vez en compañía de Lantier nunca habría podido educar a los niños. ¡A tal punto malgastaba el dinero! Él podía ir a abrazar a Claudio y Esteban; ella no lo echaría fuera. Sólo que, en relación a ella, preferiría que la cortaran en pedazos antes que dejarse tocar por él ni la punta de los dedos. Y decía estas cosas en el tono de mujer resuelta que ya tiene trazado su plan de vida. Coupeau, que no abandonaba su deseo de poseerla, seguía bromeando, tomándolo todo en suciedades y haciéndole preguntas muy crudas sobre Lantier, pero en forma alegre, mostrando sus blancos dientes juveniles, de tal modo que ella no podía molestarse.

—Usted era quien le sacudía —dijo, por último—. ¡Oh, usted no es tan buena! Me parece que sería capaz de zurrar al mundo entero.

Gervasia le interrumpió con una carcajada. La cosa tenía su fondo de verdad, pues buena había sido la zurra dada a aquella larguirucha de Virginia. Aquel día habría estrangulado de buena gana al primero que se le presentase. Y se puso a reír más fuerte cuando Coupeau le contó que Virginia, desolada por haber puesto todo al descubierto, acababa de abandonar el barrio. Su rostro, no obstante, trasuntaba una dulzura infantil; extendiendo sus manos regordetas, aseguraba que ella no era capaz de aplastar ni una mosca, que sólo sabía lo que significaban los golpes por haberlos recibido siempre a granel. Entonces comenzó a hablarle de su juventud en Plassans. De ningún modo era una buscona; pero los hombres le llenaban la cabeza. Cuando a los catorce años la tomó Lantier, encontró la cosa de su agrado, porque él decía que era su marido y a ella le parecía jugar a los casados… Aseguraba que su único defecto consistía en ser demasiado sensible, en querer a todo el mundo y apasionarse por personas que luego le hacían mil perrerías. De modo que, al querer a un hombre, no pensaría en necedades, y su único sueño sería el de vivir con él siempre, unidos y muy felices. Y como Coupeau se burlara un poco habiéndole de sus dos hijos, a los que de seguro ella no habría puesto a empollar bajo el almohadón, Gervasia le dio unos golpecitos en los dedos y agregó que, por supuesto, estaba hecha en el mismo molde que las demás mujeres; sólo que era un error creer que las mujeres andaban siempre locas detrás de aquello; las mujeres pensaban en su hogar, se multiplicaban en las tareas de la casa, y al llegar la noche se acostaban en extremo fatigadas y se dormían de inmediato. Por lo demás, ella se parecía a su madre, una trabajadora a toda prueba, que sirvió como bestia de carga al viejo Macquart durante más de veinte años. Ella era delgada en comparación con su madre, quien tenía unos brazos capaces de derribar a su paso las puertas; pero eso no impedía que se le pareciera en su afán desesperado de encariñarse con la gente… Hasta si cojeaba un poco, seguramente era debido a la pobre mujer, a quien el viejo Macquart molía a golpes. Cien veces su madre le había hablado de las noches en que el padre, volviendo ebrio, se mostraba tan brutalmente galante, que le descoyuntaba los miembros, y que con seguridad una de aquellas noches la habría tomado con la pierna en mala posición.

—¡Oh! eso no es nada; casi no se advierte —dijo Coupeau con galantería.

Ella movió la cabeza. Muy bien se daba cuenta de que aquello se notaba, y que a los cuarenta años se encorvaría. Y luego, sonriendo dulcemente, dijo:

—¡Qué gusto tan extraño tiene usted al enamorarse de una coja!

Entonces él, siempre con los codos sobre la mesa, acercó aún más la cara y la cortejó con cuantas palabras pudo encontrar, como tratando de embriagarla. Pero ella se negaba, constantemente, con la cabeza, sin dejarse tentar, halagada, no obstante, por aquella voz zalamera. Y escuchaba, mirando hacia fuera, como si volviese a interesarse por la multitud que cada vez crecía más. Ya a esa hora se comenzaba a barrer en las tiendas vacías; la frutera retiraba su última sartenada de patatas fritas, en tanto que el salchichero ponía en orden los platos esparcidos por el mostrador. De todos los bodegones salían grupos de obreros; mozos barbudos se daban manotadas, empujándose como pilluelos y armando algazara con sus gruesos zapatos claveteados, que, al resbalar, raspaban el empedrado; otros, con ambas manos en el fondo de los bolsillos, fumaban en actitud reflexiva, mirando al sol y parpadeando. Se producía una invasión completa de las aceras y la calzada, un oleaje perezoso fluyendo de las puertas abiertas, deteniéndose en medio de los carruajes, formando una estela de blusas, de chaquetas y de viejos gabanes, pálida y descolorida bajo la cortina de dorada luz que enfilaba la calle. A lo lejos se oían las campanas de las fábricas; los obreros no se apresuraban y encendían sus pipas; y con las espaldas encorvadas, después de llamarse de una taberna a otra, se decidían a emprender el camino del taller, arrastrando los pies. Gervasia se entretenía siguiendo con la vista a tres obreros, uno alto y dos bajos, que se daban vuelta cada diez pasos y que terminaron por tomar calle abajo, encaminándose directamente a la taberna del tío Colombe.

—¡Muy bien! —murmuró—. ¡Ahí vienen tres a quienes el trabajo no matará!

—¡Bueno! —dijo Coupeau—. Conozco al alto: es Mes-Bottes, un compañero.

La taberna se había llenado. Hablábase muy fuerte, con inflexiones de voz que hendían el rumor torpe de las carrasperas. Los puñetazos que se daban sobre el mostrador hacían, a veces, tintinear los vasos. De pie, con las manos cruzadas sobre el vientre y echados hacia atrás, los bebedores formaban pequeños grupos, muy cerca unos de otros; había algunos junto a los toneles, que debían esperar un cuarto de hora antes de que consiguieran pedir sus ruedas al tío Colombe.

—¡Bah! ¡Es el aristócrata de Cadet-Cassis! —exclamó Mes-Bottes, aplicando un fuerte golpe en la espalda de Coupeau—. Un señoritingo que fuma papel y usa ropa blanca. Se ve que quiere deslumbrar a su acompañante convidándola con golosinas.

—¡Vaya, no seas cargante! —respondió Coupeau muy contrariado.

Mas el otro siguió mofándose.

—¡Basta! Hay que ponerse a tono, compañero; las bromas son bromas, y nada más.

Y volvió la espalda, después de haber bizqueado terriblemente al mirar a Gervasia. Esta retrocedió un tanto asustada. El humo de las pipas y el acre olor que despedían todos aquellos hombres impregnaban el aire cargado de alcohol; y ella se ahogaba, acometida de una ligera tos.

—¡Oh, qué feo es beber! —dijo a media voz.

Y contó que antes, en Plassans, bebía anisete con su madre. Pero un día estuvo a punto de morir, lo cual le produjo un disgusto tan grande, que desde entonces no podía ni ver los licores.

—Mire —añadió, enseñando su vaso—; he comido mi ciruela, pero no tomo lo demás porque me haría daño.

Coupeau tampoco comprendía que se pudiesen tragar de un sorbo vasos llenos de aguardiente. Una ciruela de vez en cuando, no hacía mal, pero en cuanto al vitriolo, el ajenjo y otras porquerías por el estilo, ¡muchas gracias!, ninguna necesidad tenía de ellas. Ya podían hacerle cuantas bromas quisieran sus compañeros; pero él se quedaría en la puerta cada vez que esos viciosos se metieran en tales antros. El viejo Coupeau, que había sido plomero como él, se estrelló la cabeza contra el pavimento de la calle Coquenard, al caer un día de juerga desde el alero del número veinticinco; y aquel recuerdo hacía prudente a toda la familia. Cuando pasaba por la calle Coquenard y veía aquel sitio, mil veces habría preferido beber agua del arroyo que aceptar una copa gratis en la taberna. Y concluyó con estas palabras:

—En nuestro oficio hace falta tener las piernas firmes.

Gervasia había vuelto a tomar su cesta. Sin embargo, no se levantó; la tenía sobre las rodillas, con la mirada perdida, soñadora, como si las palabras del joven obrero despertaran en ella vagos recuerdos de su lejana existencia. Y dijo lentamente, sin aparente transición:

—¡Dios mío! Yo no soy ambiciosa, no pido grandes cosas…, mi ideal sería trabajar tranquila, no carecer nunca de pan, y contar con un agujero un poco limpio para dormir, con lo más necesario: una cama, una mesa y dos sillas… ¡Ah! quisiera, además, poder educar a mis hijos, hacerlos hombres de bien, si ello fuera posible… También tengo otro ideal: no ser golpeada si volviera a unirme a otro hombre; no, no me gustaría que me sacudieran el polvo… Y eso es todo, créamelo, eso es todo…

Y buscaba aún, examinaba sus deseos y no encontraba ninguna otra cosa de importancia que la tentase. Sin embargo, luego de un momento de vacilación, añadió:

—Sí se puede, por último, tener el deseo de morir una en su cama… Después de haber correteado toda una vida moriría satisfecha en mi cama y en mi casa.

Y se levantó. Coupeau, que aprobaba vivamente sus anhelos, estaba ya de pie, intranquilo por la hora. Pero no salieron inmediatamente; ella tuvo la curiosidad de ir a mirar al fondo, tras la valla de encina, el gran alambique de cobre rojo que funcionaba bajo la vidriera del panecillo; el plomero, que la había seguido, le explicaba cómo funcionaba aquello, indicándole con el dedo las diferentes piezas del aparato y mostrándole la enorme retorta en la que caía un transparente hilillo de alcohol. El alambique, con sus recipientes de forma extraña, sus tubos enroscados e interminables, presentaba un aspecto sombrío: no se escapaba ni la más insignificante humareda; apenas se oía un resoplido interior, un ronquido subterráneo; era como el ruido de una labor nocturna hecha en pleno día por un obrero taciturno, potente y mudo. Entretanto, Mes-Bottes, acompañado de dos compinches, se había ido a poner de codos en la valla, como esperando que quedase libre un extremo del mostrador. Se reía haciendo un ruido de polea mal engrasada y movía la cabeza, fijando los ojos tiernamente en la máquina de emborrachar. ¡Por las barbas de Cristo! ¡Era lindísima! En ese gordo tambor de cobre había para refrescar el gaznate durante ocho días. Hubiera querido que le soldaran el extremo del serpentín entre los dientes, para sentir el vitriolo todavía caliente que lo llenara y bajara hasta los talones, siempre, siempre, como un riachuelo. ¡Diantre! Así no tendría por qué molestarse más y reemplazaría muy ventajosamente los dedales de ese rocín de tío Colombe. Los compinches del borracho bromeaban y decían que, a pesar de todo, ese animal de Mes-Bottes sabía expresarse. Sordamente, el alambique, sin una llamarada, sin un tono alegre en los reflejos apagados de sus cobres, continuaba dejando correr su sudor de alcohol, semejante a un manantial lento y obstinado que, con el tiempo, hubiese de invadir la sala, esparcirse por los bulevares exteriores e inundar la hoya inmensa de París. Entonces Gervasia, presa de un escalofrío, retrocedió y trató de sonreír, murmurando:

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