—¡Pero qué va! ¿Vienes con nosotros, Chloe? ¿Y tú, Kenna? ¿No vas a cambiar de opinión?
—No. Me quedo.
—Me dejaron junto a la picota, encadenada, con las manos atadas. Me vigilaban dos de ellos. Y dos que no estaban lejos me miraban sin pausa, observaban. Una mujer alta y no fea. Y un hombre de apariencia y movimientos algo femeninos. Un poco raro.
El gato que estaba sentado en el centro de la habitación bostezó con fuerza, aburrido, porque el ratón martirizado había dejado de ser ya divertido. Vysogota estaba en silencio.
—Bonhart, Rience y el tal Skellen o Antillo seguían hablando en la sala del concejo. No sabía de qué. Podía esperarme lo peor, pero estaba resignada. ¿Otra arena más? ¿O simplemente me iban a matar? Pues que lo hagan, pensaba, así se acabará todo por fin. Vysogota callaba.
Bonhart suspiró.
—No mires con esos ojos, Skellen —repitió—. Simplemente quería ganar algunos dineros. Como verás, ya va siendo hora de retirarme, de aposentarme en el balcón, mirar a las palomas. Me dabas por la Ratilla cien florines, la querías muerta a toda costa. Esto me hizo liarme a darle vueltas. Y cuánto no valdrá la moza, pensé. Y me resultaba que si se la mata o se da, la moza sería a lo más seguro menos valiosa que si se la guarda uno. Una ley vieja de la economía y el comercio. Las mercancías como ella suben to el rato de precio. Podríase entonces regatear...
Antillo frunció la nariz como si algo apestara en los alrededores.
—Eres sincero hasta no poder más, Bonhart. Pero ve al grano, a las aclaraciones. Huyes con la muchacha por todo Ebbing, y de pronto apareces y explicas todo con leyes de la economía. Aclara qué es lo que pasó.
—Qué hay que aclarar aquí —sonrió sarcástico Rience—. El señor Bonhart simplemente se ha enterado por fin de quién es de verdad la moza. Y lo que vale.
Skellen no se dignó mirarlo. Miraba a Bonhart, a sus ojos de pez, faltos de expresión.
—¿Y a esta muchacha tan valiosa —habló—, a este valioso botín que se supone que garantizaría tu pensión de vejez, la empujas a la arena en Claremont y la obligas a luchar a muerte? ¿Arriesgas su vida aunque parece que viva es tan valiosa? ¿Cómo es eso, Bonhart? Porque algo no me cuadra aquí.
—Si hubiera muerto en la arena —Bonhart no bajó los ojos—, eso hubiera significado que no valdría nada.
—Entiendo. —Antillo frunció las cejas—. Pero en vez de conducir a la moza a otra arena me la traes a mí. ¿Por qué, si me es dado preguntar?
—Repito. —Rience frunció el ceño—. Se enteró de quién es ella.
—Listo sois, señor Rience. —Bonhart se estiró hasta que le sonaron los huesos—. Lo adivinasteis. Sí, ciertamente, con la brujilla entrenada en Kaer Morhen aún quedaba un enigma. En Geso, durante el asalto a la baronesa, a la moza se le fue la lengüecilla, que ella de tan alta cuna y título, que una baronesa no era pa ella ni una mierda, que hasta debiera arrodillarse ante ella. Entonces, la tal Falka, pensé yo mesmo, es por lo menos condesa. Qué curioso. Una brujilla, es lo primero. ¿Es que hay muchas brujas? Que en la banda de los Ratas, es lo segundo. El coronel imperial en persona se apalanca tras ella del Korath hasta Ebbing, la manda matar, lo tercero. Y a más de ello... una noble, como de alta cuna. Ja, me pensé, habrá que enterarse por fin de quién es en verdad la mozuela.
Calló un momento.
—A lo primero —se limpió la nariz con la manga— no quería soltarlo. Aunque se lo pedí. Con manos, pies y palos que se lo pedí. No quería lisiarla... Pero ya hay que tener potra, se nos cruzó un barbero. Con apaños para sacar dientes. La até a una silla...
Skellen tragó saliva sonoramente. Rience sonrió. Bonhart se miraba la manga.
—Me lo soltó todo antes... Na más ver los instrumentos. Esas tenazas dentales y pelícanos. Al punto se hizo más parlanchína. Resultó ser que es...
—La princesa de Cintra —dijo Rience, mirando a Antillo—. La heredera del trono. Candidata a mujer del emperador Emhyr.
—Lo cual más bien no me dijera el señor Skellen. —El cazador de recompensas frunció la boca—. Me mandó cargármela de lo más normal, lo recalcó varias veces. ¡Matar en el acto y sin piedad! ¿Pero qué es esto, señor Skellen? ¿Matar a una reina? ¿A la futura mujer de vuestro emperador? ¿Con la que, si ha de creerse los rumores, el emperador no piensa más que en contraer santo matrimonio, tras lo que vendrá una gran amnistía?
Mientras lanzaba su discurso, Bonhart taladraba con la mirada a Skellen. Pero el coronel imperial no bajó los ojos.
—De lo que resulta: un embrollo —siguió el cazador—. De modo que entonces, aunque con pesar, hube de renunciar a los míos planes relacionados con esta brujilla y princesa. Me traje todo este embrollo aquí, al señor Skellen. Para charlar, ponernos de acuerdo... Porque este embrollo como que le viene un poco grande a un solo Bonhart...
—Una conclusión muy acertada —chilló algo desde el seno de Rience—. Una conclusión muy acertada, señor Bonhart. Lo que habéis capturado, señores, es algo un poco demasiado grande para ambos. Para suerte vuestra, todavía me tenéis a mí.
—¿Qué es eso? —Skellen se levantó de la silla—. Pero, ¿qué cono es eso?
—Mi maestro, el hechicero Vilgefortz. —Rience sacó de su seno una pequeña cajita de plata—. Más exactamente, la voz de mi maestro. Que nos llega desde ese instrumento mágico llamado xenovoce.
—Saludo a todos los presentes —dijo la caja—. Una pena que sólo pueda escucharos, pero unos asuntos urgentes no me permiten una teleproyección o teleportación.
—Su puta madre, lo que nos faltaba —ladró Antillo—. Pero me lo pude haber imaginado. Rience es demasiado tonto como para actuar por sí mismo y en propio beneficio. Podía haberme imaginado que te escondes todo el tiempo en las tinieblas, Vilgefortz. Como una vieja araña gorda, acechas en la oscuridad, esperando que la tela vibre.
—Vaya una comparación más ofensiva.
Skellen bufó.
—Y no intentes engañarnos, Vilgefortz. Usas de Rience y su cajilla no porque estés muy ocupado, sino porque tienes miedo del ejército de hechiceros, tus antiguos camaradas del Capítulo, que escanean todo el mundo buscando rastros de magia o tu algoritmo. Si intentaras teletransportarte, te encontrarían en un sus.
—Que imponente sabiduría.
—No hemos sido presentados. —Bonhart se inclinó bastante teatral-mente ante la caja de plata—. Mas, ¿acaso a orden vuestra y como vuestro apoderado, señor necromántico, su mercé Rience jurara dar tormento a la muchacha? ¿No se equivocara? Doy mi palabra, a cada momento más importante la moza se hace. A todos, resulta, les es necesaria.
—No hemos sido presentados —dijo Vilgefortz desde la caja—. Pero yo os conozco, señor Bonhart, os asombraríais de cuan bien. Y la muchacha es, ciertamente, importante. Al fin y al cabo se trata de la Leoncilla de Cintra, de la Antigua Sangre. De acuerdo con las profecías de Mina, sus descendientes gobernarán el mundo en el futuro.
—¿Y por qué os es tan necesaria?
—A mí no me es necesaria más que su placenta. La paria. Cuando le saque la placenta, podéis quedaros con el resto. ¿Qué es lo que escucho, unos bufidos? ¿Unos suspiros y aspiraciones llenos de asco? ¿De quién? ¿De Bonhart, que tortura todos los días a la muchacha de las formas más refinadas, física y psíquicamente? ¿De Stefan Skellen, que a órdenes de traidores y conspiradores quiere matar a la muchacha? ¿Eh?
Los estaba escuchando, recordaba Kenna, tumbada en el camastro con las manos puestas tras la nuca. Estaba de pie en la esquina y sentía. Y se me pusieron los pelos de punta. En todo el cuerpo. De pronto entendí el terrible embrollo en el que me había metido.
—Sí, sí —surgió del xenovoce—, has traicionado a tu emperador, Skellen. Sin dudarlo, a la primera oportunidad.
Antillo bufó con desprecio.
—La acusación de traición de la boca de tal architraidor como tú eres, Vilgefortz, es de verdad tremenda. Me sentiría honrado. Si no lo dijera esa broma de feria barata.
—Yo no te acuso de traición, Skellen, yo me burlo de tu ingenuidad y tu incapacidad para la traición. Porque, ¿para qué traicionas a tu señor? Por Ardal aep Dahy y De Wett, condes heridos en su orgullo enfermo, enfadados porque el emperador menospreció a sus hijas al planear el matrimonio con la cintriana. ¡Y ellos contaban que de sus linajes iba a surgir la nueva dinastía, que sus linajes iban a ser los primeros en el imperio, que crecerían rápidamente incluso más allá del trono! Emhyr les quitó de un golpe esta esperanza y entonces ellos decidieron cambiar el rumbo de la historia. No están todavía listos para una empresa armada, pero se puede sin embargo eliminar a la muchacha que Emhyr puso por delante de sus hijas. No quieren ensuciar, por supuesto, sus propias y aristocráticas manitas, así que encontraron a un esbirro a sueldo, Stefan Skellen, que padece de ambición desmedida. ¿Cómo fue eso, Skellen? ¿No quieres contárnoslo?
—¿Para qué? —gritó Antillo—. ¿Y a quién? ¡Pero si tú como siempre lo sabes todo, gran mago! ¡Rience, como siempre, no sabe nada, y así ha de ser, y a Bonhart no le concierne...
—Tú, por tu lado, como ya he señalado, no tienes mucho de lo que enorgullecerte. Los condes te compraron con sus promesas, pero eres demasiado inteligente para no comprender que con los señoritingos no tienes nada que ganar. Hoy les eres necesario como instrumento para eliminar a Ciri, mañana se librarán de ti porque eres un advenedizo de baja cuna. ¿Te prometieron el cargo de Vattier de Rideaux en el nuevo imperio? Ni tú mismo crees en ello, Skellen. Vattier les es mucho más necesario, porque golpes de estado los que quieras, pero los servicios secretos siguen siendo siempre los mismos. Ellos sólo quieren matar con tus manos, a Vattier lo necesitan para controlar el aparato de seguridad. Aparte de que Vattier es vizconde y tú no eres nada.
—Ciertamente —dijo Antillo—. Soy demasiado inteligente como para no haberlo advertido. Así que entonces, ¿ahora tengo que traicionar a Ardal aep Dahy y pasarme a tu lado, Vilgefortz? ¿Eso es lo que quieres? ¡Pero yo no soy una veleta en una torre! Si apoyan la idea de la revolución es por convencimiento e ideología. Hay que acabar con la tiranía autocrática, introducir una monarquía constitucional y después la democracia...
—¿Lo qué?
—El gobierno del pueblo. Un sistema en el que gobernará el pueblo. El común de la ciudadanía de todos los estamentos, a través de los más dignos y honrados representantes surgidos de elecciones justas...
Rience estalló en carcajadas. Bonhart se reía con fuerza. De todo corazón, aunque algo chillón, se rió desde el xenovoce el hechicero Vilgefortz. Los tres se rieron durante largo tiempo, echando lágrimas como garbanzos.
—Venga —interrumpió Bonhart la alegría—. No nos hemos juntado aquí pa estar de farra, sino pa hacer negocios. La muchacha, de momento, no pertenece al común de los ciudadanos de todos los estamentos, sino a mí. Mas puedo venderla. ¿Qué tiene para ofrecer el señor hechicero?
—¿Te interesa el poder sobre el mundo entero?
—No.
—Te permitiré —dijo Vilgefortz muy despacio— que estés presente en lo que le voy a hacer a la muchacha. Vas a poder observarlo. Sé que consideras que este espectáculo está por encima de cualquier otro placer.
Los ojos de Bonhart brillaron con fuego blanco. Pero estaba tranquilo.
—¿Y más concretamente?
—Y más concretamente: estoy dispuesto a pagar tu tarifa por veinte veces. Dos mil florines. Considera, Bonhart, que se trata de una bolsa de dinero que no vas a ser capaz de llevar tú mismo, necesitarás una mula de carga. Te bastará para la pensión, balcón, palomas y hasta para vodka y putas si mantienes unas medidas razonables.
—De acuerdo, señor mago. —El cazador sonrió aparentemente despreocupado—. Esa vodka y esas putas ciertamente a mi corazón han llegado.
Hagamos el trato. Mas el mencionado espectáculo también lo añadiría. Más de mi gusto sería, cierto, mirar cómo muere en la arena, mas también con deleite echaré un vistazo a vuestro trabajo de cuchillería. Añadirlo como bonificación.
—Trato hecho.
—Rápido os ha ido —valoró áspero Antillo—. De verdad, Vilgefortz, rápido y sin problemas has formado con Bonhart una sociedad. Sociedad que es y será societas leonina. Pero, ¿no os habéis olvidado de algo? La sala del concejo en la que estáis, y la cintriana con la que mercadeáis, están rodeadas de dos docenas de hombres armados. De mis hombres.
—Querido coronel Skellen —resonó la voz de la caja de Vilgefortz—. Me insultas juzgando que con este intercambio deseo perjudicarte. Antes al contrario. Pretendo ser extraordinariamente liberal. No puedo asegurarte lo que has dado en llamar democracia. Pero te garantizo ayuda material, apoyo logístico y acceso a la información gracias a la que dejarás de ser para los conspiradores un mero instrumento y te convertirás en socio. Uno con cuya persona y opinión tendrán que contar el infante Joachim de Wett, el duque Ardal aep Dahy, el conde Broinne, el conde d'Arvy y todo el resto de conspiradores de sangre azul. ¿Qué más da que se trate de una societas leonina? Cierto, si el botín es Cirilla, tomaré la parte del león de ese botín por mis, como me parece, merecimientos. ¿Tanto te duele? Al fin y al cabo vas a tener un beneficio que no es pequeño. Si me das a la cintriana, el puesto de Vattier de Rideaux lo tendrás en el bolsillo. Y siendo el jefe de los servicios secretos, Stefan Skellen, podrás realizar tus diversas utopías, incluyendo la democracia y elecciones justas. Como ves, a cambio de una delgada quinceañera, te concedo que se cumplan las ambiciones y deseos de tu vida. ¿Lo ves?
—No. —Antillo meneó la cabeza—. Sólo lo escucho.
—Rience.
—¿Sí, maestro?
—Dale al señor Skellen una prueba de la calidad de nuestra información. Dile qué es lo que sacaste de Vattier.
—En este destacamento —dijo Rience— hay un espía.
-¿Qué?
—Lo que has oído. Vattier de Rideaux tiene aquí un topo. Sabe todo lo que hacéis. Por qué lo haces y para quién. Vattier os ha metido a su agente.
Se acercó a ella muy despacio. Casi no la oyó.
—Kenna.
—Neratin.
—Estabas abierta a mis pensamientos. Allí, donde el concejo. Sabes en lo que estaba pensando. Así que sabes quién soy.
—Escucha, Neratin...
—No. Escucha tú, Joanna Selborne. Stefan Skellen traiciona a la patria y al emperador. Conspira. Todos los que estén con él terminarán en el cadalso. Los descuartizarán los caballos en la plaza del Milenario.