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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La torre de la golondrina (3 page)

No estaba durmiendo, tan sólo daba unas cabezadas, cuando un golpe y un estruendo, a los que acompañaba un gemido, lo sacaron del duermevela. Un gemido más bien de rabia que de dolor.

En el exterior clareaba el día, las rendijas de las contraventanas dejaban apenas pasar unos débiles rayos de luz. La arena del reloj había caído del todo, y hacía mucho. Vysogota, como de costumbre, había olvidado darle la vuelta. La lamparilla apenas temblaba, la llama de color rubí del hogar iluminaba levemente los rincones de la choza. El viejo se levantó, retiró el improvisado biombo de mantas que separaban el lecho del resto del cuarto para darle un poco de tranquilidad a la enferma.

La enferma ya había conseguido levantarse del suelo sobre el que se había caído sólo un momento antes, estaba sentada enderezada en la orilla del camastro, intentaba rascarse el rostro bajo el vendaje. Vysogota tosió.

—Te pedí que no te levantaras. Estás demasiado débil. Si quieres algo, llámame. Siempre estoy cerca.

—Pues yo lo que no quiero es que estés cerca —dijo bajito, a media voz, pero muy claro—. Quiero mear.

Cuando él volvió a recoger el orinal, ella estaba tendida en el camastro, de espaldas, masajeándose el vendaje que apretaba la mejilla y cubría la frente y el cuello con cintas de vendas. Cuando al cabo de un rato regresó, ella no había cambiado de posición.

—¿Cuatro jornadas? —preguntó, mientras miraba al techo.

—Cinco. Ha pasado casi un día desde que hablamos por última vez. Has dormido una jornada entera. Eso está bien. Necesitas dormir.

—Me siento mejor.

—Estoy contento de oírlo. Vamos a quitar el vendaje. Te ayudaré a sentarte. Agárrate a mi mano.

La herida cicatrizaba bien, estaba seca, esta vez retiró el vendaje casi sin dolorosos tirones al separarlo de la costra. La muchacha se tocó con cuidado la mejilla. Frunció el ceño, pero Vysogota sabía que no sólo era el dolor. Se aseguraba de la extensión de la mutilación, tomaba consciencia de la gravedad de la herida. Se aseguraba, sintiendo espanto, de que lo que había sentido al tacto antes no había sido una pesadilla producida por la fiebre.

—¿Tienes aquí un espejo?

—No tengo —mintió.

Ella lo miró, quizá completamente consciente por vez primera.

—¿Eso quiere decir que está tan mal? —preguntó, pasando la mano con cuidado por las costuras.

—Es un corte muy amplio —masculló, molesto consigo mismo por explicarse y justificarse ante una mocosa—. Todavía tienes la cara muy inflamada. Dentro de unos días te quitaré las costuras, hasta entonces te pondré árnica y extracto de sauce. Ya no te vendaré toda la cabeza. La herida cicatriza muy bien.

Ella no respondió. Movía los labios y las mandíbulas, arrugaba la cara y fruncía el ceño, probando qué le dejaba hacer la herida y qué no.

—He hecho caldo de paloma. ¿Quieres?

—Quiero. Pero esta vez lo intentaré sola. Es denigrante que le den de comer a una como a una paralítica.

Comió largo rato. Se llevaba a la boca la cuchara de madera con tanto esfuerzo como si pesara dos libras. Pero pudo hacerlo sin ayuda de Vysogota, quien la observaba con interés. Vysogota era curioso y ardía de curiosidad. Sabía que junto con el regreso de la muchacha a la salud comenzaría el intercambio de palabras que podría arrojar algo de luz al misterioso asunto. Lo sabía y no podía esperar hasta ese momento. Llevaba demasiado tiempo viviendo solo en aquel despoblado.

La muchacha terminó de comer, se tumbó sobre los cojines. Durante un rato miró como muerta al techo, luego volvió la cabeza. Sus extraordinarios ojos verdes, pensó otra vez Vysogota, le daban a su rostro un aspecto de inocencia infantil, lo que en aquel momento resaltaba con la mejilla horriblemente mutilada. Vysogota conocía aquel tipo de belleza, los grandes ojos de un niño eterno, una fisonomía que producía una simpatía instintiva. Una muchacha eterna, incluso cuando su vigésimo, incluso su trigésimo cumpleaños hubiera caído ya en el olvido. Sí. Vysogota conocía bien aquel tipo de belleza. Su segunda mujer había sido así. Su hija era así.

—Tengo que irme de aquí —dijo de pronto la muchacha—. Y rápido. Me están persiguiendo. Lo sabes.

—Lo sé —afirmó con la cabeza—. Fueron éstas las primeras palabras que dijiste que pese a las apariencias no eran delirios. Más exactamente, casi de las primeras. Porque lo primero que preguntaste fue por tu caballo y tu espada. En este orden. Cuando te aseguré que tanto el caballo como la espada estaban en buena custodia, te entró la sospecha de que yo era un aliado de no sé qué Bonhart y de que no te estaba curando, sino que te sometía a la tortura de darte esperanzas. Cuando, no sin esfuerzo, te saqué de tu error, te presentaste a ti misma como Falka y me agradeciste que te hubiera salvado.

—Eso está bien. —Clavó la cabeza en la almohada, como queriendo evitar la necesidad de mirarle a los ojos—. Eso está bien, el que no olvidara agradecértelo. Yo lo recuerdo como entre la niebla. No sé lo que era sueño y lo que era realidad. Temía no haber dado las gracias. No me llamo Falka.

—También me enteré de ello, aunque más bien por casualidad. Lo dijiste durante la fiebre.

—Soy una fugitiva —dijo sin volver la cabeza—. Una prófuga. Es peligroso darme refugio. Es peligroso saber cómo me llamo de verdad. Tengo que subirme a mi caballo y huir antes de que me descubran...

—Hace un momento —dijo él con voz suave— tenías problemas para sentarte en el orinal. No sé muy bien cómo ibas a poder sentarte en el caballo. Pero te aseguro que aquí estás a salvo. Nadie te descubrirá.

—Me seguirán, estoy segura. Seguirán los rastros, registrarán los alrededores...

—Tranquilízate. Llueve todos los días, nadie encontrará las huellas. Estás en un despoblado, en un desierto. En casa de un eremita, que se aisló del mundo. Para que no fuera fácil encontrarlo. Sin embargo, si quieres puedo buscar una forma de llevar noticias sobre ti a tus parientes o a tus amigos.

—No sabes siquiera quién soy...

—Eres una muchacha herida —le cortó—. Que huye de alguien que no vacila en herir a muchachas. ¿Quieres que lleve alguna noticia?

—No hay a quién —respondió al cabo, y Vysogota percibió un cambio en el tono de voz—. Mis amigos están muertos. Los mataron a todos.

Él no contestó.

—Yo soy la muerte —continuó, con una voz extraña—. Todo el que me conoce muere.

—No todos —negó él mirándola con atención—. No el Bonhart ése cuyo nombre gritabas en sueños, ése ante el que ahora quieres huir. Vuestro encuentro te ha perjudicado más a ti que a él. ¿Fue él... quien te hirió el rostro?

—No. —Ella apretó los labios para ahogar algo que podía ser un gemido o una maldición—. Fue Antillo el que me hirió en la cara. Stefan Skellen. Y Bonhart... Bonhart me hirió mucho más hondo. Más profundamente. ¿Hablé de ello durante la fiebre?

—Tranquilízate. Estás débil, deberías evitar todo movimiento brusco.

—Me llamo Ciri.

—Te pondré una compresa con árnica, Ciri.

—Espera... un momento. Dame un espejo.

—Te he dicho...

—¡Por favor!

Él obedeció, llegó a la conclusión de que era necesario, que no se podía esperar más. Incluso trajo una lamparilla. Para que ella pudiera ver mejor lo que le habían hecho a su rostro.

—Vaya, sí —dijo con la voz quebrada, distinta—. Sí. Tal y como me lo imaginaba. Casi como me lo imaginaba.

Él salió, y corrió tras de sí el improvisado biombo de mantas.

Ella intentó sollozar bajito, para que no se la oyera. Lo intentó con todas sus fuerzas.

Al día siguiente Vysogota le quitó la mitad de los puntos. Ciri se masajeó la mejilla, silbó como una serpiente, quejándose de un fuerte dolor en el oído y resintiéndose en el cuello cerca de la mandíbula. Pese a ello se levantó, se vistió y salió al exterior. Vysogota no protestó. La acompañó. No necesitó ayudarla ni sujetarla. La muchacha estaba sana y era mucho más fuerte de lo que parecía.

Sólo se detuvo cuando llegó afuera, se sujetó al marco de la puerta y a las bisagras.

—Pero... —espiró bruscamente—. ¡Pero qué frío! ¿Una helada? ¿Ya es invierno? ¿Cuánto tiempo he estado en la cama? ¿Semanas?

—Exactamente seis días. Hoy es el quinto día de octubre. Pero se anuncia un octubre muy, muy frío.

—¿El cinco de octubre? —frunció el ceño, silbó sintiendo dolor al hacerlo—. ¿Cómo puede ser? ¿Dos semanas?

—¿Qué? ¿Qué dos semanas?

—No importa. —Se encogió de hombros—. Puede que yo me equivoque... O puede que no. Dime, ¿qué es lo que apesta tanto aquí?

—Pieles. Cazo ratas almizcleras, castores, visones y nutrias, curto sus pieles. Hasta un ermitaño tiene que vivir de algo.

—¿Dónde está mi caballo?

—En el establo.

La yegua negra les saludó con un sonoro relincho y la cabra de Vysogota la secundó con un balido en el que se percibía un gran disgusto por la necesidad de tener que compartir su habitáculo con otro inquilino. Ciri abrazó el cuello del caballo, le palmeteó, le acarició la crin.

—¿Dónde está mi silla? ¿El telliz? ¿Los arreos?

—Aquí.

Él no protestó, no le hizo observación alguna, no expresó su opinión. Guardó silencio, apoyado en su bastón. No se movió cuando ella jadeó al intentar levantar la silla, no se inmutó cuando ella se tambaleó por el peso y cayó torpemente sobre el suelo cubierto de paja, lanzando un sonoro gemido. No se acercó a ella, no la ayudó a levantarse. La observaba con atención.

—Bueno, vale —dijo Ciri con los dientes apretados, mientras empujaba a la yegua, que estaba intentando meter la nariz por el cuello de su camisa—. Está todo claro. ¡Pero yo tengo que irme de aquí, joder! ¡Tengo que irme!

—¿Adonde? —preguntó él con voz fría.

Ella se masajeó el rostro, todavía seguía sentada sobre la paja, junto a la silla.

—Lo más lejos posible.

Vysogota asintió con la cabeza, como si la respuesta le satisficiera, lo aclarara todo y no dejara lugar a duda. Ciri se levantó con esfuerzo. Ni siquiera intentó inclinarse a por la silla y los arreos. Sólo comprobó si la yegua tenía avena y heno en el pesebre, comenzó a limpiar las pajas de la crin y los costados del caballo. Vysogota esperó en silencio hasta que sucedió. La muchacha se afirmó en el poste que sujetaba el techo, se quedó pálida como la pared. Él le ofreció el báculo sin decir palabra.

—No me pasa nada, es sólo que...

—Sólo que la cabeza te da vueltas porque estás enferma y tienes menos fuerzas que un recién nacido. Volvamos. Tienes que tumbarte.

A la puesta del sol, habiendo dormido sus buenas horas, Ciri salió de nuevo. Vysogota, que volvía del río, se tropezó con ella junto a un seto natural de zarzas.

—No salgas demasiado lejos de la varga —dijo en tono acre—. En primer lugar, estás demasiado débil...

—Me siento mejor.

—En segundo, es peligroso. Alrededor hay un enorme pantano, un cañaveral sin fin. No conoces los senderos, puedes perderte o ahogarte en los lodazales.

—Y tú —señaló el saco que el ermitaño iba arrastrando— conoces los senderos, por supuesto. E incluso vas por ellos no demasiado lejos, por lo que el pantano no debe de ser tan grande. Curtes pieles para vivir, está claro. Kelpa, mi yegua, tiene avena y yo no veo aquí sembrados. Hemos comido pollo y gachas de cebada. Y pan. Pan de verdad, no chuscos. No creo que el pan te lo haya dado un trampero. Así que eso significa que hay un pueblo por los alrededores.

—Una deducción sin fallo —confirmó él con serenidad—, Ciertamente, me traen las provisiones de la aldea más cercana. La más cercana, pero que no está para nada cerca, se halla en los límites de la ciénaga. El pantano linda con el río. Cambio mis pieles por víveres que me traen en una canoa. Pan, cebada, harina, sal, queso, a veces un conejo o un pollo. A veces noticias.

No hubo preguntas, así que continuó.

—Una horda de gente a caballo estuvo dos veces en el poblado buscando a alguien. La primera vez advirtieron a los aldeanos de que no te escondieran, amenazaron con hierro y fuego si llegaras a ser capturada en el pueblo. La segunda vez prometieron una recompensa. Por encontrar el cadáver. Tus perseguidores están convencidos de que yaces muerta en los bosques, en alguna hoya o barranco.

—Y no descansarán —murmuró— hasta que no encuentren el cuerpo. Lo sé bien. Tienen que tener alguna prueba de que no estoy viva. Sin esa prueba no renunciarán. Buscarán por todos lados. Y al final llegarán hasta aquí...

—Les interesas mucho —advirtió él—. Aun diría más, les interesas de un modo extraordinario...

Ella apretó los labios.

—No tengas miedo. Me iré antes de que me encuentren. No te expondré a peligro... No tengas miedo.

—¿Por qué supones que tengo miedo? —Se encogió de hombros—. ¿Qué motivo hay para estar atemorizado? Aquí no llegará nadie, nadie será capaz de encontrarte aquí. Pero si sacas las napias fuera de las cañas, te toparás de frente con tus perseguidores.

—En otras palabras —ella echó hacia atrás la cabeza en un gesto de desafío—, que tengo que quedarme aquí. ¿Eso es lo que querías decir?

—No eres una prisionera. Puedes irte cuando gustes. Mejor dicho: cuando seas capaz. Pero puedes también quedarte aquí y esperar. Llegará el día en que tus perseguidores se cansen. Siempre se cansan, antes o después. Siempre. Puedes creerme. Lo conozco bien.

Los ojos verdes de la muchacha brillaron al mirarlo.

—Al fin y al cabo —dijo deprisa el ermitaño, al tiempo que se encogía de hombros y rehuía su mirada—, harás lo que quieras. Repito, no te retendré aquí.

—Sin embargo, hoy no me iré —resopló—. Me siento débil... y el sol se va a poner... y no conozco las sendas. Así que vamos a la choza. Me he quedado helada.

—Has dicho que llevo aquí seis jornadas. ¿Es eso cierto?

—¿Por qué iba a mentir?

—No te alteres. Estoy intentando calcular los días... Yo me escapé... me hirieron... en el día del Equilibrio. El veintitrés de septiembre. Si prefieres contar como los elfos, el último día de Lammas.

—Eso no es posible.

—¿Por qué iba a mentir? —gritó y gimió, al tiempo que se tocaba el rostro. Vysogota la miró con serenidad.

—No sé por qué —dijo con la voz gélida—. Pero yo he sido médico, Ciri. Hace mucho, pero todavía sé distinguir una herida hecha diez horas antes de una hecha cuatro días antes. Te encontré el veintisiete de septiembre. Así que te hirieron el veintiséis. El tercer día de Velen, si prefieres contar como los elfos. Tres días después del equinoccio.

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