Read La torre de la golondrina Online

Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La torre de la golondrina (13 page)

—Cahir Mawr Dyffryn, hijo de Ceallach —afirmó en voz alta Jaskier, al tiempo que apuntaba al nilfgaardiano con un lapicerillo—. Hay muchas cosas que no me gustan, que incluso no soporto, con las que me he tenido que avenir en esta ilustre compañía. ¡Pero no con todo! ¡No aguanto cuando alguien me mira por encima del hombro cuando estoy escribiendo! ¡Y no pienso avenirme a ello!

El nilfgaardiano se alejó del poeta. Al cabo de un instante de reflexión agarró su silla, su pellejo y su manta y se colocó junto a Milva, quien fingía dormitar.

—Lo siento —dijo—. Perdóname una y cien veces, Jaskier. Te miré inconscientemente, por pura curiosidad. Pensaba que estabas pintando un mapa o que hacías cuentas...

—¡No soy un contable! —El poeta se levantó, tanto en sentido figurado como en el literal—. ¡Ni tampoco cartógrafo! ¡E incluso si lo fuera esto no justifica el meter las narices en mis apuntes!

—Ya he pedido perdón —le recordó Cahir con voz seca, mientras colocaba el lecho en su nuevo lugar—. Con muchas cosas me he avenido en esta ilustre compañía y a muchas me he acostumbrado. Pero pedir perdón sigo haciéndolo sólo una vez.

—En verdad, Jaskier. —El brujo se inmiscuyó, de forma completamente inesperada para todos, incluso para sí mismo, tomando partido por el joven nilfgaardiano—. Te has vuelto tremendamente susceptible. Y no se puede dejar de advertir que esto tiene algo que ver con los papeles que no hace mucho comenzaste a ensuciar en los vivaques con ayuda de un trozo de lápiz.

—Cierto —confirmó el vampiro Regís mientras arrojaba al fuego unas ramas de abedul—. Susceptible se volvió últimamente nuestro maestro, además de enigmático, discreto y buscador de soledades. Oh, no, al menos durante la satisfacción de sus necesidades naturales no le molestan los testigos, lo que, al fin y al cabo, en nuestra situación no ha de extrañar. Su tímida reserva y su susceptibilidad a las miradas ajenas se refieren exclusivamente a esos papeles escritos con letra menuda. ¿Acaso en nuestra presencia ha surgido un poema? ¿Una rapsodia? ¿Una epopeya? ¿Un romance? ¿Una canción?

—No —negó Geralt, acercándose al fuego y cubriéndose las espaldas con una gualdrapa—. Yo lo conozco. No se puede tratar de líricas, puesto que no maldice, no murmura y no cuenta sílabas con los dedos. Escribe en silencio, así que se trata de prosa.

—¡Prosa! —El vampiro dejó que brillaran las puntas de sus colmillos, lo que por lo general intentaba no hacer—. ¿Puede que una novela? ¿O un ensayo? ¿Unas fábulas? ¡Rayos, Jaskier! ¡No nos tortures! ¡Revélanos qué estás escribiendo!

—Unas memorias.

—¿Lo qué?

—De estas notas —Jaskier les mostró un tubo lleno de papeles— surgirá la obra de mi vida. Unas memorias que llevarán el título de
Cincuenta años de poesía.

—Vaya un título idiota —afirmó Cahir ásperamente—. La poesía no tiene edad.

—Y si aceptamos que la tiene —añadió el vampiro—, entonces es decididamente mucho más antigua.

—No lo entendéis. El título significa que el autor de la obra ha pasado cincuenta años, ni más ni menos, al servicio de la Señora Poesía.

—En ese caso todavía es más idiota —dijo el brujo—. Tú, Jaskier, no tienes todavía ni siquiera cuarenta años. La habilidad para escribir te la metieron a base de palos en el culo en el parvulario del santuario, a la edad de ocho años. Incluso aceptando que escribieras rimas ya en el parvulario, no es posible que sirvas a tu Señora Poesía más de treinta años. Pero precisamente sé bien, porque tú mismo más de una vez me lo has dicho, que comenzaste de verdad a juntar rimas ya componer melodías a la edad de diecinueve años, inspirado por el amor a la condesa de Stael. Lo cual hace menos de veinte años de servicio, Jaskier. ¿De dónde entonces te has sacado esos cincuenta del título? ¿Se trata de alguna metáfora?

—Yo —el bardo hinchó los carrillos— le marco un elevado horizonte a mis pensamientos. Describo el presente, pero me dirijo hacia el futuro. Pienso publicar la obra que acabo de comenzar dentro de unos veinte o treinta años y para entonces nadie va a poder poner en duda el título que he calculado.

—Ja. Ahora lo entiendo. Si algo me asombra es la previsión. Por lo general, poco te importaba el mañana.

—El mañana me sigue importando bien poco —anunció con altivez el poeta—. Pienso en la posteridad. ¡Y en la eternidad!

—Desde el punto de vista de la posteridad —advirtió Regis—, no es excesivamente ético el comenzar a escribir ahora, haciendo acopio. La posteridad tiene derecho a esperar bajo tal título una obra escrita con una verdadera perspectiva de medio siglo, por una persona que de verdad tenga un acervo de medio siglo de conocimientos y experiencia...

—Alguien cuya experiencia sea de medio siglo —le interrumpió Jaskier sin ceremonias— ha de ser por la misma naturaleza de las cosas un abuelete podrido de setenta años con el cerebro erosionado por la arpía de la esclerosis. Éste lo que ha de hacer es quedarse sentadito en la veranda y tirarse peos al viento, y no dictar memorias, pues la gente sólo hará que reírse. Yo no cometeré ese error, escribiré mis recuerdos con antelación, mientras me halle en total posesión de mis fuerzas creativas. Luego, antes de editarlas, no introduciré más que pequeños arreglos cosméticos.

—Tiene sus ventajas. —Geralt se masajeó la rodilla que le dolía y la dobló con cuidado—. Especialmente para nosotros. Porque aunque sin duda figuramos en su obra, aunque sin duda nos habrá puesto verdes, dentro de medio siglo no nos va a importar nada de nada.

—¿Y qué es medio siglo? —El vampiro se sonrió—. Un instante, un pestañeo pasajero... Ah, Jaskier, una pequeña advertencia:
Medio siglo de poesía
suena mejor en mi opinión que
Cincuenta años.

—No lo niego. —El trovador se inclinó sobre el papel y garabateó algo con el lápiz—. Gracias, Regis. Por fin algo constructivo. ¿Alguien tiene algún consejo más?

—Yo tengo —habló de pronto Milva, sacando la cabeza de debajo de su manta—. ¿Pa qué abrís así los ojos? ¿Que soy analfabruta? ¡Mas tonta no soy! Andamos de aventuras, vamos tras de los pasos de Ciri, con el arma en la mano por países que mal nos quieren. Pudiera ser que los papelotes ésos de Jaskier caigan en las garras de enemigos y gentes de mala fe. Y al juntarrimas éste conocemos, que es grande bocazas y cotilla sin mesura. Así que mejor fuera que cuidado y atención poniera en qué cosas garrapatea, pa que de tales gurrapatos no acabemos cuelgando.

—Exageras, Milva —dijo el vampiro con voz suave.

—Y yo diría que mucho —afirmó Jaskier.

—También me parece a mí que exageras —añadió Cahir inmutable—. No sé cómo será en los países del norte, pero en el imperio el poseer manuscritos no es considerado un crimen, y la actividad literaria no está amenazada de punición.

Geralt puso sus ojos en él y quebró con un chasquido el palito con el que estaba jugueteando.

—Pero en las ciudades conquistadas por esta nación tan cultivada las bibliotecas están amenazadas de convertirse en humo —dijo con un tono que no era agresivo pero sí manifiestamente sarcástico—. No importa, en cualquier caso. María, también a mí me parece que exageras. Los papelotes de Jaskier no tienen, como de costumbre, ninguna importancia. Tampoco para nuestra seguridad.

—¡Seguro! —La arquera se enfadó, se sentó—. ¡Yo bien lo sé! Mi padrastro, cuando el alguacil del rey el censo hacía en nuestro pueblo, al punto ponía pies en polvorosa, se echaba al monte y se pasaba dos semanas allá sin menear el rabo. Ande hay papeles, mejor no te quedes, acostumbraba a decir, y al que hoy apuntan, mañana lo multan. Y verdad decía, aunque fuera de lo más cabrón, el hideputa. ¡Ojalá que ardiendo ande por los enriemos!

Milva dejó la manta a un lado y se acercó al fuego, se le había pasado el sueño definitivamente. Geralt advirtió que amenazaba una noche más de interminable conversación.

—Me doy cuenta de que no apreciabas a tu padrastro —advirtió Jaskier tras un instante de silencio.

—No lo apreciaba —se oyó como Milva apretaba los dientes—. Pos marrano era. Cuando madre no miraba, se ma acercaba y me tanteaba. No hacía caso a razones, y en vistas de que el tono no cambiaba, hablele con una vara, y cuando cayera aún le di una o dos coces, en las costillas y en sus partes. Y aluego dos días hubo de guardar cama, sangre escupía... De modo que yo me eché al camino, sin esperar a que sanara... Y aluego me llegaron hablillas de que la palmó. Y madre al poco también... ¡Eh! ¡Jaskier! ¿Qué carajo andas apuntando? ¡Ni se te ocurra, ni se te ocurra! ¿Mas no oyes qué te digo?

Extraño era que con nosotros majara Milva, sorprendente el hecho de que nos acompañara un vampiro. No obstante, lo más extraño —y completamente incomprensible —eran los motivos de Cahir, el cual de ser un enemigo se había vuelto de pronto si no amigo al menos aliado. El jovenzuelo había demostrado aquello durante la Batalla del Puente, poniéndose sin dudarlo con la espada en la mano al lado del brujo y en contra de sus compatriotas.

Tal acto se ganó nuestra simpatía y deshizo por fin nuestras sospechas. Al escribir «nuestras» me refiero a mí, al vampiro y ala arquera. Geralt, por su parte, aunque había luchado con Cahir hombro con hombro, aunque había contemplado los ojos de la muerte a su lado, seguía siendo desconfiado hacia el nilfgaardiano y no le guardaba simpatía. Intentaba, es cierto, esconder su resentimiento, pero era —como creo que ya he comentado —una persona simple como el palo de una alabarda, no sabía fingir y la antipatía le surgía a cada paso como una anguila de una red agujereada.

La causa era evidente: Ciri.

El azar hizo que estuviera en la isla de Thanedd durante la luna nueva de julio, cuando se llegó a la sangrienta lucha entre hechiceros fieles a los reyes y los traidores apoyados por Nilfgaard. A los traidores los ayudaban los Ardillas, los elfos rebeldes, y Cahir, hijo de Ceallach. Cahir estuvo en Thanedd, lo enviaron allí con una misión especial, tenía que capturar y raptar a Ciri. Cuando se defendía, Ciri lo hirió; Cahir tiene una cicatriz en la mano izquierda, y cuando la ve siempre se le secan los labios. Debió de doler aquello muchísimo y todavía no puede doblar dos dedos.

Y después de todo esto nosotros lo salvamos, junto al Cintillas, cuando sus propios compatriotas lo llevaban encadenado hacia un cruel castigo. ¿Por qué, pregunto, por qué pecados querían matarlo? ¿Sólo por la derrota de Thanedd? Cahir no es muy locuaz, pero yo tengo el oído sensible hasta para una media palabra. El muchacho no tiene todavía ni siquiera treinta, y aparenta el aspecto de ser un oficial de alto rango del ejército nilfgaardiano. Puesto que usa de la lengua común impecablemente, lo cual es poco habitual para un nilfgaardiano, sospecho en qué tipo de ejército servía Cahir y por qué había avanzado tan deprisa. Y por qué le habían ordenado una misión tan extraña. Y además en el extranjero.

Puesto que precisamente Cahir había sido quien ya una vez había intentado raptar a Ciri. Casi cuatro años antes, durante la matanza de Cintra. Entonces por vez primera había dado señales de vida el destino que dirigía la suerte de la muchacha.

El azar permitió que hablara de ello con Geralt. Ocurrió el tercer día después de cruzar el Yaruga, diez días antes del equinoccio, mientras pasábamos los bosques de Tras Ríos. Aquella conversación, aunque muy corta, tuvo un tono lleno de notas desagradables e inquietantes. Y en el rostro y los ojos del brujo ya por entonces se dibujaba la promesa de ferocidad que estallaría luego, en la noche del equinoccio, después de que se nos uniera la rubia Angouléme.

El brujo no miraba a Jaskier. No miraba hacia delante. Miraba las crines de Sardinilla.

—Calanthe —siguió—, poco antes de morir, extrajo un juramento a algunos caballeros. No tenían que permitir que Ciri cayera en manos de los nilfgaardianos. Durante la huida los caballeros resultaron muertos, y Ciri se quedó sola entre los cadáveres y los incendios, en la trampa formada por los callejones de la ciudad ardiente. No hubiera salido con vida de aquello, de eso no cabe duda. Pero él la encontró. Él, Cahir. La sacó de entre las garras del fuego y la muerte. La salvó. ¡Qué heroicidad! ¡Qué nobleza!

Jaskier sujetó un poco a Pegaso. Cabalgaban por detrás, Regis, Milva y Cahir le llevaban un cuarto de legua, pero el poeta no quería que ni siquiera una palabra de aquella conversación llegara a los oídos de sus compañeros.

—El problema —siguió el brujo— es que nuestro Cahir fue noble porque se lo ordenaron. Fue tan noble como un cormorán: no se tragó el pez porque tenía en la garganta un anillo. Tenía que llevar el pez en el pico hasta su amo. No lo consiguió, así que el amo se enfureció con el cormorán. El cormorán ahora ha caído en desgracia. ¿Acaso por ello busca la amistad y la compañía de los peces? ¿Qué piensas, Jaskier?

El trovador se inclinó en la silla evitando una rama baja de un tilo. La rama tenía las hojas ya completamente amarillas.

—Sin embargo, salvó su vida, tú mismo lo has dicho. Gracias a él Ciri escapó sana y salva de Cintra.

—Y gritaba por las noches al verlo en sueños.

—Pero él fue quien la salvó. Deja ya de pensar en el pasado, Geralt. Demasiado se ha cambiado ya, puf, cada día se cambia, pensar en el pasado no produce nada excepto pesadumbre, la cual está claro que no te sirve de nada. Él salvó a Ciri. Un hecho fue, es y será siempre un hecho.

Geralt apartó por fin sus ojos de las crines, alzó la cabeza. Jaskier echó un vistazo a su rostro y rápidamente desvió la mirada hacia un lado.

—Un hecho será siempre un hecho —repitió el brujo con una fea voz metálica—. ¡Oh, sí! Él me gritó ese hecho a la cara en Thanedd, y la voz se le ahogaba en la garganta del miedo, porque estaba mirando a la hoja de mi espada. Aquel hecho y aquel grito eran razones para que no le matara. En fin, resultó ser así y creo que no cambiará. Y una pena. Porque entonces, allá en Thanedd, había que haber comenzado una cadena. Una larga cadena de muerte, una cadena de venganza, sobre la que todavía cuando hubieran pasado cien años siguieran corriendo leyendas. Unas leyendas tales que se tuviera miedo de escucharlas en la oscuridad. ¿Lo entiendes, Jaskier?

—No mucho.

—Entonces vete al diablo.

La conversación fue horrible y horrible tenía entonces el brujo la jeta. Oh, no me gustaba cuando caía en aquellos humores y se ponía de aquellos modos.

He de reconocer, sin embargo, que la pintoresca comparación con el cormorán cumplió su papel: comencé a inquietarme. ¡Un pez en el pico, al que se lo lleva allí donde lo ahogan, lo limpian y lo fríen! Una analogía verdaderamente divertida, una perspectiva alegre...

Pero la razón rechazaba aquellas aprensiones. Al fin y al cabo, para seguir con la metáfora del pez, ¿quiénes éramos nosotros? Sardinillas, pequeñas y espinosas sardinillas. El cormorán Cahir no puede contar con recuperas la benevolencia real a cambio de una pesca tan escasa.. Él mismo tampoco era, con toda seguridad, el lucio grande que intentaba aparentar. Era una sardinilla, como nosotros. En tiempos en los que la guerra arrasaba como un arado de hierro tanto la tierra como la suerte de los hombres, ¿quién iba a prestar atención a las sardinillas?

Apuesto la cabeza a que en Nilfgaard ya nadie se acuerda de Cahir.

Other books

The Vulture's Game by Lorenzo Carcaterra
The Forgotten Story by Winston Graham
The Pigman by Zindel, Paul
River Road by Suzanne Johnson
Therapy by Jonathan Kellerman
Games with Friends by Lionne, Stal