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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La torre de la golondrina (21 page)

—¿Sabes cómo usar esto?

Ciri apretó los dientes.

—Absórbelo por la nariz. O tómalo con un dedo ensalivado y te lo pones en las encías.

—¡No!

Bonhart ni siquiera volvió la cabeza.

—Lo harás tú sola —dijo en voz baja— o te lo haré yo de tal forma que todos los presentes tendrán un poco de regocijo. No sólo tienes mucosas en la boca y en la nariz, Ratilla. También en algunos otros lugares bastante divertidos. Llamaré a los sirvientes, mandaré que te desnuden y te sujeten y lo usaré en esos lugares divertidos.

La marquesa de Nementh-Uyvar se rió desde la garganta, mientras miraba cómo la mano temblorosa de Ciri se iba hacia el narcótico.

—Lugares divertidos —repitió y se pasó la lengua por los labios—. Una idea curiosa. ¡Merecería la pena probarla algún día! ¡Eh, muchacha, cuidado, no despilfarres ese buen fisstech! ¡Deja un poco para mí!

El narcótico era mucho más fuerte que el que había probado con los Ratas. Nada más ingerirlo, una euforia cegadora embargó a Ciri, los perfiles agudizaron sus contornos, la luz y los colores dañaban los ojos, los olores herían la nariz, los sonidos se hicieron insoportables y todo alrededor se volvió irreal, fugaz como un sueño. Y hubo escaleras, hubo paños de ras y tapices que apestaban a gruesas capas de polvo, hubo la ronca risa de la marquesa de Nementh-Uyvar. Hubo un patio, hubo rápidas gotas de lluvia en el rostro, el tirón del collarín que todavía llevaba al cuello. Un enorme edificio con una torre de madera y un formidable, nauseabundo y ridículo fresco pintado en el frontón. El fresco representaba a un perro que acosaba a un monstruo: no llegaba a ser ni un dragón, ni un grifo ni un viverno. Delante de la entrada al edificio había gente. Uno gritaba y gesticulaba.

—¡Esto es repugnante! ¡Repugnante y pecaminoso, señor Houvenaghel, el usar lo que una vez fuera templo de un santuario para este proceder tan impío, inhumano y asqueroso! ¡Los animales también sienten, señor Houvenaghel! ¡También tienen su dignidad! ¡Es un crimen el azuzar unos contra otros sólo por beneficio propio y placer de la plebe!

—¡Tranquilízate, hombre santo! ¡Y no te metas en mis iniciativas privadas! ¡Y además, hoy no se van a azuzar aquí animales! ¡Ni un solo animal! ¡Nada más que personas!

—Ah. entonces pido perdón.

El interior del edificio estaba a reventar de gente sentada en unas filas de bancos que formaban un anfiteatro. En su centro había un foso cavado en la tierra, un hoyo de un diámetro de unos treinta pies, rodeado de gruesos maderos, limitado por una balaustrada. El hedor y el ruido entontecían. Ciri sintió de nuevo un tirón del collarín, alguien la agarró por las axilas, alguien la empujó. Sin saber cómo se encontró sobre el fondo del foso rodeado de maderos, sobre una arena muy pateada.

En un ruedo.

La primera impresión pasó, ahora el narcótico sólo excitaba y aguzaba sus sentidos. Ciri se cubrió los oídos con las manos, la muchedumbre que llenaba las gradas del anfiteatro aullaba, gritaba, silbaba, el ruido era insoportable. Se dio cuenta de que llevaba en la muñeca y el antebrazo derechos un apretado protector de cuero. No recordaba el momento en que se lo habían atado.

Escuchó una voz aguardentosa y conocida, vio a la delgada marquesa de color pistacho, al capitán nilfgaardiano, al burgomaestre de tonos pastel, a Houvenaghel y a Bonhart, que ocupaban una logia por encima del ruedo. Se apretó otra vez los oídos porque alguien había golpeado de pronto un gong de cobre.

—¡Mirad, buenas gentes! ¡Hoy en la arena no hay un lobo, no hay un goblin ni un endriago! ¡Hoy en la arena está la mortífera Falka de los bandoleros llamados los Ratas! ¡Haced vuestras apuestas en la caja de la entrada! ¡No ahorréis ni un ochavo, buenas gentes! ¡La diversión no la comes ni la bebes, pero si escatimas en ella, no ganas, sino que pierdes!

La multitud aulló y aplaudió. El narcótico funcionaba. Ciri temblaba de euforia, su vista y su oído registraban todo, cada detalle. Escuchó las risotadas de Houvenaghel, la aguardentosa risa de la marquesa, la. voz seria del burgomaestre, el frío bajo de Bonhart, los gritos del sacerdote defensor de los animales, el chillido de las mujeres, el llanto de los niños. Distinguió oscuras manchas de sangre en los maderos que delimitaban la arena, el agujero que se abría en ellos, enrejado, apestoso. Y los rostros brillantes de sudor, con las jetas torcidas como bueyes por encima de la balaustrada.

Una agitación repentina, unas voces alzadas, maldiciones. Gente armada, que empujaba a la multitud, pero atascándose, atorándose contra el muro de la guardia armada de alabardas. A uno de ellos ya lo había visto antes, recordaba la tez morena y el negro bigote que parecía una raya pintada con carbón sobre un labio superior que temblaba con un tic.

—¿Don Windsor Imbra? —la voz de Houvenaghel—. ¿De Geso? ¿El muy noble senescal del barón Casadei? Bienvenido, bienvenido, huésped del extranjero. Ocupad un asiento, el espectáculo va a comenzar. ¡Pero por favor, no olvidéis pagar la entrada!

—¡Yo no estoy aquí para divertirme, señor Houvenaghel! ¡Yo estoy aquí de servicio! ¡Bonhart sabe de qué hablo!

—¿De verdad? ¿Leo? ¿Sabes de qué habla el señor senescal?

—¡Sin bromas! ¡Quince somos! ¡A por Falka vinimos! ¡Dádnosla o algo malo va a pasar!

—No comprendo tu excitación, Imbra. —Houvenaghel frunció las cejas—. Pero te recuerdo que esto no es Geso, ni tierra alguna de los dominios de vuestro barón. ¡Si hacéis ruido o incomodáis, haré que se os eche de aquí por los bigotes!

—No os ofendáis, señor Houvenaghel. —Windsor Imbra se mitigó—. ¡Mas la justicia está de nuestra parte! Bonhart, aquí presente, le prometiera Falka al barón Casadei. Dio su palabra. ¡Que no quiebre ahora la palabra dada!

—¿Leo? —Las mejillas de Houvenaghel temblaron—. ¿Sabes de qué habla?

—Lo sé y le concedo la razón. —Bonhart se alzó, agitó con desgana la mano—. No me opondré ni realizaré sujeción. He aquí a la moza, doquiera todos la ven. Quien sea su voluntad, que la tome.

Windsor Imbra quedó estupefacto, el labio le tembló con fuerza.

—¿Lo qué?

—La muchacha —repitió Bonhart, haciéndole un guiño a Houvenaghel— está para que quien la quiera la coja de la arena. Viva o muerta, según gusto y deseo.

—¿Lo qué?

—¡Voto al diablo, que pierdo poco a poco la paciencia! —Bonhart fingió rabia con éxito—. ¡Y namás que lo qué! ¡Papagayo de mierda! ¿Qué? ¡Pues como quieras! ¡Si es tu voluntad pues envenena con veneno un cacho carne y échaselo a ella, como a los lobos. Mas no sé si ella se lo comería. No tiene aspecto de tonta, ¿no? No, Imbra, quien la quiera coger habrá de fatigarse. Allí, en la arena. ¿Quieres a Falka? ¡Pues cógela!

—La tu Falka ésta me la pasas por las napias cual a un siluro una rana en la pesca —ladró Windsor Imbra—. No me fío de ti. Mi nariz güele que en esta presa hay un gancho de yerro escondido.

—Mis enhorabuenas para la nariz que huele el yerro. —Bonhart se levantó, sacó de bajo el banco la espada que había conseguido en Fano, la extrajo de la vaina y la arrojó al ruedo, con tanta habilidad que la hoja se clavó perpendicularmente en la arena dos pasos delante de Ciri—. Ah, y mirad, hay yerro. A la vista, no está nada escondido. Porque yo no defiendo a esta moza, quien la quiera que la coja. Si es capaz de cogerla.

La marquesa de Nementh-Uyvar se rió nerviosamente.

—¡Si es capaz de cogerla! —repitió con su contralto aguardentoso—. Porque ahora el cuerpecillo tiene espada. Bravo, noble Bonhart. Una vergüenza me parecía el dar el cuerpecillo desarmado a las mandíbulas de estos patanes.

—Señor Houvenaghel. —Windsor Imbra se puso de lado, sin dignar ni una mirada a la escuálida aristócrata—. Bajo los auspicios vuestros celébrase este belén, este circo de pulgas vuestro. Contadme sólo algo: ¿en acordamiento a qué regulas y legislados hemos de actuar aquí? ¿Las vuestras o acaso las de Bonhart?

—Según las del teatro —se carcajeó Houvenaghel, agitando la tripa y las mejillas de bulldog—. ¡Porque aunque es verdad que el teatro es mío, al fin y al cabo el cliente es nuestro amo, él paga, él exige! Es el cliente el que pone las reglas. Nosotros los mercaderes, por nuestra parte, hemos de actuar siguiendo esta regla: hay que darle al cliente lo que el cliente desea.

—¿Cliente? ¿Queréis decir la gente? —Windsor Imbra abarcó en un amplio gesto los bancos repletos—. ¿Esta toda gente acudieron acá y pagaron para divertirse con este divertimiento?

—El negocio es el negocio —respondió Houvenaghel—. Si hay demanda de algo, ¿por qué no se lo va a vender? ¿Paga la gente por las peleas de lobos? ¿Por las peleas de endriagos y aardvarkos? ¿Por azuzar los perros a un tejón en barril o a una viverna? ¿Por qué te asombras tanto, Imbra? A las personas los juegos y el circo les son tan necesarios como el pan, puf, más que el pan. Muchos de los que están aquí se lo han quitado de la boca. Y mira cómo les brillan los ojos. Se mueren de impaciencia por que empiece el circo.

—Mas en el circo —añadió Bonhart, con una sonrisa venenosa— se han de guardar aunque sólo sea apariencias de deporte. El tejón, antes de que lo saquen los canes del barril, puede morder con los dientes, así es más deportivo. Y la muchacha tiene una tizona. Así que aquí también será deportivo. ¿Qué, buenas gentes? ¿Tengo razón?

Las buenas gentes, incoherentemente pero en ruidoso y regocijado coro, confirmaron que Bonhart tenía razón en toda su extensión.

—El barón Casadei —dijo despacio Windsor Imbra— no vendrá contento, señor Houvenaghel, os digo, no vendrá contento. No sé si os merece la pena entrar con él en desavenencias.

—El negocio es el negocio —repitió Houvenaghel y agitó las mejillas—. El barón Casadei lo sabe bien, sus buenos dineros tomó prestados de mí y a bajo interés, y cuando venga para tomar prestado otra vez entonces arreglaremos nuestras desavenencias de algún modo. Pero no se me va a entrometer a mí ningún señor barón extranjero en mi iniciativa privada e individual. Aquí hay ya apuestas, y la gente ha pagado por la entrada. En esta arena, ahí, en el ruedo, tiene que correr la sangre.

—¿Tiene? —se enfadó Windsor Imbra—. ¡Y una mierda! ¡Ah, me quemo por mostraros que no tiene que correr! ¡Que yo me voy de aquí y me largo, y sin rodearme patrás! ¡Y entonces que corra la vuestra sangre! ¡Me repugna el mero pensamiento de darle regocijo a esta turba!

—Que se vaya. —De la multitud salió de pronto un tipo cubierto de pelo hasta los ojos y vestido con un jubón de piel de caballo—. Que se vaya si ha repugnancia. A mí no me repugna. Dijeron que a quien apiole a la Ratilla le darán una recompensa. Yo me presento y me echo al ruedo.

—¡Qué cojones! —gritó de improviso uno de los de Imbra, un hombre bajo pero fibroso y de poderosa constitución. Tenía los cabellos abundantes, desgreñados y enmarañados—. ¡Nosaltres fuimos los primes! ¿No es verdá, compadres?

—¡Claro, por mi fe! —le apoyó un segundo, delgado, con una perilla puntiaguda—. ¡Sernos los primeros! ¡Y tú no te nos pongas con esos honores, Windsor! ¿Y qué que la peña nos mire? Falka está en el ruedo, basta echar la mano y agarrarla. ¡Y si a los patanes se les saltan los ojos, nos importa un güevo!

—¡Y amas hasta pué que nos quedemos con carne en las uñas! —relinchó un tercero, vestido con un dublete de vivo color amaranto—. Si hay deporte, pues deporte, ¿no, don Houvenaghel? ¡Y si hay circo, pues circo! ¿No se ha hablao aquí de una recompensa?

Houvenaghel adoptó una amplia sonrisa y asintió con un movimiento de cabeza, agitando orgullosa y majestuosamente sus enormes mejillas.

—¿Y cómo andan las apuestas? —se interesó el de la perilla.

—¡De momento —sonrió el mercader— todavía no se apuesta al resultado de la lucha! De momento se está tres a uno a que ninguno de vosotros se atreve a meterse en el cerco.

—¡Puuuf! —gritó Piel de Caballo—. ¡Yo me atrevo! ¡Yo estoy listo!

—¡Que te quite te dicho! —aulló Malospelos—. Nosaltres fuimos los primes y la primocía es nostra. Va, ¿a qué esperamos?

—¿Y en cuántos poemos ir palla, a la plaza? —Amaranto se apretó el cinturón—. ¿Poemos nomás que uno en uno?

—¡Ah, hijos de la gran puta! —gritó de pronto y en modo por completo inesperado el burgomaestre de tonos pastel, con una voz de toro que no pegaba para nada con su apostura—. ¿Y por qué no vais de diez en diez contra una sola? ¿Y por qué no a caballo? ¿O en cuadrigas? ¿O he de prestaros una catapulta del arsenal de modo que arrojarais a la moza rocas desde lejos? ¿Qué?

—Vale, vale —le interrumpió Bonhart, consultando algo rápido con Houvenaghel—. Que sea deportivo entonces, mas y regocijo algo también haya. Se puede de dos en dos. En pares, se entiende.

—¡Mas la recompensa —advirtió Houvenaghel— no será doble! ¡Si en par, entonces habrá que repartírsela!

—¿Qué par ni qué cojones? ¿Qué dos en dos? —Malospelos, con un brusco movimiento, se quitó la capa de los hombros—. ¿No sos come la vergüenza, compadres? ¡Mas si es sólo una mozuela! ¡Puf! ¡Parta! Yo mesmo voy y me la apalanco. ¡Valiente poblema!

—¡Yo quiero tener a Falka viva! —protestó Windsor Imbra—. ¡Me caguen vuestros duelos y desafíos! ¡Yo no voy a entrar al circo ése de Bonhart, yo quiero a la muchacha! ¡Viva! Iréis los dos, tú y Stavro. Y me la sacáis de ahí.

—Para mí —repitió Stavro, el de la perilla— es un desprecio el ir los dos a por esa escuchimizá.

—El barón te endulzará el desprecio con florines. ¡Pero sólo si está viva!

—Como es sabido, el barón es un agarrado —risoteó Houvenaghel, agitando tripa y mejillas de bulldog—. Y no tiene ni pizca de espíritu deportivo. ¡Ni voluntad para jugar a otro juego! Yo, por mi parte, apoyo el deporte. Así que aumento la presente recompensa. Quien por sí solo se eche al ruedo y solo, con sus propios pies, vaya a por ella, con estas mismas manos de este mismo monedero le pagaré no veinte, sino treinta florines.

—¡Entonces a qué esperamos! —gritó Stavro—. ¡Yo voy primero!

—¡Quedito, quedo! —gritó de nuevo el pequeño burgomaestre—. ¡La moza no más tiene lino finito en los lomos! ¡Así que quítate tú también, soldado, los ropajones! ¡Esto es deporte!

—¡Así sus pilléis una tiña! —Stavro se quitó el caftán ensartado de hierro, dejando al desnudo un pecho y unos brazos delgados y peludos como un zambo—. ¡Sus pilléis una tina vos y vuestro deporte de mierda! ¡Así voy, en pelotas! ¿O qué? ¿Me quito los pantaladrones también?

—¡Y hasta los calzoncillos! —habló con sensual voz ronca la marquesa de Nementh-Uyvar—. ¡Lo mismo resulta que de macho sólo tienes la cháchara!

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