La Tierra permanece (40 page)

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Authors: George R. Stewart

Tags: #ciencia ficción

—¡Levántate! ¡Levántate, rápido! —gritó Jack.

Aguijoneados por aquel brusco despertar, la mente y el cuerpo de Ish parecieron moverse más rápidamente que de costumbre. Con ayuda de Jack se puso algunas ropas. Ahora había un humo espeso en la habitación. Ish tosió; le lagrimeaban los ojos. Afuera se oía crepitar la madera. Bajaron precipitadamente. Al salir de la casa, la fuerza del viento asombró a Ish. El humo huía ante las ráfagas en un torbellino de hojas y ramitas encendidas.

El siniestro no era sorprendente. Ish lo había previsto hacía tiempo. Todos los años la avena silvestre crecía y se secaba en el mismo lugar. Todos los años los jardines desiertos eran más y más un depósito de hojas muertas. Sólo era cuestión de tiempo. Un día el fuego encendido por algún cazador provocaría un incendio. Avivadas por el viento, las llamas devastarían esta orilla de la bahía como habían devastado la otra.

Llegaban a la acera cuando el fuego creció en las malezas que rodeaban la casa vecina. Ish retrocedió. Jack lo arrastró lejos de las llamas. En ese momento Ish advirtió que había olvidado algo, aunque no sabía qué.

Se encontraron con otros dos muchachos, que miraban el fuego. Entonces Ish recordó:

—¡El martillo! —gritó—. ¡He olvidado el martillo!

En seguida se arrepintió de haber gritado tanto por una pequeñez, y en un momento tan crítico. El martillo no tenía importancia. Pero vio asombrado que sus palabras consternaban a los muchachos. Los tres se miraron, aterrados. Al fin, Jack se volvió bruscamente y corrió hacia la casa, hundiéndose en la espesa humareda que subía de los matorrales del jardín.

—Vuelve, vuelve —le gritó Ish, pero su voz no era muy fuerte, y el humo lo sofocaba.

Sería horrible, pensó, que Jack muriera en el incendio a causa de un simple martillo.

Pero Jack volvió sano y salvo, corriendo, con la piel de puma un poco chamuscada. Los otros dos jóvenes mostraron una rara alegría al ver que traía el martillo.

No podían quedarse allí, evidentemente. Las llamas se acercaban.

—¿Adónde vamos, Ish? —preguntó uno de los muchachos.

A Ish le asombró que consultaran a un viejo, incapaz de decidir rápidamente. Luego recordó que cuando los jóvenes salían de caza le preguntaban también adónde debían ir. Si callaba, lo pellizcaban. No le gustaba que lo pellizcaran e interrogó su viejo cerebro. Los muchachos podrían correr y salvarse, pero él no tendría fuerzas para seguirlos. Pensó con una intensidad que no conocía desde hacía tiempo. No tenía deseos de morir quemado con sus amigos, ni de que lo molestaran. Pensó en la roca donde en otro tiempo habían grabado los números de los años. Alrededor había otras piedras altas y desnudas, que no ofrecían alimento al fuego.

—Vamos a las rocas —ordenó, y ellos entendieron en seguida de qué hablaba.

A pesar de la ayuda de los jóvenes, Ish llegó agotado. Se acostó, sin aliento, y poco a poco recobró las fuerzas. El incendio continuaba su obra devastadora, pero allí no corrían peligro. Se habían refugiado entre dos rocas inclinadas, que se tocaban casi en la punta y parecían encontrarse formando una gruta natural.

Ish cayó en un sueño que era casi un desmayo, pues aquella huida precipitada había afectado su viejo corazón. Cuando recuperó el sentido, se quedó inmóvil, feliz, con una lucidez a la que no estaba ya acostumbrado.

Sí, pensó, la sequedad del otoño y los vientos del norte favorecen los incendios. Y este otoño sigue al verano en que conocí a Jack, cuando hablamos de puntas de flechas. Desde entonces Jack me cuida; se lo ordenó la Tribu seguramente. Al fin y al cabo soy muy importante, soy un dios. No, no soy un dios, pero sí quizás el oráculo de un dios. No, tampoco es así. Me rodean de cuidados y atenciones porque soy el último americano.

Y otra vez, aún con la fatiga de la larga carrera, se durmió, o se desmayó.

Al cabo de un rato, despertó nuevamente, y pensó que no había dormido mucho, pues las llamas aún crepitaban. Al abrir los ojos, vio la bóveda gris de la roca y comprendió que estaba acostado de espaldas. Oyó el ruido de unos pies que se arrastraban y el ladrido de un perro.

Tenía la mente aún más lúcida que hacía un rato, tan lúcida que se sorprendió en un principio, y luego se asustó un poco pues tenía la impresión de ver el futuro al mismo tiempo que el presente.

Este segundo mundo... ha desaparecido también, pensó, y sus pensamientos brillaron y oscilaron como la llama de una vela. He visto cómo se hundía el enorme mundo de antes. Ahora desaparece este pequeño mundo, mi segundo mundo. Lo devoran las llamas. El fuego que conocemos desde hace tanto tiempo, el fuego que nos calienta y que nos destruye. Se decía antes que las bombas nos obligarían a vivir otra vez en las cavernas. Y bien, henos aquí en una caverna, aunque no llegamos por el camino que todos preveían. He sobrevivido a la pérdida del mundo grande, pero no sobreviviré a la destrucción de este mundo pequeño. Soy viejo, y hoy pienso con claridad. Estoy seguro. Es el presagio del fin. Salimos de la caverna, y volvemos a la caverna.

A Ish se le habían aclarado también los ojos, no sólo la mente. Al cabo de un momento, se sintió bastante fuerte como para sentarse y mirar alrededor. Vio sorprendido que además de los tres jóvenes había en la cueva dos perros. Eran perros que se utilizaban para la caza, no muy grandes, de pelo negro y blanco; perros de pastor, se los hubiera llamado en los viejos días. Parecían inteligentes y bien enseñados, y estaban quietos y silenciosos.

Ish se volvió en seguida hacia los jóvenes. Ahora que veía a la vez el pasado, el presente y el futuro, podía reconocer en los tres muchachos la unión de las tres épocas. Todos vestían como Jack. Calzaban unos zapatos de piel de ciervo, y llevaban pantalones de lona con guarniciones de cobre. Se cubrían el torso con pieles de puma, y las garras les colgaban a la espalda. Todos llevaban su arco y carcaj con flechas, y un cuchillo a la cintura. Uno tenía una lanza tan alta como él. Ish la miró con atención y vio que terminaba en un viejo cuchillo de carnicero. La hoja, de unos cuarenta centímetros de largo, era un arma temible.

Ish miró entonces los rostros de los muchachos y vio que no se parecían a los rostros de los hombres de su tiempo. Eran serenos, y sin huellas de temor, preocupaciones o fatiga.

—¡Hola! —dijo uno de los muchachos señalando a Ish con un movimiento de cabeza—. ¡Está mejor! Nos mira.

Había alegría en su voz e Ish lo miró con ternura, y recordó que poco antes había temido que ese mismo muchacho lo pellizcara.

Algo le parecía asombroso; después de tantos años, aquellos muchachos hablaban todavía un idioma que en otro tiempo las gentes llamaban inglés.

Pero en realidad ese idioma ya no era el mismo. El acento había cambiado.

El humo penetraba ahora entre las rocas y lo hacía toser. Las llamas crepitaban más cerca. Debía de arder alguna casa o algún árbol próximo. Los perros gimieron. Pero el aire seguía siendo fresco e Ish no se asustó.

Se preguntó qué les habría pasado a los otros. La Tribu contaba ahora con algunos centenares de miembros. Pero estaba demasiado cansado para hacer preguntas, y la calma de los jóvenes permitía suponer que todos estaban sanos y salvos. Seguramente, pensó, se habían alejado a la primera amenaza de incendio, y quizás, en el último instante, Jack se había acordado del viejo que era también un dios y dormía solo en su casa.

Sí, ahora lo más simple era quedarse quieto y mirar y reflexionar sin hacer preguntas. Observó otra vez a los muchachos.

Uno de ellos jugaba ahora con un perro. Adelantaba la mano y la retiraba y el perro trataba de atraparla con alegres gruñidos. El animal y el muchacho parecían compartir la misma sencilla felicidad. Otro de los jóvenes tallaba una madera de pino. El cuchillo iba formando una figura que apareció poco a poco ante Ish. E Ish sonrió, pues la figura tenía caderas anchas y pechos abundantes; los jóvenes no habían cambiado mucho.

Aunque no conocía sus nombres, salvo el de Jack, todos debían de ser nietos o bisnietos suyos. Sentados en aquella gruta, entre dos altas rocas, jugaban con un perro o esculpían figuras mientras a su alrededor rugía el fuego. La civilización había desaparecido hacía muchos años, ahora ardían los últimos restos de la ciudad, y sin embargo, aquellos tres jóvenes parecían felices.

¿Todo había sido para bien, en el mejor de los mundos? ¡Salimos de la caverna y volvemos a la caverna! Si el elegido no hubiese muerto, si hubieran nacido otros parecidos a él, todo sería diferente. Oh, Joey, Joey. Pero ¿no era mejor así?

De pronto sintió deseos de vivir mucho tiempo, cien años más, y otros cien. Se había pasado la vida observando a los hombres y hubiese querido seguir así indefinidamente. El siglo siguiente, y el milenio siguiente serían épocas interesantes.

Luego, según la costumbre de los ancianos, cayó en una somnolencia entre el pensamiento y el sueño.

Y las tribus viven aisladas y siguen sus propios caminos, y debido a las características de los sobrevivientes y el lugar, hay más diferencias entre los hombres que en los primeros días del mundo.

Algunos viven temiendo el infierno y no satisfacen ninguna necesidad natural sin una plegaria. Desafían a las mareas en sus botes, se alimentan de peces y moluscos, y recolectan algas.

Otros, de piel más oscura, hablan distinto lenguaje y adoran a una madre y un niño oscuros como ellos. Crían caballos y pavos, cultivan maíz en las llanuras a orillas del río, cazan conejos con trampas y no tienen arcos.

Otros son más oscuros aún. Hablan inglés, con una voz pastosa, y no pueden pronunciar la r. Crían cerdos y gallinas y siembran trigo. Cultivan también algodón, pero sólo para ofrecérselo a su dios, pues saben que es un símbolo de poder. El dios que adoran tiene la figura de un lagarto y se llama Olsaytn...

Otros tiran con habilidad el arco y la flecha y amaestran perros de caza. Discuten en los debates y asambleas. Sus mujeres caminan orgullosamente. El símbolo de su dios es un martillo, pero no le rinden grandes homenajes.

Hay muchos otros, todos diferentes. Con el curso de los años, las tribus se multiplicarán y se aliarán con matrimonios y amistades. Luego, según quiera el ciego destino, nacerán nuevas civilizaciones y estallarán nuevas guerras.

Pasó el tiempo y tuvieron hambre y sed. El fuego se había apagado en algunos sitios, y uno de los jóvenes salió a reconocer el terreno. Al rato volvió con una vieja tetera que había llenado de agua en un manantial. Se la ofreció ante todo a Ish, que bebió a grandes tragos. Después bebieron los otros.

Luego el muchacho sacó una lata del bolsillo. Había perdido el marbete y parecía herrumbrada. Los tres jóvenes discutieron si convendría o no comer el contenido de la lata. Algunas personas habían muerto, declaró uno, por haber comido conservas. No pensaron en pedirle consejo a Ish. Uno dijo que como faltaba el dibujo con un pescado o frutas, no se podía saber qué comida era. Otro declaró entonces que una lata con herrumbre siempre es peligrosa, aunque se sepa qué hay dentro.

Si Ish hubiera entrado en la discusión, les hubiera aconsejado abrir la lata, para examinar el contenido. Pero la vejez le había dado sabiduría y experiencia, y sabía que discutían por el gusto de discutir, y que al fin se pondrían de acuerdo.

Al cabo de un rato, en efecto, abrieron la lata con un cuchillo y descubrieron una sustancia rojiza. Ish reconoció el salmón. El olor era agradable; la herrumbre había respetado el interior de la lata. Repartieron el salmón entre los cuatro.

Ish no comía salmón desde hacía mucho tiempo. La carne se había oscurecido y tenía poco gusto, pero su sabor, o falta de sabor, decidió, se debía quizás a su envejecido paladar. Si no le costase tanto hablar, les hubiera dado a aquellos jóvenes una conferencia sobre los milagros que les permitían comer aquella porción de salmón. Lo habían pescado hacía muchos años, probablemente en las costas de Alaska, a más de mil quinientos kilómetros. Pero los muchachos no lo hubieran entendido. Conocían el océano, que estaba muy cerca. Pero eran incapaces de representarse un buque en alta mar, y no podían imaginar largas distancias.

Ish se contentó con comer en silencio, sin dejar de mirar a los muchachos, sobre todo a aquel que se llamaba Jack. La vida no le había sido fácil. Tenía una cicatriz en el brazo derecho, y si los ojos no lo engañaban a Ish, algún accidente le había torcido la mano izquierda. Sí, Jack había sufrido, y sin embargo en su rostro, como en los de los otros, no había arrugas ni sombras.

Otra vez sintió Ish aquella ternura. A pesar de la cicatriz y la mano torcida, el joven parecía inocente como un niño, e Ish se preguntó si algún día el mundo no lo atacaría y lo sorprendería, indefenso. Recordó la pregunta que le había hecho a Jack: «¿Eres feliz?» Y Jack había respondido de un modo tan raro que Ish no sabía si había oído bien. Ya otras veces le había ocurrido algo parecido. El lenguaje había sufrido pocos cambios, pero las ideas y sentimientos de antes habían desaparecido. Quizá nadie veía ya una clara diferencia entre la alegría y la pena, como en los tiempos de la vieja civilización. Quién sabe si no se habían borrado también otras diferencias.

Quizá Jack no había comprendido exactamente la pregunta de Ish cuando había respondido: «Sí, soy feliz. La vida es como es, y yo soy parte de la vida».

Por lo menos, la alegría no había dejado la tierra. Mientras Ish descansaba, los jóvenes jugueteaban con los perros o bromeaban entre ellos. Reían a menudo, y por nada. Y el que tallaba la estatuilla, silbaba una canción. Era una canción alegre, que a Ish le parecía familiar, aunque había olvidado el nombre y la letra. Era una canción que evocaba campanas, y nieve, y luces verdes y rojas, y una fiesta. Sí, seguramente había sido una canción muy alegre en los viejos días, y ahora parecía más alegre que nunca. La alegría había sobrevivido al Gran Desastre.

¡El Gran Desastre! Ish no pensaba en aquellas palabras desde hacía tiempo. Ahora le parecían sin sentido. Si los hombres de los viejos días no hubiesen sido víctimas de una epidemia, lo habrían sido del tiempo. Qué importaba que todos hubieran muerto en algunos meses o más lentamente con el curso de los años. En cuanto a la pérdida de la civilización...

El joven silbaba animadamente, e Ish recordó las primeras palabras de la canción: «Oh, qué alegría...». Podía preguntarle cómo seguía al escultor. Pero se encontraba demasiado cansado para formular preguntas. Aunque tenía la mente clara, de una lucidez casi aterradora.

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