La Tierra permanece (27 page)

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Authors: George R. Stewart

Tags: #ciencia ficción

Pero recordaba a los muchachos sobre todo en las negras horas de la noche. Se despertaba de pronto sobresaltado, y se pasaba las horas rumiando sus inquietudes.

¿Cómo había permitido semejante aventura? Imaginaba inundaciones y tormentas. ¡Y el coche! Qué locura confiar un jeep a muchachos tan jóvenes. No corrían el peligro, ciertamente, de chocar con otro vehículo, pero podían caer en un pozo. Los caminos eran malos; los peligros, innumerables.

¿Y los pumas, los osos, los toros salvajes? Los toros que incluso parecían despreciar al hombre, como en otros tiempos.

No, los hombres eran el mayor peligro. Un sudor frío cubría entonces la frente de Ish. ¿Con qué hombres podían tropezar los muchachos? ¿Y con qué sociedades deformadas por las circunstancias, libres del freno de las tradiciones? Quizás había en ellas bárbaros ritos religiosos, ¡sacrificios humanos, canibalismo! Quizá, como Ulises, los muchachos se encontrarían con resucitados lotófagos, sirenas, lestrigones. La Tribu, aferrada a la falda de la loma, era estúpida, y carecía de poder creador; pero por lo menos conservaba cierta dignidad. Nada garantizaba que otros hubiesen hecho lo mismo. Pero con la luz del día desaparecían los fantasmas. Ish pensaba entonces en los muchachos y los imaginaba felices, entusiasmados con nuevos paisajes, quizá con nuevos amigos. En caso de accidente, si no encontraban otro coche, volverían a pie. No les faltarían los víveres. A treinta kilómetros por día —o por lo menos ciento cincuenta por semana—, aunque tuviesen que caminar quince mil kilómetros, regresarían antes del otoño. Y si el jeep aguantaba, volverían mucho antes. Ante este pensamiento, Ish apenas podía reprimir su excitación. ¿Qué novedades traerían?

Pasaron las semanas, y cesaron las lluvias. La hierba de las lomas germinó y amarilleó. Por las mañanas, las nubes eran tan bajas que rozaban las torres de los puentes.

5

Con el correr del tiempo, las inquietudes de Ish se atenuaron. La ausencia prolongada de los viajeros demostraba que habían llegado muy lejos. Si habían atravesado el continente, tardarían aún en regresar, y no había por qué atormentarse. Se dejó arrastrar por otros pensamientos y otras preocupaciones.

Había reorganizado la escuela. Sentía que era su deber enseñar a los niños a leer, escribir y contar, para que se conservasen en la Tribu las bases primeras de la civilización. Pero los desagradecidos escolares se revolvían en sus asientos y volvían unos ojos impacientes hacia las ventanas. No pensaban en otra cosa, advertía Ish, que correr por las faldas de la loma, jugar a los toros, pescar. Trataba inútilmente de atraerlos recurriendo a los sistemas pedagógicos más famosos de los viejos días.

La talla en madera, único arte que practicaba la Tribu, era herencia del viejo George. A pesar de su escasa inteligencia, George había logrado transmitir a los niños su afición a la ebanistería. Ish no tenía ninguna habilidad de esa especie. Pero se le ocurrió utilizar aquel interés de los niños para sus propios fines.

Les enseñó algunos principios de geometría y a servirse del compás y la regla para dibujar en la madera.

Los niños mordieron el anzuelo, se entusiasmaron con los círculos, triángulos y hexágonos, y pronto esculpieron figuras geométricas. El propio Ish talló con su cuchillo una vieja y gruesa rama de pino.

Pero el entusiasmo se apagó pronto. Mover la hoja del cuchillo a lo largo de una regla de acero para obtener una línea recta, era fácil y aburrido. Seguir el contorno de un círculo era más difícil, pero uno se cansaba pronto de ese trabajo maquinal y monótono. Una vez terminadas —Ish mismo debía reconocerlo—, las esculturas parecían malas imitaciones de los adornos que en otro tiempo se hacían a máquina.

Los niños decidieron volver de nuevo a la fantasía y la improvisación. Era más divertido, y las esculturas tenían mejor aspecto.

El escultor más hábil era Walt, que leía a trompicones. Con mano firme, grababa un friso de animales sobre la lisa superficie de una plancha sin necesidad de medidas ni de principios geométricos. Si sus tres vacas no cubrían el espacio disponible, añadía un ternero. Y la obra guardaba, sin embargo, un perfecto equilibrio. Trabajaba con igual habilidad en bajo relieve, medio relieve, o alto relieve. Los otros niños no le escatimaban su admiración.

La estratagema de Ish terminó, pues, en un fracaso, y se encontró otra vez a solas con el pequeño Joey. Joey no tenía ningún talento para la escultura, pero era el único que se había entusiasmado con las eternas verdades de las líneas y los ángulos. Un día, Ish sorprendió al niño que cortaba triángulos de papel de diversas formas, les recortaba luego los vértices y los ponía uno junto a otro para formar una línea recta.

—¿Resulta? —preguntó Ish.

—Sí, tú dijiste que siempre resulta.

—Entonces ¿por qué pruebas?

Joey calló, pero Ish comprendió que el niño rendía así homenaje a las verdades inmutables y universales. Era un desafío a los poderes de la casualidad y el cambio. Y cuando estos tenebrosos poderes se declaraban vencidos, la inteligencia podía atribuirse una nueva victoria.

Ish se quedó a solas con el pequeño Joey... en el sentido literal y el figurado. Cuando los otros escolares huían lanzando gritos de alegría, Joey se inclinaba sobre algún libraco con mayor aplicación aún, y hasta con un aire de superioridad.

Los otros niños eran fornidos gigantes y superaban a Joey en todos los juegos al aire libre. La cabeza de Joey era demasiado grande para su cuerpo, o así le parecía a uno, pues se sabía que estaba atiborrada de conocimientos. Tenía unos ojos grandes y vivaces.

Sólo él, entre todos los niños, sufría de dolores de cabeza y frecuentes indigestiones. Ish suponía que esos malestares eran de origen nervioso, pero no podía recurrir a un médico clínico, o un psiquiatra, y debía contentarse con hipótesis. Pero Joey pesaba menos que lo normal y cualquier ejercicio físico lo agotaba.

—Esto me preocupa —le decía Ish a Em.

—Sí —convenía Em—, pero te alegra que se apasione por la geometría. Quizás es inteligente porque es débil.

—Sí, quizá. Tiene sus alegrías. Pero me gustaría que fuese más robusto.

—No sé. Me parece que te gusta tal como es.

E Ish reconocía, una vez más, que Em tenía razón.

Sí, se decía, los mocetones no nos faltan. Y aunque Joey sea debilucho, o neurótico o pedante, en él se conservará la tradición intelectual.

Joey seguía siendo, pues, el preferido de Ish. Veía en él la esperanza del futuro, le hablaba largamente y le enseñaba todo lo que sabía.

Las horas de clase siguieron arrastrándose mientras se esperaba el regreso de Dick y Bob. Hasta Ish las encontraba interminables. Aquel verano tenía once alumnos, a los que intentaba inculcar algunas nociones elementales.

Las clases se daban en la sala de Ish, y los niños venían de distintas casas. Se comenzaba a las nueve y se terminaba a las doce, con un largo recreo. Ish había advertido que no podía exigirles más.

No habiendo logrado dorarles la píldora de la geometría, enseñaba ahora aritmética. Pero al enunciarles los problemas tropezaba con dificultades prácticas. «Si Pedro levanta una cerca de nueve metros...» decía el viejo libro. Nadie levantaba cercas ahora, y había que explicarles para qué habían servido las cercas... algo bastante complicado. Pensó en seguir los métodos de la escuela progresiva e instalar una tienda donde los alumnos comprarían, venderían y llevarían cuentas. Pero ya no había tiendas y hubiese sido necesario explicarles todo el viejo sistema económico.

Trató entonces de interesarles en la matemática pura. Fracasó, pero se convenció por lo menos a sí mismo de que la matemática era la base misma de la civilización. Aunque no podía expresarlo claramente, la relación que había entre los números le parecía maravillosa. Dos y dos eran eternamente cuatro, y nunca cinco. Eso no había cambiado... aunque los toros salvajes pelearan ahora en las calles. Hacía juegos con progresiones aritméticas, encadenando números. Pero, excepto Joey, ningún niño parecía interesado, y las miradas de reojo a las ventanas demostraban la inutilidad de sus esfuerzos.

Probó entonces con la geografía, materia que dominaba. Los niños se divertían en dibujar mapas de los alrededores. Pero nadie se interesó en la geografía del mundo. ¿Quién podía acusarlos? La vuelta de Bob y Dick despertaría quizá su curiosidad. Pero por el momento sólo se interesaban en un área de unos pocos kilómetros. ¿Qué importaba la forma de Europa, con todas sus penínsulas? ¿Qué importaban las islas diseminadas en el mar?

Tuvo un poco más de éxito con la historia y la antropología. Les habló del desarrollo del hombre, ese luchador que lentamente, durante miles de años, había creado y aprendido, y a pesar de sus errores, sus crueldades, había llegado, antes de la catástrofe, a ofrecer el espectáculo de una magnífica victoria. Los niños escucharon con cierto entusiasmo.

Ish insistió entonces en la lectura y la escritura, llaves del saber. Pero sólo Joey era aficionado a leer, y dejaba atrás a todos sus condiscípulos. Entendía rápidamente el significado de cualquier palabra, y hasta el significado de los libros.

Ci-vi-li-za-ción. El tío Ish habla siempre de eso. Hoy hay muchas codornices cerca del río. ¿Dos y seis? Ya lo sé. ¿Para qué decirlo? ¿Dos y nueve? Es difícil. No tengo bastantes dedos. El tío George es más divertido que el tío Ish. Nos enseña escultura. Mi papá es todavía más divertido. Dice cosas divertidas. Pero el tío Ish tiene el martillo. Ahí está, sobre la chimenea. Joey cuenta muchas historias del martillo. Me parece que las inventa. No estoy seguro. Tengo ganas de pellizcar a Betty, pero el tío Ish se enojaría. El tío Ish lo sabe todo. Me da miedo. Si pudiese decirle cuánto es siete y nueve, volvería la civilización y podría ver las figuras que se mueven. ¿Las vio papá? Sería divertido. ¿Ocho y ocho? Joey lo sabe en seguida. Joey no sabe buscar nidos de codornices. Falta poco para que termine la clase.

 

A pesar de los repetidos fracasos, Ish redoblaba sus esfuerzos y aprovechaba cualquier ocasión para estimular el interés de sus alumnos.

Un día, después de una excursión más larga que de costumbre, los niños llevaron a la escuela unas nueces de una especie bastante rara. Ish vio en seguida un pretexto para dar una lección de historia natural, que los niños escucharon complacidos. Ordenó a Walt que fuese a buscar dos piedras para romper la gruesa cáscara. Walt trajo dos ladrillos. En su pobre vocabulario no había diferencia entre piedras y ladrillos.

Ish no lo corrigió, pero pensó que si intentaba romper las nueces con aquellos ladrillos podía aplastarse un dedo. Miró alrededor y vio el martillo sobre la chimenea.

—Tráeme el martillo, Chris —le dijo al niño más cercano.

Habitualmente, Chris inventaba cualquier excusa para dejar su asiento. Pero esta vez no se movió. Miró a sus vecinos Walt y Weston con aire embarazado y asustado.

—Tráeme el martillo, Chris —repitió Ish, pensando que el niño, distraído, sólo había oído su nombre.

—No... no... quiero —balbuceó Chris.

Chris, de ocho años, no lloraba fácilmente, pero esta vez apenas podía retener las lágrimas. Ish no insistió.

—Traedme el martillo, cualquiera de vosotros —dijo.

Weston se volvió hacia Walt, y Bárbara y Betty, las dos hermanas, se miraron. Eran los mayores. Los cuatro abrían mucho los ojos, pero no hicieron ademán de levantarse. Los más pequeños tampoco se movieron. Pero Ish notó que se echaban furtivas ojeadas.

Intrigado, Ish deseó evitar una escena, e iba a dejar su silla cuando ocurrió un incidente singular.

Joey se levantó. Fue hacia la chimenea. Todos los niños lo siguieron con los ojos. En la habitación había un silencio de muerte. Joey se detuvo ante la chimenea, estiró la mano, y tomó el martillo. Una niñita lanzó un grito. Siguió un silencio, y Joey volvió, le entregó el martillo a su padre, y se sentó otra vez.

Nadie había pronunciado una palabra y los niños, contemplaban a Joey con la boca abierta. Ish quebró el silencio rompiendo una nuez de un martillazo. La tensión, cualquiera fuese su causa, se disipó en seguida.

Al mediodía, después de despedir a sus alumnos, Ish pensó en el incidente, y descubrió sobresaltado que era un caso de superstición pura. Los niños veían en el martillo un símbolo misterioso y místico del lejano pasado. Sólo se lo empleaba en las grandes ocasiones, y el resto del tiempo descansaba en la chimenea. En general nadie lo tocaba, salvo Ish. Bob mismo, recordó ahora Ish, se lo había llevado de mala gana el día que fueron a buscar el jeep. Era, a los ojos de los niños, un emblema todopoderoso... desgraciado el imprudente que osara tocarlo. Al principio, quizás, había sido una simple broma; pero luego la idea había sido tomada en serio. E Ish comprendió otra vez que Joey se distinguía de los otros. Joey no podía estar seguro de que el martillo de Ish no fuese como los otros martillos. Pero su superstición alcanzaba un nivel más elevado. Le complacía creer que participaba de las funciones sagradas de su padre. ¿No leía acaso como él? Hijo del gran sacerdote, hijo del elegido, podía impunemente tocar las reliquias que fulminarían a otros. Hasta era capaz de haber alimentado el temor de sus amigos para darse importancia. Sería fácil, pensó Ish, destruir aquella tonta superstición.

Pero al empezar la tarde, su certidumbre se transformó en duda. Los niños jugaban ante la casa, en la acera. Saltaban de una losa a otra cantando a voz en cuello una vieja cantinela.

Ish la había oído a menudo en los viejos días. Las palabras no significaban nada; era sólo una cantinela infantil. Y los mismos niños no tardaban en reírse. Pero ¿no les parecería ahora una fórmula mágica? Era aquélla una sociedad sin tradiciones, y no había posibilidad de que la lectura las resucitase.

Sentado en su sillón, en la sala, oía a los niños que jugaban y cantaban. Observó el humo del cigarrillo que subía en volutas, y recordó otros perturbadores ejemplos de superstición. Ezra llevaba siempre en el bolsillo una moneda con la efigie de la reina Victoria, y para los niños no era sin duda muy distinta del martillo. Molly se pasaba el día «tocando madera», e Ish recordó no sin inquietud que los niños la imitaban. ¿Comprenderían un día que era una costumbre pueril, que no podía conjurar la mala suerte?

Sí, concluyó de mala gana, el problema era grave. En los viejos días las creencias de los niños de una familia, o un pequeño grupo de familias, tenían importancia; pero el contacto con otras creencias traía cierto equilibrio. Por otra parte, había muchas tradiciones —el cristianismo, la civilización occidental, el folklore indoeuropeo, la cultura angloamericana— y nadie, para bien o para mal, podía sustraerse a esas influencias.

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