La torre de la golondrina (12 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La molesta intemperie y la obligada inactividad nos pusieron de mal humor y despertaron diversos malos pensamientos. Sobre todo al brujo. Geralt ya antes solía computar los días que le separaban de Ciri y cada día que no estaba en el camino lo alejaba de ella — en su opinión —cada vez más. Ahora, entre las mimbreras húmedas, entre el frío y la lluvia, el brujo se volvía de minuto a minuto cada vez más sombrío y hosco. Advertí también que cojeaba mucho, y cuando pensaba que nadie le veía ni le escuchaba, blasfemaba y mascullaba de dolor. Has de saber, amable lector, que a Geralt le habían quebrado los huesos durante la sedición de los hechiceros en la isla de Thanedd. Las fracturas se unieron y curaron gracias a los mágicos esfuerzos de las dríadas del bosque de Brokilón, pero por lo visto no habían dejado de martirizarlo. Así que el brujo sufría, como se dice, tanto de dolores del cuerpo como del espíritu, y andaba tan furibundo por ello que hasta echaba chispas.

Y otra vez comenzaron a perseguirlo los sueños. El nueve de septiembre, temprano, porque se durmió en la guardia, nos asustó a todos despertándose con un grito y sacando la espada. Tenía todo el aspecto de estar amok, pero por suerte se le pasó al instante.

Se apartó de nuestra vista, pero al cabo volvió con gesto sombrío y anunció ni más ni menos que a efectos inmediatos disolvía la cuadrilla y continuaría a solas el resto del camino, puesto que no sé dónde pasaban no sé qué cosas espantosas, que el tiempo apremiaba, que el asunto se estaba poniendo peligroso y que él no quería exponer a nadie ni asumir ninguna responsabilidad. Departía y razonaba deforma tan aburrida y con tan poco convencimiento que nadie quiso discutir con él. Hasta el vampiro, a menudo tan elocuente, le obsequió con un encogimiento de hombros, Milva con un escupitajo, Cahir recordándole con sequedad que respondía de sí mismo y que, en lo tocante al riesgo, no llevaba la espada para que le pesara en el cinto. Sin embargo, luego todos se sumieron en el silencio y clavaron significativamente los ojos en el que esto escribe a todas luces esperando que usara de la ocasión para volver a casa. No he de añadir, sin embargo, que esperaron en vano.

De todos modos el suceso nos inclinó a romper el marasmo y nos impulsó a un paso atrevido: a cruzar el Yaruga. Reconozco que la empresa me desasosegaba; el plan apostaba por un cruce nocturno de la corriente, por citar a Milva y Cahir, «agarrados a la cola de los caballos». Incluso si esto no era más que una metáfora — y sospecho que lo era —no me imaginaba a mí mismo en el trance de vadear el río en tal forma ni tampoco a mi corcel, Pegaso, en cuya cola había de confiar. Nadar, hablando comedidamente, no era ni es mi mayor talento. Si la Madre Naturaleza hubiera querido que nadara, en el acto de la creación y durante el proceso de la evolución no hubiera olvidado dotarme de membranas entre los dedos. Y lo mismo en lo que se refiere a Pegaso.

Mi desasosiego resultó en vano, por lo menos en lo tocante a nadar detrás de una cola de caballo. Cruzamos el río de otro modo. Quién sabe si todavía no más loco.

De forma bastante descarada, por el reconstruido puente del Embarcadero Rojo, ante las mismas narices de las patrullas de guardia nilfgaardianas. La empresa, como se vio, sólo en apariencia olía a loco albur y azaroso riesgo; en la realidad fue como una seda. Tras el paso del puente de las unidades regulares en ésta y la otra dirección, cruzaba un transporte tras otro, un vehículo tras otro, un rebaño tras otro, muy diversas muchedumbres, entre ellas también distintos civiles, entre los que nuestra cuadrilla ni en un pelo se diferenciaba ni saltaba a la vista deforma alguna. Así, el día décimo del mes de septiembre atravesamos todos a la orilla izquierda del Yaruga, con un solo grito de los centinelas a los cuales Cahir, frunciendo las cejas con señorío, les ladró algo acerca de la guardia imperial, apuntalando sus palabras con la clásica y siempre eficaz expresión castrense de mecagüen tu puta madre. Antes de que nadie tuviera tiempo de interesarse por nosotros, estábamos ya en la orilla izquierda del Yaruga, en lo profundo de los bosques trasrrieros, dado que pasaba por allí tan sólo un camino real que conducía hacia el sur, y a nosotros no nos ajustaba ni la dirección ni la abundancia de nilfgaardianos que deambulaban por él.

En el primer vivaque que hicimos en los bosques de Tras Ríos, a mí también me asaltó por la noche un sueño extraño, aunque a diferencia de Geralt no soñé con Ciri sino con la hechicera Yennefer. Yennefer, como de costumbre vestida de blanco y negro, se alzaba en el aire por encima de un sombrío castillo montañés mientras que abajo otras hechiceras la amenazaban con los puños y le lanzaban improperios. Yennefer agitó las largas mangas de su vestido y voló como un albatros negro sobre un mar infinito hacia un sol naciente. Desde aquel momento el sueño se convirtió en una pesadilla. Al despertarme, los detalles se habían borrado de mi memoria, quedaron solamente unas imágenes difusas, con poco sentido, pero todas era imágenes monstruosas: tortura, grito, miedo, muerte... En una palabra: el horror.

No me jacté ante Geralt de este sueño. No dije ni mu. Y como luego resultó, con razón.

—¡Yennefer se esfumó! Yennefer de Vengerberg. ¡Y famosa que era la hechicera! ¡Que no vea la mañana si miento!

Triss Merigold tembló, se volvió, intentando atravesar con la mirada la masa de gente y el humo gris que llenaba la sala principal de la taberna. Por fin se levantó de la mesa, dejando a un lado con algo de tristeza el filete de lenguado con mantequilla de boquerones, la especialidad local y una verdadera delicatessen. Al fin y al cabo no vagabundeaba por las tabernas y colmados de Bremervoord para comer delicatessen, sino para conseguir información. Aparte de ello tenía que cuidar su línea.

El grupillo de gente en el que le tocó meterse era ya denso y consistente. Los habitantes de Bremervoord gustaban de las narraciones y no dejaban pasar ocasión alguna de escuchar una nueva. Y los numerosos marineros que andaban por allí nunca decepcionaban a nadie, siempre contaban con un repertorio nuevo y reciente de fábulas y chilindrinas. Por supuesto, en la mayor parte de los casos, mentiras, pero esto no tenía la menor importancia. Una narración es una narración. Tiene sus leyes.

La que estaba precisamente entonces hablando, y que había mencionado a Yennefer, era una pescadora de las islas Skellige, corpulenta, ancha de espalda, de pelo corto, vestida como sus cuatro camaradas con un chaleco hecho de piel de narval pulida hasta hacerla brillar.

—Fue el decimonoveno día del mes de agosto, a la mañana, tras la segunda noche de luna llena —continuó la isleña su narración al tiempo que se llevaba una jarra de cerveza a los labios. Su mano, como advirtió Triss, era del color de un ladrillo viejo, y su brazo desnudo, de músculos muy ceñidos, era de por lo menos unas veinte pulgadas de diámetro. Triss tenía veintidós pulgadas en el talle.

—Muy tempranito —siguió la pescadora, pasando sus ojos por los rostros del público— salió al mar nuestra barcaza, al sund entre An Skellig y Spikeroog, en el criadero de ostras ande solemos poner las redes para el salmón. Prisas habíamos, y muchas, que apuntaba tormenta, el cielo volvíase negro por poniente. Había de sacarse el salmón de las redes pues si no, como sabéis, cuando se puede de nuevo uno echar al mar tras la tormenta, en las redes no quedan más que testas podrías, recomías, toda la pesca vase al garete.

El público, casi todos habitantes de Bremervoord y Cidaris, que en su mayoría se sustentaban del mar y de él dependían, asintieron y murmuraron con aprobación. Triss por lo general sólo veía los salmones en forma de lonchas de color rosa, pero también asintió y murmuró porque no quería hacerse notar. Estaba allí en misión secreta.

—Navegábamos... —siguió la pescadora, terminando su jarra y dando señas de que cualquiera de los que escuchaba podía invitarla a otra—. Navegábamos y recogíamos las redes hasta que de pronto va Gudrun, la hija de Sturli, y échase a gritar a pleno pulmón. ¡Y señala con el dedo por la proa! Miramos, y hete aquí que algo vuela por el aire, ¡y no es un pájaro! El corazón me se quedó parao al punto, pos pensé que un viverno o un grifo chico, que a veces vuelan hasta Spikeroog, bien es cierto que prencipalmente en invierno, máxime cuando sopla el viento de poniente. ¡Mas tratábase de algo negro: chuff y al agua! Y de la ola: ¡a tomar por culo! Derechito a nuestra red. Se enreda en la red y sarrevuelve en el agua como una foca, y al punto nosotras a una, las que éramos, y éramos ocho mozas, hale, a tirar y sube que te sube aquello a la cubierta. ¡Y entonces sí que la boca se nos quedó de par en par! ¡Pos resultó ser una hembra! Con un vestido negro y negra ella como ala de cuervo. Enreda en la red, entre dos salmones, de los cuales uno, que me muera si miento, ¡tenía cuarenta y dos libras y media!

La pescadora de Skellige sopló la espuma de la cerveza y dio un gran trago. Ninguno de los oyentes hizo comentario alguno ni mostró su incredulidad, aunque ni los más ancianos recordaban que alguien hubiera pescado jamás un salmón de tan imponente tamaño.

—La morena de la red —continuó la isleña— tose, escupe agua marina y se limpia, y Gudrun, nerviosa, que anda en estado de buena esperanza, va y grita: «¡Kelpa! ¡Kelpa! ¡Havfrue!». ¡Y hasta el más necio podía ver que no era kelpa, pos una kelpa hubiera ya rato antes rompido la red, ríete tú de que se dejara la monstrua de guindarse a la barca! ¡Y tampoco havfrue, pos no tenía cola de pez y la ama del mar acostumbra a tener cola de pescado! ¡Y al fin y al cabo despeñóse de los cielos al mar, ¿y acaso alguien viera que la kelpa o la havfrue vuele por los cielos? Pero Skadi, la hija de Una, que siempre se caldea, también se lió a gritos, que si «¡kelpa, kelpa!», ¡y va y agarra el gancho! ¡Y con el gancho que se me va a la red! ¡Y de la red va y sale un relámpago y la Skadi que chillotea! ¡Y el gancho a la izquierda, ella a la derecha, que reviente si miento, pegó tres botes y pataplaf con el culo en la cubierta! ¡Ja, y vierase que la hechicera aquella de la red más mala era que una medusa, una escorpena o una angula! ¡Y pa colmo la meiga va y se pone a gritar y decir que si puta, puta, que daba miedo! ¡Y de la red sale un silboteo, una peste, unos humos que pa qué, pues ella habíase puesto a hacer sus magias! Y vimos que no era cosa de poca monta...

La isleña apuró la jarra y sin dudarlo se lanzó a por la siguiente.

—¡No es cosa de poca monta cazar a una maga con una red! —lanzó un fuerte regüeldo, se limpió la nariz y los labios—. ¡Y nos vemos que de la magia de los güevos, que me muera si miento, hasta la barca échase a columpiarse! ¡Tiempo no había de aflojar! Britta, la hija de Keran, apretó la red con el bichero, y yo mesma eché mano a un remo y, ¡zumba! ¡Zumba, zumba!

La cerveza salpicó bien alto y se derramó por la mesa, unas cuantas jarras se volcaron y cayeron al suelo. Los oyentes se limpiaron las mejillas y las cejas pero nadie emitió palabra alguna de acusación o advertencia. Una narración es una narración. Tiene sus leyes.

—La meiga antendió bien con quién se las había. —La pescadora irguió el poderoso busto y miró retadora a su alrededor—. ¡Con las mozas de Skellige no ha lugar a chacota! Dijo que se nos entregaba de buena fe y apalabró no echar hechizos ni conjuros. Y su nombre pronunciara: Yennefer de Vengerberg.

Los oyentes murmuraron. Apenas habían pasado dos meses desde los sucesos de la isla de Thanedd, se recordaban los nombres de los traidores comprados por Nilfgaard. El nombre de la famosa Yennefer también.

—La condujimos —continuó la isleña— a Ard Skellig, a Kaer Trolde, al yarl Crach an Craite. Y no la viera yo más. El yarl estaba en un periplo, dicen que a su vuelta recibió a la maga al pronto muy áspero, mas luego diola un trato afable y cordial. Hummm... Y yo no más que esperaba que la hechicera me adobara una sorpresilla por lo de que la diera con el remo. Juzgué que se quejaría de mí al yarl. Mas no. Ni mu que no dijo, no me acusó. Una hembra de honor. Aluego, cuando se mató, hasta pena que me diera...

—¿Qué Yennefer ha muerto? —gritó Triss, olvidando con la impresión su incógnito y lo secreto de la misión—. ¿Qué Yennefer de Vengerberg ha muerto?

—Cierto, muerta está. —La pescadora apuró la cerveza—. Muerta está como esta caballa. Con sus propios hechizos se mató, haciendo sus artes mágicas. Bien poquito hace de ello, el último día de agosto, justo antes de la luna nueva. Mas eso es ya otra historia...

—¡Jaskier! ¡No te duermas en la silla! —¡Yo no duermo, yo reflexiono!

Así que, querido lector, íbamos por los bosques de los Tras Ríos en dirección al sur, hacia Caed Dhu, buscando a los druidas, que habían de ayudarnos a encontrar a Ciri. Os contaré cómo fue esto. Mas en primer lugar, en favor de la verdad historiográfica, he de describir a nuestra cuadrilla, decir algo sobre cada uno de sus miembros en particular.

El vampiro Regis tenía más de cuatrocientos años. Si no mentía, esto había de significar que era el mayor de todos nosotros. Claro, podría ser una trola común y corriente: ¿quién iba a ser capaz de comprobarlo? Sin embargo, yo prefería apostar a que nuestro vampiro era franco, puesto que declaraba también que había dejado de propia voluntad y para siempre de chupar sangre humana, declaración la cual nos permitía de algún modo dormir tranquilos en los vivaques nocturnos. Advertí que al principio Milva y Cahir acostumbraban después de despertarse temerosos y desasosegados a masajearse el pescuezo, pero pronto dejaron de hacerlo. El vampiro Regis era o parecía ser un vampiro completamente honorable. Si decía que no iba a chupar la sangre, pues no la chupaba.

Sin embargo, tenía sus defectos, que no procedían además de su naturaleza vampírica. Regis era un intelectual y le gustaba sobremanera demostrarlo. Poseía la exasperante costumbre de expresar aseveraciones y verdades con tono de profeta, a lo que pronto dejamos de reaccionar, puesto que las aseveraciones expresadas eran o verdades ciertas, o tenían pinta de ser verdad, o no se podían comprobar, lo que al fin y al cabo era lo mismo. Verdaderamente insoportable resultaba, sin embargo, la forma en que Regis respondía a las preguntas antes de que el que preguntaba hubiera terminado de formular su pregunta, a veces incluso antes de que el que preguntaba hubiera tenido tiempo siquiera de comenzar a formularla. Yo tengo para mí que esta al parecer muestra de una inteligencia elevada era más bien síntoma de arrogancia y chulería, y estas cualidades, adecuadas para los ambientes universitarios o para tos círculos palaciegos, son difíciles de soportar en un grupo con el que se viaja todo el día hombro con hombro y por la noche se duerme bajo la misma manta. Sin embargo, no se llegó a un enfrenta-miento más agudo gracias a Milva. A diferencia de Geralt y de Cahir, cuyo oportunismo nato a todas luces les hacía adaptarse a las maneras del vampiro e incluso competir con él en ello, la arquera Milva prefería medios sencillos y sin pretensiones. Cuando, por tercera vez, Regis le emitió la respuesta a su pregunta en mitad de la frase, lo insultó gravemente, usando de palabras y expresiones que habrían sido capaces de sacarle los colores de vergüenza incluso a un soldado viejo. Lo curioso es que tuvo resultado: el vampiro abandonó sus exasperantes formas en un abrir y cerrar de ojos. De lo que resulta que la defensa más efectiva contra la dominación intelectual es un buen rapapolvo al intelectual que intenta dominar.

Milva, me parece, sufrió mucho a causa de su trágico accidente y de su pérdida. Escribo «me parece», puesto que soy consciente de que, siendo un hombre, no puedo imaginarme en modo alguno lo que significa para una mujer un accidente de este tipo y una pérdida así. Aunque soy poeta y hombre de letras, incluso mi imaginación bien entrenada y educada fracasa en esto y no sirve de nada.

La arquera recuperó muy pronto la forma física, pero con la psíquica era peor. Sucedía que durante todo un día, del alba al ocaso, no decía palabra alguna. Solía desaparecer y mantenerse al margen, lo que a todos nos alarmaba un poco. Hasta que por fin llegó el punto de inflexión. Milva reaccionó como una dríada o un elfo, bruscamente, impulsivamente y sin explicaciones. Una mañana, ante nuestros ojos, tomó un cuchillo y sin decir palabra se cortó las dos trenzas a la altura del cuello. «No pertenece, en no siendo doncella», dijo al ver nuestras bocas abiertas de par en par. «Mas y en no siendo viuda tampoco», añadió, «acábase el luto también». Desde aquel momento fue ya la misma que antes: ceñuda, mordaz, deslenguada y veloz para emitir palabras groseras. De lo que dedujimos que, afortunadamente, había superado la crisis.

El tercero, y no menos extraño miembro de nuestra cuadrilla era el nilfgaardiano al que le gustaba demostrar que no era nilfgaardiano. Se llamaba, por lo que decía, Cahir Mawr Dyffryn aep Ceallach...

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