Se echó hacia atrás en su asiento con aire triunfal.
March la miró, y una sonrisa le arqueó los labios.
—Buena pregunta. ¿Y si… no hay nada?
La mirada triunfal de Tina se convirtió en una expresión ceñuda.
March se volvió hacia Jennifer Rush.
—Sin embargo, todas esas son preguntas que quizá deberíamos hacerle a usted. ¿Qué secretos le ha desvelado el más allá? Cuéntenoslo, por favor.
Era imposible no reparar en el ligero tono de sarcasmo del arqueólogo, pero Jennifer Rush no mordió el anzuelo.
—Mis descubrimientos quedan entre mi marido, el doctor Stone y yo. Si quiere saber más, pregúnteles a ellos.
March alzó una mano a modo de disculpa.
—Está bien, espero que no le moleste mi escepticismo, señora Rush, pero como científico empírico que soy y que basa sus creencias en pruebas comprobables y reproducibles, me cuesta mucho dar crédito a la parapsicología y otras seudociencias.
La presuntuosa y despectiva actitud de March irritó a Logan.
—Así que un científico empírico —intervino—. ¿Y dice que solo cree en pruebas comprobables y reproducibles?
March lo contempló como si midiera a un posible adversario.
—Naturalmente —repuso.
—En ese caso, ¿qué le parecen unas cartas Zener?
Los ojos de Jennifer Rush se posaron un instante en él, y enseguida volvió a apartar la vista.
March frunció el entrecejo.
—¿Cartas Zener?
—También se las conoce como cartas Rhine —contestó Logan—. Se utilizan en experimentos de percepción extrasensorial.
Cogió su bolsa, rebuscó en su interior y sacó un juego de cartas muy grandes que mostró a los presentes. Cada una tenía un dibujo sobre un fondo blanco, y había cinco diseños distintos: un círculo, un cuadrado, una estrella, una cruz y tres líneas onduladas.
—Ah, eso… —March puso los ojos en blanco.
Tina se echó a reír.
—Así que esto es lo que nuestro detective sobrenatural lleva en su bolsa.
—Entre otras cosas. —Mientras barajaba, Logan miró a Jennifer Rush como si le dijera: «¿Ve lo que me propongo? ¿Está de acuerdo?».
Ella se encogió de hombros. Logan cogió las cartas y cambió de asiento para que tanto él como Tina y March pudieran verlas pero Jennifer Rush no.
—Alzaré un total de diez cartas, una cada vez —les explicó—, y la señora Rush intentará identificarlas.
Empezó levantando una carta con una estrella.
—Círculo —dijo Jennifer tras mirar fijamente el dorso.
Logan levantó la segunda, una carta con líneas onduladas.
—Cruz —dijo Jennifer.
March sonrió burlonamente. Logan respiró hondo y alzó una tercera carta que contenía un círculo.
—Estrella.
Logan siguió levantando cartas con creciente incomodidad, y Jennifer siguió equivocándose. Logan pensó en lo que Ethan Rush le había contado de la escala Kleiner-Wechsmann y de que la puntuación de Jennifer era la más alta registrada jamás. «Aquí hay algo que no encaja», se dijo. Su instinto profesional empezaba a prevenirlo en contra de los charlatanes.
Dejó las diez cartas en la mesa, boca abajo, y al hacerlo vio que Jennifer reparaba en la burlona actitud de March.
—Me he equivocado en todas, ¿verdad? —preguntó ella.
—Sí —contestó Logan.
—Repitámoslo, ¿quiere? Esta vez acertaré.
Logan recogió las cartas y las fue alzando en el mismo orden que antes.
—Estrella —dijo Jennifer—. Ondas. Círculo. Cruz. Estrella. Cuadrado.
Fue una actuación perfecta. Ni un solo error.
—Madre mía… —murmuró Tina Romero.
En ese momento Logan lo comprendió. Jennifer había errado deliberadamente en el primer intento y restregado en las narices de March su propio escepticismo. Una soberbia actuación. Miró a Jennifer con renovado respeto.
—¿Qué le parece como prueba empírica, doctor March? —dijo mirando al arqueólogo—. ¿Quiere que repitamos el experimento?
—No. —March se puso en pie—. No me gustan los trucos de feria.
Se despidió de cada uno de ellos con un gesto de la cabeza y salió de la sala.
—Menudo personaje es ese tío —dijo Tina, que meneaba la cabeza y miraba la puerta por la que había salido March—. ¿Y habéis oído lo que ha dicho? «¿Y si no hay nada enterrado bajo el Sudd?» Solo Stone es capaz de contratar a alguien como él como arqueólogo jefe.
—¿Quieres decir que March piensa que esta expedición no tiene sentido?
Logan se quedó en silencio. Nunca se le había ocurrido que la tan cacareada investigación de Stone pudiera estar errada y que todo aquel imponente montaje se basara en una hipótesis equivocada.
—Entonces ¿para qué lo contrató Stone? —preguntó al cabo de un momento.
—Porque puede que March sea un capullo y un esnob intelectual, pero es el mejor en su trabajo. En este sentido Stone es brillante. Además, le gusta tener a gente que cuestione sus ideas. Tal vez por eso le caes bien. —Tina se levantó—. Bueno, tengo que volver al trabajo. Si no me equivoco, dentro de poco March recibirá noticias que lo descolocarán aún más. —Miró a Jennifer Rush—. Gracias por el espectáculo. —Se volvió hacia Logan—. Deberías enseñarle el truco de la pajita. Tenéis más cosas en común de las que creéis.
Logan la observó marcharse y después miró a Jennifer.
—Estaba deseando conocerla, señora Rush —dijo.
—Llámame Jennifer. Mi marido me ha hablado de ti.
—Y él a mí de ti. De cómo fuiste su inspiración para que fundara el Centro y de tus impresionantes habilidades.
La mujer asintió.
—Debo decirte que, según mi experiencia —continuó Logan—, lo que acabas de hacer con las cartas Zener no tiene precedentes. He presenciado esta prueba cientos de veces y nunca he visto un porcentaje de acierto superior al setenta y cinco por ciento.
—Y yo diría que el doctor March tampoco —replicó ella.
Tenía una voz grave y sedosa que no encajaba con su complexión menuda y delgada.
—Si Ethan te ha hablado de mí, sabrás que me ocupo de fenómenos poco corrientes, de cosas que no tienen una explicación fácil. Así que es natural que me sienta fascinado por el fenómeno de las experiencias cercanas a la muerte, el cruzar «al otro lado». He leído sobre el tema, claro, y lo sé todo acerca de las extraordinarias coincidencias entre las distintas experiencias: la sensación de paz, el túnel oscuro, el ser de luz… Supongo que tú también has experimentado todo eso…
Ella asintió.
—Pero, para mí —prosiguió Logan—, leer sobre algo y experimentarlo no tienen nada que ver. —Hizo una breve pausa—. Como investigador parece que siempre estoy fuera, en busca de los hechos. Por eso casi te envidio por haber experimentado un suceso tan extraordinario.
—Un suceso tan extraordinario —repitió Jennifer con voz casi inaudible—. Sí, supongo que puedes llamarlo así.
Logan la miró atentamente. Viniendo de otra persona esa respuesta habría sonado fría y distante; sin embargo, en Jennifer percibía algo distinto. Percibía desdicha, un íntimo desasosiego. Sabía por experiencia que no todos los dones suponían una bendición ni resultaban llevaderos. En los ambarinos ojos de Jennifer había una profundidad extraordinaria y cierta dureza como de ágata. Era como si hubieran visto cosas que ningún otro ser humano había visto… y, quizá, que ningún ser humano debería haber visto.
—Lo siento —se disculpó Logan—. No te conozco lo bastante para hablar de estas cosas. Deja solo que te diga que soy consciente del escepticismo y de la hostilidad a los que debes enfrentarte con gente como March. Yo también he tenido que soportarlos. Quiero que sepas que te creo y que espero con ilusión que podamos trabajar juntos.
Jennifer Rush lo había estado observando. Algo en sus ojos de ágata pareció ablandarse mientras él hablaba.
—Gracias —repuso con una sonrisa amable.
Entonces, como impulsados por la misma idea, los dos se levantaron a la vez y se encaminaron hacia la puerta. Logan la abrió y Jennifer salió.
Una vez en el pasillo, Logan le tendió la mano para despedirse. Tras una breve vacilación, ella se la estrechó con suavidad. Y cuando lo hizo, Logan sintió un repentino y desgarrador destello de emoción, tan poderoso y abrumador que casi se tambaleó físicamente. Retiró la mano e hizo lo posible por disimular la impresión. Jennifer titubeó. Logan aventuró una sonrisa y después, tras una confusa despedida, dio media vuelta y se alejó por el pasillo.
—
E
SO fue hace tres noches, ¿no? —preguntó Logan al joven que conducía el hidrodeslizador.
El otro, de nombre Hirshveldt, asintió con la cabeza.
—Oscurecía. Yo estaba en la pasarela exterior del sector Verde comprobando las conexiones de alimentación del conversor de metano. Entonces se me cayó una llave inglesa y, cuando me agaché para recogerla, miré hacia la marisma y… la vi a ella.
Se hallaban a medio kilómetro de la estación, rumbo al nordeste entre la enmarañada vegetación del Sudd. Era un viaje extraño y difícil a través de distintos elementos —fango, agua, plantas y aire— a medida que el hidrodeslizador se abría paso en aquella maraña sobrenatural. Lo mismo daban vueltas en una superficie de lodo oscuro y viscoso que amenazaba con engullirlos, como saltaban sobre amasijos de cañas, hierbas acuáticas y troncos podridos. Atardecía; un sol brumoso se ponía tras ellos en la marisma.
Hirshveldt detuvo bruscamente la embarcación. Echó un vistazo alrededor y después se volvió hacia la estación.
—Fue más o menos aquí —dijo.
Logan lo miró y asintió. Había repasado el expediente de Hirshveldt. Segundo mecánico. Había estado en tres expediciones de Porter Stone. Era experto en reparar y mantener complejos sistemas mecánicos de cualquier tipo, especialmente motores diésel. Su perfil psíquico —Stone obligaba a someterse a ese tipo de pruebas a todos los candidatos— mostraba un coeficiente muy bajo de pensamiento divergente y desinhibición.
En otras palabras, Hirshveldt era probablemente la última persona de la que cabría esperar que viera cosas raras.
Cuando la embarcación dejó de moverse, los rodeó una nube cada vez mayor de mosquitos y otros insectos. El olor del Sudd, un hedor pútrido y penetrante, los envolvía. Logan abrió su bolsa, cogió una cámara digital, enfocó manualmente e hizo varias fotos de los alrededores. Luego grabó una panorámica con una cámara de vídeo. Tras volver a guardar ambas en la bolsa, sacó seis tubos de ensayo, tomó muestras del fango y la vegetación, los cerró y los guardó. Por último sacó un pequeño artilugio portátil. Tenía un indicador digital, un potenciómetro analógico y dos interruptores. Logan se acercó con cuidado a la proa del hidrodeslizador, puso en marcha el aparato, ajustó el potenciómetro y desde allí trazó lentamente un arco ante él.
—¿Qué es eso? —quiso saber Hirshveldt, picado en su curiosidad profesional.
—Un contador de iones del aire.
Logan observó el indicador, volvió a ajustar el aparato y realizó un segundo barrido.
Había hecho una lectura base en la estación, antes de embarcar en el hidrodeslizador. El aire aquí estaba más ionizado —alrededor de quinientos iones por metro cúbico—, pero no lo bastante para que resultara preocupante. Extrajo una libreta del bolsillo, anotó algo y dejó el contador de iones de nuevo en la bolsa. Se volvió hacia Hirshveldt.
—¿Sería tan amable de describirme lo que vio? Cuantos más detalles pueda darme, mejor.
Hirshveldt tardó en contestar; obviamente estaba repasando sus recuerdos.
—Era alta. Delgada. Caminaba despacio… por aquí, sobre la superficie de la marisma.
Logan contempló el laberinto de vegetación.
—¿Tropezó o resbaló mientras caminaba?
El mecánico negó con la cabeza.
—No, pero no eran unos andares normales.
—¿A qué se refiere?
—Pues a que caminaba despacio, muy despacio, como si estuviera en trance o fuera sonámbula.
Logan tomó nota en su libreta.
—Continúe.
—La rodeaba una especie de resplandor azulado.
«¿El resplandor de la puesta de sol, el resplandor de la imaginación, o el resplandor de un aura?», se preguntó Logan.
—¿Podría describirlo? ¿Era constante, como el de una luz incandescente, o bien oscilaba como la aurora boreal?
Hirshveldt apartó un mosquito de un manotazo.
—Oscilaba. Pero también despacio. —Hizo una pausa y añadió—: La mujer era joven.
—¿Cómo lo sabe?
—Se movía como se mueve un joven, no como una anciana.
—¿Cómo era el color de la piel?
—Es difícil decirlo debido al resplandor. Pero era bastante oscura.
Logan lo anotó.
—¿Podría describir cómo iba vestida?
Una pausa.
—Llevaba un vestido. De cintura alta, casi transparente. Con una larga cinta atada alrededor de la cintura y que le llegaba por debajo de las rodillas. Y también una especie de capa triangular sobre los hombros. Creo que del mismo material.
«La clásica capa egipcia», se dijo Logan mientras escribía. La capa propia de la aristocracia, o tal vez de una sacerdotisa. Como la que Tina Romero dijo que había desaparecido de su despacho. Cuando le había preguntado por ella, la egiptóloga le había dicho que pretendía llevarla en la fiesta de clausura que Stone siempre celebraba cuando una expedición concluía con éxito.
—¿Reconocería a la mujer si volviera a verla? —preguntó.
Hirshveldt meneó la cabeza.
—Estaba demasiado oscuro. Además, lo que llevaba en la cabeza no me dejaba verle bien la cara, incluso cuando me miró.
Logan dejó de anotar.
—¿Lo miró?
El mecánico asintió.
—¿Lo miró a usted o miró en dirección a la estación?
—Yo la estaba observando cuando ella se detuvo y, con la misma lentitud, giró la cabeza. Vi el brillo de sus ojos en la oscuridad.
—Ha dicho que llevaba algo en la cabeza, ¿qué aspecto tenía?
—Era como… el cuerpo de un pájaro. Con plumas y con un pico largo. Le cubría la cabeza como un sombrero. Las alas, plegadas a ambos lados, le tapaban las orejas.
«El halcón de Horus. Una sacerdotisa, no hay duda», pensó Logan mientras hacía una última anotación y guardaba la libreta en la bolsa.
—Cuando ella lo miró, tuvo alguna sensación especial?
Hirshveldt frunció el ceño.
—¿Una sensación?
—Ya sabe, de reconocimiento, de bienvenida…