La Tierra permanece (11 page)

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Authors: George R. Stewart

Tags: #ciencia ficción

Encontró otros seres humanos, en parejas o tríos. Las moléculas aisladas se reagrupaban. En general todos se aferraban al lugar donde habían vivido antes del desastre. Nadie manifestó deseos de seguirlo; a veces lo invitaban a quedarse. El ofrecimiento no tentaba a Ish. Aquellas pobres gentes arrastraban una vida corporal, pero le parecían a Ish mentalmente muertas. Había estudiado bastante antropología como para saber que había habido anteriormente otros casos. Un individuo no suele sobrevivir al cuadro de su existencia. Privado de familia, amigos, oficios religiosos, placeres, hábitos, e incluso esperanza, no es más que un cadáver animado.

La catástrofe no había concluido. Un día Ish encontró a una mujer loca. Sus ropas revelaban que había sido rica, pero ahora no era capaz de atender a sus necesidades, y el primer invierno acabaría con ella. Muchos sobrevivientes decían que los suicidas habían sido numerosos.

Pero las emociones y la soledad no habían trastornado de ningún modo a Ish. Se sorprendía a veces. Lo atribuía a su curiosidad, su carácter, la lista de cualidades que había redactado un día y que debían ayudarlo en esta nueva vida.

A veces, sentado en el auto, o ante el fuego, se sentía asaltado por imágenes eróticas. Pensaba en Ann, la neoyorquina, con su belleza rubia, fresca y limpia. Pero Ann era una excepción. En general las mujeres iban desarregladas y sucias, y sólo dejaban su apatía para reír histéricamente. Sin duda, muchas eran asequibles, pero no le inspiraban ningún deseo. Quizá su actitud era un efecto de la catástrofe. Pero no se preocupaba, con el tiempo todo volvería a la normalidad.

En las ardientes llanuras de Nebraska, el trigo seguía en pie. El oro de la espiga estaba oscureciéndose, y los granos empezaban a caer. El año siguiente habría una cosecha espontánea; pero aparecerían también hierbas y malezas que ahogarían el trigo con un espeso manto.

El parque de Estes ofrecía agradables refugios de sombra, después del calor de las llanuras. Ish se quedó allí una semana. Las truchas no habían visto un anzuelo en todo el verano y la pesca era excelente.

Luego vinieron las altas montañas, a las que sucedieron el desierto y las tierras de artemisa. Apretando el acelerador, Ish tomaba rápidamente las curvas de la carretera 40, hacia el paso de Donner.

Cruzó el paso y vio que unas espesas cortinas de humo cubrían los campos. ¿En qué mes estamos?, se preguntó. ¿Agosto? Quizá principios de setiembre. La época de incendios en los bosques. Y no había nadie para combatir el fuego.

Al acercarse al paso de Yuba se encontró bruscamente con el siniestro. Las llamas se alzaban a ambos lados de la ruta. Decidió ir adelante. La carretera era ancha y se podía pasar sin peligro. Pero tras una curva descubrió que un tronco envuelto en llamas bloqueaba la carretera. El terror que había vivido una mañana en el desierto —parecía que habían transcurrido años— cayó otra vez sobre él. Se sintió desesperadamente solo, incapaz de afrontar una emergencia, recobrarse de un accidente.

Había una única solución: retroceder. Dio marcha atrás bruscamente y se le bloqueó el motor. Al cabo de un rato consiguió ponerse otra vez en marcha, y huyó del fuego.

Ya fuera de peligro, recobró la calma. Decidió probar la carretera 20. Los incendios no la habían perdonado, pero estaban casi extinguidos. Avanzó lentamente, evitando los árboles caídos. Pero cuando llegó a una cima se estremeció al ver detrás de él la extensión del fuego. Había tenido suerte.

Había planeado pasar la noche entre los árboles de la montaña, pero pensando que el fuego podía rodearlo, siguió camino y acampó en la plaza de un pueblo, al pie de unas lomas. No había ni una farola encendida. Se sintió decepcionado, pues esperaba encontrar luces en California. Los incendios habían destruido sin duda las líneas eléctricas, por lo menos en aquella región.

Acostado en el suelo, incómodo, sintiendo el acre olor del humo en la nariz, intentó conciliar el sueño; pero tenía la impresión de haber caído en una trampa. Aunque todos los incendios se hubieran extinguido, los árboles quemados y los desprendimientos de las laderas vecinas debían de haber obstruido el camino de la sierra.

A la mañana, como de costumbre, se sintió más animado. California, si no podía salir, era por lo menos una prisión espaciosa y cómoda, y si era imposible cruzar la sierra, podía tomar la carretera del desierto.

Se preparaba para partir, cuando Princesa, con su acostumbrado espíritu de contradicción, se puso a ladrar y desapareció tras un rastro. Irritado, Ish se resignó a esperarla, y como la perra tardaba en reaparecer, alteró sus planes y pasó la mayor parte del día tendido a la sombra de los árboles, semidesnudo. Reanudó su viaje en las últimas horas de la tarde.

Llegó a la cima de la montaña al anochecer. La bahía se abría en abanico ante sus ojos, con su corona de ciudades. Sonrió al advertir que en las calles había aún muchas luces encendidas. Había olvidado el espectáculo. Las centrales de vapor se habían detenido casi inmediatamente, y las pequeñas fábricas hidroeléctricas no habían funcionado mucho tiempo. Sintió un curioso orgullo: aquellas luces eran quizá las últimas.

Durante un instante se preguntó si no habría sido víctima de una alucinación y se encontraba ahora en una ciudad donde todo funcionaba normalmente.

La larga carretera desierta lo devolvió a la realidad. Las manchas negras indicaban que la electricidad faltaba en algunos barrios. Las luces del puente Golden Gate se habían apagado también. O quizá las ocultaba la niebla que subía de la bahía.

Entró en la avenida San Lupo. Nada parecía haber cambiado. Siempre habrá una avenida San Lupo, pensó, y recordó a los otros sobrevivientes. Él también había decidido refugiarse en un sitio familiar, y regresaba con la fidelidad de una paloma.

Abrió la puerta y encendió la luz. Todo estaba como antes. No esperaba otra cosa, y sin embargo... Sintió una sorda melancolía.

Las amarillentas hojas secas
, pensó. Era una línea que había oído en un teatro, no recordaba en qué obra.
En otro tiempo, en el pasado...

Princesa se lanzó hacia la cocina, resbaló en el linóleo, lanzó un cómico chillido, y se enderezó. Ish la siguió, agradeciéndole la interrupción. La perra olfateaba el zócalo, pero no era posible descubrir qué le interesaba tanto.

Bueno, pensó Ish volviendo a la sala, parece que me he insensibilizado, pero al menos no hay espectadores y no tengo que fingir. Todo esto es consecuencia, sin duda, de tantas pruebas.

La nota que había dejado sobre el escritorio seguía allí, intacta. La tomó, arrugándola, la arrojó a la chimenea, y encendió un fósforo. Titubeó un momento. Al fin acercó la llamita al papel y observó cómo ardía. Otro episodio terminado.

Esa generación no conocerá padres, esposas, hijos o amigos. Será como en épocas fabulosas, cuando los dioses, para poblar la tierra, recurrían a las piedras o los dientes del dragón, y eran todos extraños, de rostro extraño, y nadie conocía el rostro de sus semejantes
.

 

A la mañana siguiente decidió ordenar su vida. La comida, como ya lo había comprobado, no era un problema. Examinó las tiendas del barrio. Las ratas habían destrozado cajas y roído alimentos que cubrían los pisos de baldosas. De pronto, vio en un escaparate cajones de frutas de brillantes colores y legumbres apetitosas y frescas que parecían recién cosechadas. Incrédulo, acercó la cara al vidrio polvoriento. En seguida, primero irritado y luego divertido, descubrió que aquellas naranjas, manzanas, tomates y peras relucientes eran frutos de cartón con que el comerciante había decorado en otro tiempo su vitrina.

Un poco más allá encontró una tienda que, aparentemente, los ratones no habían podido asaltar. Abrió con cuidado una ventana y entró.

El pan no era ya comestible, y los gusanos pululaban en cajas de bizcochos herméticamente cerradas. Pero la fruta seca y todos los alimentos guardados en recipientes de vidrio o latón estaban intactos. Mientras sacaba unos frascos de aceitunas, oyó el zumbido de un motor eléctrico. Abrió la nevera y encontró manteca perfectamente conservada, carne fresca, vegetales congelados. Salió con su botín y cerró cuidadosamente la ventana para evitar, por lo menos, una invasión de ratas.

De regreso a su casa examinó nuevamente la situación. La vida material, y por mucho tiempo, no presentaría dificultades. En las tiendas abundaban los alimentos y las ropas, no había más que servirse. El agua salía aún de los grifos. Ya no había gas, y con otro clima hubiese tenido que conseguir algún combustible. Pero el calentador de querosén le bastaba para cocinar. Encendería la chimenea en invierno, y si eso no bastaba podía recurrir a toda una batería de calentadores. Se sintió tan orgulloso de no necesitar ayuda, que temió transformarse en ermitaño, como el viejo que había encontrado hacía un tiempo.

En aquellos días, cuando el aire mismo transmitía la muerte, y la civilización vivía sus últimos instantes, los hombres encargados del suministro del agua se miraron y dijeron: «Podemos enfermar y morir, pero la gente seguirá necesitando agua». Recordaron entonces los planes que se habían trazado en otra época, cuando se vivía con el temor de los bombardeos. Abrieron válvulas y canales. El agua que bajaba de las montañas serpenteó en los largos sifones, entró en las tuberías subterráneas, y al fin en los depósitos, presta a salir por todos los grifos. «Ahora —dijeron los hombres—, podemos desaparecer, pues el agua correrá hasta que el óxido roa las tuberías, y eso no ocurrirá en vida de nuestros hijos.» Luego murieron. Pero como hombres de honor, que cumplieron hasta el fin su tarea.

El agua seguía, pues, brindando sus beneficios, y nadie sufría sed. Corría aún en abundancia cuando los últimos sobrevivientes erraban tristemente por las calles.

Al principio, Ish temía morirse de aburrimiento, Pero pronto encontró en qué ocuparse. La fiebre de actividad que había mostrado en el viaje al Este había desaparecido. Dormía mucho. Se pasaba largas horas sentado, con los ojos abiertos, sumido en una profunda apatía. Pero cuando salía de estos estados, sentía miedo, y se lanzaba a la acción con renovado ardor.

Por fortuna, el cuidado de la vida material, aunque poco complicado, le absorbía gran parte del tiempo.

Comía en la casa, y pronto comprendió que si dejaba amontonar los platos las hormigas le aumentaban el trabajo. Por la misma razón llevaba lejos los desperdicios. Alimentaba a Princesa, y cuando la perra olía mal, la bañaba.

Un día, para sacudir la modorra, fue a la biblioteca pública, hizo saltar la cerradura de un martillazo, después de ambular un poco salió, sonriendo, con
Robinsón Crusoe
y
Los Robinsones suizos
bajo el brazo.

Pero estos libros no le interesaron mucho. Las preocupaciones religiosas de Crusoe le parecieron aburridas y tontas. En cuanto a la familia suiza —ya había tenido esa impresión en la infancia—, el barco náufrago era una especie de saco sin fondo que servía todas las necesidades. A falta de radio, tenía el fonógrafo y los discos de sus padres. Al cabo de un tiempo encontró en una tienda de música un aparato mejor. Era pesado, pero logró subirlo al coche y lo instaló en el vestíbulo de su casa. Se llevó también gran cantidad de discos. Se regaló además un hermoso acordeón. Con ayuda de un manual, logró sacar algunos sonidos patéticos que Princesa saludaba con terribles aullidos. Reunió también algunos materiales de pintura, aunque nunca los utilizó.

Pero le interesaba, sobre todo, observar lo que ocurría en un mundo liberado del yugo del hombre. Recorría en auto la ciudad y el campo vecino. A veces, se paseaba por las lomas con sus prismáticos de larga distancia. Princesa lo abandonaba de pronto para lanzarse en persecución de su eterno conejo invisible.

Un día salió a buscar al anciano que amontonaba tantos objetos heteróclitos. No sin trabajo, encontró la casa: un desordenado nido de ratas. Pero el viejo no estaba allí, y nada indicaba que viviera aún. Ish, descorazonado por tantas decepcionantes tentativas, no buscó otros compañeros.

El aspecto de las calles cambiaba lentamente. La sequía de verano seguía aún, pero los vientos traían polvo, hojas muertas, detritus y los amontonaba aquí y allá. No había en la ciudad muchos animales, perros, gatos o ratas. En algunos barrios, sin embargo, sobre todo en los muelles, pululaban los perros, pero pertenecían todos a la misma raza: terriers o mestizos de terrier, pequeños y activos. Habían abandonado ya sus viejos hábitos e iniciado una nueva vida. Siguiendo quizás el ejemplo de las ratas, asaltaban y asolaban las tiendas. Las ratas roían las cajas de cartón, y luego entraban los perros y se comían las galletas. Pero se alimentaban también de ratas. Así se explicaba su número en las zonas donde siempre habían abundado los roedores, aun antes de la catástrofe. Los perros habían perseguido o matado a los gatos, y a costa sin duda de algunos arañazos habían logrado satisfacer su hambre.

Esos perros divertían a Ish. Se paseaban con la despreocupación tradicional de los terriers, y hasta con un aire fanfarrón. Aunque sucios y flacos, parecían vigorosos y seguros de sí mismos, como si pensaran haber solucionado el problema de la comida. Eran sin duda los ejemplares más independientes de la especie, los que nunca se habían preocupado mucho de los hombres. Ish no les interesaba y se mantenían a distancia sin buscarlo ni rehuirlo. Un día Princesa se peleó a dentelladas con una perra, y desde entonces, en aquellos barrios, Ish la tenía siempre atada o la encerraba en el coche.

En los parques y los lugares arbolados de los alrededores, veía a veces algún gato, casi siempre subido a una rama, quizá para cazar pájaros o porque temía a los perros.

En el curso de sus paseos por las lomas, Ish nunca había encontrado un perro, pero un día lo sorprendió una algarabía de chillidos y ladridos. Se subió a una altura y vio, en un viejo campo de golf, unos ocho o diez perros que perseguían a media docena de vacas. Se llevó los prismáticos a los ojos y notó que los perros, aunque de razas distintas, eran todos de alta estatura. La jauría estaba formada por un danés, un ovejero escocés, un dálmata y varios mestizos, todos de patas largas y robustos. Se habían unido indudablemente para la caza y no parecía aquél su primer ataque. Trataban de aislar un ternero. Pero las vacas contraatacaban vigorosamente, con cornadas y coces. Al fin alcanzaron a refugiarse entre unos espesos matorrales, a orillas del campo de golf, y los asaltantes se batieron en retirada.

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