La Tierra permanece (31 page)

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Authors: George R. Stewart

Tags: #ciencia ficción

Ish se sintió aliviado. Un revólver. Algo simple, concreto, conocido, fácil de manejar. La alegría no le duró mucho.

—Desearía saber a qué atenerme —prosiguió Ezra—. Tengo a veces la impresión de que hay algo sucio y vil en ese hombre. Otras veces me parece que será mi mejor amigo. En fin, es alguien que sabe lo que quiere, y lo obtiene siempre.

Volvieron a la sala. George se despedía.

—Hemos tenido suerte —le decía a Charlie—. Necesitábamos otro hombre fuerte en la Tribu. Espero que se quede con nosotros.

Hubo un coro general de aprobación, y luego todos, incluso Charlie y Ezra, salieron.

Ish se quedó a solas con sus pensamientos. Había intentado unirse al coro, pero la lengua no le había obedecido. Y se repitió las palabras de Ezra: Hay algo sucio y vil en ese hombre.

7

Más tarde, Ish recordó una costumbre de otros tiempos, ya abandonada. Fue hasta la puerta de la cocina y descubrió que había un candado. Recordó que lo había puesto su madre, que no confiaba en las cerraduras comunes. Cerró la puerta con el candado. Luego examinó la cerradura de la puerta de delante. Aún funcionaba.

Nunca, desde el Gran Desastre, se le había ocurrido cerrar con llave. En la Tribu no había nadie sospechoso. Un extraño no hubiese podido escapar a la vigilancia de los perros. Y he aquí que aparecía un hombre que no era de fiar, y que se había ganado la confianza de los perros. ¿Los habría acariciado con premeditación?

Ish se acostó y comunicó sus temores a Em. Ella no se interesó mucho. Ish pensó, como otras veces, que en Em había una inercia peligrosa.

—¿Y por qué no ha de tener un revólver en el bolsillo? —preguntó ella—. Tú también llevas un arma cuando sales.

—No la oculto, y no temo quitarme el chaleco y quedarme un momento desarmado.

—Es cierto, pero quizá tú mismo lo pusiste nervioso. Te es antipático, y quizás él piensa lo mismo de ti. Está entre gente extraña... solo.

Ish sintió otra vez rabia, casi cólera. Charlie, ese intruso.

—Sí —dijo—, pero estamos aquí en nuestra casa. Él es quien debe adaptarse, no nosotros.

—Tienes razón, querido, quizá. Pero no hablemos ahora. Tengo sueño.

Si algo envidiaba Ish a Em, era su facilidad para dormirse en el momento mismo en que decía tener sueño. El sueño huía de él cuando más lo llamaba, y no podía dejar de pensar. Justamente se le acababa de ocurrir una nueva idea. Se vio envuelto en una pelea con Charlie. Si hubiera habido entre los miembros de la Tribu una unión verdadera o simbólica, la llegada de un extraño, por más fuerte que fuese, habría presentado pocos peligros. Ahora era quizá demasiado tarde. El extraño estaba allí, y se encontraba ante individuos aislados.

Y Charlie no era un adversario despreciable. Ya se había ganado la amistad de Dick y Bob, sin contar los más chicos. George parecía admirarlo. Ezra titubeaba. ¿Qué era ese raro encanto, que parecía apoyarse en la fuerza física?

Era difícil saber por qué casi todos simpatizaban con Charlie. ¿No lo enceguecerían a él, Ish, los prejuicios? Quizá veía en el hombre a un rival. De todos modos, algo era indudable. Habría lucha entre ellos, un duelo quizá, pues la Tribu ignoraba la solidaridad propia de un Estado.

O peor aún, podría ser una lucha entre dos partidos, con dos jefes rivales. ¿Quiénes lo apoyarían? No era verdaderamente un jefe. Pero no había otro. George era demasiado estúpido, y Ezra gustaba de la comodidad. Oh, sí, en inteligencia era superior a todos. Pero en la disputa por el poder el intelectual había perdido siempre. Pensó en los ojos de un azul infantil y engañoso. Los ojos negros nunca podían ser tan duros y fríos.

¿Quién se enrolará bajo mi estandarte?, se preguntó dramáticamente. Hasta Em podía abandonarlo. Se había reído de sus temores y había defendido a Charlie. Ish se sintió otra vez el niño desamparado de los viejos días. De todos los que lo rodeaban, únicamente Joey era capaz de entenderlo. Y Joey era sólo un niño, menudo y débil para su edad. ¿De qué le serviría en una lucha contra Charlie? No, no, pensó de nuevo, no ojos de cerdo. Ojos de jabalí.

Al fin se rebeló contra sí mismo. No es más que una extravagancia nocturna, se dijo. Esas ideas que nacen en las tinieblas en las noches de insomnio. Logró librarse de sus pensamientos, y se durmió.

A la mañana siguiente, al despertar, la situación le parecía, si no color de rosa, por lo menos no tan sombría. Desayunó casi alegremente, contento de ver a Bob en su sitio de costumbre y de obtener más noticias del viaje.

Luego, cuando creía haber recobrado la calma, todo se derrumbó otra vez.

—Bueno, voy a ver a Charlie —dijo Bob.

Ish tuvo en la punta de la lengua un consejo paternal: «En tu lugar yo dejaría tranquilo a ese hombre». Pero Em, con una mirada, le rogó que callase, e Ish comprendió que si Charlie se transformaba en algo prohibido sería más atractivo aún. Se preguntó otra vez qué clase de fascinación ejercía Charlie sobre los muchachos.

Bob se fue, y los otros niños, terminadas las tareas matinales, lo siguieron.

—¿Qué los atrae tanto? —le preguntó Ish a Em.

—Oh, no te atormentes —dijo ella—. Es sólo la novedad. No me parece raro.

—Podemos tener dificultades.

—Es posible —admitió Em. Era la primera vez que ella se mostraba de acuerdo. Pero en seguida desvió el curso de los pensamientos de Ish, diciendo—: Pero no empieces tú.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Ish irritado, aunque nunca discutía con Em—. ¿Piensas que vamos a disputarnos la jefatura de la Tribu?

—Ve a ver qué pasa —dijo ella sin responder a su pregunta.

El consejo le pareció bueno a Ish, quizá porque sentía realmente curiosidad. Pero cuando cruzó la puerta, titubeó y se quedó un rato en el porche. Sentía las manos extrañamente vacías, se sentía indefenso. Pensó en buscar un revólver. En los alrededores de las casas, las armas de fuego eran inútiles, pues bastaba la vigilancia de los perros. Podía pretextar una excursión. De todos modos, un revólver equivaldría a una declaración de guerra, y sería también admitir su debilidad. Sin embargo, no se decidía a salir sin nada.

Entró en la casa y vio el martillo sobre la repisa de la chimenea. Bueno, pensó encolerizado. No eres mejor que los niños. Te dejas arrastrar por sus ideas estúpidas. A pesar de todo, tomó el martillo y se lo llevó. Su peso y su solidez eran tranquilizadores. Ya no sentía en la mano derecha, que asía el duro mango de madera, aquella rara sensación de vacío.

En la loma donde la noche anterior había ardido la hoguera se oían ahora gritos y risas. Se dirigió hacia allí. No había nadie cerca y sintió de pronto el peso de la soledad.

Le faltaban fuerzas para seguir adelante. Una vez más era la hormiga perdida, lejos del hormiguero; la abeja que no podía volver a la colmena destruida; el niño sin madre. Se detuvo, el cuerpo bañado en un sudor frío. Los Estados Unidos no eran más que un recuerdo del pasado. No contaba con nadie. No sabía si encontraría algún apoyo entre los miembros de la Tribu. No había ya gendarmes, fiscales, jueces a los que acudir.

Apretó el mango del martillo con tanta fuerza que le crujieron los nudillos. No quiero retroceder, pensó. Y haciendo acopio de valor, avanzó lentamente.

Cuando dio algunos pasos, pasando del pensamiento a la acción, se sintió mejor. Vio al grupo cerca de las cenizas de la hoguera. Estaban todos los jóvenes, y también Ezra. De pie o sentados, rodeaban a Charlie, que hablaba, reía y bromeaba. Era exactamente el espectáculo que Ish había esperado ver. Pero cuando estuvo más cerca, sintió que un frío le nacía en el estómago y le invadía luego el cuerpo. El mango de madera le tembló en la mano.

En el centro del grupo estaba Evie, la idiota, junto a Charlie, e Ish no había visto nunca aquella expresión en su rostro.

Ish estaba entonces a unos diez pasos de Charlie. Se detuvo. Algunos de los niños lo habían visto, pero la historia que contaba Charlie era demasiado interesante para interrumpirlo. Aunque Ish estuviese allí en carne y hueso, su presencia no había sido reconocida oficialmente.

Dejó pasar unos instantes, que le parecieron siglos. Sin embargo, el corazón no le latió más que unas tres o cuatro veces. Ya no sentía aquel sudor frío. Se encontraba preparado para actuar. Era casi feliz. Sus temores se transformaban en realidad, y la peor de las dificultades, cuando adquiere forma visible, es preferible a una sombra vaga y confusa. No se puede luchar contra un mal que es mera apariencia.

Esperó aún, el tiempo de algunos latidos. La crisis había estallado de pronto, como ocurría a menudo en aquella nueva vida. En los viejos tiempos, las crisis se arrastraban interminablemente y uno leía los diarios semanas y meses antes que los obreros se declararan en huelga o que los aviones dejaran caer sus bombas. Pero en esta sociedad minúscula, el drama estallaba en unas pocas horas.

Evie estaba en el centro del grupo, aunque habitualmente se mantenía apartada. Comúnmente apenas prestaba atención a sus compañeros. Esta vez contemplaba a Charlie con admiración, y parecía beber sus palabras, aunque probablemente no comprendía ni la mitad. No era la historia lo que la atraía. Su cuerpo rozaba el cuerpo de Charlie.

¿Y para esto, se preguntó Ish amargamente, habían cuidado de Evie? Ezra la había encontrado sucia, desgreñada, viviendo como una bestia, y con apenas la inteligencia necesaria para abrir las latas de conserva. ¿No hubiera sido mejor poner a su alcance algún veneno azucarado? Y bien, la habían cuidado durante años, y su existencia no había sido una alegría para ellos, y sin duda tampoco para ella. La compasión que Evie inspiraba era una reliquia de otro tiempo.

Evie, tal como la veía ahora, en el centro el grupo, parecía una extraña. Ocurría a menudo: uno no se fija en el cuadro que tiene siempre delante de las narices, y la gente a quien se ve durante años parece perder sus características más personales. Evie, advirtió de pronto, era una notable belleza rubia. Desde luego, los ojos parecían vacíos y su rostro carecía de expresión. Pero para un hombre como Charlie esos detalles no debían de tener gran importancia. Sí, como había dicho Ezra, Charlie sabía lo que quería, y lo obtenía rápidamente. ¿Y por qué iba a esperar?

Los dedos de Ish se crisparon sobre el mango del martillo. Era tranquilizador, pero hubiese preferido un revólver.

Un coro de carcajadas saludó unas palabras de Charlie. Evie se rió, con breves chillidos. Charlie se inclinó hacia ella y le pellizcó el talle. La joven lanzó un gritito agudo, de niña. Ish se acercó, su presencia se hizo de pronto oficial, y todos se volvieron hacia él. Esperaban, advirtió Ish en seguida. Aquella inesperada situación los sorprendía, y no sabían qué actitud adoptar. Ish se acercó a Charlie, con el martillo en la mano derecha y tratando de no apretar el puño izquierdo, a pesar de su cólera.

Mientras Ish se acercaba, Charlie, con movimientos despreocupados, tomó a Evie por el talle. Sorprendida, ella cedió. Charlie se volvió entonces hacia Ish y lo miró desafiante. Ish aceptó el desafío, y se serenó. La necesidad de actuar le aclaraba las ideas.

—Dejadnos solos unos instantes —ordenó en voz alta. No había necesidad de pretextos. Todos sabían qué iba a ocurrir—. Quiero hablar con Charlie. Ezra, llévate a Evie a casa de Molly. Necesita que la peinen.

Nadie protestó. Se dispersaron con una prisa en la que había algo de temor. Dejar partir a Ezra era perder su mejor aliado, pero intentar retenerlo hubiera sido una confesión de debilidad ante todos, incluso ante Charlie.

Se quedaron solos frente a frente, Ish de pie, Charlie sentado. Charlie no hizo ademán de levantarse, e Ish también se sentó. No podía quedarse de pie mientras el otro siguiese indolentemente sentado. Charlie no llevaba chaqueta y se había desabotonado el chaleco, lo que le daba un aspecto de descuido. Se miraron, separados por unos dos metros.

Ish pensó que era mejor no andarse por las ramas.

—Sólo quiero decirle esto: deje tranquila a Evie.

Charlie fue también categórico.

—¿Quién ordena eso?

Ish pensó un momento. ¿Nosotros? Era demasiado vago. ¿Nosotros, la Tribu? Charlie se reiría. Al fin se decidió.

—Yo lo ordeno.

Charlie no respondió. Recogió unos guijarros del suelo y los hizo saltar en la mano izquierda. Nada hubiera podido indicar mejor su despreocupación.

—Podría contestarle con alguna de las viejas frases —dijo al fin—. Usted ya las conoce. No insistamos. Pero soy razonable. ¿Por qué quiere que deje tranquila a Evie? ¿Es su amiguita?

—Por algo muy simple —dijo Ish rápidamente—. En nuestro grupo no hay seguramente genios, pero tampoco imbéciles. No queremos cargar con unos cuantos niños idiotas, como lo serían fatalmente los hijos de Evie.

Apenas dejó de hablar, Ish comprendió que había cometido un error. Como todo intelectual, había preferido la discusión a las órdenes, debilitando así su autoridad. Ahora él había pasado a segundo plano, y Charlie era el jefe.

—Demonios —dijo Charlie—. Pero si ella pudiera tener hijos ya los habría tenido, con todos esos muchachos que andan a su alrededor.

—Los muchachos no tocaron nunca a Evie —declaró Ish—. Crecieron con ella y la respetan. Y, por otra parte, casamos muy jóvenes a los muchachos.

Sintió que sus argumentos eran cada vez más débiles.

—¡Bueno! —dijo Charlie con el aplomo de un hombre que domina la situación—. Debería alegrarle que me haya fijado en la única mujer libre. ¿Y si me hubiera gustado una de las otras? Deme las gracias.

Ish buscó desesperadamente una respuesta. No podía amenazarle con la policía o la justicia. Había lanzado un desafío, y había perdido.

No, no había más que decir. Ish se levantó, dio media vuelta, y se fue. Recordó algo: un día, poco después del Gran Desastre, se había vuelto para alejarse de otro hombre y había tenido la seguridad de que iba a recibir un tiro en la espalda. Pero ahora no tenía miedo, y esto lo mortificaba aún más. Charlie no tenía necesidad de matarlo, pues era el vencedor.

Ish volvió a su casa arrastrando los pies. Había olvidado la amargura de la humillación. El martillo era ahora una herramienta embarazosa, y no un símbolo de poder. Durante años la vida había transcurrido sin incidentes; él era el jefe y todos lo respetaban. Pero no era en verdad muy distinto de aquel joven raro que apenas recordaba. El joven que había sido antes del Gran Desastre, el que temía los bailes, y nunca se sentía cómodo con la gente, y no tenía ninguna autoridad. Había cambiado mucho, pero no había perdido totalmente su timidez.

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