La Tierra permanece (37 page)

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Authors: George R. Stewart

Tags: #ciencia ficción

Sí, pensó con un poco de amargura, no necesito nada más.

Llevó a su casa el tallo de limonero y se sentó en el porche, al sol. Cortó ante todo la parte doblada y tuvo una vara recta de un metro veinte.

Descortezó entonces el retoño y afiló las puntas. El trabajo le llevó bastante tiempo, pues debía interrumpirse a menudo para afilar el cuchillo en una piedra de amolar.

Walt y Josey habían ido a jugar con los otros niños. Regresaron a la hora del almuerzo.

—¿Qué haces, papá? —preguntó Josey.

—Preparo un juego —respondió Ish. En otro tiempo había intentado mostrar la utilidad de la instrucción. Era un error que no volvería a cometer. Esta vez aprovecharía la afición de los humanos al juego.

Después del almuerzo, los niños difundieron la novedad.

A la tarde apareció George.

—¿Por qué no vienes a mi casa? —preguntó—. Con el torno trabajarás más rápido.

Ish le dio las gracias, pero le dijo que prefería el cuchillo, aunque ya le dolía la mano. Era necesario hacer el trabajo con las herramientas más simples, casi primitivas.

A la caída de la tarde, Ish tenía la mano cubierta de ampollas, pero había terminado. Los extremos de la vara estaban simétricamente afilados. La apoyó contra el suelo, la dobló hasta formar un semicírculo, y la soltó. Satisfecho, talló unas muescas en cada extremo y se guardó el cuchillo en el bolsillo.

A la mañana siguiente, continuó el trabajo. Sobraban los cordeles, y hasta pensó en utilizar hilo de pescar de nailon, que trenzaría hasta obtener una cuerda suficientemente gruesa.

No, se dijo. Trabajaré con materiales que puedan obtener ellos mismos.

Buscó el cuero de un ternero sacrificado recientemente y cortó una larga tira. Era un trabajo lento y difícil, pero sobraba tiempo. Limpió de pelos la tira y la recortó hasta que pareció un cordel. Luego trenzó tres de estas tiras, obtuvo una cuerda, e hizo un nudo en cada extremo.

Se quedó un momento con la vara en una mano y la cuerda en la otra. Dobló la vara, y fijó los nudos de la cuerda a las muescas de los extremos. La cuerda era un poco más corta y la rama se dobló.

Ish contempló el arco. El genio creador del hombre se manifestaba otra vez sobre la tierra. Hubiese podido buscar en una tienda de artículos de deporte y hubiera encontrado un arco más perfecto. Pero había preferido tallar la madera él mismo con una herramienta primitiva, y hacer una cuerda con tiras de cuero.

Tiró de la cuerda. La vibración lo hizo sonreír. Otra vez satisfecho, desmontó el arco.

A la mañana siguiente cortó una rama de pino para hacer una flecha. La blanda madera verde se cortaba con facilidad y media hora más tarde la flecha estaba lista. Llamó a los niños. Acudieron Walt y Josey, y luego Weston.

—Vamos a hacer una prueba —les dijo.

Disparó el arco. La flecha vaciló un poco, pero Ish había apuntado hacia arriba y después de recorrer unos quince metros cayó y se clavó en el suelo.

Ish no había esperado semejante triunfo. Los tres niños, maravillados, se quedaron un momento con la boca abierta. Nunca habían visto nada parecido. Luego echaron a correr, gritando de alegría, para traerle la flecha. Ish disparó varias veces.

Al fin, tal como Ish esperaba, llegó la inevitable petición.

—Déjame probar, papá —suplicó Walt.

El primer tiro de Walt no pasó de los seis metros, pero el niño celebró ruidosamente su hazaña. Josey y Weston probaron también.

Antes de la hora de cenar, todos los niños de la Tribu se preparaban afanosamente un arco.

El éxito superó las esperanzas de Ish. Pocos días después, unas flechas torpemente lanzadas se entrecruzaban en el aire alrededor de las casas. Las madres pensaban preocupadas en la posibilidad de que alguien perdiera un ojo, y dos niños regresaron llorando y quejándose de haber recibido flechas en distintas partes del cuerpo. Pero las flechas no tenían punta y no volaban muy lejos. No hubo que deplorar ningún accidente grave.

Pero se establecieron severas reglas. «Prohibido disparar el arco contra alguien.» «Prohibido jugar cerca de las casas.»

Se organizaron concursos. Bajo la dirección de los mayores, que sabían manejar los fusiles, los niños tiraron al blanco. Probaron arcos de diferente longitud y forma. Josey se quejó de que Walt ganaba siempre. Ish le aconsejó poner unas plumas de codorniz en el extremo posterior de la flecha. La niña obedeció y triunfó sobre Walt. Todas las flechas se adornaron entonces con plumas de codorniz y ganaron en potencia de vuelo. Los mayores se dejaron arrastrar por el entusiasmo de los chicos y también prepararon arcos, aunque podían emplear armas de fuego. Pero los arqueros más entusiastas eran los niños, que no podían usar los fusiles.

Ish esperaba su hora. Las primeras lluvias habían reverdecido la tierra. El sol se ponía ahora detrás de las lomas, al sur del Golden Gate.

Walt y Weston, ambos de doce años, se habían enredado en alguna misteriosa confabulación infantil. Perfeccionaban continuamente sus arcos y afilaban sus flechas una y otra vez. Durante las horas de sol, apenas se los veía.

Una tarde, se oyeron unos pasos precipitados en la calle, y Walt y Weston entraron sin aliento en la sala.

—¡Mira, papá! —gritó Walt, y tendió a Ish el patético cadáver de un gordo conejo traspasado por una flecha de madera.

—¡Mira! —gritó de nuevo—. Yo estaba escondido detrás de un matorral y cuando paso, disparé y lo maté.

Símbolo de su triunfo, el pobre conejo entristeció a Ish.

Qué lastima, pensó, que la creación sea también destrucción.

—Te felicito, Walt —dijo—. Fue un buen tiro.

11

El sol se ponía casi siempre en un cielo sin nubes, cada vez un poco más al sur. No tardaría ya en volver atrás.

Un día, tan repentinamente que casi se podía haber fijado la hora y el minuto, los niños se cansaron de arcos y flechas y se entusiasmaron con alguna otra cosa. Ish no se preocupó. Ya volverían al juego más tarde, quizás al año siguiente, en la misma estación. La fabricación y el manejo de los arcos no caerían en el olvido. Durante veinte años, cien años si fuera necesario, el arco sería un juego infantil. Al fin, cuando se agotaran las municiones, allí estaría, para reemplazar a los fusiles. Era el arma más perfecta del hombre primitivo, y la más difícil de inventar. Ish legaba al futuro ese precioso don. Sus tataranietos no tendrían que defenderse a puñetazos de los osos, y no se morirían de hambre rodeados de rebaños. Habrían olvidado la civilización, pero no serían por lo menos hermanos de los monos. Andarían con la cabeza erguida, como hombres libres, con el arco en la mano. Y si no disponían de cuchillos de acero, tallarían sus arcos con piedras afiladas.

Tenía otro plan, pero no había prisa. Ahora podía enseñarles a servirse de una barrena de arco, y cuando no hubiese más fósforos, la Tribu sabría encender un fuego.

Sin embargo, su entusiasmo, como el de los niños, se enfrió con el transcurso de las semanas. En lugar de saborear la victoria de la fabricación del arco y su éxito entre los niños, recordaba incesantemente las desgracias del año. Joey, el niño irreemplazable, había muerto. Y el día que Em, George, Ezra y él habían decidido la muerte de Charlie, el mundo había perdido su frescura e inocencia. Y la confianza y la fe se habían extinguido en él al abandonar la esperanza de ver renacer la civilización.

El sol había llegado al extremo sur de su trayecto. Un día o dos más y empezaría a rehacer el camino. Todos se preparaban para la ceremonia de grabar los números en la roca y bautizar el año. Era ahora la mayor de las fiestas, a la vez Navidad y Año Nuevo, y un símbolo de vida. Como todo lo demás, las festividades habían cambiado mucho. La Tribu celebraba aún el día de Acción de Gracias y se reunía alrededor de una mesa bien servida. Pero el 4 de julio y todas las otras fiestas patrióticas habían desaparecido. George, que había pertenecido a un sindicato, y era amigo de conservar las tradiciones, dejaba de trabajar y se ponía su mejor traje cuando creía que había llegado el día del trabajo. Pero nadie lo imitaba. Cosa curiosa, o quizá natural, las fiestas populares habían sobrevivido a las oficiales. El día de los Inocentes y el de Todos los Santos eran motivo de regocijo general, y los niños repetían las tradiciones que les habían transmitido sus padres. Un día, seis semanas después del solsticio de invierno, y según la leyenda, la marmota podía ver su propia sombra. Como no había marmotas en aquella región, la habían reemplazado por la ardilla. Pero todo esto no era nada comparado con la fiesta que los reunía al pie de la roca.

Los niños discutían entre ellos el nombre del año. Los más chicos proponían el nombre de año del arco y la flecha; otros preferían año del viaje. Los mayores recordaban otras cosas y guardaban un turbado silencio. Ish adivinaba que aún pensaban en Charlie y la muerte de sus compañeros. Para él, los mayores acontecimientos de aquellos últimos doce meses eran la muerte de Joey y su propia desilusión.

Al fin, el sol se puso casi en el mismo sitio, o quizás un poco más al norte, y los padres, con gran alegría de los niños, decretaron que la fiesta se celebraría al día siguiente.

Se reunió toda la Tribu. El día era claro y cálido para la estación, y las madres habían llevado sus bebés. Cuando se grabaron los números todos los que sabían hablar se desearon un feliz Año Nuevo, de acuerdo con la costumbre de los viejos días.

Luego, según los ritos de costumbre, Ish preguntó cómo se llamaría el nuevo año. Siguió un profundo silencio.

Al fin, Ezra, siempre oportuno, tomó la palabra.

—Este año nos trajo muchas penas, y cualquier nombre despertaría tristes recuerdos. Los números son cómodos, y no sugieren nada desagradable. No le demos ningún nombre a este año. Llamémoslo simplemente el año 22.

Años fugitivos

El río de los años pasó otra vez rápidamente, y ahora Ish no se resistió, y se dejó llevar.

En estos años la Tribu cultivó un poco de maíz, no mucho, pero bastante para obtener una pequeña cosecha y guardar algunas semillas. Todos los otoños, como si la primera lluvia fuese una señal, los niños retomaban los arcos y las flechas, hasta que se cansaban y buscaban otro juego. De cuando en cuando los adultos se reunían a deliberar. Lo que allí se decidía, obligaba a todos.

Por lo menos, pensaba Ish, legaré estas costumbres al porvenir. Sin embargo, a medida que pasaban los años, los jóvenes influían más y más en el curso de las sesiones. Ish presidía siempre. Se sentaba en el sitio de honor, y los que querían hablar se incorporaban y lo saludaban respetuosamente con una inclinación de cabeza. Ish tenía el martillo en las rodillas o lo balanceaba maquinalmente. Cuando la discusión entre dos jóvenes subía de tono, Ish daba un martillazo y los adversarios callaban inmediatamente. Si intervenía en los debates, todos lo escuchaban con atención, aunque nunca seguían sus consejos.

Así pasaron los años. El año 23, del lobo furioso; el año 24, de las moras; el 25, de la lluvia interminable.

Cuando llegó el año 26, el viejo George no estaba ya con ellos. Había estado pintando, subido a una escalera. Nadie supo nunca si había sido un ataque al corazón o una caída accidental. Pero lo encontraron muerto al pie de la escalera. Desde entonces, ya nadie reparó los techos ni pintó las fachadas de las casas. Maurine siguió viviendo un tiempo en la casita de las rosadas pantallas con flecos, el mudo aparato de radio, las mesitas con carpetas. Pero era tan vieja como George, y murió antes de fin de año. El año se llamó año de la muerte de George y Maurine.

Y los años pasaron: 27, 28, 29, 30. Ya era difícil recordar los nombres y su orden. ¿El año del maíz había seguido al año del crepúsculo rojo, o éste precedía al año de la muerte de Evie?

¡Pobre Evie! La enterraron junto a los demás, y así se pareció más a todos. Había vivido con ellos y nadie sabía si había sido feliz o si habían hecho bien al salvarle la vida. Sólo una vez había salido de la sombra: cuando Charlie la había elegido entre todas las muchachas de la Tribu. Los jóvenes apenas notaron su desaparición, pero para los mayores desaparecía con ella una criatura de los viejos días.

Ahora los fundadores de la Tribu eran sólo cinco. Jean e Ish eran los más jóvenes, y los mejor conservados. Pero Ish, que no se había curado totalmente de su vieja herida, cojeaba un poco. Molly se quejaba de vagos malestares y caía en crisis de llanto. Una tosecita seca atormentaba a Ezra. La figura de Em había perdido un poco de su gracia real. Sin embargo, todos disfrutaban de una salud excelente, y sus pequeñas molestias eran achaques de la edad.

El año 34 fue un año memorable. Se sabía, desde hacía un tiempo, que otra Tribu, menos numerosa, vivía en el extremo norte de la bahía, pero aquel año llegó un mensajero a proponer la unión. Ish le prohibió al joven que se acercara. El recuerdo de Charlie aconsejaba prudencia. Cuando el mensajero comunicó cuál era el propósito de su visita, se convocó al consejo.

Ish presidió con el martillo en la mano, pues el asunto era muy importante. En seguida estalló una animada discusión. Al temor de las enfermedades se unía el prejuicio contra los extraños. Sin embargo, la curiosidad era más fuerte, y además muchos deseaban que el número de miembros de la Tribu, sobre todo el de las mujeres, fuese mayor. Desde hacía años los hombres eran más numerosos que las mujeres y algunos muchachos parecían condenados al celibato. Ish conocía por otra parte el peligro de los matrimonios entre parientes cercanos, inevitables en el seno de la Tribu.

Sin embargo, Ish, apoyado por Ezra, se oponía a la alianza por temor a las enfermedades. Jack, Ralph, Roger, los mayores y sus hijos recordaban demasiado bien el año 22 y se pusieron de su lado. Pero los más jóvenes, sobre todo aquellos que no estaban casados, pensando en las muchachas de la otra Tribu, protestaban ruidosamente.

Entonces habló Em. Tenía ahora la cabeza cubierta de canas, pero su voz grave dominaba aún cualquier discusión.

—Lo he repetido a menudo —dijo—, no se vive rechazando la vida. Nuestros hijos y nietos necesitan mujeres. Quizás haya un grave peligro, pero habrá que afrontarlo.

La serenidad y seguridad de Em, más que sus palabras, animaron a todos. La alianza se votó por unanimidad.

Esta vez tuvieron suerte. Hubo una sola epidemia, de escarlatina, que contrajeron los otros. Pero pronto curaron.

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