La Tierra permanece (12 page)

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Authors: George R. Stewart

Tags: #ciencia ficción

El espectáculo había terminado. Ish llamó a Princesa y se dirigió hacia el auto, que había dejado a algo más de un kilómetro. De pronto, los ladridos de la jauría estallaron de nuevo. Se acercaban cada vez más e Ish comprendió que le seguían la pista.

Sintió pánico. Echó a correr. Pero eso era incitarlos. Se tranquilizó, y recogió algunas piedras y una rama caída que podría servirle como lanza. Luego siguió caminando hacia el coche. Los ladridos se oían más cerca. De pronto los perros callaron e Ish comprendió que lo habían visto. Esperaba que un resto de miedo ancestral les impidiese atacar a un hombre, pero se preguntó de pronto qué le habría ocurrido al viejo y a los otros que había encontrado en aquellos parajes. Y he aquí que uno de los perros, un horroroso mestizo negro, saltó a la carretera, ante él. Se detuvo a unos cincuenta metros, se sentó sobre los cuartos traseros y lo miró. Ish levantó el brazo como si fuese a tirarle una piedra. El perro dio un salto, se lanzó hacia el borde de la carretera y desapareció entre unos matorrales. La maleza se movía como si los perros estuviesen preparándose para saltar sobre él. Princesa, como siempre, mostraba una exasperante indecisión. Con la cola entre las patas se apretaba contra su amo, o de pronto corría a derecha e izquierda y ladraba como desafiando al mundo entero.

El auto estaba a la vista. Ish se acercó con un paso regular, sin malgastar sus piedras, y echando de cuando en cuando una ojeada por encima del hombro. Princesa le avisaría, en caso de ataque por la espalda. De pronto el danés se lanzó por una brecha, entre los matorrales. Era un perro magnífico, pesado como un hombre. Aullando, Princesa se precipitó hacia él en un reto suicida. El danés le salió al encuentro y a la vez el ovejero escocés apareció a la derecha. Pero Princesa se escabulló con la agilidad de una liebre. Los dos perrazos chocaron uno contra otro, y rodaron por el suelo, gruñendo. Princesa regresó a frotarse contra las piernas de Ish. Apareció entonces el dálmata. Cruzó la carretera y se detuvo, mostrando una lengua roja. Ish no se apresuró ni aminoró la marcha. El recién venido era de aspecto menos feroz que sus compañeros, e Ish estaba decidido a hacerle frente. Un hermoso collar con una placa de metal le rodeaba aún el cuello pelado. No sin inquietud, Ish advirtió que a pesar de su flacura y sus salientes costillas, el animal no había perdido su vigor. Evidentemente, a los perros no les faltaba comida: conejos, terneros, o cualquier carroña. Esperaba que no se devoraran aún entre ellos, y que ignorasen el gusto del hombre.

Cuando llegó a unos seis metros del dálmata, Ish, sin detenerse, alzó el brazo en un ademán de amenaza. El perro metió la cola entre las patas y huyó. El auto estaba muy cerca e Ish suspiró, aliviado.

Abrió la portezuela, hizo subir a Princesa y, reprimiendo una última ola de pánico, la siguió con dignidad. Cerró la portezuela y se sintió fuera de peligro. La mano se le crispó sobre el mango del martillo que yacía a sus pies.

El hermoso danés se había echado al borde de la carretera. Los otros habían desaparecido. Ahora, a salvo, Ish examinó la situación más imparcialmente, Los perros no le habían hecho ningún mal; ni siquiera lo habían amenazado. Se le habían aparecido como fieras sedientas de sangre, pero ahora le inspiraban piedad. Quizá los había atraído el recuerdo nostálgico de suculentas comidas, la leña que crepitaba en la chimenea, las caricias y palabras cariñosas. Y se puso en marcha deseando sinceramente que trituraran un conejo, o tumbaran algún ternero.

A la mañana siguiente, el drama se transformó en comedia. Princesa, evidentemente, requería un compañero. Como Ish no quería cachorros, la encerró en el sótano.

Pero, a pesar de todo, ignoraba las verdaderas intenciones de la jauría. Perecer entre los dientes de los perros le parecía la menos envidiable de las suertes. Desde entonces no se aventuró otra vez en las montañas sin un revólver en el cinturón o una carabina.

Dos días después, una invasión de hormigas le hizo olvidar el peligro de los perros. Ya había tenido algunas dificultades con aquellos bichos; pero ahora aparecían por todos lados e invadían la casa. La lucha no era nueva. Ish recordaba el grito consternado de su madre cuando una columna negra atravesaba la cocina, la irritación de su padre, las discusiones sobre cómo destruirlas. Las hormigas venían ahora con ejércitos cien veces más poderosos, y sin encontrarse con molestas amas de casa dispuestas siempre a combatirlas y aun llevar la guerra a los mismos nidos. En algunos meses se habían multiplicado increíblemente. La comida, sin duda, no les faltaba.

Salían de todas partes. Ish deploraba que los límites de sus conocimientos entomológicos no le permitieran desvelar el misterio de este crecimiento. A pesar de sus búsquedas, nunca supo si las hormigas tenían en alguna parte su metrópoli, o si se multiplicaban un poco en todas partes.

Nada escapaba a sus exploraciones. Ish se convirtió muy pronto en una furibunda y escrupulosa ama de casa, pues la más minúscula partícula de comida o aun una mosca muerta atraía inmediatamente una columna de tres centímetros de ancho. Se paseaban como pulgas por el pelaje de Princesa, pero no la picaban. Las descubrió en sus propias ropas. Una madrugada despertó con una horrible pesadilla y descubrió un cortejo de hormigas que le cruzaba la cara. No pudo saber qué las había atraído.

Pero la casa era sólo una tierra extranjera, abierta a sus incursiones. Las fortalezas de los hormigueros se alzaban afuera, en todas partes. Si Ish daba vuelta un terrón, miles de hormigas surgían de galerías subterráneas. Era posible que acabasen con todos los otros insectos, al quitarles los medios de subsistencia. Trajo de una droguería formol y DDT y convirtió la casa en una isla fortificada. Las invasoras no se arredraron. Muchas morían sin duda en el campo de batalla, pero algunos millones más o menos no era una gran diferencia. Intentó calcular cuántas hormigas habría en el barrio y llegó a unas increíbles cifras astronómicas. ¿No tenían enemigos naturales? ¿Seguirían multiplicándose? Desaparecido el hombre, ¿heredarían la tierra?

No. Al fin y al cabo eran las mismas atareadas hormiguitas que habían puesto a prueba a las pacientes amas de casa californianas. Hizo algunas investigaciones y descubrió que la plaga no se extendía mucho más allá de los límites ciudadanos. Como los perros, los gatos, las ratas, estas hormigas eran también animales domésticos, que dependían del hombre. Este pensamiento lo animó. Si sólo le hubiera preocupado su comodidad, se habría ido, pero prefería, aun a costa de ciertos inconvenientes, observar qué ocurría.

Luego, una mañana, no más hormigas. Miró atentamente a su alrededor, y no descubrió una sola. Dejó unas migas en el piso y fue a sus ocupaciones. Cuando volvió, el festín seguía intacto. Sorprendido, presintiendo que había ocurrido algo insólito, salió al jardín. Dio vuelta un terrón y no vio la agitación habitual. Siguió buscando. Aquí y allá encontró algunos ejemplares que vagaban aturdidos, pero eran tan pocos que hubiese podido contarlos. Sin embargo, no había cadáveres. Las hormigas habían desaparecido como por arte de encantamiento. Si hubiera conocido la estructura de los hormigueros, habría podido descubrir quizá sus cementerios. Lamentó su ignorancia y se resignó a no enterarse.

Nunca resolvió el misterio, pero adivinaba la verdad. Cuando una especie se propaga demasiado, es casi siempre víctima de algún cataclismo. Era posible que las hormigas hubiesen agotado los víveres que habían permitido su crecimiento. Aunque quizá fuera más probable que las hubiese atacado alguna enfermedad. En los días siguientes, sintió, o creyó sentir, un hedor débil, pero penetrante, que atribuyó a la descomposición de aquellos millones de cadáveres.

Tiempo después, después de una jornada dedicada a la lectura, sintió hambre. Fue a la cocina y buscó en la nevera un poco de queso. Miró casualmente el reloj eléctrico y se sorprendió. Las nueve y treinta y siete. Creía que era más tarde. Mientras volvía a la sala, masticando el primer bocado de queso, consultó su reloj de pulsera: las agujas señalaban las diez y nueve minutos. Al fin el viejo reloj se ha descompuesto, pensó. No era raro. Recordó cómo se había sorprendido al llegar después de la catástrofe y ver que las manecillas se movían.

Retomó el libro. Un viento del norte con un acre olor a humo sacudía las ventanas. Pero el olor no le llamaba la atención. Muy a menudo el humo de los bosques incendiados era negro y espeso como una nube de tormenta. Al cabo de un rato parpadeó y acercó los ojos a la página. Este humo me hace lagrimear, pensó. Casi no veo. Acercó el libro a los ojos y le pareció que toda la habitación se oscurecía. Con un sobresalto se volvió hacia la lámpara eléctrica, sobre la mesa de bridge.

En seguida, se levantó de un salto, con el corazón palpitante, y salió al porche. Miró la amplia perspectiva de la ciudad. Las luces brillaban aún en las calles. La guirnalda de globos amarillos seguía encendida en el puente, y en lo alto de los pilones parpadeaban las luces rojas. Miró con más atención. Las luces parecían menos brillantes que de costumbre. ¿Sería efecto de su imaginación? ¿O las velaba la humareda? Volvió a su sillón y trató de leer para olvidar sus temores.

Pero en seguida parpadeó otra vez. Miró la lámpara, perplejo. Y recordó de pronto el reloj de la cocina. Bueno, pensó, era inevitable.

En el reloj de pulsera eran ahora las diez cincuenta y dos. Fue a la cocina. El reloj indicaba las diez y catorce. Sacó cuentas rápidamente. El resultado confirmaba sus temores. El reloj eléctrico había atrasado seis minutos en tres cuartos de hora.

Sabía que el reloj de pared marchaba con impulsos eléctricos: una frecuencia de sesenta por minuto. Ahora estos impulsos se habían espaciado. Un técnico hubiera calculado fácilmente la frecuencia actual. Él hubiese podido hacerlo también, pero no le serviría de nada. Se sintió de pronto descorazonado. El sistema eléctrico se deterioraría cada vez más rápidamente.

Regresó a la sala. Esta vez era indiscutible. La luz había palidecido. Las sombras invadían los rincones de la habitación.

Las luces se apagan. Las luces del mundo, pensó, y conoció el terror de un niño abandonado en la oscuridad.

Princesa dormitaba en el piso. La disminución de la luz no la molestaba, pero se le contagió la inquietud de su amo y se incorporó gimiendo.

Ish salió otra vez al porche. De minuto en minuto, las largas guirnaldas de luces eran menos y menos claras, más y más amarillentas. El viento apresuraba aquella muerte, cortando aquí unos cables, interrumpiendo allá un circuito. El fuego que se extendía por las lomas vecinas quemaba las líneas, y hasta quizás alguna central.

Al cabo de un momento las luces dejaron de palidecer y se mantuvieron en un vago resplandor. Ish regresó a la sala, y acercando otra lámpara pudo leer cómodamente. Princesa volvió a su sueño. A pesar de la hora, Ish no tenía deseos de acostarse. Era como si estuviese velando el cadáver de su más caro y viejo amigo. «Hágase la luz. Y la luz se hizo», recordó. Parecía que el mundo hubiera llegado al otro extremo de su historia.

Poco después fue a mirar el reloj. Se había parado. Las dos agujas en lo alto del cuadrante señalaban las once y cinco.

Las manecillas del reloj de pulsera, en cambio, habían pasado la medianoche. Las luces se extinguirían totalmente dentro de unas pocas horas, o se mantendrían así algunos días.

Ish no se decidía a acostarse. Trató de leer y al fin se quedó dormido en el sillón.

En cuanto a la electricidad, los dispositivos de las centrales eléctricas eran tan ingeniosos que aun en pleno desastre no fue necesario ningún cambio. Los hombres habían sido vencidos por la enfermedad, pero las dínamos hacían correr aún a lo largo de los cables sus regulares vibraciones. Después de la breve agonía de la humanidad, las luces no perdieron nada de su brillo. Cuando caía un cable privando de electricidad a todo un pueblo, otro en seguida se encargaba de su tarea. Si se detenía una dínamo, sus hermanas, a lo largo de una línea de centenares de kilómetros, redoblaban sus esfuerzos.

Sin embargo, todo sistema, cadena o camino, tiene su punto débil El agua puede correr durante años, las grandes dínamos pueden girar sobre sus bien aceitados cojinetes; pero hay un punto débil: los reguladores que gobiernan las dínamos y que no son totalmente automáticos. Anteriormente se los examinaba cada diez días. Se los aceitaba una vez por mes. Pasaron dos meses sin que se presentaran los inspectores, y las reservas de aceite se agotaron; uno a uno, a lo largo de las semanas, los reguladores dejaron de funcionar.

Cuando un regulador se detiene, el grifo cambia automáticamente de ángulo y no fluye el agua. La dínamo se para entonces y no produce más electricidad. Muchas dínamos, una tras otra, quedan así inactivas. Las otras deben hacer un trabajo demasiado grande, y pocos días más tarde se detiene totalmente el sistema.

Cuando Ish despertó, las lámparas apenas alumbraban. Los filamentos eran de un rojo anaranjado. En la habitación reinaban las sombras.

¡Las luces se apagan! Cuántas veces, en el curso de los siglos, se había oído esa frase, pronunciada a veces con indiferencia, otras con pánico, literal o simbólicamente. ¡Cuánto había significado la luz en la historia del hombre! La luz del mundo. La luz de la vida. La luz del conocimiento.

Ish se estremeció. Pero, al fin y al cabo, la electricidad había sobrevivido al hombre gracias a los sistemas automáticos. Recordó el día en que había descendido de las montañas, sin saber nada del desastre. Había pasado ante una central eléctrica y concluyó que todo era normal porque el agua seguía corriendo por las esclusas y las dínamos zumbaban regularmente. Y quizás en otras partes la oscuridad era ya total. Quizás estas lámparas eran las últimas en extinguirse, y ya no habría más luz en el mundo.

No tenía ganas de dormir. Era su deber quedarse despierto. Pero esperaba que el último acto del drama fuese breve. La luz disminuyó todavía más. Es el fin, se dijo. Pero las lámparas seguían encendidas. El filamento era ahora de un rojo cereza.

Y otra vez se ensombrecieron. La obra de la destrucción se aceleraba, como un trineo que desciende una colina, lentamente al principio, luego más y más rápido. Durante un segundo, las luces parecieron brillar con más fuerza, y luego desaparecieron.

Princesa se agitó y ladró en sueños. ¿Era un toque de difuntos?

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