La Tierra permanece (33 page)

Read La Tierra permanece Online

Authors: George R. Stewart

Tags: #ciencia ficción

Era necesario, era necesario, se repetía Ish. Sí, la muerte de Charlie se justificaba. Había que proteger la seguridad y la felicidad de la Tribu. Por un acto de violencia, aunque pudiese parecer desagradable y cruel, habían impedido —o por lo menos así lo esperaban— una serie de maldades y perversidades que una vez iniciada nada podría detener. Ahora —así lo esperaban— no habría niños ciegos, viejos temblorosos e idiotas, matrimonios corrompidos ya en su consumación.

Sin embargo, quería olvidar. Sí, la sentencia podía justificarse racionalmente. Pero no había habido pruebas definitivas.

Y no sabía si no habían intervenido otros motivos secundarios o personales. Recordó, con un sentimiento de culpa, cómo se había alegrado cuando había creído ver en las palabras de Ezra una confirmación de sus temores y aprensiones. Pues bien, nunca lo sabría.

Ahora, de todos modos, la suerte estaba echada. Muy a menudo —así lo probaba la historia— de nada servían las ejecuciones. Los muertos se levantaban de las tumbas y sus espíritus seguían viviendo entre los hombres. Afortunadamente, Charlie no parecía tener espíritu.

Ish caminaba junto a los otros. Todos guardaban silencio, salvo los tres muchachos que habían recobrado el ánimo y bromeaban. No había razón, sin embargo, para que se angustiaran menos que los viejos. No habían votado, pero habían aceptado sus consecuencias. Sí, pensó Ish, si hay culpa, todos somos culpables, y en el futuro podremos acusarnos unos a otros.

Caminaban por las calles sucias, invadidas por las hierbas, entre las casas casi en ruinas, y aunque apenas había dos kilómetros entre San Lupo y la tumba bajo el roble, la distancia les parecía enormemente larga.

Tan pronto como entró en su casa, Ish se acercó a la chimenea y dejó allí el martillo cabeza abajo, con el mango hacia arriba. Sí, era un viejo amigo, pero cuando recordaba el día en que lo había usado por primera vez, su imagen de los últimos veintidós años cambiaba un poco. Una vida idílica en un paraíso terrenal, quizá; pero también años de anarquía, donde ninguna autoridad había protegido al individuo. Recordaba aún aquel día vívidamente. Había bajado de las montañas, se había detenido en una calle de Hutsonville, titubeando, mirando a un lado y a otro, pensando que iba a hacer algo ilegal e irrevocable. Luego, con una aprensión que sentía aún, había alzado el martillo, había hecho saltar la débil cerradura, y había entrado a leer el periódico. Oh, sí, cuando el Estado lo envuelve a uno, invisible y presente como el aire que se respira, no se piensa en él más que para quejarse de los impuestos y las leyes. Pero cuando el Estado desaparece... ¿cómo decía el viejo versículo? «Su mano se alzará contra todos, y la mano de todos se alzará contra él.» La predicción se había cumplido. Aun George y Ezra no eran más que precarios aliados; no habían soportado la prueba de la batalla. Y si la vida había transcurrido apaciblemente había que agradecérselo a la diosa fortuna.

Del otro lado de la calle vino el ruido de una sierra. George había vuelto a sus queridos trabajos de carpintería. No perdía el tiempo en filosofar. Tampoco Ezra, ni los muchachos. Sólo él, Ish, pensaba y pensaba. De nuevo, como tantas veces, se preguntó dónde estaba la raíz de la acción. ¿En el interior del hombre? ¿O afuera, en el mundo? Por ejemplo, la reciente tragedia. De la falta de agua había nacido la idea de la expedición. Los muchachos habían traído a Charlie, y la llegada de Charlie, parte del mundo exterior, había determinado el resto. Sin embargo, no se podía deducir que la falta de agua fuese la causa de todo. Su mente había intervenido también, imaginando los posibles resultados de una expedición. Y pensó otra vez en Joey, el niño que veía más allá, con los ojos puestos en el futuro.

Entró Em. No había asistido a la ejecución; no era cosa de mujeres. Pero también ella había escrito la palabra en el trozo de papel. Aunque Em no se preocupaba ni inquietaba. Era como parte de la naturaleza.

—No pienses —le dijo Em—. No te atormentes.

Ish le tomó la mano y la apretó contra su mejilla. La mano de Em, fresca, parecía quitarle su propia fiebre. Habían pasado muchos años desde que había visto a Em por vez primera, de pie en un umbral, envuelta en luz, y ella había hablado, sin preguntar, sin desafiar, afirmando simplemente. Veintiún, veintidós años... El tiempo los unía cada vez más. Ya no habría más hijos, pero el amor no se debilitaría. Diez años mayor que él, Em era quizás ahora más una madre que una esposa. Y estaba bien así.

—No puedo impedirlo —dijo él al fin—. Me atormento sin descanso. Quizá me guste. Siempre quiero ver el futuro. En los viejos días encontré verdaderamente mi vocación: la investigación científica. Pero es una broma pesada que yo haya sobrevivido al Gran Desastre. Hombres como George y Ezra son mil veces más útiles. No piensan; viven, simplemente. Y los hombres que actúan sin reflexionar, quizá valen más aún. Jefes como Charlie. Yo, a pesar de mis esfuerzos, no soy como aquellos que dieron leyes y fundaron naciones: Moisés, Solón... Licurgo. Todo cambiaría si yo fuera distinto.

Em apretó su cara contra la de él un momento.

—Yo te quiero tal como eres.

Sí, ésta era la respuesta tradicional de la esposa devota, una respuesta trivial, pero tranquilizadora.

—Por otra parte —continuó ella—, ¿cómo puedes saberlo? Aunque fueras Moisés o uno de esos otros no podrías luchar contra las fuerzas de la naturaleza.

Uno de los niños la llamó, y Em se fue. Ish se incorporó, se acercó al escritorio y sacó la caja que los muchachos habían traído de la comunidad de Río Grande. Ish sabía qué había en la caja, pero con el rápido desarrollo del drama no había tenido tiempo ni tranquilidad para examinarla.

La abrió y hundió los dedos en los granos frescos y suaves. Sacó unos pocos, se los puso en la palma de la mano y los examinó. Eran negros y rojos, pequeños, puntiagudos, y no chatos, grandes y amarillos como él esperaba. Los granos comunes habían sido, en los viejos días, granos de maíz híbrido, una planta de cultivo. Los granitos negros y rojos eran de la especie primitiva, que cultivaban los pueblos indios.

Se sentó y jugó otra vez con los granos haciéndolos resbalar entre los dedos. Poco a poco un olvido misericordioso le trajo la paz. En aquel maíz —resultado de la expedición— estaba la vida y el futuro.

Alzó los ojos y vio a Joey, curioso siempre, que lo miraba desde el otro extremo de la sala. Llamó cariñosamente al niño y le explicó lo que era el maíz. De año en año la Tribu había dejado para más tarde el cultivo del maíz, y un día Ish descubrió que todas las semillas estaban muertas. Pero ahora la experiencia sería posible.

Aunque sintiendo que iba a hacer algo insensato, Ish llevó la caja a la cocina seguido de Joey. Encendieron un hornillo de la cocina de petróleo, e Ish echó cuidadosamente en un tostador unas dos docenas de granos.

Era malgastar unas preciosas semillas, pero el emocionado Ish se dijo que Joey aprovecharía la demostración.

El maíz, mal tostado, apenas se podía comer. Pero ni el padre ni el hijo se quejaron. En realidad, Ish no recordaba haber comido maíz tostado sino como acompañamiento de algún cóctel, pero le explicó a Joey que ése había sido el principal alimento de los antepasados americanos.

Joey escuchaba apasionadamente, y la flaca carita se le iluminaba con el resplandor de los ojazos.

Cómo quisiera, pensó Ish, que se fortificara, y poder así contar con él. He malgastado dos docenas de granos, pero he sembrado en la mente de Joey una semilla que no morirá nunca.

El maíz y el trigo, como el perro y el caballo, fueron mucho tiempo amigos y compañeros del hombre.

Aquí y allá, en algún seco rincón de otro continente, la gramínea de pesadas espigas había crecido junto a primitivas aldeas, donde las condiciones del suelo eran más favorables. Así, en un principio, el trigo quizás adaptó al hombre, pero pronto el hombre adaptó el trigo. A los atentos cuidados del uno responde el otro con dones generosos. Los tallos se hacían más altos, las espigas daban más granos. Pero el trigo era también más y más exigente y reclamaba campos cuidados y libres de cizaña.

Luego, cesaron los cultivos. El primer año el trigo creció espontáneamente cubriendo miles de acres. Pero poco a poco fue desapareciendo. Los lobos hambrientos reaparecieron, se lanzaron sobre las ovejas, y del mismo modo las malas hierbas, cada año más feroces, atacaron el trigo sin que nadie las persiguiese.

Pronto el trigo murió en casi todo el mundo. La espigada gramínea sólo creció en algunos rincones de Asia y África, como en otros tiempos, antes que apareciese esa ciencia pasajera llamada agricultura.

El maíz siguió el ejemplo del trigo. Nacido en los trópicos americanos, él también viajó con el hombre. Como la oveja, vendió su libertad por los cuidados y olvidó esparcir los granos que cobijaba la dura mazorca. Desapareció así antes que el trigo. Sólo en las altas llanuras de México, el teosinte salvaje alzaba las borladas cabezas al sol.

No habrá, pues, más espigas, a menos que aquí y allá sobrevivan algunos hombres. Pues si el hombre vive del trigo y el maíz, el trigo y el maíz viven también del hombre.

George y Maurine eran los únicos que llevaban la cuenta exacta —así lo creían al menos— de los días y los meses. Los otros se contentaban con observar la posición del sol y el aspecto de las plantas. Ish confiaba orgullosamente en sus métodos científicos, y cuando comparaba sus notas con el calendario de George no encontraba nunca más de una semana de diferencia, y esto quizá, pensaba, por algún error de George.

Poco importaba una semana más o menos para las semillas de maíz. Pero la estación estaba ya demasiado avanzada. El frío impediría la germinación. Era mejor esperar a la primavera próxima.

Sin embargo, Ish empezó a buscar en seguida un campo soleado. Joey lo acompañaba y juntos discutían gravemente la orientación, la naturaleza del suelo y los métodos que emplearían para proteger los sembrados de las bestias salvajes. En realidad, aquella región era la más mala que uno pudiera imaginar para cultivar maíz. La variedad adaptada al valle seco y cálido de Río Grande no se aclimataría quizás a los veranos frescos y brumosos de los alrededores de San Francisco. Ish no se había ocupado nunca de cuestiones de agricultura y ni siquiera de jardinería. No tenía más que unos conocimientos teóricos, propios de un geógrafo. Recordaba cómo se forman las vainas y quernoidos y creía poder reconocerlos, pero eso no lo convertía en un agricultor. En la Tribu no había ningún granjero, aunque Maurine se había criado en una granja. La circunstancia de que todos fueran gente de ciudad ya había afectado notablemente la vida de la Tribu.

Un día —ya había pasado una semana y el recuerdo de Charlie y el roble empezaban a borrarse—, Ish y Joey volvieron a San Lupo con la alegría de haber encontrado un campo que les parecía conveniente. Em los esperaba en el porche, e Ish tuvo en seguida el presentimiento de una desgracia.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—Oh, nada grave —dijo ella—. Así lo espero al menos. Bob no se siente muy bien.

Ish se detuvo y la miró, preocupado.

—No, no creo —dijo Em—. No soy médico, pero no creo que sea una enfermedad de esa especie. Sería imposible, por otra parte. Ven a verlo. Dice que se siente cansado desde hace unos días.

Ish hacía de médico en la Tribu. Había adquirido cierta habilidad para curar las heridas y las torceduras y una vez había arreglado un brazo roto. Pero su ciencia no iba más lejos, pues todas las enfermedades, excepto dos, habían desaparecido.

—¿Tiene uno de esos dolores de garganta? —preguntó—. ¡Eso curará pronto!

—No —respondió Em, tal como temía Ish. Ella no se preocuparía tanto por unas simples anginas—. No —repitió Em—, no es la garganta. Se acostó y parece muy cansado.

—Las sulfamidas lo curarán —declaró Ish animadamente—. Por suerte no faltan en las farmacias. Y si las sulfamidas no dan resultado, probaremos los antibióticos.

Entró en la casa. Bob estaba acostado, inmóvil, de cara a la pared.

—Oh, no tengo nada —dijo, irritado—. Mamá exagera.

Que se hubiera metido en cama probaba lo contrario, pensó Ish. Un muchacho de dieciséis años no toma esa resolución mientras pueda mantenerse en pie.

Ish se volvió y vio a Joey que miraba curiosamente a su hermano.

—¡Joey, vete! —gritó.

—Quiero ver. Quiero saber qué es estar enfermo.

—No, vete. Cuando seas más grande y más fuerte te enseñaré a curar a la gente. Por ahora no queremos que tú también te enfermes. Lo primero que debes saber de las enfermedades es que se transmiten.

Joey se fue de mala gana. Su curiosidad era mayor que el temor totalmente teórico del contagio. La Tribu disfrutaba de una salud floreciente, y los niños no habían aprendido a respetar la enfermedad.

Bob se quejaba de dolor de cabeza y una debilidad general. Estaba inmóvil, postrado en su lecho. Ish le tomó la temperatura: 38 grados y medio, nada catastrófico. Ordenó una fuerte dosis de sulfamidas con un gran vaso de agua. Bob se atragantó con las tabletas; no estaba acostumbrado a tragar remedios.

Ish le aconsejó a Bob que tratase de dormir, salió y cerró la puerta.

—¿Y bien? —preguntó Em.

Ish se encogió de hombros.

—Nada que las sulfamidas no puedan curar, me parece.

—Esto no me gusta. Tan pronto...

—Oh, una simple coincidencia.

—Quizá. Pero me asombra no verte preocupado.

—Antes esperaré los resultados del tratamiento. Le daré una dosis cada cuatro horas.

—Espero que eso baste —dijo Em, y se alejó.

Aun antes de llegar al pie de la escalera, Ish comprendió el escepticismo de Em. ¿Cómo no atormentarse? En los viejos días, a pesar de los médicos y los servicios de asistencia pública, el ataque brusco y misterioso de una enfermedad era siempre aterrador. Cuánto más ahora.

Privado de la protección del Estado, privado del tesoro que la ciencia médica había acumulado durante siglos, el hombre se sentía desnudo, miserable, expuesto a todos los peligros.

Es culpa mía, pensó Ish. Debiera haber leído algunos libros de medicina. Debiera haberme convertido en médico.

Pero el estudio de la medicina nunca lo había atraído, aun en los viejos días, cuando buscaba su vocación. Los genios universales son raros. Por otra parte nunca se había sentido realmente la necesidad de un médico, pues no había ya enfermedades.

Other books

Cleopatra by Joyce Tyldesley
Beyond Innocence by Emma Holly
Goshawk Squadron by Derek Robinson
Gimme an O! by Kayla Perrin
True Devotion by Dee Henderson
The Phantom Queen Awakes by Mark S. Deniz
Treva's Children by David L. Burkhead