La Tierra permanece (42 page)

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Authors: George R. Stewart

Tags: #ciencia ficción

Miró a sus compañeros. Tenía una niebla ante los ojos, y no podía ver muy bien. Sin embargo, alcanzó a distinguir a los dos perros, echados tranquilamente, y a los cuatro jóvenes —tres estaban juntos, y el otro un poco apartado— sentados a su alrededor en un semicírculo. Lo miraban. Eran jóvenes, y en el ciclo de la humanidad tenían miles de años menos que él. Él, Ish, era el último representante del mundo antiguo; ellos eran los primeros del nuevo. ¿Recomenzaría la lenta evolución del pasado? Esperaba que no. Demasiados males habían ayudado a crear la civilización: la esclavitud, conquistas, guerras, tiranías.

Los ojos de Ish buscaron el puente, más allá del grupo de jóvenes. Ahora, en sus últimos instantes, se sentía más cerca del puente que de los seres humanos. El puente, como él, había sido parte de la civilización.

A cierta distancia se veía un auto, es decir los restos de un auto. Ish recordó el coche que había estado allí tanto tiempo. La pintura se había descascarado, los neumáticos se habían desinflado, y los excrementos de las aves marinas cubrían la capota. Era raro, y por otra parte sin importancia, pero recordaba que el propietario del auto había sido un tal James Robertson —con una E., una T. o una P. o una inicial parecida en el medio—, domiciliado en Oakland.

Sin embargo, Ish no se quedó mirando el coche. Alzó los ojos hacia los altos pilones, y los grandes cables de curvas perfectas. Esa parte del puente parecía aún en perfecto estado. Resistiría mucho tiempo y vería pasar a varias generaciones humanas. Los parapetos, los pilones y los cables tenían un color purpúreo, y la herrumbre no los había atacado sino superficialmente. Pero generaciones de gaviotas habían blanqueado la cima de los pilones.

Sí; el puente podía durar años, pero la herrumbre lo consumiría poco a poco. Los terremotos sacudirían los cimientos, y un día de tormenta caería un arco. Las creaciones del hombre, como él mismo, no serían eternas.

Cerró los ojos e imaginó las curvas de las montañas que rodeaban la bahía. Desde la destrucción de la civilización, la forma de las lomas no había cambiado. El tiempo, tal como lo concebía el hombre en su estrecha imaginación, no las había afectado. Gracias a la bahía y las lomas, Ish moría en el mundo donde había vivido.

Abrió otra vez los ojos y vio los dos picos puntiagudos que coronaban la cadena. «Los Pechos Gemelos»; así se los llamaba en otro tiempo. Se acordó de Em y su madre. La tierra, Em y su madre se unieron en su mente y se sintió feliz. Ahora volvía a ellas.

No, pensó al cabo de un momento. Es necesario que vea claramente la muerte, como la vida. Por lo menos con esta débil luz que hay en mí ahora. Estas montañas, a pesar de su forma, no tienen nada en común con Em, ni con mi madre; pero ellas me recibirán, recibirán mi cuerpo, aunque sin amor. Les soy indiferente. He estudiado las leyes del mundo físico, y sé que las montañas, aunque eternas a los ojos de los hombres, también cambian.

Viejo, cansado y moribundo, Ish hubiese querido encontrar ante sus ojos algo que no fuera dominado por el tiempo. Tenía frío, se le entumecían los dedos, perdía la vista.

Miró otra vez las cimas lejanas. Se había esforzado tanto... Había luchado... Había mirado hacia el pasado y el futuro. ¿Qué importaba todo ahora? ¿Qué había hecho realmente?

Nada quedaba de todos sus esfuerzos. Se dormiría, descansaría en las faldas de aquellas montañas que se parecían a los pechos de una mujer y eran a la vez un símbolo y un consuelo.

En seguida, aunque apenas veía ahora, se volvió hacia los jóvenes. Me entregarán a la tierra, pensó. Y yo también los entrego a la tierra, madre de los hombres.
Los hombres van y vienen, pero la Tierra permanece.

Notas

[1]
Según la leyenda, los gatos de Kilkenny, Irlanda, pelearon hasta que no quedó de ellos más que las colas. (N. del T.)

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