La Tierra permanece (4 page)

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Authors: George R. Stewart

Tags: #ciencia ficción

Después se sentó en el porche, en la oscuridad. A pesar de la comida, apenas se tenía en pie, y comprendió que había sufrido un rudo golpe.

Desde la avenida San Lupo, en la falda de la loma, se veía una gran parte de la ciudad. Y nada parecía haber cambiado. La producción de electricidad era sin duda automática. En las fábricas hidroeléctricas, el agua alimentaba aún los generadores. Y alguien había ordenado, cuando todo empezó a empeorar, que no se apagaran las luces. Allá abajo brillaba el puente de la bahía, y, más lejos, el resplandor de San Francisco y el marco luminoso del Golden Gate disipaban las nieblas de la noche. Las señales de tránsito funcionaban aún, pasando del verde al rojo. De lo alto de las torres, los reflectores enviaban silenciosos avisos a aviones que no volarían más. Lejos, hacia el sur, en algún lugar de Oakland, había, sin embargo, una zona oscura. Un conmutador descompuesto quizás, o un fusible quemado... Los anuncios luminosos, algunos por lo menos, seguían encendidos. Lanzaban patéticamente sus reclamos publicitarios a un mundo sin clientes ni vendedores. Un enorme cartel, que una casa cercana ocultaba en parte, seguía transmitiendo:
Beba
... Pero Ish no veía qué debía beber.

Siguió mirando, casi hipnotizado.
Beba
... oscuridad.
Beba
... oscuridad.
Beba
... Bueno, ¿por qué no?, pensó. Fue a buscar la botella de coñac de su padre.

Pero el coñac era débil y no encontró en él ningún consuelo. No soy hombre, pensó, de buscar la muerte en el alcohol. El anuncio que brillaba allá abajo era más interesante.
Beba
... oscuridad.
Beba
... oscuridad.
Beba
. ¿Cuánto tiempo brillarían esas luces? ¿Cómo se apagarían? ¿Qué mecanismos seguirían funcionando? ¿Qué destino tendría esa obra, edificada lentamente a lo largo de los siglos, y que ahora sobrevivía a su creador?

Supongo, pensó Ish, que la mejor solución sería el suicidio. Pero no, es demasiado pronto. Estoy vivo, y hay quizás otros sobrevivientes. Somos como moléculas de gas que flotan sin encontrarse en un vacío neumático.

Cayó otra vez, lentamente, en un desaliento cercano a la desesperación. Sí, podía vivir, alimentándose como un necrófago de los víveres de los almacenes. Podía unirse a otros hombres. ¿Y luego? Si se hubiera encontrado con media docena de amigos todo sería diferente. Pero ahora no podría evitar a los imbéciles, o aún a los canallas. Alzó los ojos y vio otra vez el anuncio que brillaba a lo lejos:
Beba
... oscuridad.
Beba
... oscuridad.
Beba
. Y volvió a preguntarse cuánto tiempo brillarían aún esas inútiles letras de fuego. Y aquello que había visto durante el día. ¿Qué sería del coyote que corría a saltos por la carretera? Las vacas y los caballos paseaban lentamente alrededor del abrevadero, bajo las aspas del molino. ¿Durante cuánto tiempo giraría el molino, sacando agua de las honduras de la tierra?

De pronto, se sobresaltó. Parecía que el deseo de vivir despertaba en él. No sería un actor, quizá; no quedaban papeles para él en el mundo, pero sería por lo menos un espectador más; un espectador habituado ya a observar el mundo. El telón había caído, era cierto; pero ahora, ante su mirada de investigador, iba a desarrollarse el primer acto de un drama insólito. Durante miles de años el hombre había sido el amo indiscutido de la tierra. Y he aquí que ese rey de la creación desaparecía ahora, quizá por mucho tiempo, quizá para siempre. Aunque la raza humana no se hubiera extinguido del todo, los sobrevivientes tardarían siglos en retomar las riendas del poder. ¿Qué sería del mundo y sus criaturas sin el hombre? Y bien, él, Ish, iba a verlo.

2

Sin embargo, cuando se acostó no pudo dormirse. El frío abrazo de la niebla estival envolvió la casa, y la conciencia de su soledad se transformó en miedo y en pánico. Se levantó, y poniéndose una bata fue a sentarse ante el aparato de radio. Buscó frenéticamente en todas las ondas. Sólo oyó unos débiles ruidos.

De pronto pensó en el teléfono. Levantó el tubo y oyó el zumbido familiar. Discó un número; cualquier número. La campanilla resonó en una casa lejana. Ish creyó oír un despertar de ecos en las habitaciones vacías. A la décima llamada, colgó el tubo. Probó un segundo número, y un tercero... y dejó de llamar.

Se le ocurrió entonces otra idea. Añadió un reflector a la lámpara y, de pie, en el porche, lanzó un mensaje a la ciudad nocturna: tres puntos, tres rayas, tres puntos, el S.O.S. en que habían puesto sus últimas esperanzas tantos hombres amenazados por la muerte. Pero no hubo respuesta. Comprendió al cabo de un rato que entre las luces de la ciudad sus modestas señales pasarían inadvertidas.

Entró en la casa, temblando de frío. Abrió una llave y el motor de la calefacción se puso en marcha.

La electricidad funcionaba todavía, y en el tanque había aún combustible. En ese aspecto no había problemas. Se sentó y a los pocos minutos apagó las luces con la curiosa sensación de que eran demasiado visibles. La niebla y la oscuridad lo protegerían con sus velos impenetrables. Sin embargo, angustiado por la soledad, puso el martillo al alcance de la mano.

Un grito espantoso desgarró la oscuridad. Temblando de pies a cabeza, Ish tardó en reconocer la llamada de amor de un gato, sonido familiar en las noches de estío, aun en el aristocrático San Lupo. Los aullidos siguieron un tiempo, y al fin los ladridos de un perro interrumpieron el idilio. El silencio volvió a apoderarse de la noche.

Para ellos también termina un mundo de veinte mil años. Yacen en las perreras, con las lenguas hinchadas, muertos de sed. Perdigueros, ovejeros, pequineses, lebreles. Los más afortunados vagan por la ciudad y los campos, bebiendo en los arroyos, en las fuentes, en los estanques poblados de peces rojos. Buscan por todas partes algo que comer, persiguen una gallina, atrapan una ardilla en un parque. Y poco a poco las torturas del hambre borran siglos de servidumbre. Furtivamente se acercan a los cadáveres insepultos.

El animal de raza no se distingue ya por la altura, la forma de la cabeza o el color del pelo. Fuera de concurso, Príncipe de Piamonte IV no supera al último cuzco callejero. El premio, el derecho a sobrevivir, lo obtiene el de más ingenio, mayor vigor, una mandíbula más fuerte, o aquel que sabe adaptarse a las nuevas condiciones de vida, y que, de vuelta al salvajismo, vence a sus rivales asegurándose su subsistencia.

Durazno, el perro de aguas color miel, permanece echado, triste y afligido, debilitado por el hambre, poco inteligente, de patas demasiado cortas para perseguir las presas... Spot, el mestizo predilecto de los niños, tiene la suerte de encontrar una camada de gatitos y los mata, no por crueldad, sino para comérselos... Ned, el terrier de pelo duro, independiente por naturaleza y amigo de correrías, corretea sin dificultades... Bridget, el setter rojo, se estremece, y de cuando en cuando lanza al cielo un aullido que termina en una queja. Su alma bondadosa no tolera un mundo sin dioses.

Aquella mañana se trazó un plan. En un distrito urbano de dos millones de habitantes, debían de haber sobrevivido otros. La solución era evidente; tenía que encontrar a alguien, en cualquier parte. Pero ¿cómo?

Recorrió toda la vecindad, esperando descubrir algún conocido. Pero las casas parecían deshabitadas. Las flores se marchitaban en los jardines resecos.

Regresó, cruzó el parque de sus juegos infantiles, y trepó a las rocas. Dos de ellas se tocaban en la cima, formando una especie de pequeña gruta; un refugio natural, primitivo, donde Ish se había escondido a menudo. Miró. No había nadie.

En una ancha superficie rocosa que seguía la inclinación de la colina, los indios habían abierto unos hoyos con sus martillos de piedra. El mundo de los pieles rojas ha desaparecido, pensó Ish. Y ahora desaparece también otro mundo. ¿Seré yo su último representante?

Subió al coche y se trazó mentalmente la ruta que podría seguir para que la bocina se oyese en casi toda la ciudad. Se puso en marcha tocando la bocina a cortos intervalos, y deteniéndose a esperar una posible respuesta.

Las calles tenían el aspecto de las primeras horas de la mañana. Había muchos coches estacionados, y poco desorden. De cuando en cuando encontraba un cadáver; algún enfermo a quien la muerte había sorprendido en la calle. Dos perros merodeaban cerca de un cuerpo. En una esquina, el cadáver de un hombre colgaba de la cruz de un poste telefónico, con un cartel en el pecho que decía: Ladrón. Ish entró luego en una zona comercial, y vio entonces algunas señales de violencia. El escaparate de una licorería estaba hecho trizas.

Salió de la zona comercial tocando otra vez la bocina. Medio minuto más tarde se oyó otra bocina lejana y débil. Pensó por un momento que los oídos lo engañaban.

Tocó otra vez y la respuesta llegó inmediatamente. El corazón le dio un salto. El eco, pensó. Llamó con un bocinazo corto y otro largo y escuchó. La respuesta fue un sonido breve y único.

Dio media vuelta y fue hacia el lugar de donde venía el sonido, a no más de setecientos u ochocientos metros. Tres calles más allá tocó de nuevo y esperó. Más a la derecha se metió en un callejón cerrado, volvió atrás y probó otra calle. Lanzó la llamada y la contestación llegó desde más cerca. Avanzó rápidamente en línea recta y la respuesta siguiente sonó a sus espaldas. Retrocedió y entró en una callejuela bordeada de tiendas. Había largas filas de coches junto a las aceras, pero no vio a nadie. Era raro que aquel otro sobreviviente no estuviese en medio de la calle haciendo señas. Tocó la bocina y la respuesta casi lo ensordeció. Detuvo el coche, saltó a tierra y echó a correr. El hombre estaba dentro de un auto. Cuando Ish se acercó, se desplomó sobre el volante, y cayó luego de costado. La bocina emitió un largo quejido. Una vaharada de whisky llegó a las narices de Ish. El hombre de barba larga e hirsuta, y una cara sucia y roja, estaba completamente borracho.

Ish, de pronto furioso, sacudió el cuerpo caído. El hombre entreabrió los ojos y gruñó como preguntando qué ocurría. Ish sentó el cuerpo inerte, y la mano del hombre buscó a tientas la botella de whisky, en un rincón del asiento. Ish se adelantó y arrojó la botella a la calle, donde se rompió ruidosamente. Se sentía amargado y furioso. Había allí una terrible ironía. Había encontrado un único sobreviviente, y era un pobre viejo borracho, que no servía para nada en este mundo, ni en ningún otro. Los ojos del hombre se abrieron entonces, y la ira de Ish se transformó en enorme piedad.

Aquellos ojos habían visto demasiado. Había en ellos espanto y horror. El cuerpo sucio y enfermo ocultaba de algún modo una mente sensible, que ahora sólo deseaba olvidar.

Ish se sentó junto al borracho. Los ojos del hombre miraron aquí y allá, como extraviados, y la tragedia pareció crecer en ellos. Ish le tomó de pronto la muñeca y buscó el pulso. Era débil e irregular. No le quedaban quizá sino unas horas de vida.

Bien, pensó Ish. El sobreviviente podía haber sido una muchacha, o un hombre inteligente, pero era este borracho, a quien nadie podía ayudar.

Al cabo de un rato Ish salió del coche y entró en el bar. Había un gato en el mostrador. Ish creyó que estaba muerto, pero de pronto el animal se movió. Había estado durmiendo, simplemente. El gato miró a Ish con la fría insolencia con que una duquesa mira a su camarera. Ish se sintió incómodo y tuvo que recordar que los gatos habían sido siempre así. El animal parecía contento y bien alimentado.

Ish miró los estantes y advirtió que el borracho no se había molestado en elegir su botella. Un whisky cualquiera le había bastado.

Salió y vio que el hombre había encontrado en alguna parte otra botella y bebía a grandes tragos. No había mucho que hacer, pero Ish decidió intentarlo.

Se apoyó en la ventanilla. El hombre, quizás animado otra vez por el alcohol, parecía más lúcido. Miró a Ish y sonrió patéticamente.

—Ho... ho... ah —dijo con voz pastosa.

—¿Cómo se siente? —preguntó Ish.

—Bar... el... low —balbuceó el otro.

Ish intentó descifrar aquellos sonidos. El hombre esbozó otra vez su patética sonrisa infantil y repitió con una voz un poco más clara:

—No... Bar'l... low.

Ish comprendió a medias.

—¿Su nombre es Barelow? —preguntó—. ¿No? ¿Barlow?

El hombre asintió, sonrió, y antes que Ish pudiese impedirlo tomó otro trago. Ish se sintió más triste que furioso. ¿Qué importaba ahora un nombre? Y no obstante, el señor Barlow, sumergido en las nieblas del alcohol, intentaba cumplir con una norma de civilizada cortesía.

En seguida, muy lentamente, el señor Barlow se desplomó otra vez en el asiento, y la botella cayó y se vació en el piso del coche.

Ish vacilaba. ¿Uniría su suerte a la del hombre intentando curarlo y reformarlo? El señor Barlow parecía un caso sin esperanza. Y si se quedaba, podía perder la oportunidad de encontrar a algún otro.

—Quédese aquí —le dijo al hombre tumbado, quizás inconsciente—. Volveré.

Los gatos habían vivido dominados por el hombre sólo cinco mil años, y nunca habían aceptado de buen grado esa dominación. Los ejemplares encerrados en las casas, pronto murieron de sed. Pero los que quedaron en la calle se las arreglaron mejor que los perros. La caza del ratón dejó de ser un juego para transformarse en una industria. Los gatos cazan pájaros, rondan por calles y avenidas buscando alguna lata de desperdicios que las ratas no hayan saqueado aún. Salen de los límites de la ciudad e invaden las guaridas de codornices y conejos. Allí se encuentran con otros gatos realmente salvajes, y el fin es sangriento y rápido, pues los vigorosos habitantes de los bosques despedazan a los gatos ciudadanos.

 

Esta vez el sonido era más insistente. El hombre que tocaba la bocina no parecía borracho. Ish se acercó y vio a un hombre y una mujer. Reían y le hacían señas. Bajó del coche. El hombre era corpulento y vestía una deslumbrante chaqueta deportiva. La mujer era joven y bonita. Se había pintado la boca con una espesa capa de carmín. En los dedos le relumbraban varios anillos.

Ish dio unos pasos, y de pronto se detuvo.
Dos son una pareja, y tres una multitud
. La mirada del hombre era decididamente hostil. La mano derecha no dejaba el abultado bolsillo de la chaqueta.

—¿Cómo están? —dijo Ish, sin moverse.

—Oh, muy bien —dijo el hombre. La mujer se rió con una risita tonta y miró a Ish provocativamente. Ish se sintió otra vez en peligro—. Sí —prosiguió el hombre—, sí, lo pasamos muy bien. Mucha comida, mucha bebida y muchísimo... —Hizo un ademán obsceno y sonrió a la mujer con una mueca. La mujer se rió otra vez.

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