La Tierra permanece

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Authors: George R. Stewart

Tags: #ciencia ficción

 

Premio International Fantasy 1951

Cuando Isherwood Williams, un graduado en geografía, vuelve de unas vacaciones descubre que todo el mundo está muerto, victima de un virus. Va a la deriva, observa la degradación del paisaje, plagas de insectos y roedores, y al regresar a San Francisco, encuentra a una sobreviviente y forman una pareja y tienen hijos que vuelven a la manera de vivir de los nativos americanos, completando un círculo. Ish queda como único testigo al pasado y recuerda que "los hombres van y vienen, pero la Tierra permanece".

Esta hermosa meditación sobre la ecología, el pasado y la inexorabilidad del cambio, es una de las obras maestras de la ficción especulativa de todos los tiempos.

"Opino que este libro es la mejor novela de c-f, y una de las mejores novelas jamás escritas... Stewart ha tratado uno de los temas más sorprendentes que sea posible concebir, la muerte y la 'resurrección' de la humanidad, en un libro que tiene la simplicidad y la grandeza de una cadena de montañas; instaladas en la llanura de la c-f común; volvemos la mirada por primera vez en esa dirección... y lo común y ordinario nunca más podrá satisfacernos, pues este ejemplo ha demostrado que esas cimas son accesibles. Una novela cuyo impacto es todavía eficaz después de veinte o treinta años merece justamente el calificativo de obra maestra. Atestiguo, insisto y firmo: es un libro único." -- John Brunner

George R. Stewart

La Tierra permanece

ePUB v1.0

betatron
16.09.2011

Título: La Tierra permanece

© 1949, George R. Stewart

Título original:
Earth Abides

Traducción de Gregorio Lemos

Editorial: Ediciones Minotauro

ISBN: 9788445072073

Los hombres van y vienen

pero la Tierra permanece

ECLESIASTÉS, 1, 4

1. MUNDO SIN FIN

Si hoy apareciera por mutación un nuevo virus mortal... nuestros rápidos transportes podrían llevarlo a los más alejados rincones de la tierra, y morirían millones de seres humanos.

W.M. Stanley,
Chemical and Engineering News
,22 de diciembre de 1947

1

Y, en esta emergencia cesa desde ahora, excepto en el distrito de Columbia, el Gobierno de los Estados Unidos. Los funcionarios y los oficiales de las Fuerzas Armadas pasan a depender de los gobernadores de Estado, o de cualquier otra autoridad local. Por orden del Presidente. Dios salve al pueblo de los Estados Unidos...

Es un comunicado del Consejo de Emergencia del Territorio de la Bahía. El Centro de hospitalización de Oakland ha sido abandonado. Sus funciones, comprendidos los sepelios en el mar, se concentran ahora en el Centro de Berkeley.

Sintonicen esta estación, actualmente la única en el norte de California. Informaremos a ustedes mientras sea posible.

Subía apoyándose en el borde de la roca, cuando oyó el cascabeleo. El colmillo se le hundió en la carne. Instantáneamente retiró la mano derecha; se volvió y vio la serpiente, enroscada, amenazadora. No era muy grande. Llevándose la mano a los labios, succionó con fuerza la base del dedo índice, donde asomaba una gota roja.

No perder tiempo en matar a la serpiente
, recordó.

Se dejó caer, succionándose el dedo. Vio el martillo al pie de la roca, y pensó si lo dejaría allí. Pero aquello se parecía al pánico. Lo recogió con la mano izquierda y avanzó por el áspero sendero.

No se apresuró. La prisa le aceleraba el corazón, y el veneno circulaba entonces con mayor rapidez. Aunque el corazón le latía de tal modo, por la excitación o el miedo, que apresurarse o no parecía indiferente. Al llegar a unos árboles, sacó el pañuelo y se lo ató en la muñeca derecha. Con una ramita arrolló el pañuelo en un torniquete.

Echó a caminar, y se sintió más tranquilo. El corazón se le apaciguaba. No debía preocuparse demasiado. Era un hombre joven, y sano y fuerte. La mordedura no sería fatal.

Al fin la cabaña apareció ante él. La mano le colgaba dura e insensible. Poco antes de llegar, se detuvo y soltó el torniquete. Dejó que la sangre le circulara por la mano, y luego volvió a atársela.

Abrió la puerta con el hombro, dejando caer el martillo. La herramienta se balanceó un momento sobre su pesada cabeza, y al fin se detuvo, con el mango hacia arriba.

En el cajón de la mesa buscó el botiquín. Rápidamente siguió las instrucciones. Con la hoja de afeitar trazó unas cruces sobre la marca de los colmillos, y aplicó la bomba de succión. Luego se tendió en el camastro y observó la ampolla de goma que la sangre hinchaba lentamente.

No temía morir. Todo aquello era sólo una molestia. La gente le había dicho y repetido que no anduviese solo por las montañas. «Lleve un perro por lo menos», añadían. Siempre se había reído. Los perros peleaban constantemente con los jabalíes o los zorrillos, y además no le gustaban. Ahora los consejeros se sentirían satisfechos.

Se revolvió en la cama, como afiebrado. «Quizá», les diría, «me atrae el peligro». Eso parecería heroico. Podía decir también, más sinceramente: «Amo esta soledad, lejos de los problemas de la vida en común».

Sin embargo, por lo menos ese año último sólo el trabajo lo había llevado a las montañas. Preparaba una tesis:
La Ecología de la zona de Black Creek.
Debía investigar las relaciones, pasadas y presentes, entre los hombres, plantas y animales de la región. Buscar un compañero ideal le hubiese llevado demasiado tiempo. Además, nunca le pareció que hubiese allí grandes peligros. Aunque en un radio de ocho kilómetros no vivía un solo ser humano, difícilmente pasase un día sin que se apareciera algún pescador que subía en coche por la carretera rocosa, o simplemente remontaba la corriente.

Sin embargo, pensándolo un poco, ¿cuándo había visto a algún pescador? Desde luego, no esa semana. No tampoco en las dos semanas últimas. Había oído un automóvil, una noche. Le sorprendió que alguien subiese en la oscuridad por esa carretera. Comúnmente acampaban abajo a la caída de la tarde, y partían a la mañana. Pero quizá deseaban llegar cuanto antes a algún río favorito, e iniciar la pesca al amanecer.

No, realmente, no había hablado ni visto a nadie en las dos últimas semanas.

Una punzada de dolor lo devolvió al presente. Tenía la mano hinchada. Soltó el torniquete y la sangre circuló otra vez.

Sí, su aislamiento era total. No tenía radio. Podía haber ocurrido una catástrofe en la Bolsa, u otro Pearl Harbor. Quizás eso explicaba la escasez de pescadores. De cualquier modo, no podía esperar que viniesen a ayudarlo.

Sin embargo, aquella perspectiva no lo alarmaba. En el peor de los casos seguiría allí acostado. Tenía agua y comida para dos o tres días. Luego, cuando la mano se le deshinchase, iría en el coche al rancho de Johnson, el más cercano.

Pasó la tarde. A la hora de cenar, sin ganas, preparó café y bebió unas cuantas tazas. Sufría bastante, pero a pesar del dolor y el café, se quedó dormido...

Se despertó de pronto, con la luz, advirtiendo que alguien había abierto la puerta. Dos hombres en traje de calle, casi elegantes, escudriñaban a su alrededor de una manera extraña, como asustados.

—¡Estoy enfermo! —dijo desde la cama.

El miedo de los hombres se transformó en pánico. Se volvieron rápidamente y sin cerrar la puerta echaron a correr. Momentos después se oyó el ruido de un motor, que se perdió en seguida en las montañas.

Sintió miedo, entonces, por primera vez. Se incorporó y miró por la ventana. El coche había desaparecido en el recodo. ¿Qué pasaba? ¿Por qué esa huida?

La luz venía de oriente. Había dormido hasta el amanecer. La mano le dolía aún. Pero no se sentía enfermo. Calentó el jarrito de café, preparó un poco de avena y se acostó otra vez. Iría en seguida a casa de Johnson... si antes no pasaba alguien que quisiera detenerse y ayudarlo.

Sin embargo, pronto empezó a empeorar. Se trataba, sin duda, de una recaída. A media tarde estaba realmente asustado. Tumbado en la cama, redactó una nota, explicando lo que había ocurrido. No pasaría mucho tiempo sin que alguien lo encontrase. Sus padres, sin noticias, telefonearían a Johnson. Logró garabatear con la mano izquierda unas pocas palabras. Luego firmó:
Ish.
El esfuerzo de escribir el nombre completo, Isherwood Williams, le pareció inútil, y además, todo el mundo le conocía por aquel diminutivo.

A medianoche, como el náufrago que ve pasar a lo lejos, desde una balsa, un buque trasatlántico, oyó un ruido de coches, dos coches, que subían por la carretera. Se acercaron, y luego siguieron adelante, sin detenerse. Los llamó, pero se sentía muy débil, y su voz, estaba seguro, no atravesaba aquellos doscientos metros.

Antes del crepúsculo, no sin esfuerzo, se incorporó tambaleándose, y encendió la lámpara. No quería quedarse a oscuras.

Se inclinó luego, aprensivamente, hacia el espejito que colgaba del techo inclinado. El rostro no parecía más largo y flaco que antes, pero tenía las mejillas encendidas. Los grandes ojos azules, congestionados, que lo miraban con un ardor febril, y el hirsuto cabello castaño completaban el retrato de un hombre muy enfermo.

Se volvió a la cama, sin miedo, pero seguro casi de que iba a morir. De pronto se sentía helado; en seguida, devorado por la fiebre. La lámpara sobre la mesa iluminaba los rincones de la cabaña. El martillo seguía en el suelo, con el mango hacia arriba, en un precario equilibrio. Si hiciese testamento, un testamento como los de antes, divagó, en el que se describían todos los bienes, diría: «Un martillo de minero; peso de la cabeza, cuatro libras; mango, treinta centímetros; madera rajada, dañada por la intemperie; metal enmohecido, aún utilizable.» Había hallado el martillo poco antes de encontrarse con la serpiente, recibiendo con alegría aquel legado del pasado, de una época en que los mineros blandían el martillo con una mano y sostenían el buril con la otra. Cuatro libras es casi el peso máximo que un hombre puede manejar de ese modo. En aquel delirio febril, pensó que una fotografía del martillo podía ilustrar muy bien su tesis.

La noche fue una larga pesadilla: torturado por accesos de tos, sofocado, consumido primero por el frío, y luego por la fiebre. Una erupción similar al sarampión le cubrió el cuerpo.

Al alba se hundió otra vez en un sueño profundo.

«Nunca ha ocurrido» no es igual a «No ocurrirá»... Sería como decir: «Nunca he muerto, por lo tanto soy inmortal.» Se asiste aterrado a una invasión de langostas o saltamontes, y estos mismos insectos, que han pululado de un modo alarmante, desaparecen de pronto de la faz de la tierra. Los animales superiores están sujetos a fluctuaciones parecidas. Los lemmings tienen ciclos regulares. Las liebres de la montaña se multiplican durante años, y se cree que van a invadir el mundo. Luego, rápidamente, una epidemia acaba con ellas. Algunos zoólogos han sugerido incluso una ley biológica: el número de individuos de una especie no es constante, baja y sube. Cuanto más elevada sea la especie, más lenta es la gestación, y más prolongadas las fluctuaciones.

Durante la mayor parte del siglo XIX, el búfalo abundó en las estepas africanas. Era un animal resistente, con escasos enemigos naturales, y un censo realizado cada diez años hubiese demostrado que seguían propagándose.

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