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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La torre de la golondrina (17 page)

»Hoy mismo algunos de vosotros recibiréis vuestra tarea y mañana al alba os iréis para realizarla. Al territorio de Ebbing. Os recuerdo que Ebbing es un reino autónomo y formalmente no tenemos jurisdicción alguna allí, así que actuad razonable y discretamente. Estáis al servicio del emperador, pero os prohibo alardear de ello, chulear y tratar con arrogancia a los representantes locales de la autoridad. Ordeno que os comportéis de modo que no llaméis la atención de nadie. ¿Está claro?

—¡Sí, señor coronel!

—Aquí, en Rocayne, sois invitados y tenéis que comportaros como invitados. Os prohibo salir de los cuarteles asignados sin necesidad. Os prohibo el contacto con la tropa del fuerte. Al fin y al cabo, ya inventarán algo los oficiales para que no os muráis de aburrimiento. Señor Harshim, señor Brigden, ¡acuartelad el destacamento!

—Al punto que acerté a bajarme de la jaca, noble tribunal, y Dacre que me agarra de las mangas. El señor Skellen, chirló, quiere conversar contigo, Kenna. Y qué le íbamos a hacer. Pues vamos. Antillo está a la mesa, los pies encima, se arrasca con el guincho las cañas de las botas. Y ni corto ni pezeroso, va y me pregunta si yo sea la Joanna Selborne liada en la desaparición del barco
Estrella del Sur.
Y yo a esto, que no se me pudo probar na. Y él que se ríe: «Me gustan aquéllos a los que no se les puede probar nada», dice. Luego preguntó si el talento de pe-pe-es, o sea la sentición, lo tengo de nacimiento. Cuando lo confirmé, se ensombreció y soltó: «Pensaba que ese tu talento me iba a ser de utilidad con los hechiceros, mas primero habrá de servirme para otro personaje, no menos enigmático».

—¿Está segura la testigo de que el coronel Skellen utilizó precisamente esas palabras?

—Segura. Soy una sentidora.

—Continúe.

—Entonces nos interrumpió la conversación un mensajero, polvoriento, se veía que no le había ahorrado na al caballo. Nuevas tenía urgentes para Antillo, y Dacre Silifant, cuando salimos del cuartel, habló que se golía que este mensajero y sus nuevas nos iban a subir a las sillas antes de la retreta. Y razón había, noble tribunal. Antes que nadie pensara en la colación ya estaba la mitad de la cuadrilla a caballo. A mí se me cuadró, cogieron a Til Echrade, el elfo. Me regocijé de ello, pues en aquellos días de camino se me había escoció el culo que te pasas... Y cabalmente y para colmo de males me había venido la regla...

—Absténgase la testigo de descripciones pintorescas de las propias funciones corporales. Y aténgase al tema. ¿Cuándo se enteró la testigo de quién era el tal «personaje enigmático» del que habló el coronel Skellen?

—Agora lo diré, ¡mas dejad que haya algún orden pues todo se lía tal que no hay quien lo deslíe! Los que entonces, antes de la cena, amontaron tan apriesa a los caballos, galoparon de Rocayne hasta Malhoun. Y trajeron de allá no sé qué pipiolo...

Nycklar estaba enfadado consigo mismo. Tanto, que le daban ganas de llorar.

¡Si hubiera recordado las advertencias que le impartieran personas de buen juicio! ¡Si hubiera recordado los proverbios o siquiera aquel cuenteci11o de la corneja que no sabía tener el pico cerrado! ¡Si hubiera arreglado sus asuntos y vuelto a casa, a Los Celos! ¡Pero no! Excitado por la aventura, orgulloso por poseer un caballo de silla, sintiendo en la talega el agradable peso de las monedas, Nycklar no evitó hacer alardes. En vez de volver desde Claremont directamente hasta Los Celos, se fue a Malhoun, donde tenía numerosos conocidos, entre ellos unas cuantas mozas a las que les hacía la corte. En Malhoun anduvo haciendo pompa como un pavo, alborotó, bollició, trotó con el caballo por la plaza, hizo cola en la taberna, arrojando el dinero al mostrador con gesto, si no de príncipe de pura sangre, al menos de conde.

Y contó cosas.

Contó lo que había pasado cuatro días antes en Los Celos. Contó, cambiando su versión una y otra vez, añadiendo, fabulando, mintiendo en definitiva a todas luces, lo que en absoluto molestaba a los oyentes. Los parroquianos de la taberna, locales y forasteros, escuchaban con gusto. Y Nycklar contaba fingiendo estar bien informado. Y cada vez más a menudo iba poniendo a su propia persona en el centro de los hechos imaginados.

Ya la tercera tarde su lengua le trajo problemas.

Al ver a los individuos que entraron a la taberna cayó un silencio de tumba. En aquel silencio, el tintineo de las espuelas, el entrechocar de los avíos metálicos, el chirrido de las armas resonaron como una campana de mal agüero que anunciaba la desgracia desde la torre del campanario.

A Nycklar no le dieron ni siquiera la oportunidad de jugar a los héroes. Le agarraron y sacaron de la taberna tan rápido que no acertó a tocar el suelo con sus tacones ni tres veces. Los conocidos que todavía el día anterior, mientras bebían a su costa, habían jurado amistad eterna, ahora metían la cabeza bajo las mesas en silencio como si allí, debajo, sucedieran no sé qué milagros o bailaran mujeres desnudas. Incluso el ayudante del sheriff, que estaba presente, se dio la vuelta, miró a la pared y no pió ni palabra.

Nycklar tampoco pió ni palabra, no preguntó quién, qué ni por qué. El miedo le había cambiado la lengua por una estaca seca y tiesa.

Lo subieron al caballo, le ordenaron ponerse en marcha. Unas horas. Luego hubo un fuerte con empalizada y torre. Un patio lleno de soldadesca arrogante, ruidosa y breada de armas. Y una caseta. En la caseta, tres personas. El jefe y dos subjefes, se veía enseguida. El jefe, no muy grande, moreno, ricamente vestido, se mantenía estático al hablar, y era sorprendentemente amable. A Nycklar hasta se le abrió la boca cuando escuchó que se disculpaba por los problemas e incomodidades causados y le aseguraba que no le iba a pasar nada. Pero no se dejó engañar. Aquellas gentes le recordaban demasiado a Bonhart.

La asociación de ideas resultó muy acertada. Precisamente les interesaba Bonhart. Nycklar podía habérselo esperado. Pues su propia lengua le había metido en aquellas tarapatas.

Al requerirle, comenzó a contarlo. Le advirtieron que dijera la verdad, que no lo coloreara. Le advirtieron con cortesía, pero con sequedad y vigor. Y el que se lo advirtió, el ricamente vestido, estaba jugueteando todo el tiempo con un puñal agudo, y tenía los ojos tétricos y malvados.

Nycklar, hijo del enterrador de Los Celos, contó la verdad. Toda la verdad y nada más que la verdad. Contó cómo el día nueve de septiembre, en el pueblo de Los Celos, Bonhart, cazador de recompensas, les sacó las tripas a la banda de los Ratas, perdonándole la vida sólo a una de las bandoleras, la más joven, a la que llamaban Falka. Contó cómo toda la villa acudió apresurada para contemplar cómo Bonhart iba a destriparla y castigarla, pero se les chafó la fiesta a las gentes del pueblo, pues Bonhart, qué extraño, no la mató y ni siquiera la torturó. No le hizo más de lo que todo varón común y corriente le hace a su parienta el sábado por la noche al volver de la taberna, la pateó, la atizó algunas veces en los morros, y nada más.

El hombre ricamente vestido que jugaba con el puñal guardaba silencio, y Nycklar contó cómo después Bonhart, ante los ojos de Falka, les cortó la cabeza a los Ratas muertos y cómo arrancó de aquellas cabezas, igual que si fueran las guindas de una tarta, los pendientes de piedras preciosas. Y cómo Falka, al ver esto, gritó y vomitó sujeta como estaba al atadero de caballos.

Contó cómo luego Bonhart le echó un collar al cuello a Falka, como a una perra, y cómo la arrastró de ese collar hasta la posada de La Cabeza de la Quimera. Y luego...

—Y luego —dijo el mozo, lamiéndose los labios cada dos por tres—, su merced el señor Bonhart cerveza pidiera, pues sudaba como un cocho y tenía la garganta seca. Y luego se puso a bramar que tenía el capricho de regalarle a alguien un buen caballo y cinco buenos florines, contantes y sonantes. Talmente así habló, con estas mismas palabras. Yo me ofrecí al punto, sin esperar que alguno se me aventajara, ya que mucho quería haber caballo y algunos duros propios. Padre no suelta nada, se bebe todo lo que se embolsa con los ataúles. Así que me presento y pregunto que qué caballo sea ése, seguro que alguno de los Ratas, ¿me lo da vuecencia? Y su señoría don Bonhart me miró hasta que me se pasaron los temblequeos y va y habla que darme puede a lo más una pata en el culo, pues para otras cosas hay que batirse el cobre. ¿Qué había que hacer? La yeguada al pie de la cerca, pues los caballos de los Ratas estaban en el atadero, eran como en el dicho, ciertamente, en particular la mora de Falka, jaca de rara fermosura. Pos eso, que me genuflexiono y pregunto qué sea lo que haya de hacer pa ganárselo. Y el don Bonhart, que ir hasta Claremont, pasando de camino por Fano. En el caballo que yo mismo tríe. Se ve que vio cómo se me iba el ojo a la yegua mora aquélla, mas justo aquélla me prohibió tomar. Pos entonces me trié una jaca castaña con calva blanca...

—Menos sobre máscaras de caballos —le advirtió Stefan Skellen con sequedad— y más sobre los hechos. Habla, ¿qué te encargó Bonhart?

—Su merced el señor Bonhart escribió un escrito, mandó esconderlo bien. Ordenó ir a Fano y a Claremont, y dar en mano a las personas señaladas los escritos.

—¿Unas cartas? ¿Y qué había en ellas?

—¿Y cómo habré de saberlo, poderoso caballero? En leer no soy muy presto y a más las cartas iban selladas con el sello del señor Bonhart.

—Pero, ¿te acuerdas de a quién iban dirigidas?

—Y cómo que me acuerdo. Cien veces me hiciera repetir el señor Bonhart para que no me olvidara. Llegué sin yerros a donde tenía, a quien hacía falta le di el escrito en sus propias manos. Aquél me ensalzara que pa qué y el noble señor mercader hasta un denario me diera.

—¿A quién le entregaste las cartas? ¡Habla claro!

—El escrito primero era para el maestro Esterhazy, espadero y armero de Fano. El segundo al noble Houvenaghel, mercader de Claremont.

—¿Abrieron las cartas delante de ti? ¿No dijo alguno nada mientras la leía? Aguza tu memoria, rapaz.

—No me se acuerdo. No lo advertí entonces y como que ahora la memoria no quiere...

—Mun, Ola. —Skellen hizo una seña a sus ayudantes, sin alzar la voz para nada—. Llevad al granuja al patio, bajadle los pantalones y contad hasta treinta palos con el guincho.

—¡Me acuerdo! —gritó el muchacho—. ¡Ahora me acuerdo!

—No hay nada mejor para la memoria —Antillo mostró los dientes— que nueces con miel o guincho en el culo. Suéltalo.

—Al punto que el señor mercader Houvenaghel leyera el escrito en Claremont, allá había otra señoría, canijo él, casi un enano. El señor Houvenaghel platicaba con él... Le dijo que mismamente le escribían allí que en breve puede haber en el cerco tal lid como el mundo no había visto. Así dijo.

—¿No te lo inventas?

—¡Lo juro por la tumba de mi madre! ¡No mandéis zurrarme, poderoso caballero! ¡Piedad!

—¡Va, va, álzate
,
no me lamas las botas! Ten un denario.

—Mil veces gracias... Piadoso...

—Te dije que no me lamieras las botas. Ola, Mun, ¿vosotros entendéis algo de esto? Qué tendrá que ver un cercó con una lid...

—No cerco —dijo de pronto Bóreas Mun—. No cerco sino circo.

—¡Cierto! —gritó el muchacho—. ¡Así habló! ¡Como si allá hubierais estado, poderoso caballero!

—¡Circo y lid! —Ola Harsheim golpeó un puño contra el otro—. Una clave acordada, más no muy bien pensada. La lid es una advertencia ante una persecución o una batida. ¡Bonhart les avisó para que se esfumaran! Pero, ¿de quién? ¿De nosotros?

—Quién sabe —dijo Antillo pensativo—. Quién sabe. Habrá que mandar gente a Claremont... Y a Fano también. Te ocuparás de ello, Ola, les darás su tarea a los grupos... Escucha, mozo...

—¡A la orden, poderoso caballero!

—Cuando te fuiste de Los Celos con las cartas de Bonhart, ¿entiendo que él seguía allá? ¿Y se disponía a echarse al camino? ¿Iba con prisas? ¿Dijo adonde se dirigía?

—No lo dijo. Y no había modo en prepararse al camino. Los ropajes tenía arregados con sangre que pa qué, mandó se los jabonaran y baldearan, y entonces todo en camisa y calzones andaba, mas con la espada al cinto. Anque más bien pienso que prisas tenía. Pues ciertamente había apipiolado a los Ratas y los había cortado la testa por la recompensa, tendría que haber gana de irse y apelarla. ¿Y no prendió a la tal Falka pa llevársela vivita y coleando a quien fuera? Tal es su profesión, ¿no?

—Esa Falka... ¿la viste bien? ¿De qué te ríes, idiota?

—¡Ay, poderoso caballero! ¿Que si la vi? ¡Y cómo! ¡Con detalles!

—Desnúdate —repitió Bonhart, y en su voz había algo que hizo que Ciri se encogiera inconscientemente. Pero enseguida estalló su rebeldía.

—¡No!

No vio el puño, ni siquiera lo captó con el rabillo del ojo. Un relámpago en los ojos, la tierra se balanceó, huyó bajo sus pies y cayó de pronto dolorosamente de costado. La mejilla y la oreja le ardían como el fuego. Comprendió que le había golpeado no con el puño cerrado sino con la parte superior de la mano abierta.

Estaba de pie ante ella, se acercó al rostro el puño cerrado. Ella vio un pesado sello en forma de cabeza de muerto que un momento antes se le había clavado en la cara como un avispón.

—Me debes un diente de delante —dijo, gélido—. Por eso la próxima vez, cuando oiga la palabra «no», te romperé dos de una sentada. Desnúdate.

Se levantó titubeando, con manos temblorosas comenzó a desabrocharse los botones y las hebillas. Los aldeanos presentes en la taberna de La Cabeza de la Quimera palidecieron, tosieron, los ojos se les salían de las órbitas. La dueña de la posada, la viuda Goulue, se agachó bajo el mostrador, fingiendo que buscaba algo allí.

—Quítate todo. Hasta el último trapo.

No están aquí, pensó, mientras se desnudaba y miraba embotada al suelo. No hay nadie aquí. Y yo tampoco estoy aquí.

—Abre las piernas.

Yo no estoy aquí. Lo que ahora va a pasar no me concierne a mí. En absoluto. Ni un poquito.

Bonhart sonrió.

—Me da a mí que tú te las tienes muy creídas. He de aguarte tus entelequias. Te desnudo, idiota, para comprobar que no tengas sobre ti sellos mágicos, sorces o amuletos. No para alegrarme la vista con tus carnes dignas de lástima. No te imagines el diablo sabe el qué. Estás seca y plana como una tabla, y para colmo de males fea como treinta y siete desgracias. Créeme, que anque me corriera prisa preferiría joderme a un pavo.

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