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Authors: George R. Stewart

Tags: #ciencia ficción

La Tierra permanece (38 page)

Desde entonces la Tribu se dividió en dos clanes: los Primeros y los Otros. Los niños que nacían de un matrimonio mixto pertenecían al clan del padre. A Ish le asombraba que la mujer tuviese tan poca influencia, y no ocurriera como en los pueblos primitivos. Pero las viejas tradiciones eran muy fuertes.

El año siguiente, Em perdió hasta la sombra de su gracia real. Ish vio en su rostro unas raras arrugas que no eran de vejez, sino de dolor. La piel antes mate era ahora de un gris ceniciento. Ish sintió miedo y frío, y comprendió que la hora de la separación había llegado.

A veces, en los sombríos meses que siguieron, Ish pensaba: Quizá no es más que apendicitis. Le duele en ese sitio. ¿Por qué no operarla? Podría leer libros, aprender lo necesario. Uno de los muchachos le daría éter. En el peor de los casos, Em dejaría de sufrir.

Pero cuando llegaba el momento siempre retrocedía. Le temblaba la mano, no tenía valor. No se atrevía a hundir el bisturí en el costado de la que amaba. Em sólo contaba con ella misma.

Y pronto debió reconocer que no era apendicitis. Cuando el sol inició su marcha hacia el sur, Em cayó en cama y no se levantó más. En las farmacias en ruinas, Ish encontró polvos y jarabes que atenuaron los sufrimientos de Em. Después de haber tomado el calmante, ella dormía o permanecía inmóvil, sonriendo. Cuando el dolor volvía, Ish pensaba si no debería aumentar la dosis y terminar aquel tormento.

Pero no lo hizo. Pues sabía que Em amaba aún la vida y no perdería el valor.

Se pasaba largas horas a su cabecera, tomándole la mano y cambiando de cuando en cuando algunas palabras.

Como siempre, era ella quien lo consolaba a él, a pesar de sus torturas, y el fin tan cercano. Sí, se decía Ish una vez más, ella había sido para él una madre tanto como una esposa.

—No te atormentes por los niños —le dijo Em un día—, ni por los nietos y todos los que seguirán. Serán felices, me parece. Por lo menos serán tan felices como hubiesen podido serlo en los viejos días. No pienses demasiado en la civilización. Irán adelante.

¿Desde cuándo pensaba ella así?, se preguntaba Ish. ¿Había sabido Em que él fracasaría? ¿Había presentido lo que iba a ocurrir merced a su intuición o a la sangre diferente que le corría por las venas? De nuevo se preguntó en qué residía la grandeza del hombre o la mujer.

Josey se ocupaba ahora de la casa y cuidaba a su madre. Josey era también madre, y una mujer alta, de grandes pechos, y paso gracioso. De todos los hijos era quien más se parecía a Em.

Todos venían a visitar a la enferma, los hijos, las hijas y los nietos. Los nietos mayores eran casi muchachos, y en las nietas asomaba la mujer.

Ish comprendió que Em tenía razón. Irían adelante. La simplicidad es índice de fuerza. Vivirían.

Un día se había sentado al lado de Em y le había tomado la mano. Ella estaba muy débil. Y de pronto Ish sintió junto a ellos una sombría presencia. Em calló, y los dedos le temblaron ligeramente.

Oh madre de las naciones, pensó Ish. Tus hijos te cantarán alabanzas y tus hijas te bendecirán.

Estaba solo ahora, en aquel cuarto donde hacía poco habían sido tres, pues la muerte se había ido llevándose a Em. Se quedó allí, encorvado, con los ojos secos. Todo había terminado. Enterrarían a la madre de las naciones y no pondrían en su tumba, de acuerdo con las costumbres de la Tribu, ni cruces ni epitafios. Y, como hacían los hombres desde el principio de los siglos, desde que el amor y su hermano el dolor habían aparecido sobre la tierra, Ish veló a la muerta bienamada. Nunca se encontraría otra vez tanta grandeza y serenidad.

Y los años siguieron pasando, y el sol fue del norte al sur, y del sur al norte. Se grabaron otros números en la superficie de la roca.

Un día de primavera, Molly murió de repente, de una embolia sin duda. El mismo año, un enorme tumor, como un monstruo de pesadilla, invadió a Jean. Nada la aliviaba, y cuando se dio muerte, nadie la acusó.

Es el fin, pensó Ish. Nosotros, los americanos, somos viejos, y nos dispersamos como las hojas de la última primavera.

La tristeza lo abrumaba. Sin embargo, cuando se paseaba por las faldas de la loma, veía niños que jugaban y jóvenes que hablaban animadamente, y madres que amamantaban a sus bebés. Poca tristeza y mucha alegría.

Un día, Ezra fue a verlo y le dijo:

—Deberías tomar otra mujer.

Ish lo miró.

—No —dijo Ezra—, yo no. Soy demasiado viejo. Tú eres más joven. Hay una muchacha entre los Otros y ningún hombre para casarse con ella. Si no se es muy viejo, siempre es preferible no estar solo, y tú podrás tener más hijos.

Ish se casó con la muchacha. Ella fue el consuelo de sus largas noches y le dio hijos, pero para Ish fue siempre como si aquellos hijos no le pertenecieran, pues Em no los había llevado en su seno.

Se grabaron otros números en la roca. Salvo Ish y Ezra, todos los americanos habían desaparecido ya. Y Ezra era un viejecito seco y arrugado, que tosía y enflaquecía cada vez más. Ish mismo tenía el pelo gris. Aunque no era gordo, se le redondeaba el vientre y se le adelgazaban las piernas. Le dolía siempre el costado, en el lugar donde el puma le había clavado las garras, y caminaba poco. Sin embargo, el año 42 su mujer le dio aún otro hijo. No sintió mucho cariño por la criatura. Además, ahora ya tenía bisnietos.

El último día del año 43, Ish no se sintió con fuerzas para llegar hasta la roca, y Ezra estaba demasiado débil. Dejaron para más tarde el bautizo del año. De cuando en cuando se prometían ir al día siguiente, o confiar la misión a alguno de los hijos. A veces los jóvenes y hasta los niños se inquietaban. Pero al parecer no había prisa, y la ceremonia se postergaba indefinidamente. Un día llovía, el otro nevaba, y otro era ideal para pescar. Nunca se grabaron los números, el año no tuvo ningún nombre, y la vida siguió su curso. Y los años pasaron sin que nadie pensara en bautizarlos.

Desde hacía un tiempo, la mujer de Ish no tenía más hijos. Un día se presentó ante él acompañada de un hombre de su edad y los dos le pidieron respetuosamente permiso para unirse.

E Ish comprendió que recorría ya la última etapa de su vida. Empezó a pasarse las horas con Ezra, su compañero de vejez.

El espectáculo de dos viejos que se sientan juntos a recordar el pasado, no hubiera sido raro en otros días; pero aquí eran los únicos viejos. Todos los demás eran jóvenes, al menos comparativamente. La Tribu festejaba nacimientos y enterraba muertos, pero los nacimientos eran más numerosos que las muertes, y donde hay muchos jóvenes hay también risas.

Los años seguían pasando y los dos viejos, sentados en la ladera de la loma, al sol, hablaban cada vez más del pasado. Los años recientes habían dejado pocos recuerdos. Algunos eran buenos, otros malos, o por lo menos así se los clasificaba. Pero la diferencia no era grande. De modo que los viejos retrocedían hasta el pasado lejano y, de cuando en cuando, echaban una ojeada al porvenir.

Ish admiraba la sabiduría de Ezra, y su amor a los hombres.

—Una tribu es como un niño —comentó un día Ezra con su voz aflautada de viejo, que cada día se parecía más a un grito de pájaro. La tos lo interrumpió y cuando recuperó el aliento dijo—: Sí, una tribu es como un niño. Educas al niño, le das consejos, pero al fin hace siempre lo que quiere. Lo mismo una tribu.

—Sí —dijo otro día—, el tiempo aclara los misterios. Todo me parece hoy mucho más claro que antes. Dentro de cien años, si vivo todavía, el mundo no tendrá secretos para mí.

A veces hablaban de los otros americanos, los desaparecidos. Recordaban, riéndose, al viejo George y Maurine, y el hermoso aparato de radio de donde no salía ningún sonido. Y sonreían al pensar cómo se resistía siempre Jean a los oficios religiosos.

—Sí —decía Ezra—, todo es más claro ahora. ¿Por qué hemos sobrevivido al Gran Desastre? Nunca lo sabré, pero creo entender por qué no sucumbimos al dolor de ver que todos morían. George y Maurine, y quizá también Molly, vivieron sin enloquecer gracias a su apatía y su falta de imaginación. Jean se aferró a la vida. Yo me olvidé de mí mismo para pensar en los otros. Y tú y Em...

Ezra hizo una pausa y entonces Ish dijo:

—Sí, tienes razón, creo... Seguí viviendo porque me mantuve aparte, observando qué ocurría. En cuánto a Em...

Esta vez fue Ish quien se interrumpió, y Ezra retomó la palabra.

—Bueno, la Tribu será como fuimos nosotros. No habrá genios entre ellos porque no los hubo entre nosotros. Quizás un genio no hubiese podido sobrevivir... En cuanto a Em, sobran las explicaciones. Era la más fuerte. Sí, necesitábamos de George y sus trabajos, y también de tu previsión. Y quizá yo era un hombre útil como elemento de unión entre gentes tan distintas. Pero necesitábamos sobre todo a Em. Nos daba valor, y sin valor la vida es una muerte lenta.

A sus pies, en la falda de la colina, un árbol creció ante ellos —así le pareció a Ish— y pronto su pantalla de hojas ocultó el puente y sus enmohecidos pilones. Luego el árbol se secó, murió y cayó con el viento. Ish pudo ver otra vez el puente.

Un día un incendio estalló en la ciudad en ruinas del otro lado de la bahía, e Ish recordó que muchos años atrás, cuando él no había nacido aún, el fuego había devastado aquella misma ciudad. Esta vez el siniestro duró una semana; el viento del norte hacía crecer las llamas que nadie combatía, y que a nadie preocupaban. El fuego no se extinguió hasta que no quedó nada por devorar.

Luego, hasta la misma conversación fue un penoso esfuerzo. Ish se contentaba con tumbarse al sol; cerca de él tosía un viejo arrugado. Sin que supiera cómo, los días se transformaron en semanas, y el río de los años corrió sin detenerse. Ezra estaba siempre allí, y algunas veces Ish pensaba: Tose y enflaquece, pero vivirá más que yo.

Al fin hablar era algo agotador. La mente se replegaba sobre sí misma, e Ish meditaba en las rarezas de la existencia. ¿Qué diferencia había al fin? Aun sin el Gran Desastre, sería un viejo. Profesor honorario, sacaría libros de la biblioteca, hablaría de sus investigaciones y sería considerado un viejo chocho por sus colegas de cincuenta o sesenta años, que sin embargo les dirían a los estudiantes: «Es el profesor Williams, un gran sabio. Estamos muy orgullosos de él».

Ahora los viejos días parecían tan lejanos como Nínive o Mohenjadaro. Él mismo había visto cómo el mundo se derrumbaba. Sin embargo, cosa curiosa, la catástrofe había respetado su personalidad. Era aún el profesor honorario, ahora que unas tinieblas le oscurecían el pensamiento, y se calentaba al sol en una loma solitaria, patriarca de una tribu primitiva.

Y con aquellos años que pasaban, había extraños cambios. Los jóvenes venían siempre a pedirle consejo a Ish, pero no con la actitud de antes. Mientras estaba sentado en la falda de la loma, o cuando se quedaba en su casa los días de niebla o lluvia, le traían pequeños regalos: un puñado de moras dulces, una piedra brillante, un trozo de vidrio de color que relucía al sol. Ish no prestaba mucha atención a las piedras o al vidrio, ni siquiera a los zafiros y esmeraldas sacados de alguna joyería, pero recibía todo con alegría, pues comprendía que los jóvenes le traían lo que más admiraban.

Rendido el homenaje, aprovechaban algún momento en que Ish tenía el martillo en la mano para hacerle ceremoniosamente alguna pregunta. A veces lo consultaban sobre el tiempo. Ish miraba entonces el barómetro de su padre y predecía, ante los jóvenes asombrados, que las nubes se disiparían con el calor del día o que se preparaba una tempestad.

Pero otras veces las preguntas eran menos simples. Por ejemplo adónde debían ir para encontrar buena caza. Ish no lo sabía. Pero los jóvenes, descontentos, lo pellizcaban. Ish les gritaba entonces cualquier cosa:

—¡Al norte! ¡Detrás de las lomas!

Los jóvenes se iban satisfechos. Ish temía que regresaran a decirle que no habían encontrado nada, pero esto no ocurría nunca.

A veces sus pensamientos eran claros; otras, una niebla le invadía el cerebro. Un día se encontraba con la mente despejada, y mientras los jóvenes le hacían una pregunta, comprendió que se había transformado en un dios, o por lo menos en el oráculo que expresaba la voluntad de un dios. Y recordó que una vez los niños no se habían atrevido a tocar el martillo y habían asentido cuando les dijo que era un americano. Sin embargo, nunca había deseado ser un dios.

Un día, sentado en la loma, al sol, vio que Ezra no estaba a su lado, y comprendió que su compañero había partido para siempre. Nadie se sentaría ya junto a él. Apretó con fuerza el mango del martillo, ahora tan pesado que apenas podía levantarlo con las dos manos.

Los mineros lo manejaban en otros tiempos con una sola mano, pensó. Y ahora es demasiado pesado para mí. Pero se ha transformado en el símbolo del dios tribal, y me acompaña aún cuando todos los otros, incluso Ezra, han desaparecido.

Entonces, como si el dolor de la pérdida de Ezra le hubiera dado una mayor lucidez, miró alrededor y recordó que en aquel sitio había habido antes un cuidado jardín. Ahora sólo se veía una hierba alta que crecía desordenadamente entre árboles y arbustos, y una casa en ruinas rodeada de malezas.

Alzó los ojos al cielo. El sol estaba en el este, no en el oeste como había esperado. Era ya pleno verano y él creía que apenas se había iniciado la primavera. Sí, en el curso de aquellos años había perdido la noción del tiempo. Confundía el cotidiano viaje del sol y el más lento a lo largo del año con las cuatro etapas de las estaciones. Y se sintió entonces muy viejo, y con una profunda amargura.

Esta tristeza despertó el recuerdo de otras y pensó: Em ha partido, y también Joey, y Ezra, mi buen compañero.

Y al sentirse solo entre tantas desgracias, se echó a llorar quedamente, pues era muy viejo y no sabía dominarse.

—Sí —murmuró—. Se han ido todos. Soy el último americano.

3. EL ÚLTIMO AMERICANO

En la alegría de los hermosos bosques.

VIEJA CANCIÓN

1

Quizá fue ese día, o ese verano, u otro año... Ish alzó los ojos y vio a un joven ante él. Llevaba pantalones de lona azul en buen estado, con unos relucientes ribetes de cobre, y se cubría el torso con la piel de una bestia de la que colgaban aún las afiladas garras. Llevaba un arco en la mano y a la espalda un carcaj donde asomaban los cabos emplumados de unas flechas.

Ish parpadeó, pues el sol le lastimaba los viejos ojos.

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