La Tierra permanece (41 page)

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Authors: George R. Stewart

Tags: #ciencia ficción

¿Qué significa esto?, se preguntó Ish. ¿Por qué mi mente está tan despierta? ¿Por la emoción del brusco despertar y la huida de la casa en llamas? Sólo sabía que nunca había pensado tan claramente.

Le asombró la confianza y la serenidad de los jóvenes mientras todo ardía afuera. No sabía cómo explicárselo. Quizá, pensaba, se debía a alguna diferencia entre el presente y los días de la civilización. En los viejos días estos jóvenes hubiesen sido rivales, pues los hombres eran demasiado numerosos. Entonces los seres humanos no prestaban mucha atención al mundo exterior, pues se creían más fuertes que él. Sólo pensaban en vencerse mutuamente, y hasta los hermanos desconfiaban unos de otros. Pero ahora la población era escasa. Estos muchachos ambulaban libremente con el arco en la mano, seguidos por algún perro. Pero de cuando en cuando necesitaban un camarada.

Sin embargo, y a pesar de la claridad de su mente, Ish no estaba seguro de haber descubierto la verdad. Al mediodía, el incendio se había alejado para alimentarse de otras regiones todavía intactas. Ish y los tres muchachos dejaron la caverna y, evitando los sitios aún cubiertos de cenizas ardientes, descendieron la falda de la colina y fueron hacia el sur. Los jóvenes seguían evidentemente un itinerario ya establecido.

Ish no hizo preguntas; debía recurrir a todas sus fuerzas para poder seguirlos. Los muchachos lo esperaban pacientemente, y a menudo Ish se apoyaba en ellos. Cuando caía la tarde, e Ish ya no podía tenerse en pie, levantaron un campamento a orillas de un arroyo. Gracias a los caprichos del viento y la frescura de la vegetación, las llamas habían respetado aquellos sitios.

Por el lecho del arroyo corría un hilo de agua. El ganado y los ciervos habían huido ante el fuego, pero los conejos y las codornices se habían ocultado entre las hojas. Los jóvenes se dispersaron armados de sus arcos y volvieron con varias piezas. Uno de ellos, sin duda por costumbre, se puso a encender un fuego con una barrena de arco; los otros se rieron de él y trajeron algunas brasas del incendio.

La comida le ayudó a Ish a recobrar fuerzas. Miró a su alrededor, vio las ruinas de un gran edificio, y comprendió que habían acampado en el parque universitario. A pesar de su fatiga, se incorporó y distinguió los muros de la biblioteca, a un centenar de metros. El fuego había destruido los árboles de alrededor sin tocar las piedras. Todos los volúmenes, el archivo de la humanidad, estaban aún intactos. ¿Para quién? Ish no intentó responder a la pregunta. Las reglas del juego habían cambiado. ¿Para bien o para mal? No podía decirlo. En todo caso, poco le importaba ahora que la biblioteca se conservara o destruyera. ¿Sabiduría o vejez? ¿O simplemente desesperanza y resignación?

Se despertó varias veces durante la noche, tiritando de frío, y envidió a los jóvenes que dormían profundamente. Sin embargo, logró descansar algunas horas, y como estaba tan fatigado, no tuvo ningún sueño.

3

Despertó al amanecer, bastante débil pero con la mente despejada.

Es raro, pensó. En estos últimos años no entendía muy bien qué pasaba a mi alrededor, cosa común en un viejo. Y desde ayer, veo todo y oigo todo. ¿Qué significa esto?

Miró a los jóvenes, que preparaban el desayuno. El escultor silbaba alegremente la canción que le hablaba a Ish de campanas y felicidad. Y él, Ish, tenía la mente clara, «clara como el tañido de una campana».

Lo oí alguna vez, se dijo ordenando silenciosamente sus pensamientos, según una vieja costumbre que había crecido con los años. Sí, lo oí alguna vez, o más probablemente lo leí en algún libro. La mente de un hombre se aclara poco antes de la muerte. Pues bien, soy muy viejo, y no me quejaré. Si fuese católico, y no hubiesen desaparecido los sacerdotes y las iglesias, me gustaría confesarme.

Sentado a orillas del arroyo, sintiendo aún el olor acre del humo, y con los edificios de la universidad a su espalda, Ish revisó su vida e hizo una lista de sus pecados y virtudes. Antes de despedirse de la vida, aunque todo hubiera cambiado en el mundo, era necesario estar en paz consigo mismo, pensó, y preguntarse si se ha acercado uno a los propios ideales. Cualquier hombre puede juzgarse de este modo, sin necesidad de religión ni sacerdotes.

Al terminar su examen de conciencia, no se sintió perturbado. Había cometido errores, pero siempre había buscado la justicia. Llevado por el Gran Desastre a circunstancias sin precedentes, había dado pruebas de coraje, y su vida, así lo esperaba al menos, no había sido inútil.

En ese momento, uno de los muchachos le trajo un bocado de algo que habían asado al fuego.

—Toma, Ish —dijo el muchacho—, un ala de codorniz, tú bien lo sabes.

Ish le dio las gracias y comió la carne felicitándose de haber conservado los dientes. El humo de la leña había dado a la carne tierna un delicioso sabor.

¿Por qué pensaré que voy a morir?, se preguntó. La vida es hermosa, y soy el último americano.

No se unió a la conversación de los jóvenes y no hizo preguntas sobre los proyectos del día. En realidad se sentía como si ya no perteneciera a esta tierra, a la que sin embargo seguía queriendo.

Después del desayuno, se oyó un grito lejano, y al rato apareció otro personaje. Hubo entonces una larga discusión, que Ish no intentó seguir. Comprendió sin embargo que toda la Tribu se mudaba a una región lacustre que el incendio no había tocado. Era un sitio magnífico, según el recién venido. Los tres compañeros de Ish protestaban, pues no habían sido consultados. Pero el otro explicó que el proyecto, sometido a la asamblea de la Tribu, había sido aprobado por unanimidad. Los tres jóvenes cedieron.

Aquel mismo incidente alegró a Ish. Él había sido el iniciador de las reuniones de la Tribu. Pero recordó entonces a Charlie y sintió pena y remordimiento.

Casi en seguida se prepararon a reiniciar la marcha. Ish estaba tan débil que apenas podía sostenerse en pie. Los jóvenes decidieron que se turnarían y lo llevarían a hombros, y se pusieron en camino. Suprimido el obstáculo de la lentitud de Ish, iban más rápido que el día anterior. Los muchachos bromeaban a propósito del poco peso de Ish, y se preguntaban entre risas por qué los viejos serían tan flacos. Ish se alegraba de no ser una carga excesiva; uno de los muchachos declaró que el martillo pesaba más que Ish.

Quizás el traqueteo afectó a Ish, pues descubrió que las nieblas le invadían otra vez el cerebro. Ni siquiera veía en qué dirección iban. Sólo de cuando en cuando se daba cuenta de algún incidente.

Después de haber marchado largo rato, salieron de la región incendiada y llegaron a una parte de la ciudad que el fuego no había alcanzado. El aire era muy húmedo. Ish tuvo un escalofrío y pensó que el viento había cambiado y estaban ahora cerca del puerto. En aquel barrio había ruinas de fábricas. Ish vio también unas vías de ferrocarril. Las malezas y los árboles lo invadían todo, pero la sequedad de los largos veranos había impedido que la región se convirtiese en una selva, y aquí y allá unos claros con hierbas facilitaban la marcha. Pero más a menudo seguían el asfalto de las calles, roto, agrietado, invadido por el musgo y las plantas salvajes. Aunque en aquel laberinto sólo podían guiarse por la posición del sol, o algún punto lejano.

Al atravesar una espesura, algo atrajo la atención de Ish, que tendió la mano y gritó. Los muchachos se detuvieron riéndose a carcajadas. Uno de ellos fue a buscar lo que había atraído a Ish. Ish se sintió muy contento y todos se rieron de él, alegremente, como de un niño.

Ish no se molestó. Tenía lo que quería. Era una flor escarlata, un geranio que se había adaptado a las nuevas condiciones y crecía como antes. Pero lo que había atraído a Ish era el color del geranio. El rojo casi había desaparecido de la superficie de la tierra. Antes había habido como un llamear de púrpuras y bermellones. Ahora el mundo era una discreta armonía de azules, verdes y castaños.

Pero sacudido por la marcha rápida del muchacho que lo llevaba a hombros, Ish perdió otra vez la conciencia. Cuanto volvió en sí, advirtió que lo habían acostado en la hierba, y había perdido la flor en alguna parte. Los muchachos estaban sentados, descansando. Alzó la cabeza y vio un pilón con unas letras: U.S. CALIFORNIA, y luego unos números, un 4 y un 0. Hacía mucho tiempo que no veía números y tardó en reconocer que aquellos dos se leían «cuarenta».

Entonces esta ruta que apenas puede verse bajo las hierbas y matorrales, pensó, es la vieja ruta 40 que lleva al este. Tenía seis calzadas de ancho. Pronto llegaremos al puente.

La mente se le nubló otra vez, hasta que de nuevo hicieron alto. Pero ahora no descansaron en la hierba. En ese momento lo llevaba Jack, y por encima del hombro del muchacho, Ish vio ante ellos al dueño de la lanza. Los otros dos tenían los arcos en la mano, con una flecha en la cuerda. Los dos perros, agazapados, gruñían sordamente. A cierta distancia, un enorme puma cerraba el camino.

El puma parecía prepararse para saltar. Los hombres y los perros aguardaban. Pasaron así algunos segundos.

De pronto, el que llevaba la lanza habló con una voz baja y serena:

—No nos atacará.

—¿Disparo? —preguntó otro.

—No seas loco —replicó el primero.

Retrocedieron un poco, dando un rodeo por la derecha, reteniendo a los perros, para que no excitaran y alarmaran al puma. La fiera quedó dueña del camino. Ish estaba asombrado. Los jóvenes no parecían tenerle miedo al puma, pero evitaban todo conflicto, y el animal no temía a los hombres. Quizá fuera por la falta de armas de fuego, o bien el puma, poco acostumbrado a ver a aquellos raros bípedos de inofensivo aspecto, no los creía peligrosos. Y, quizá, si los jóvenes no hubieran llevado la carga de un viejo, se habrían mostrado más agresivos.

Ish no pudo dejar de pensar que los hombres habían perdido su vieja arrogancia, y ahora las bestias eran sus iguales. Aquello era una derrota, y sin embargo los jóvenes seguían despreocupadamente su camino, bromeando, como si hubiesen retrocedido para evitar un árbol caído, o una casa en ruinas, y no un puma.

En las cercanías del puente, Ish sintió despertar su interés y lamentó no poder hablarles a los jóvenes de los viejos tiempos y contarles cómo había sido el puente con autos que corrían como trombas hacia arriba y hacia abajo, de modo que ningún peatón podía cruzarlo sin jugarse la vida.

Llegaron a la cabecera del este. Más allá se extendía el puente, herrumbroso, pero intacto. Sin embargo, las calzadas estaban muy estropeadas, el suelo se había hundido en algunos sectores y los pilones no estaban a un mismo nivel.

En medio del puente tuvieron que caminar por una viga. Ish miró hacia abajo, vio cómo rompían las olas y advirtió que la armazón, roída por el agua salada y la herrumbre, podía derrumbarse en cualquier momento.

Éste es el camino que ningún hombre recorre hasta el fin. Éste es el río tan largo que ningún viajero llega por él a la mar. Éste es el sendero infinito que serpentea entre las lomas. Éste es el puente que nadie ha atravesado completamente... Feliz aquel que detrás de la niebla y las nubes bajas ve —o cree ver— la otra orilla.

 

Luego, Ish volvió otra vez al mundo de las tinieblas hasta que advirtió que lo habían sentado sobre una superficie dura y sintió en la nuca el contacto de algo frío. Tenía los pies helados. Alguien le frotaba las manos y él recobraba lentamente el conocimiento.

Estaba sentado sobre la acera, con la cabeza apoyada en la baranda. Lo primero que vio fue el martillo, en el suelo, ante él, con el mango hacia arriba. Dos de los jóvenes le frotaban las manos. Los otros dos miraban, y todos parecían inquietos.

Ish sintió en los pies —y en las piernas, hasta las rodillas— un frío que podía llamarse mortal. Entendió también, pues se le había despejado de nuevo la mente, que aquello no había sido un simple desfallecimiento, propio de la vejez, sino una especie de ataque —apoplejía o síncope cardíaco—, y que los otros tenían miedo.

Jack movió los labios como si hablara y sin embargo no salía ningún sonido. Era incomprensible. Los labios se movieron más y más rápido, como si Jack gritase. De pronto, Ish comprendió que estaba sordo. Esta comprobación le dio más alegría que pena. Desde entonces gozaría de una paz que el hombre normal no puede conocer.

Los otros se pusieron a hablar, es decir a hacer gestos. Trataban desesperadamente de hacerse oír. Ish, perplejo, sacudió la cabeza. Quería explicar que los sonidos no llegaban a él, pero no podía articular una palabra. Se inquietó; en aquella tribu donde nadie sabía leer, era una molestia no poder hablar.

Los jóvenes se habían mostrado respetuosos y amables todo el día. Ahora se impacientaban. Ish adivinaba que le pedían algo y temían que él no lo hiciese. Gesticulaban y señalaban el martillo pero a Ish le pareció inútil tratar de comprender.

Al fin los jóvenes se impacientaron y empezaron a pellizcarlo. Ish era aún sensible al dolor. Gritó, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Se sintió avergonzado de esta debilidad, indigna del último americano.

Es raro, pensó, ser un dios viejo. Te rinden homenaje y te maltratan. En el caso de que no atiendas en seguida sus ruegos, tus adoradores emplean la violencia. No es justo.

Sin embargo, a fuerza de reflexionar y observar la mímica de los jóvenes, Ish comprendió al fin. Deseaban que erigiese a alguien y le diese el martillo. El martillo era suyo desde hacía mucho tiempo, y nadie le había propuesto hasta hoy que lo regalara. Pero poco importaba y además deseaba que dejaran de pellizcarlo. Podía aún mover los brazos y con un ademán indicó que le daba el martillo al joven Jack.

Jack tomó el martillo y lo balanceó en la mano derecha. Los otros tres retrocedieron unos pasos, e Ish sintió una rara piedad por el joven que heredaba su único bien.

Pero por lo menos todos parecían aliviados. El martillo ya tenía heredero, y dejaron de atormentar a Ish.

Ahora podía descansar, pensó Ish; había cumplido su tarea y estaba en paz consigo mismo. Se moría, no podía ignorarlo, allí, en el puente. No sería el primero. Cuántos otros habían muerto allí, víctimas de algún accidente de tránsito. Él hubiese pedido morir, también, en un accidente semejante. Último sobreviviente de la civilización, volvía allí para morir. Eso lo alegraba. Se repetía vagamente una frase inconclusa que había leído en un libro, cuando leía tantos libros: «Los hombres van y vienen...» Pero sin la segunda mitad era trivial, no significaba nada.

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