La torre de la golondrina (10 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

Las gentes arruinadas por el incendio se hundieron moralmente. Unos se lanzaron al camino, otros cayeron en la vagancia y la embriaguez. Los dineros recogidos para la reconstrucción eran defraudados regularmente y gastados en vino, y el pueblo presentaba ahora una imagen de pobreza y desesperación: era una reunión de chamizos repugnantes y mal colocados, situados bajo las laderas renegridas y desnudas de la hondonada. Antes del incendio Birka había tenido una forma oval alrededor de una plaza central, ahora las escasas casas bien reconstruidas, los graneros y las aguardenterías conformaban algo así como una larga calleja que estaba cerrada por la fachada de la posada La Cabeza de la Quimera, la cual había sido construida con el esfuerzo común y estaba dirigida por la viuda Goulue.

Y desde hacía siete años nadie usaba ya el nombre de Birka. Se decía El Fuego de los Celos, para acortar, simplemente Los Celos.

Por la calleja de Los Celos avanzaban los Ratas. Era una madrugada fría, nublada, siniestra.

Las gentes se apresuraban a las casas, se escondían en sus barracas y tabucos. El que disponía de postigos, los cerraba con un estampido, el que tenía puerta, la trababa con la tranca. Quien todavía tenía vodka, la bebía para darse coraje. Los Ratas iban al paso, con una lentitud arrogante, pegados estribo contra estribo. En sus rostros se dibujaba un desprecio indiferente, pero sus ojos fruncidos observaban con atención las ventanas, soportales y los rincones de los muros.

—¡Una flecha en la ballesta! —advirtió Giselher, en voz muy alta por si acaso—. ¡Un chasquido de una cuerda y habrá una matanza!

—¡Y otra vez se dejará suelto aquí al toro de fuego!—añadió Chispas con alta y sonora voz de soprano—. ¡No quedará más que tierra y agua!

Con toda seguridad, algunos de los habitantes tenían ballestas, pero no hubo nadie que quisiera comprobar si los Ratas no hablaban por hablar.

Los Ratas se bajaron de los caballos. El cuarto de legua que les separaba de la posada lo hicieron andando, costado a costado, con el rítmico tintineo y repique de sus espuelas, adornos y bisutería.

En las escaleras de la posada tres celositanos que se estaban curando la resaca del día anterior a base de cerveza desfallecieron al verlos.

—Ojalá esté aquí —murmuró Kayleigh—. Hemos perdido el tiempo. No teníamos que habernos detenido, deberíamos haber entrado aunque fuera de noche...

—¡Gelipolleces! —Chispas le mostró los dientes—. Si queremos que los bardos cuadren romances de esto, no podemos hacerlo de noche y a la chita callando. ¡Ha de verlo la gente! El alba es lo mejor, porque todavía están todos sobrios, ¿no es verdad, Giselher?

Giselher no respondió. Levantó una piedra, tomó impulso y golpeó con ella la puerta de la taberna.

—¡Sal, Bonhart!

—¡Sal, Bonhart! —repitieron a coro los Ratas—. ¡Sal, Bonhart!

Desde el interior les llegó el sonido de unos pasos. Lentos y pesados. Mistle sintió un escalofrío que le recorría el cuello y los brazos.

Bonhart apareció en la puerta.

Los Ratas retrocedieron un paso en un movimiento reflejo, los tacones de sus altas botas se clavaron en la tierra, las manos se apoyaron en las empuñaduras de las espadas. El cazador de recompensas llevaba la suya bajo la axila. Así mantenía libres las manos. En una llevaba un huevo duro pelado, en la otra un mendrugo de pan.

Se acercó con lentitud a la baranda, los miró desde lo alto, desde muy alto. Estaba encima del porche y además era muy alto. Un gigante, aunque delgado como un gul.

Los miró, paseó sus ojos acuosos por cada uno de ellos, uno tras otro. Luego mordió primero un poco de huevo, luego un pedacito de pan.

—¿Y dónde está Falka? —preguntó casi ininteligible. Unos pedazos de yema del huevo le cayeron de los bigotes y los labios.

—¡Corre, Kelpa! ¡Corre, bonita! ¡Corre todo lo que puedas!

La yegua mora relinchó con fuerza, estirando el cuello en un galope desaforado. La grava salpicaba desde bajo los cascos aunque parecía que los cascos apenas tocaban la tierra.

Bonhart se estiró con pereza, haciendo crujir su jubón de cuero, tiró de sus guantes de ante con lentitud y se los colocó solícitamente.

—¿Y cómo es eso? —Frunció el ceño—. ¿Queréis matarme? ¿Y puede saberse por qué?

—Pues por el Oronjas.

—Y para divertirnos —añadió Chispas.

—Y para estar tranquilos —completó Reef.

—Aaah —dijo Bonhart lentamente—. ¡Así que en ésas estamos! Y si prometo que os dejo tranquilos, ¿me dejaréis vivir?

—No, no te dejaremos, perro sarnoso. —Mistle adoptó una encantadora sonrisa—. Te conocemos. Sabemos que no nos perdonarás, que correrás tras nuestras huellas y esperarás a la ocasión para apuñalarnos por la espalda. ¡Sal!

—Poquito a poco, poquito a poco. —Bonhart sonrió, abrió la boca con expresión maligna por debajo de sus bigotes grises—. Para reñir siempre hay tiempo, no hay por qué excitarse. Primero os haré una propuesta, Ratas. Os voy a permitir escoger, luego vosotros haréis lo que queráis.

—¿Qué es lo que mascullas, viejo zampón? —gritó Kayleigh, enderezándose—. ¡Habla más claro!

Bonhart meneó la cabeza y se rascó el muslo.

—Dinero se da por vosotros, Ratas. Y no poco. Y hay que ganarse la vida.

Chispas bufó como un gato montes y como gato montes abrió los ojos. Bonhart cruzó los brazos sobre el pecho, pasando la espada por la parte interior del codo.

—No poco dinero —repitió—, por llevaros muertos, mientras que por vivos poco más hay. Así que, hablando francamente, a mí me da igual. Nada personal tengo contra vosotros. Todavía ayer pensaba que me os iba a cargar por así decirlo como entretenimiento y placer, pero habéis venido solos, ahorrándome trabajos y fatigas, por lo cual me habéis llegado al corazón. De modo que os permitiré elegir. ¿Cómo queréis que os lleve, por las buenas o por las malas?

Los músculos en las mandíbulas de Kayleigh temblaron. Mistle se inclinó, lista para saltar. Giselher la agarró por el brazo.

—Quiere ponernos rabiosos —susurró—. Deja que hable el canalla.

Bonhart bufó.

—¿Qué? —repitió—. ¿Por las buenas o por las malas? Yo os aconsejo lo primero. Sabed que por las buenas duele menos, pero que mucho menos.

Los Ratas tomaron las armas como a una orden. Giselher hizo una cruz con la hoja y se quedó quieto en una postura de esgrima. Mistle lanzó un grueso escupitajo al suelo.

—Ven aquí, engendro huesudo —dijo Mistle, aparentemente tranquila—. Ven, despojo. Te mataremos como a un viejo perro gris.

—Así que preferís por las malas. —Bonhart, mientras miraba allá por encima de los tejados de las casas, tomó lentamente la espada, tiró la vaina. Sin apresurarse, bajó del porche, tintineaban las espuelas.

Los Ratas se desplegaron con rapidez por la calleja. Kayleigh fue el que se fue más lejos hacia la izquierda, casi junto al muro de la aguardentería. Junto a él estaba Chispas de pie, torciendo sus finos labios en su acostumbrada sonrisa maligna. Mistle, Asse y Reef fueron hacia la derecha. Giselher se quedó en el centro, con la mirada de ojos entornados clavada en el cazador de recompensas.

—Bueno, vale, Ratas. —Bonhart miró hacia los lados, contempló el cielo, luego alzó la espada y escupió a la hoja—. Si hay que reñir, pues se riñe. ¡Música, maestro!

Se lanzaron contra él como lobos, como un relámpago, en silencio, sin advertencias. Las hojas aullaron en el aire, llenando la calle con un agudo tintineo de acero. Al principio sólo se oía el chocar de las hojas, suspiros, gemidos y respiraciones apresuradas.

Y luego, de pronto, inesperadamente, los Ratas comenzaron a gritar. Y a morir.

Reef fue el primero que voló del campo de batalla, se estrelló con la espalda contra la pared, regando de sangre la cal blanquecina y sucia. Tras él salió Asse con un paso ágil, se dobló, cayó de lado, encogiendo y estirando alternativamente la rodilla.

Bonhart se escapaba y giraba como una peonza, rodeado por los reflejos y rebrillos de las hojas. Los Ratas retrocedían ante él, saltando, lanzando tajos y replegándose, con rabia, tercamente, sin piedad. Y sin resultado. Bonhart paraba, golpeaba, paraba, golpeaba, atacaba, atacaba sin pausa, no daba lugar a descansar, les imponía su ritmo. Y los Ratas retrocedían. Y morían.

Chispas, con un tajo en el cuello, cayó sobre el barro, retrocediendo como una cabritilla, la sangre de su arteria se disparó contra la pantorrilla y la rodilla de Bonhart, que saltó por encima de ella. El cazador rechazó el ataque de Mistle y Giselher con un amplio mandoble, después de lo cual giró y con un golpe rapidísimo despachó a Kayleigh, rajándole con la misma punta de la espada, desde el pectoral hasta el muslo. Kayleigh soltó la espada, pero no cayó, sólo se encogió y se agarró con las dos manos la barriga y el pecho, de entre sus dedos brotaba la sangre. Bonhart de nuevo se liberó de las acometidas de Giselher, paró el ataque de Mistle y rajó a Kayleigh otra vez, en esta ocasión transformándole la parte superior de la cabeza en una masa escarlata. El Rata de cabellos rubios cayó al suelo, un charco de sangre mezclada con barro se formó a su alrededor.

Mistle y Giselher dudaron un momento. Y en vez de huir, gritaron al unísono, con voz rabiosa y loca. Y se lanzaron sobre Bonhart.

Hallaron la muerte.

Ciri llegó a la aldea y galopó a través de la calle. Bajo los cascos de la yegua negra iban saltando pedazos de barro.

Bonhart golpeó con un tacón a Giselher, que yacía junto a una pared. El caudillo de los Ratas no daba señales de vida. De su cráneo destrozado había dejado ya de fluir la sangre.

Mistle, de rodillas, buscaba la espada, recorriendo con las dos manos el barro y el estiércol, sin ver que se movía en un charco de sangre que crecía muy deprisa. Bonhart se acercó a ella lentamente.

—¡Noooooo!

El cazador levantó la cabeza.

Ciri saltó del caballo todavía en movimiento, se tambaleó, cayó sobre una rodilla.

Bonhart sonrió.

—La Ratilla —dijo—. La séptima Ratilla. Me alegro de que estés. Me faltabas tú para tener la colección.

Mistle encontró la espada, pero no pudo alzarla. Tosió y se lanzó bajo las piernas de Bonhart, clavó unos dedos temblorosos en la caña de sus botas. Abrió la boca para gritar, y en vez del grito, de sus labios surgió una brillante línea de color carmín. Bonhart la golpeó con fuerza, derribándola sobre el estiércol. Mistle, agarrándose la barriga rajada con las dos manos, consiguió alzarse de nuevo.

—¡Noooooo! —gritó Ciri—. ¡Miiiiiistleee!

El cazador de recompensas no prestó atención a sus gritos, ni siquiera volvió la cabeza. Agitó la espada y lanzó un tajo con brío, como una guadaña, un golpe potente que levantó a Mistle de la tierra y la llevó casi hasta la pared, blanda como una muñeca de trapo, como un harapo manchado de sangre.

En la garganta de Ciri se ahogó un grito. Las manos le temblaban cuando echó mano a la espada.

—Asesino —dijo, extrañándose de lo ajeno de su propia voz. De lo ajeno de sus labios, que de pronto se habían quedado monstruosamente secos—. ¡Asesino! ¡Canalla!

Bonhart la observó con curiosidad, moviendo ligeramente la cabeza.

—¿Vamos a morir? —preguntó.

Ciri anduvo hacia él, rodeándole en un semicírculo. La espada en sus manos alzadas y tendidas se movía, hacía molinetes, chasqueaba.

El cazador se rió en voz alta.

—¡Morir! —repitió—. ¡La Ratilla quiere morir!

Luego se movió poco a poco, estando de pie en su sitio, sin dejarse encerrar en la trampa del semicírculo. Pero a Ciri le daba todo igual. Ardía de rabia y odio, temblaba de deseo de matar. Quería acabar con aquel viejo horrible, sentir cómo la hoja se clavaba en su cuerpo. Quería ver su sangre surgir de sus arterias cortadas, a borbotones, al ritmo de los últimos latidos de su corazón.

—Venga, Ratilla. —Bonhart alzó su sucia espada y escupió en la hoja—. Antes de que des el último suspiro muéstranos de lo que eres capaz. ¡Música, maestro!

—En verdad que no es de entender cómo no se mataron al primer tiento —contaba, seis días más tarde, Nycklar, hijo del carpintero de los ataúdes—. Tenían mucha gana de matarse, se veía a las claras. Ella a él, él a ella. Se echaron el uno al otro, se toparon casi en un abrir y cerrar de ojos y hubo ruido grande de espadas. Puede que dos o que hasta tres tajos se dieran. No hubo persona alguna que acertara a contarlo, ni a ojos vista ni a oído. Dábanse tan rápido, vive dios, que ni ojo ni oído de persona era capaz de apreciarlo. ¡Y bailaban y saltaban tan juntos como dos comadrejas!

Stefan Skellen, llamado Antillo, escuchaba con atención, al tiempo que jugaba con un puñal.

—Se alejaron el uno del otro —siguió el muchacho—, y ninguno tenía ni un rasguño. La Rata, se veía, rabiosa andaba como el mismo demonio, y a esto bufaba como un gato cuando se le quiere quitar el ratón. Mas su merced, el señor Bonhart, estaba sereno por demás.

—Falka —dijo Bonhart, sonriente y mostrando los dientes como un verdadero gul—. ¡Ciertamente sabes bailar y menear la espada! ¡Has despertado mi curiosidad, mozuela! ¿Quién eres? Dímelo antes de morir.

Ciri aspiró aire. Sintió cómo le comenzaba a embargar el miedo. Se dio cuenta de con quién tenía que habérselas.

—Dime quién eres y te perdonaré la vida.

Ella apretó con más fuerza la empuñadura de la espada. Tenía que atravesar sus paradas y rajarlo, tenía que hacerlo antes de que se pusiera en guardia. No podía permitir que rechazara sus tajos, no podía detener sus golpes con la espada, no podía arriesgarse ya ni una sola vez al dolor y la parálisis que atravesaban y abrumaban su codo y antebrazo cuando hacía una parada. No podía perder energía escapando pasivamente de sus espadazos, que la erraban por un pelo. Atravesar la defensa, pensó. Ahora. En este ataque. O morir.

—Vas a morir, Ratilla —dijo, yendo hacia ella con la espada muy extendida hacia delante—. ¿No tienes miedo? Eso es porque no sabes qué aspecto tiene la muerte.

Kaer Morhen, pensó, mientras saltaba. Lambert. El peine. Salto.

Dio tres pasos, una media pirueta y cuando atacó, menospreciando una finta, se balanceó en un salto hacia atrás, cayó en un ágil giro y de inmediato se lanzó hacia él, sumergiéndose por debajo de su hoja y torciendo la muñeca para cortar, en un golpe terrible, apoyado en una potente revuelta del muslo. Al punto la invadió la euforia, ya casi sentía cómo el filo mordía el cuerpo.

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