Descendió a una terraza todavía más baja. Los drakkars iban uno por uno alcanzando la orilla, los guerreros saltaban a la playa. Barbados, cargados con armas, los berserkers de Skellige. Muchos se destacaban por el blanco de los vendajes, muchos para poder andar tenían que usar de la ayuda de los camaradas. A algunos había que transportarlos.
Las mujeres de Skellige arremolinadas en la orilla reconocían, gritaban y lloraban de alegría, si tenían suerte. Si no la tenían, se desmayaban. O se iban, despacio, en silencio, sin un reproche. A veces miraban, con la esperanza de que en el golfo brillara la vela blanca y roja del
Daría.
No venía el
Daría.
Yennefer distinguió la melena pelirroja de Crach an Craite, yarl de Skellige, por encima de las otras cabezas. Fue uno de los últimos en bajar de la cubierta del
Ringhorn.
El yarl gritaba órdenes, realizaba encargos, comprobaba, se preocupaba. Dos mujeres, una rubia y otra morena, tenían los ojos clavados en él y lloraban. De alegría. El yarl, seguro por fin de que había vigilado todo y de todo se había ocupado, se acercó a las mujeres, las abrazó en una tenaza de oso, las besó a las dos. Y luego alzó la cabeza y vio a Yennefer. Sus ojos ardieron, su rostro tostado se endureció como un escollo rocoso, como la punta de azófar de un escudo.
Lo sabe, pensó la hechicera. Las noticias se extienden pronto. Mientras estaba navegando, el yarl se enteró de cómo me pescaron anteayer con una red, en el golfo, detrás de Spikeroog. Sabía que me iba a encontrar en Kaer Trolde.
¿Magia o palomas mensajeras?
Se acercó a ella sin apresurarse. Olía a mar, a sal, a pez, a cansancio. Ella miró sus ojos claros e inmediatamente resonó en sus oídos el grito de guerra de los berserker, el golpeteo de los escudos, los chasquidos de las espadas y las hachas. El grito de los asesinados. El grito de gente saltando desde el
Daría
en llamas.
—Yennefer de Vengerberg.
—Crach an Craite, yarl de Skellige. —Hizo una ligera reverencia ante él.
Él no correspondió la reverencia. Malo, pensó Yennefer.
Él vio de inmediato el cardenal de ella, un recuerdo del golpe de remo. El rostro del yarl se endureció de nuevo, le temblaron los labios, mostró por un segundo los dientes.
—El que te golpeara responderá de ello.
—Nadie me golpeó. Me tropecé en las escaleras.
La miró con atención, luego se encogió de hombros.
—No quieres acusar a nadie; como quieras. Yo no tengo tiempo de andar investigando. Y ahora escucha lo que tengo que decir. Atentamente, porque van a ser las únicas palabras que te diga.
—Te escucho.
—Mañana se te subirá a un drakkar y serás conducida a Novigrado. Allí serás entregada a los gobernantes de la ciudad y luego a los gobernantes témenos o redaños, a quien primero acuda. Y sé que tanto los unos como los otros te desean firmemente.
—¿Eso es todo?
—Casi. Sólo una aclaración que se te debe, al fin y al cabo. Ha sucedido muchas veces que Skellige ha dado asilo a gentes perseguidas por la ley. No faltan en las islas posibilidades ni ocasiones de comprar las culpas a base de trabajo duro, valentía, sacrificio, sangre. Pero no en tu caso, Yennefer. Yo no te daré asilo; si contabas con ello, te has equivocado. Odio a los que son como tú. Odio a quienes para conseguir el poder siembran cizaña, los que ponen por delante su beneficio, los que conspiran con el enemigo y traicionan a aquéllos a los que deben no sólo obediencia y hasta agradecimiento. Te odio, Yennefer, puesto que precisamente cuando tú estabas con tus cofrades y comenzabas una rebelión incitada por los nilfgaardianos en Thanedd, mis drakkars estaban en Attre, mis muchachos les llevaban ayuda a los rebeldes de allá. ¡Trescientos de los míos contra dos mil de los negros! ¡Ha de haber alguna recompensa para la valentía y la fidelidad, ha de haber castigo para la vileza y la traición! ¿Cómo voy a recompensar a los que cayeron? ¿Con cenotafios? ¿Con inscripciones en obeliscos? ¡No! Recompensaré y honraré a los caídos de otro modo. Por su sangre, que han absorbido las dunas de Attre, tu sangre, Yennefer, goteará bajo la tabla del cadalso.
—No soy culpable. No tomé parte en el complot de Vilgefortz.
—Las pruebas de ello se las presentarás a los jueces. Yo no te voy a juzgar.
—Tú no sólo me has juzgado. Tú hasta has emitido la condena.
—¡Basta de cháchara! Como he dicho, mañana al amanecer viajarás cargada de cadenas hasta Novigrado, ante el juzgado real. A por un castigo justo. Y ahora dame tu palabra de que no vas a intentar utilizar la magia.
—¿Y si no la doy?
—Marquard, nuestro hechicero, murió en Thanedd; no tenemos ahora mago que pudiera controlarte. Pero has de saber que estarás continuamente vigilada por los mejores arqueros de Skellige. Si sólo movieras una mano de forma sospechosa, te atravesarán.
—Está claro —afirmó ella con la cabeza—. Así que daré mi palabra.
—Perfecto. Gracias. Adiós, Yennefer. No te acompañaré mañana.
—Crach.
Se giró sobre sus talones.
—Dime.
—No tengo la más mínima intención de subir a un barco que se dirija a Novigrado. No tengo tiempo para demostrar a Dijkstra que soy inocente. No puedo arriesgarme a que poco después de mi arresto muera de un repentino derrame cerebral o que cometa suicidio en mi celda de alguna forma espectacular. No puedo perder tiempo ni asumir tal riesgo. No puedo tampoco aclararte por qué esto es tan arriesgado para mí. No iré a Novigrado.
Él la miró largo rato.
—No vas a ir —repitió—. ¿Qué es lo que te permite suponerlo? ¿Acaso el que alguna vez nos uniera un arrebato amoroso? No cuentes con ello, Yennefer. Lo pasado, pasado está.
—Lo sé y no cuento con ello. No iré a Novigrado, yarl, porque me urge ponerme en camino para acudir en ayuda de una persona a la que le prometí que nunca dejaría sola y sin ayuda. Y tú, Crach an Craite, yarl de Skellige, me ayudarás en esa empresa. Porque también tú hiciste una promesa parecida. Hace diez años. Precisamente aquí, donde estamos, en esta playa. A esa misma persona. Ciri, nieta de Calanthe. La Leoncilla de Cintra. Yo, Yennefer de Vengerberg, considero a Ciri mi hija. Por eso, en su nombre exijo que mantengas tu promesa. Mantenía, Crach an Craite, yarl de Skellige.
—¿De verdad? —Crach an Craite se aseguró otra vez—. ¿Ni siquiera lo vas a probar? ¿Ninguna de estas exquisiteces?
—De verdad.
El yarl no insistió. Tomó de una cazuela un bogavante, lo colocó sobre la mesa y lo abrió con un potente pero preciso golpe de cuchillo. Lo aliñó con abundante limón y salsa de ajo, comenzó a extraer la carne de la concha. Con los dedos.
Yennefer comía con distinción, con cuchillo y tenedor de plata. Comía filete de carnero con espinacas, especialmente preparado para ella por el estupefacto y algo irritado cocinero. La hechicera no quería ni ostras, ni salmonetes, ni salmón marinado en su jugo, ni sopa de trigla y moluscos cordiformes, ni rabo seco de rana marina, ni pez espada asado, ni morena frita, ni pulpo, ni cangrejos, ni bogavantes, ni erizos de mar. Ni —especialmente— algas frescas.
Todo lo que oliera algo a mar se le relacionaba con Fringilla Vigo y Filippa Eilhart, con una teleportación de loco riesgo, con la caída al mar, con la red que habían echado sobre ella... en la que, por cierto, había unas algas y unos sargazos exactamente iguales que los que había en aquella cacerola de allá. Unas algas y sargazos que fueron destrozados sobre su cabeza y hombros con golpes que dejaban paralizado de un remo de pino.
—Así que —continuó Crach la conversación, chupando la carne que se había quedado entre las articulaciones quebradas de las pinzas del bogavante— he decidido darte crédito, Yennefer. No lo hago por ti, has de saberlo. El bloedgeas, juramento de sangre, que le hice a Calanthe, ciertamente me ata las manos. Así que si tus intenciones de prestar ayuda a Ciri son verdaderas y honestas, y apuesto por que lo sean, no tengo otra salida: tengo que ayudarte con ellas...
—Gracias. Pero ahórrame, por favor, ese tono patético. Repito: no tomé parte en la conspiración de Thanedd. Créeme.
—¿Acaso es tan importante —se enfureció él— que yo crea en ello? Convendría comenzar mejor por los reyes, por Dijkstra, cuyos agentes te buscan a todo lo largo y ancho del mundo. Por Filippa Eilhart y los hechiceros fieles a los reyes. De los que, como tú misma reconociste, viniste huyendo aquí, a las Skellige. A ellos es a quienes hay que aportarles las pruebas...
—No tengo pruebas —interrumpió Yennefer con rabia, al tiempo que pinchaba con el tenedor en una pequeña col que el irritado cocinero había añadido al filete de carnero—. Y si las tuviera no me permitirían presentarlas. No puedo explicarte esto, me obliga la orden de guardar silencio. Cree sin embargo en mis palabras, Crach. Te lo ruego.
—Te dije...
—Me lo dijiste—le interrumpió ella—. Me has confirmado tu ayuda. Gracias. Pero sigues sin creer en mi inocencia. Cree.
Crach tiró la cáscara vacía del bogavante, se acercó una olla con salmonetes. Rebuscó ruidosamente, escogió el más grande.
—De acuerdo —dijo por fin, mientras se limpiaba la mano en el mantel—. Te creo. Porque quiero creerte. Pero no te concederé asilo ni protección. No puedo. Sin embargo, tú puedes dejar Skellige cuando quieras e ir adonde quieras. Te sugeriría que te apresuraras. Llegaste aquí, permite que tal me exprese, en alas de la magia. Otros pueden seguir tus pasos. También saben hechizos.
—Yo no busco asilo ni un escondrijo seguro, yarl. Yo tengo que ir a salvar a Ciri.
—Ciri —repitió él, pensativo—. La Leoncilla... Era una niña extraña.
—¿Era?
—Ohh. —Se enervó de nuera—. Mal me expresé. Era, porque ya no es una niña. Eso es a lo que me refería. Sólo a eso. Cirilla, la Leoncilla de Cintra... Pasaba en las Skellige veranos e inviernos. Más de una vez hizo unas travesuras que para qué. Diablilla era, y no Leoncilla... Voto a bríos, ya dije por segunda vez que «era»... Yennefer, aquí nos han llegado diversos rumores desde el continente... Unos dicen que Ciri está en Nilfgaard...
—No está en Nilfgaard.
—Otros dicen que la muchacha está muerta.
Yennefer guardaba silencio, mordiéndose los labios.
—Pero este último rumor —dijo el yarl con dureza— yo lo rechazo. Estoy seguro de ello. No ha habido señal alguna... ¡Ella está viva!
Yennefer alzó las cejas. Pero no hizo preguntas. Guardaron silencio largo rato, sumidos en el rumor de las olas que se estrellaban contra las rocas de Ard Skellig.
—Yennefer —dijo al cabo Crach—. Del continente nos han llegado otras noticias. Sé que tu brujo, que después de la paliza de Thanedd se ocultó en Brokilón, se fue de allí con intenciones de llegar a Nilfgaard y liberar a Ciri.
—Repito, Ciri no está en Nilfgaard. No sé qué es lo que pretende mí, como has querido llamarlo, brujo. Pero él... Crach, no es ningún secreto que yo... le tengo afecto. Pero sé que él no salvará a Ciri, no conseguirá nada. Lo conozco. Él se equivocará, se perderá, comenzará a filosofar y a tener piedad de sí mismo. Luego descargará su rabia rajando con la espada a quien sea que tenga a mano. Luego, como expiación, realizará cualquier acto noble pero sin sentido. Al final, con toda seguridad, terminará muerto, de una forma tonta y sin sentido, lo más probable de una puñalada por la espalda...
—Dicen —introdujo a toda prisa Crach, asustado por el tono cambiado, extraño y sombrío de la temblorosa voz de la hechicera—. Dicen que Ciri le está predestinada. Yo mismo lo vi, entonces, en Cintra, durante la petición de mano de Pavetta...
—La predestinación —le interrumpió bruscamente Yennefer— puede ser interpretada de formas muy diversas. Muy diversas. Pero es una pena perder el tiempo con divagaciones. Repito que no sé lo que Geralt pretende, si es que pretende algo. Pero tengo intenciones de ponerme yo misma manos a la obra. Con mis métodos. Y activamente, Crach, activamente. Yo no acostumbro a sentarme y llorar, agarrándome la cabeza con las dos manos. ¡Yo actúo!
El yarl alzó las cejas, pero no dijo nada.
—Actuaré —repitió la hechicera—. Ya tengo un plan pensado. Y tú, Crach, me ayudarás, siguiendo la promesa que hiciste.
—Estoy listo —afirmó con dureza—. A todo. Los drakkars están en el puerto. Ordena, Yennefer.
Ella no resistió: tuvo que reírse.
—Siempre el mismo. No, Crach, ninguna prueba de hombría y valentía. No hará falta navegar hasta Nilfgaard y alzar el hacha en combate en la Ciudad de las Torres de Oro. Me hará falta una ayuda menos espectacular. Pero más concreta... ¿Cuál es el estado de tus finanzas?
—¿Cómo?
—Yarl Crach an Craite. La ayuda que necesito se puede medir en moneda contante y sonante.
Comenzó al día siguiente. En las habitaciones dadas para el uso de Yennefer reinaba un loco desorden que sólo con el mayor de los esfuerzos podía controlar el senescal Guthlaf, que había sido asignado a la hechicera.
Yennefer estaba sentada a la mesa, casi sin alzar la cabeza de los papeles. Calculaba, sumaba columnas, hacía cuentas, con las que de inmediato alguien echaba a correr hacia el tesoro y hacia la filial del banco de los Cianfanelli. Dibujaba y trazaba, y los dibujos y los trazos iban a parar a manos de los artesanos: alquimistas, plateros, vidrieros, joyeros.
Durante algún tiempo todo funcionó bien; luego comenzaron los problemas.
—Lo siento, noble hechicera —pronunció despacio el senescal Guthlaf—. Pero si no hay, no hay. Os hemos dado todo lo que teníamos. ¡Nosotros no sabemos hacer milagros ni hechizos! Y me permito haceros observar que lo que yace ante vos son diamantes de un valor conjunto de...
—¿Y a mí qué me importa ese valor conjunto? —bufó Yennefer—. Yo necesito uno, pero lo suficientemente grande. ¿Cómo de grande, maestro?
El tallador de diamantes miró otra vez el dibujo.
—¿Para realizar una talla y unas facetas como éstas? Como mínimo treinta quilates.
—Una piedra así —afirmó categóricamente Guthlaf— no existe en todas las Skellige.
—No es cierto —le contradijo el joyero—. Existe.
—¿Qué es lo que te piensas, Yennefer? —Crach an Craite frunció las cejas—. ¿He de enviar a unos hombres armados para que asalten y saqueen ese santuario? ¿Tengo que amenazar a las sacerdotisas con mi furia si no nos dan el brillante? No entra en juego. No soy especialmente religioso, pero un santuario es un santuario, y unas sacerdotisas son unas sacerdotisas. Sólo puedo pedírselo educadamente. Hacerlas entender cuánto lo necesito y cuan grande sería mi agradecimiento. Pero esto no será más que una petición. Una súplica humillante.