La Tierra permanece (36 page)

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Authors: George R. Stewart

Tags: #ciencia ficción

Bajó una escalera cubierta de musgo y hierbas y cruzó un crujiente puente de madera. Recordó que el puente era viejo ya en su infancia. Una espesa maleza cubría las orillas del arroyo. Ish se abrió paso dificultosamente, aunque el camino estaba asfaltado.

Los matorrales se estremecieron e Ish se sobresaltó, pues no llevaba armas. Quizás era un puma. Los lobos y los perros salvajes frecuentaban también las cercanías de los arroyos.

Pero cuando salió de la espesura, no vio más que unos ciervos que pacían entre los árboles.

A la izquierda se alzaban algunos edificios. No podía recordar qué departamento universitario se había alojado allí. El seto, antes tan bien podado, ocultaba ahora las ventanas bajas.

Siguió su camino. Atravesó otros matorrales y el edificio de la biblioteca apareció ante él, algo disimulado entre los arbustos. En una ventana había un vidrio roto. Una rama de pino la había golpeado durante alguna tormenta. El accidente no había ocurrido antes de su última visita, unos años atrás. Había guardado la biblioteca como reserva para el futuro. Hasta había enseñado a los niños que la respetaran. Sí, hasta les había hecho creer, temía, que era tabú. En realidad había intentado siempre inculcarles un respeto casi místico por los libros. Una quemazón de libros le había parecido siempre uno de los peores crímenes que el hombre pueda cometer.

Dio una vuelta a la biblioteca, no sin algunas dificultades, pues unas altas malezas le cerraban el paso. Hasta tuvo que trepar por el tronco caído de un pino. El edificio estaba aún en buenas condiciones. Llegó al fin a la ventana que había roto hacía tantos años y que luego había tapado con una tabla. Después de todo, pensó con satisfacción, el martillo me servirá de algo.

Desclavó la tabla y entró en el edificio. Había entrado así por vez primera cuando Em esperaba el primer hijo, para llevarse algunos libros de obstetricia. El problema que le había parecido entonces tan angustioso se había desvanecido. Hubiera debido concluir que era inútil inquietarse y que casi todos los problemas se resuelven por sí solos.

Atravesó el vestíbulo y entró en la sala de lectura. Había bastante suciedad. A pesar de sus precauciones, era evidente que los murciélagos habían logrado entrar en el edificio, quizá por la ventana rota recientemente. Había también huellas de ratas o algún otro roedor. Pero los excrementos no habían dañado los libros. Pasó el dedo por el lomo de un volumen y lo retiró sucio de polvo. Pero menos quizá de lo que hubiera podido esperarse.

Sí, allí estaban todos aún, más de un millón de libros, casi toda la sabiduría del mundo al abrigo de cuatro paredes. Tuvo una sensación de seguridad y esperanza. Contempló aquel tesoro con ojos de avaro.

Bajó por una escalerita de caracol y fue hacia la sección geográfica, que en sus tiempos de estudiante había sido su refugio preferido. Nada había cambiado. Se sintió allí como en su casa. Buscó en los estantes los libros familiares.

Un tomo voluminoso encuadernado en rojo le llamó la atención. Lo sacó del estante y sopló el polvo del lomo. La obra era
El clima a través de las Edades
, de Brooks. Conocía bien la obra. Lo abrió, encontró la tarjeta y vio que el último lector —un mes antes del Gran Desastre— había sido un tal Isherwood Williams. Tardó algunos segundos en comprender que ese tal Isherwood Williams no era otro que él mismo. Nadie lo había llamado por su nombre completo desde hacía años. Sí, había leído el libro en el último trimestre de sus estudios. Era una buena obra, interesante, pero los trabajos de un alemán, Zeimer quizá, la habían envejecido.

Dejó el martillo para tener las dos manos libres. Luego, de pie junto a una ventana polvorienta que dejaba pasar una vaga claridad, hojeó el libro. En realidad, sus teorías no tenían ningún valor práctico. Aunque lo tirara o lo hiciese pedazos no sería una gran pérdida. Pero lo devolvió respetuosamente a su sitio.

Dio algunos pasos y de pronto sintió que en su mente todo se derrumbaba. ¿Para qué servía al fin aquel millón de volúmenes? ¿Por qué cuidar y preservar los libros? Nadie sabía leerlos. Pasta de madera y negro de humo, no servían para nada si no había una inteligencia capaz de interpretarlos.

Se alejó tristemente y subía ya la escalera de caracol cuando notó que tenía las manos vacías. Había olvidado el martillo. Dio media vuelta, dominado por la angustia, y lo vio en el suelo, en el mismo sitio donde lo había dejado al sacar el libro. Lo recogió, con inmenso alivio, y subió por la escalera.

Salió por la ventana rota y maquinalmente se puso a clavar la tabla. De pronto se detuvo, sintiendo otra vez aquella desolación. ¿Para qué clavar la tabla? De nada serviría. Nadie iría, nunca, a leer allí. Balanceó tontamente el martillo.

Al fin, lentamente, sin entusiasmo, sin esperanza, hundió otra vez los clavos. George haría trabajos de ebanistería hasta el día de su muerte, Ezra ayudaría a sus vecinos, y él, Ish, seguiría pensando ilusionado en los libros y el futuro.

Terminó su trabajo y se fue a sentar en los escalones de piedra. Las malezas asaltaban por todas partes los edificios en ruinas. Recordó un viejo cuadro donde se veía un hombre —¿César? ¿Aníbal?— sentado entre las ruinas de Cartago. Dio un martillazo en el borde de un peldaño, mellando el granito. Era uno de esos actos de vandalismo que lo habían horrorizado siempre. Golpeó con más fuerza. Saltó un trozo de unos cinco centímetros. El peldaño parecía dirigirle un mudo reproche.

Y mientras martillaba, ahora débilmente, el granito, pensó por primera vez en Joey sin sentirse aplastado por la pena. Joey no hubiera podido cambiar el curso de las cosas. No era más que un niño inteligente. El mundo entero se hubiese aliado contra él. Hubiera luchado con todas sus fuerzas hasta caer vencido. Habría sido un hombre desgraciado.

Joey, pensó, era como yo. Siempre inquieto. Nunca feliz.

Alzó el martillo sobre un trocito de granito y rencorosamente lo hizo trizas.

Necesito un poco de descanso, pensó. Es hora de descansar.

Thoreau y Gauguin, conocemos sus nombres. Pero ¿no olvidamos a otros miles? No escribieron libros, ni pintaron cuadros, pero renunciaron también al mundo. ¿Y esos otros, esos millones de otros, que rechazaron, en sus sueños, la civilización?

Hemos escuchado sus palabras, hemos visto sus ojos... «Qué hermoso era el bosque donde acampamos... A veces desearía... pero los negocios... ¿Nunca pensaste, George, en vivir en una isla desierta? Sólo una cabaña en los bosques... sin teléfono... La playa a orillas del mar... Se estaría tan bien... Pero están Maud y los niños.»

¡Qué raro! Después de edificar una magnífica civilización, los hombres sólo habían tenido un deseo: huir de ella.

Los caldeos pretendían que Oanes, el dios-pez, salió de las aguas para enseñar a los hombres las artes y las leyes. Pero ¿era un dios o un demonio?

¿Por qué las viejas leyendas nos hablan siempre de la edad de oro de la simplicidad?

Uno podría creer que esta gran civilización no es realmente la materialización de sueños humanos, sino la obra de una fatalidad misteriosa. Poco a poco, a medida que crecen las ciudades, los hombres se ven obligados a renunciar a una vida libre y feliz; a la fácil recolección de los frutos silvestres siguen los penosos trabajos de la agricultura. Poco a poco las ciudades son más numerosas, y los hombres abandonan la excitación de la caza por los duros afanes de la cría de ganado.

Así el monstruo de Frankenstein impone su tiranía a sus aterrorizados creadores. Y los hombres intentan escapar por mil disimuladas sendas.

¿Cómo renacería, pues, una civilización destruida sin el concurso de misteriosas fatalidades?

De pronto, Ish se sintió muy viejo. No tenía aún cincuenta años y los otros fundadores de la Tribu eran mayores que él. Pero entre él y sus hijos el abismo era muy grande. No era sólo un abismo de años, sino también de modos de pensar y vivir. Nunca había habido distancia semejante entre dos generaciones.

Sentado en los escalones de la biblioteca, mientras reducía a trizas el pedazo de granito, Ish vio ante él la larga perspectiva del futuro. En suma, todo se reducía a la vieja pregunta: ¿el hombre influye sobre el medio, o el medio sobre el hombre? ¿La época napoleónica creó a Napoleón o al contrario? Si Joey hubiese vivido, las confusas circunstancias que habían modelado a Jack, Roger y Ralph lo habrían afectado y él no hubiera podido resistirse. Sí, aunque Joey hubiese vivido nada hubiese podido aminorar el vertiginoso descenso. Y con Joey, a no ser que ocurriera algo imprevisto, había muerto la última esperanza.

¡Los planetas y las estrellas! Bajo los repetidos martillazos, el granito era ahora un polvo fino. ¡Los planetas y las estrellas! No, no creía en la astrología. Y sin embargo, la posición de las estrellas mostraba que el sistema solar cambiaba continuamente, y que la tierra era cada vez menos propicia al hombre. Quizá la astrología era una verdadera ciencia, y los cambios que se producían en el cielo eran el símbolo de los acontecimientos terrestres. ¡Los planetas y las estrellas! ¿Cómo podía modificar el hombre lo que estaba escrito en los cielos?

Sí, el futuro era previsible. La Tribu no resucitaría la civilización. No la necesitaba. Durante algún tiempo continuaría el pillaje. Se abrirían latas de conserva, y se consumirían cartuchos y fósforos. Todos serían felices, pero no habría creadores. Luego, tarde o temprano, la población aumentaría y los víveres empezarían a faltar. No habría hambre, pues el ganado abundaba en los campos. La vida continuaría.

Y de pronto se le ocurrió una nueva idea. Había vacas y toros en los campos, sí, pero ¿qué pasaría cuando se terminaran los cartuchos? ¿Cuando no hubiera fósforos? En realidad, no habría que esperar a que se agotaran las municiones. La pólvora se estropea con el tiempo. Tres o cuatro generaciones más y los hombres serían unas miserables criaturas que habrían perdido los secretos de la civilización, sin haber aprendido aún las técnicas con que los salvajes vencen las dificultades cotidianas. Era posible, y quizá preferible, que después de tres o cuatro generaciones la raza humana se extinguiese, incapaz de pasar de la vida vegetativa y parásita a condiciones más estables que permitiesen un lento progreso.

Golpeó de nuevo con fuerza el borde del escalón. Saltó otro trozo de granito. Ish lo miró tristemente. A pesar de todas sus resoluciones, el pensamiento del futuro seguía atormentándole. Pero ¿cómo saber qué ocurriría después de tres o cuatro generaciones?

Se incorporó y se volvió hacia San Lupo. Estaba más tranquilo ahora.

—Sí —pensó en voz alta—. El zorro pierde el pelo, pero no las mañas, y yo seré siempre un atormentado, aunque haya vivido veintidós años con Em. Olvido el pasado, para ocuparme del futuro. Sí, necesito un poco de descanso. Mis tentativas han fracasado, es cierto. No obstante, sé que empezaré otra vez. Y ahora que mi meta es menos ambiciosa, quizá tenga más éxito.

10

Cuando, después de una larga caminata, llegó a San Lupo, sus vagos proyectos habían tomado forma, pero los pondría en marcha a la mañana siguiente.

A la noche estalló una tormenta, y cuando despertó, unas nubes bajas y grises ocultaban el cielo. Ish se sorprendió. Con los acontecimientos recientes se había olvidado del tiempo. Recordó que el sol se ponía cerca del sur y que, para emplear las palabras de los viejos días, estaban en el mes de noviembre. La lluvia molestaba sus planes, pero no había prisa, y mientras, podía perfeccionarlos.

Desde el día anterior, su pensamiento había cambiado tanto que la ruidosa llegada de los chicos lo sobresaltó. Claro, pensó, vienen a clase.

Bajó las escaleras. Estaban todos allí, excepto Joey y otros dos más pequeños, sentados en sillas o en el suelo. Todos los ojos se alzaron hacia él con una rara curiosidad. Joey se había ido, y quizás Ish cambiara las lecciones. Pero esta curiosidad, Ish no lo ignoraba, era pasajera, y caerían otra vez en aquella apatía que había combatido sin éxito.

Miró todos los rostros, uno a uno. Eran hermosos niños. No había ningún estúpido entre ellos, pero tampoco ninguna mente excepcional. No, no estaba allí el elegido.

Había llegado el momento. Habló sin remordimiento ni pena:

—Se acabaron las clases —anunció.

Los niños lo miraron un momento, consternados, y contentos, aunque no se atrevían a mostrar abiertamente su alegría.

—Se acabaron las clases —repitió Ish, sintiendo que adoptaba involuntariamente un tono dramático—. No habrá más clases... nunca.

Esta vez la consternación no se desvaneció. Los niños se quedaron inquietos, nerviosos. Algunos se levantaron para irse. El fin de las clases les parecía algo grave, aunque no sabían bien por qué.

Al fin salieron lentamente, sin hacer ruido. Pasó un minuto y sólo se oyó el rumor de la lluvia. Luego estalló un griterío; eran niños otra vez. La escuela no había sido más que un breve episodio en sus vidas; la olvidarían pronto, y nunca la echarían de menos. Durante un rato, Ish se sintió muy abatido. ¡Joey, Joey!, pensó. Pero no estaba arrepentido. Era la única solución razonable.

—Se acabaron las clases —murmuró—. Se acabaron las clases.

Y recordó de pronto que en aquella misma sala, hacía muchos años, había visto cómo se apagaban las luces eléctricas.

Siguieron tres días de lluvia. Ish reflexionó y maduró sus planes. Al fin un frío viento del norte barrió el cielo y un sol brillante empezó a secar las hojas húmedas. Había llegado el momento.

Buscó un tiempo en los jardines selváticos. En aquella zona nunca se habían cultivado comercialmente los cítricos. Pero el clima convenía a los limoneros, por lo menos como árboles de adorno. E Ish creía recordar que la madera de limonero era la más apropiada. Podía haber consultado algunos libros, pero había cambiado de modo de pensar. Resolvería él mismo sus problemas.

En lo que había sido en los viejos días un hermoso parque privado encontró un limonero. El árbol vivía aún, aunque ahogado entre dos pinos y dañado por las heladas. Algunos de los retoños habían sobrevivido a los rigores invernales.

Ish se abrió paso entre unos matorrales espinosos, eligió un retoño del grueso de su pulgar, y sacó su cuchillo. La madera era dura como el hueso, pero al fin logró cortarla. El retoño tenía una longitud aproximada de un metro y medio. Había crecido rectamente hasta alcanzar un metro veinte de altura, pero luego se había doblado bajo las ramas de los pinos. Era a la vez fuerte y flexible. Ish lo apoyó contra el suelo, doblándolo, y comprobó que se enderezaba con fuerza.

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