—¿No sabes por casualidad con quién habló Yennefer por ultima vez antes de desmontar la máquina infernal? ¿La noche del veintisiete al veintiocho de agosto? ¿Con quién? ¿Y de qué?
Triss cubrió los ojos con sus pestañas.
El rayo de luz desviado por el brillante revivió con un resplandor la superficie del espejo. Yennefer extendió las dos manos, gritó un hechizo. El reflejo cegador se convirtió en una niebla retorcida, de la niebla comenzó a surgir enseguida una imagen. La imagen de una habitación de paredes cubiertas con unos tapices multicolores.
Un movimiento en la ventana. Y una voz inquieta.
—¿Quién? ¿Quién está allí?
—Soy yo, Triss.
—¿Yennefer? ¿Eres tú? ¡Dioses! ¿De dónde... dónde estás?
—No importa dónde esté. No bloquees porque la imagen titila. Y quita la lamparilla porque me ciega.
—Ya. Por supuesto.
Aunque era muy tarde, Triss Merigold no estaba ni en negligé ni en roba de trabajo. Llevaba un vestido de calle. Como de costumbre, abrochado muy alto junto al cuello.
—¿Podemos hablar libremente?
—Por supuesto.
—¿Estás sola?
—Sí.
—Mientes.
—Yennefer...
—No me engañas, mocosa. Conozco ese gesto, estoy harta de verlo. Hacías lo mismo cuando comenzaste a dormir con Geralt a mis espaldas. Entonces también te ponías la misma máscara de pollito inocente que veo ahora en tu rostro. ¡Y ahora significa lo mismo que entonces!
Triss enrojeció. Y junto a ella apareció en la ventana Filippa Eilhart, vestida con un jubón granate de hombre con bordados de plata.
—Bravo —dijo—. Astuta, como siempre, como siempre penetrante. Estoy contenta de verte sana y salva, Yennefer. Estoy contenta de ver que la loca teleportación desde Montecalvo no terminó en una tragedia.
—Pongamos que de verdad te alegras. —Yennefer torció el gesto—. Aunque se trata de una suposición bastante atrevida. Pero dejémoslo. ¿Quién me traicionó?
—¿Acaso importa? —Filippa se encogió de hombros—. Ya hace cuatro días que contactas con traidores. Con aquéllos para los que la traición y la venalidad son su segunda naturaleza. Y con aquéllos a los que tú misma empujaste a la traición. Uno de ellos te traicionó. El orden natural de las cosas. No me digas que no lo esperabas.
—Por supuesto que me lo esperaba —bufó Yennefer—. La mejor prueba es que contacto con vosotras. No tendría por qué hacerlo.
—No tendrías. Eso quiere decir que quieres algo.
—Bravo. Astuta, como siempre, como siempre penetrante. Contacto con vosotras para aseguraros que el secreto de vuestra logia está a salvo conmigo. No os traicionaré.
Filippa la miró a través de sus pestañas.
—Si contabas —dijo por fin— con que esta declaración te iba a servir para comprarte tiempo, tranquilidad y seguridad, te equivocas. No nos engañemos, Yennefer. Al huir de Montecalvo realizaste una elección, te declaraste por un lado de la barricada. Quien no está en la logia está contra ella. Ahora intentas adelantarte a nosotras en la tarea de encontrar a Ciri y los motivos que te mueven a ello son precisamente los contrarios a los nuestros. Actúas contra nosotras. No quieres permitir que utilicemos a Ciri para nuestros objetivos políticos. Así que nosotras haremos todo lo posible para que no consigas utilizar a la muchacha para los tuyos, sentimentales.
—¿Así que guerra?
—Competencia —sonrió Filippa venenosamente—. Sólo competencia, Yennefer.
—¿Leal y honorable?
—Estás bromeando.
—Por supuesto. Sin embargo, al menos hay cierto asunto que querría dejar claro honestamente.
—Dilo.
—En los próximos días, puede que mañana, sucederán unos acontecimientos cuyas consecuencias no estoy en estado de prever. Puede ser que nuestra competencia deje de tener importancia de pronto. Por una causa muy simple. Que no haya competidora.
Filippa Eilhart entornó sus ojos, matizados por una sombra celeste.
—Entiendo.
—Conseguid entonces que recupere después de mi muerte mi reputación y mi buen nombre. Para que no me consideren más como una traidora y aliada de Vilgefortz. Pido esto a la logia. Te lo pido a ti personalmente.
Filippa calló un instante.
—Rechazo la petición —dijo por fin—. Lo siento, pero tu rehabilitación no está dentro de los intereses de la logia. Si mueres, mueres como una traidora. Serás una traidora y una criminal para Ciri, porque entonces será más fácil manipular a la muchacha.
—Antes de que emprendas algo que amenace muerte —habló de pronto Triss—, déjanos...
—¿Un testamento?
—Algo que nos permita... continuar... seguir tus huellas. Encontrar a Ciri. ¡Se trata de su bienestar! ¡De su vida! Yennefer, Dijkstra encontró... ciertas huellas. Si Vilgefortz tiene a Ciri, a la muchacha le amenaza una muerte horrible.
—Calla, Triss —ladró brusca Filippa Eilhart—. Aquí no habrá mercadeo ni regateos.
—Os dejaré indicaciones —dijo Yennefer lentamente—. Os dejaré informaciones de lo que me enteré y de lo que voy a emprender. Os dejaré huellas que podréis seguir. Pero no gratis. No queréis rehabilitarme a ojos del mundo, pues al diablo con vuestro mundo. Pero rehabilitadme siquiera a ojos de un brujo.
—No —respondió casi de inmediato Filippa—. Esto tampoco entra dentro de los intereses de la logia. También para tu brujo seguirás siendo una hechicera traidora y nefanda. No entra dentro de los intereses de la logia el que alborotara, buscando venganza, y si te desprecia, no va a querer vengarte. Al fin y al cabo, creo que ya está muerto. O lo estará un día de éstos.
—Informaciones —habló Yennefer con voz sorda— por su vida. Sálvalo, Filippa.
—No, Yennefer.
—Porque no entra dentro de los intereses de la logia. —En los ojos de la hechicera ardió un fuego violeta—. ¿Lo has oído, Triss? Ésta es tu logia. Éste es su verdadero rostro, éstos sus verdaderos intereses. ¿Y qué dices a ello? Eras la tutora de la muchacha, casi, como tú misma dijiste, su hermana mayor. Y Geralt...
—No tomes a Triss por la fibra romántica, Yennefer. —Filippa se tomó la revancha con el fuego de sus ojos—. Encontraremos y rescataremos a la muchacha sin tu ayuda. Y si tú tuvieras éxito, entonces gracias mil, nos la proporcionarás, nos ahorrarás fatigas. Tu arrancas a la muchacha de manos de Vilgefortz, nosotros de las tuyas. ¿Y Geralt? ¿Quién es Geralt?
—¿Has oído, Triss?
—Perdóname —dijo sordamente Triss Merigold—. Perdóname, Yennefer.
—Oh, no, Triss. Nunca.
Triss miraba al suelo. Los ojos de Crach an Craite eran como ojos de azor.
—Al día siguiente de esta última comunicación secreta —dijo despacio el yarl de Skellige—, de ésa de la que tú, Triss Merigold, no sabes nada, Yennefer se fue de Skellige, poniendo curso al Abismo de Sedna. Al preguntarle por qué se dirigía precisamente hacia allí, me miró a los ojos y respondió que tenía intenciones de comprobar en qué se diferencian las catástrofes naturales de las innaturales. Se fue con dos drakkars, el
Támara
y el
Alción,
con una tripulación compuesta exclusivamente de voluntarios. Esto fue el veintiocho de agosto, hace dos semanas. No la volví a ver...
—¿Cuándo te enteraste...?
—Cinco días después. —La interrumpió bastante poco ceremoniosamente—. Tres días después de la nueva de septiembre.
El capitán Asa Thjazi, sentado delante del yarl, estaba intranquilo. Se lamía los labios, se removía en el banco, retorcía los dedos de tal forma que hasta saltaban los pulgares.
El sol rojo, que había logrado salir por fin de entre las nubes que cubrían el cielo, iba bajando poco a poco hacia Spikeroog.
—Habla, Asa —le ordenó Crach an Craite.
Asa Thjazi tosió con fuerza.
—Avanzamos muy deprisa —siguió—. El viento nos era favorable, hacíamos mas de doce nudos. Entonces, ya el veintinueve, vimos por la noche la luz del faro de Peixe de Mar. Doblamos un poco hacia el oeste, para no toparnos con algún nilfgaardiano... Y un día antes de la nueva de septiembre, al alba, entramos en la zona del Abismo de Sedna. Entonces, la hechicera nos llamó a mí y a Guthlaf...
—Necesito voluntarios —dijo Yennefer—. Sólo voluntarios. Ni uno más de los que sean necesarios para manejar el drakkar por un corto período de tiempo. No sé cuántos hacen falta, no sé nada de esto. Pero pido que no se deje en el
Alción
ni siquiera a una persona más por encima de la cifra estrictamente necesaria. Y repito: sólo voluntarios. Lo que pretendo hacer... es muy arriesgado. Más que una batalla naval.
—Comprendo. —El viejo senescal afirmó con la cabeza—. Y me presento como primero. Yo, Guthlaf, hijo de Sven, pido este honor.
Yennefer le miró largo rato a los ojos.
—Está bien —dijo—. El honor es mío.
—Yo también me presenté —dijo Asa Thjazi—, pero Guthlaf no accedió. Alguien, dijo, tiene que llevar el mando del
Támara.
Como resultado, se presentaron quince. Entre ellos Hjalmar, yarl. Crach an Craite alzó las cejas.
—¿Cuántos hacen falta, Guthlaf? —repitió la hechicera—. ¿Cuántos sobran? Por favor, cuéntalo con precisión.
El senescal guardó silencio algún tiempo, calculó.
—Con ocho basta —dijo por fin—. Si no es mucho tiempo... Pero al fin y al cabo aquí todos son voluntarios, así que no hay ninguna necesidad...
—Selecciona a ocho de entre esos quince —le interrumpió con brusquedad—Elígelos tú mismo. Y ordena a los elegidos que pasen al
Alción.
El resto se queda en el
Tamara.
Ah, uno de los que se queda lo selecciono yo. ¡Hjalmar!
—¡No, señora! ¡No podéis hacerme esto! ¡Me presenté y estaré a vuestro lado! Quiero estar...
—¡Calla! ¡Te quedas en el
Tamara
! ¡Es una orden! ¡Una palabra más y hago que te aten al mástil!
—Sigue, Asa.
—La maga, Guthlaf y los mencionados ocho voluntarios subieron al .
Alción
y navegaron hacia el Abismo. Nosotros, con el
Tamara,
nos mantuvimos a un lado siguiendo las órdenes, pero de modo que no nos alejáramos. Con el tiempo, que hasta entonces nos había sido favorable, alguna diablura comenzó a pasar al pronto. Sí, bien digo, diablura, porque alguna fuerza impura era, yarl... Que me pasen por la quilla si miento...
—Sigue.
—Allá donde nosotros estábamos, el
Tamara,
se entiende, estaba tranquilo. Aunque soplaba algo el aire y el cielo se puso negro de las nubes, hasta que casi parecía que el día se tornaba noche. Mas allá donde estaba el
Alción,
se había abierto el mismo infierno. Un verdadero infierno...
La vela del
Alción
se agitó de pronto con tanta fuerza que escucharon sus estampidos pese a la distancia que los separaba del drakkar. El cielo se ennegreció, las nubes se agruparon. El mar, que alrededor del
Tamara
parecía totalmente tranquilo, se enfureció y bullía espumeante junto a la borda del
Alción.
Alguien gritó de pronto, otro le siguió y al poco gritaban todos.
Bajo una masa de negras nubes que se aposentaban sobre él, el
Alción
bailaba entre las olas como un corcho, girando, virando y saltando, golpeando en ellas bien con la proa, bien con la popa. A veces el drakkar desaparecía de la vista casi por completo. A veces no se veía más que la vela de bandas de colores.
—¡Esto son hechizos! —gritó alguien a espaldas de Asa—. ¡Es magia diabólica!
Un remolino hacía girar al
Alción
cada vez más deprisa y más deprisa. Los escudos, arrancados por la fuerza centrífuga de las bordas del drakkar, volaban por el aire como discos, revoloteaban a izquierda y derecha los destrozados remos.
—¡Arrizar la vela! —gritó Asa Thjazi—. ¡Y a los remos! ¡Vamos allá! ¡Hay que salvarlos!
Era ya, sin embargo, demasiado tarde.
El cielo sobre el
Alción
se había puesto negro, la oscuridad estalló de pronto en el zigzag de los relámpagos que rodearon el drakkar como los tentáculos de una medusa. Las nubes agrupadas en formas fantásticas se retorcían en un embudo monstruoso. El drakkar giraba en círculo con una increíble velocidad. El mástil se quebró como una cerilla, la vela destrozada salió disparada por encima de la cubierta como un gigantesco albatros.
—¡A los remos, por mi fe!
Por encima de sus propios gritos, por encima del bramido de los elementos que lo amortiguaban todo, escuchaban sin embargo los gritos de la gente del
Alción.
Gritos tan increíbles que los pelos se ponían de punta. A ellos, viejos lobos de mar, sangrientos berserkers, marineros que habían visto y escuchado mucho.
Soltaron los remos, conscientes de su impotencia. Quedaron estupefactos, hasta dejaron de gritar.
El
Alción,
todavía girando, se comenzó a elevar lentamente por encima de las olas. Y subía cada vez más alto y más alto. Vieron el agua que se escurría, la quilla cubierta de moluscos y algas. Vieron luego una forma negra, una silueta que caía al agua. Luego una segunda. Y una tercera.
—¡Están saltando! —bramó Asa Thjazi—. ¡A remar, muchachos, sin parar! ¡Con todas las fuerzas! ¡Vamos a ayudarlos!
El
Alción
estaba ya a más de cien codos de la superficie marina, que bullía como una olla. Seguía girando, enorme, el timón rezumando agua, rodeado por una ígnea tela de araña de relámpagos, atraído por una fuerza invisible hacia las nubes.
De pronto, una explosión que taladraba los oídos quebró el aire. Aunque empujado hacia delante por la fuerza de quince pares de remos, el
Támara
retrocedió de pronto y voló hacia atrás. A Thjazi le desapareció el suelo bajo sus pies. Cayó, se golpeó en la frente con la borda.
No se pudo levantar por sí mismo, tuvieron que alzarlo. Estaba aturdido, agitaba y movía la cabeza, se tambaleaba, balbuceaba sin sentido. Escuchaba los gritos de su tripulación como desde detrás de una pared. Se acercó a la borda, agarrándose como un borracho, clavó los dedos en el reling.
El viento enmudeció, las olas se calmaron. Pero el cielo todavía seguía negro de a causa de los cúmulos de nubes.
Del
Alción
no quedaban ni las huellas.
—Ni huellas quedaron, yarl. Oh, algún pedacillo, algunos trapos... Pero no más.
Asa Thjazi interrumpió la narración, miraba al sol, que desaparecía por detrás de la cumbre boscosa de Spikeroog. Crach an Craite, pensativo, no le apremió.