Recompensado con un sonoro aplauso, Stavro, desnudo hasta la cintura, tomó el arma, pasó un pie sobre los maderos de la barrera, al tiempo que observaba a Ciri con atención. Ciri cruzó los brazos sobre el pecho. No dio ni un paso en dirección a la espada clavada en la arena. Stavro vaciló.
—No lo hagas —dijo Ciri, muy bajito—. No me obligues... No dejaré que me toquen.
—No me guardes rencor, moza. —Stavro cruzó la barrera—. No tengo na contra ti. Mas los negocios son los negocios...
No terminó, porque Ciri ya estaba junto a él, ya tenía en la mano a Golondrina: así había llamado en su pensamiento a la gwyhyr gnoma. Utilizó el ataque más sencillo, casi infantil, una finta llamada «tres pasos», pero Stavro se dejó atrapar por ella. Dio un paso hacia atrás e instintivamente alzó la espada, pero entonces estaba ya a su merced. Después del salto apoyó la espalda en los maderos que contorneaban el ruedo, la hoja de Golondrina estaba a una pulgada de la punta de su nariz.
—Este truco —le aclaró Bonhart a la marquesa, por encima de los gritos y de los bravos— se llama «tres pasos, engaño y ataque en tercia». Un número simplón, esperaba más de la muchacha, algo más refinado. Pero hay que reconocer que si hubiera querido, el tío éste ya estaría muerto.
—¡Mátalo, mátalo! —gritaban los espectadores y Houvenaghel y el burgomaestre mostraban sus pulgares dirigidos hacia abajo. La sangre se le retiró a Stavro del rostro, en las mejillas se le resaltaron feamente los agujeros y cicatrices dejados por la viruela.-
—Te dije que no me obligaras —siseó Ciri—. ¡No quiero matarte! Pero no me dejaré tocar. Regresa allá de donde viniste.
Ciri retrocedió, se dio la vuelta, bajó la espada y miró hacia arriba, hacia la logia.
—¿Os divertís conmigo? —gritó con la voz quebrada—. ¿Queréis obligarme a luchar? ¿A matar? ¡No me obligaréis! ¡No voy a luchar!
—¿Has oído, Imbra? —resonó en el silencio la voz de Bonhart—. ¡Negocio limpio! ¡Sin riesgo alguno! No va a luchar. Se la puede coger del ruedo y llevársela viva al barón Casadei para que juegue con ella a voluntad. ¡Se la puede coger sin riesgo! ¡Con las manos!
Windsor Imbra escupió. Stavro, todavía con la espalda apretada contra los maderos, aspiraba, aferrando la espada en la mano. Bonhart se rió.
—Mas yo, Imbra, apuesto brillantes contra avellanas a que no lo conseguís.
Stavro respiró hondo. Le pareció que la muchacha, que estaba de espaldas a él, se encontraba distraída, desconcentrada. Él ardía de rabia, de vergüenza y de odio. Y no se pudo contener. Atacó. Rápido y a traición.
Los espectadores no advirtieron el rechazo ni el contraataque. Sólo vieron cómo Stavro, que se lanzaba sobre Falka, realizaba un verdadero paso de ballet después del que, de forma poco bailarina, cayó de barriga sobre la arena, y cómo al instante la arena se anegaba en sangre.
—¡Los instintos se apoderan de la razón! —gritó Bonhart por encima de la turba—. ¡Los reflejos actúan! ¿Qué, Houvenaghel? ¿No te lo dije? ¡Ya verás cómo no van a ser necesarios los alanos!
—¡Qué espectáculo más bonito y rentable! —Houvenaghel hasta entrecerraba de placer los ojos.
Stavro se alzó sobre unos brazos que temblaban del esfuerzo, agitó la cabeza, gritó, emitió un ronquido, vomitó sangre y cayó sobre la arena.
—¿Cómo se llama ese golpe, Bonhart? —dijo con su ronca voz sensual la marquesa de Nementh-Uyvar, restregando una rodilla contra la otra.
—Esto ha sido una improvisación. —Por detrás de los labios del cazador de recompensas, que no miraba en absoluto a la marquesa, relucieron sus dientes—. Una improvisación hermosa, creativa y yo diría que hasta visceral. He oído hablar de un lugar en el que enseñan tales improvisaciones para sacar las tripas. Me apuesto a que nuestra señorita conoce ese lugar. Yo ya sé quién es ella.
—¡No me obliguéis! —gritaba Ciri, y en su voz vibraba una nota casi fantasmal—. ¡No quiero! ¿Entendéis? ¡No quiero!
—¡Tú, puta del infierno! —Amaranto saltó la barrera con habilidad, enseguida se puso a recorrer la arena para desviar la atención de Ciri de Malospelos, que estaba saltando a la arena por el lado contrario. Después de Malospelos cruzó la barrera Piel de Caballo.
—¡Juego sucio! —gritó el burgomaestre Pennycuick, pequeño como un mediano y vigilante de la limpieza de! juego. Y junto con él gritó la multitud entera.
—¡Tres contra una! ¡Juego sucio!
Bonhart sonrió. La marquesa se pasó la lengua por los labios y comenzó a restregar las piernas aún más fuerte.
El plan del trío era sencillo: empujar a la muchacha haciéndola retroceder hasta la valla y luego dos la bloquean y uno mata. No funcionó. Por una razón muy simple. La muchacha no retrocedió, sino que atacó.
Se introdujo entre ellos con una pirueta de ballet, tan hábilmente que casi no rozaba la arena. A Malospelos le asestó al vuelo, justo donde había que asestar. En la arteria del cuello. El corte fue tan leve que no perdió el ritmo, bailando se retorció en un golpe de revés, tan deprisa que no le cayó encima ni una gota de sangre, que brotaba del cuello de Malospelos en un flujo casi sin pausa. Amaranto, que se encontraba detrás de ella, quiso cortarla en el cuello, pero su golpe traicionero tintineó contra una relampagueante parada realizada por la hoja lanzada a la espalda. Ciri se dio la vuelta como un muelle, cortó con las dos manos, reforzando la fuerza del golpe con una violenta torsión de las caderas. La oscura hoja gnoma era como una navaja de afeitar, rajó la barriga con un silbido y un chasquido. Amaranto aulló y rodó por la arena, haciéndose un ovillo. Piel de Caballo, acercándose de un salto, lanzó un pinchazo a la muchacha en el cuello, pero ésta se removió evitándolo, se volvió ágil y lo cortó breve con el centro de la hoja en el rostro, destrozándole el ojo, la nariz, los labios y la barbilla.
Los espectadores gritaron, silbaron, patearon y aullaron. La marquesa de Nementh-Uyvar introdujo ambas manos por entre sus muslos apretados, se lamió los labios brillantes y rió con su aguardentoso y nervioso contralto. El capitán nilfgaardiano de la reserva estaba blanco como el papel. Una mujer intentaba taparle los ojos a un niño que se resistía. Un anciano de cabello grisáceo que estaba en la primera fila vomitó violenta y sonoramente, metiendo la cabeza entre las piernas.
Piel de Caballo sollozó, sujetándose el rostro, bajo los dedos resbalaba la sangre mezclada con saliva y mocos. Amaranto se retorcía y chillaba como un cerdo. Malospelos dejó de arañar los maderos, resbaladizos por la sangre que brotaba de él al ritmo de los latidos de su corazón.
—¡Ayuuuda! —aulló Amaranto, sujetando espasmódicamente las entrañas que se le salían de la barriga—. ¡Camaraaadaas! ¡Ayuuudaaa!
—Fiii... buuu... beeee... —Piel de Caballo escupía y moqueaba sangre.
—¡Má-ta-lo! ¡Má-ta-lo! —gritaban los espectadores, dando patadas rítmicamente. El viejecillo vomitador fue extraído del banco y se le echó a patadas a la galería.
—Brillantes contra avellanas —se distinguió entre el barullo el sarcástico bajo de Bonhart— a que nadie más se atreve a salir a la arena. ¡Brillantes contra avellanas, Imbra! ¡Pero qué más me da, hasta brillantes contra avellanas hueras!
—¡Ma-tar! —Aullidos, pateos—. ¡Ma-tar!
—¡Noble señora! —gritó Windsor Imbra, llamando con gestos a sus subordinados—. ¡Permitid sacar a los heridos! ¡Permitidnos entrar en el ruedo y retirar a aquéllos que se desangran y mueren! ¡Sed humana, noble señora!
—Humana —repitió Ciri con esfuerzo, sintiendo que sólo ahora comenzaba a latir en ella la adrenalina. Se controló rápidamente, con una serie de aspiraciones bien estudiadas—. Entrad y retiradlos —dijo—. Pero entrad sin armas. Sed vosotros también humanos. Al menos una vez.
—¡Nooo! —gritaba la multitud, armando escándalo—. ¡Ma-tar! ¡Ma-tar!
—¡Vosotros, animales repugnantes! —Ciri se volvió con paso de baile, pasando la mirada por las tribunas y los bancos—. ¡Vosotros, cerdos infames! ¡Canallas! ¡Malditos hijos de puta! ¿Queréis sangre? ¡Bajad aquí, entrad y saboreadla y oledla! ¡Lamedla antes de que se coagule! ¡Animales! ¡Vampiros!
La marquesa gimió, tembló, volteó los ojos y se apretó blanducha contra Bonhart, sin sacar las manos de entre sus muslos. Bonhart frunció el ceño y la apartó de sí sin esforzarse por ser delicado. La muchedumbre aulló. Alguien lanzó a la arena un chorizo mordisqueado, otro una bota, otro más lanzó un pepino dirigido a Ciri. Ella rajó el pepino con un golpe de espada, provocando un griterío todavía mayor.
Windsor Imbra y su gente levantaron a Amaranto y Piel de Caballo. Amaranto, cuando lo movieron, gritó. Piel de Caballo, por su parte, se desmayó. Malospelos y Stavro no daban ya señales de vida. Ciri retrocedió de tal modo que se colocó lo más lejos que permitía el ruedo. La gente de Imbra intentaba mantenerse también a distancia de ella.
Windsor Imbra se quedó inmóvil. Esperó a que sacaran a los heridos y muertos. Miró a Ciri por debajo de sus párpados fruncidos y tenía la mano sobre la empuñadura de la espada, que, pese a las promesas, no se había quitado al entrar en la arena.
—No —le advirtió ella, moviendo apenas los labios—. No me obligues. Por favor.
Imbra estaba pálido. La multitud pateaba, gritaba y aullaba.
—¡No la escuches! —Bonhart volvió a hablar por encima del griterío—. ¡Toma la espada! ¡En caso contrario todo el mundo sabrá que eres un cagón y un cobarde! Desde el Alba al Yaruga se oirá que Windsor Imbra huyó de una muchacha de pocos años, metiendo el rabo entre las piernas como un perrillo faldero!
La hoja de Imbra salió una pulgada de la vaina.
—No —dijo Ciri.
La hoja volvió a entrar en la vaina.
—¡Cobarde! —gritó alguien entre la multitud—. ¡Comemierda! ¡Gallina!
Imbra, con el rostro pétreo, anduvo hacia el borde del ruedo. Antes de que agarrara la mano que le tendían sus camaradas, se volvió.
—Creo que sabes lo que te espera, moza —dijo en voz baja—. Creo que ya sabes quién es Leo Bonhart. Creo que ya sabes de lo que es capaz. Lo que le excita. Te empujarán a la arena. Matarás para regocijar a cerdos y mirones como éstos de aquí. Y a otros todavía peores que ellos. Y cuando tus matanzas les dejen de divertir, cuando Bonhart se aburra de la violencia que te hace, entonces te matarán a ti. Echarán a la arena a tantos que no serás capaz de defender tu espalda. O te echarán perros. Y los perros te destrozarán y la turba en el tendió olerá la sangre y gritará bravo. Y tú morirás sobre la arena anegada en sangre. Como éstos a los que hoy tú has rajado. Te acordarás de mis palabras.
Extraño, pero sólo entonces se dio cuenta ella del pequeño escudo heráldico que Imbra llevaba en su pechera esmaltada.
Un unicornio de plata erguido sobre un campo de ébano.
Un unicornio.
Ciri bajó la cabeza. Miró la hoja calada de la espada.
De pronto se hizo el silencio.
—Por el Gran Sol —habló de pronto, Declan Ros aep Maelchlad, el capitán nilfgaardiano de la reserva, quien había estado callado hasta entonces—. No. No lo hagas, muchacha. ¡Ne tuv'en que'ss, luned!
Ciri giró a Golondrina en sus manos poco a poco, apoyó el pomo en la arena, dobló las rodillas. Sujetando la hoja con la mano derecha, con la izquierda dirigió la punta con precisión hasta colocarla bajo el esternón. La hoja traspasó la ropa al instante, le pinchó.
No voy a llorar, pensó Ciri, apoyándose cada vez más en la espada. No voy a llorar, no hay por quién ni por qué. Un movimiento rápido y se habrá acabado todo... Todo...
—No serás capaz —resonó en el absoluto silencio la voz de Bonhart—. No serás capaz, brujilla. En Kaer Morhen te enseñaron a matar y matas como una máquina. Inconscientemente. Pero para matarse a uno mismo hace falta carácter, fuerza, determinación y valentía. Y eso nadie te lo pudo enseñar.
—Como ves, tenía razón —dijo Ciri con esfuerzo—. No fui capaz.
Vysogota guardaba silencio. Tenía en la mano una piel de nutria. Inmóvil. Desde hacía mucho tiempo. Mientras escuchaba, casi había olvidado la piel.
—Me acobardé. Fui una cobarde. Y pagué por ello. Como paga todo cobarde. Con dolor, vergüenza, una terrible humillación. Un tremendo asco hacia mí misma.
Vysogota guardaba silencio.
Si aquella noche alguien se hubiera deslizado hasta aquella cabaña con su tejado de bálago hundido, si hubiera mirado a través de las rendijas de los postigos, habría visto en su interior escasamente iluminado a un viejecillo de barba blanca y a una muchacha de cabellos cenicientos sentados junto a la chimenea. Habría visto que ambos guardaban silencio, con la mirada clavada en el carbón de color rubí que se iba consumiendo.
Pero nadie pudo haber visto aquello. La choza del hundido tejado de bálago cubierto de musgo estaba bien escondida entre la niebla y los vapores, entre los cañaverales impenetrables, en los cenagales de Pereplut, donde nadie se atrevía a adentrarse.
El que derramare sangre de hombre, por el hombre su sangre será derramada.
Génesis, 9:6
Muchos de entre los que viven merecen morir y algunos de los que mueren merecen la vida. ¿Puedes devolver la vida? Entonces no te apresures a dispensar la muerte, pues ni el más sabio conoce el fin de todos los caminos.
John Ronald Reuel Tolkien
Ciertamente, hace falta grande orgullo y grande ceguera para llamar justicia a un cadáver que cuelga en un cadalso.
Vysogota de Corvo
—¿Qué es lo que busca el brujo en mi terreno? —repitió la pregunta Fulko Artevelde, el prefecto de Riedbrune, quien estaba ya visiblemente impaciente por el silencio que se iba alargando—. ¿De dónde viene el brujo? ¿Adonde se dirige? ¿Con qué objetivo?
Y así se acaba la diversión, pensó Geralt, contemplando el rostro del prefecto, marcado por gruesas cicatrices. Así se termina el juego del caballeroso brujo que se apiada de una banda de despreciables gentes del bosque. Así concluye el deseo de lujo y pernocta en posadas en las que siempre hay un espía. Éstos son los resultados obtenidos de viajar con una cotorra versificadora. Por ello me hallo ahora sentado en esta habitación sin ventanas, con aspecto de celda, sobre una silla para interrogatorios, dura y clavada al suelo, y en el respaldo de esa silla, no se puede no advertirlo, hay unos agarraderos y unas cintas de cuero. Para sujetar las manos e inmovilizar el cuello. De momento no las han usado, pero están ahí.