La torre de la golondrina (20 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

—Gracias —dijo Bonhart, visiblemente sorprendido—. Gracias, Esterhazy. Un regalo digno de un rey, verdaderamente real... Lo acepto, lo acepto. Y estoy en deuda contigo...

—No lo estás. La espada es para ella, no para ti. Acércate, muchacha que porta un collar al cuello. Contempla las señales grabadas en la hoja.

No las entiendes, está claro. Pero yo te las aclararé. Mira. La línea marcada por el destino es retorcida, pero conduce hasta esta torre. Hacia el holocausto, la destrucción de los valores establecidos, del orden establecido. Mas esto sobre la torre, ¿lo ves? Una golondrina. Símbolo de la esperanza. Toma esta espada. Que se cumpla lo que se tiene que cumplir.

Ciri extendió la mano con cuidado, acarició delicadamente la oscura hoja de bordes brillantes corno un espejo.

—Tómala —dijo Esterhazy poco a poco, mientras miraba a Ciri con los ojos ampliamente abiertos—. Tómala. Tómala en la mano, muchacha. Tómala...

—¡No! —gritó de pronto Bonhart, saltando, agarrando a Ciri por el hombro y empujándola con fuerza y brusquedad—. ¡Quita!

Ciri cayó de rodillas, la gravilla del patio se le clavó dolorosamente en las manos en las que se apoyó.

Bonhart cerró la caja con un chasquido.

—¡Todavía no! —aulló—. ¡Hoy no! ¡Todavía no ha llegado el momento!

—Está claro —asintió Esterhazy con serenidad, mirándole a los ojos—. Sí, está claro que todavía no ha llegado. Una pena.

—De no mucho sirvió, noble tribunal, que leyera los pensamientos del espadero aquél. Estuvimos allá nosotros el decimosexto de septiembre, tres días antes de la luna llena. Mas cuando volvíamos de Fano enfilando a Rocayne se nos allegó un destacamento, Ola Harsheim y siete jinetes. Don Ola nos mandó que arreáramos a toda mecha los caballos para alcanzar al resto de los nuestros. Puesto que un día antes, el decimoquinto de septiembre, hubo lugar una matanza en Claremont... Falta, creo, no hace, que lo diga, de aseguro que el noble tribunal bien sabe lo que fuera la matanza de Claremont...

—Siga declarando, por favor, sin importar lo que el tribunal sepa.

—Bonhart por un día habíasenos precedido. El decimoquinto de septiembre condujo a Falka a Claremont...

—Claremont —repitió Vysogota—. Conozco esta ciudad. ¿Adónde te condujo?

—A una casa grande en la plaza. Con columnas y arquerías en la entrada. Se veía enseguida que allí vivía un ricachón...

Las paredes de la habitación estaban cubiertas de ricos paños de ras y hermosos tapices que mostraban escenas religiosas, de caza y pastoriles con la participación de mujeres desnudas. Los muebles brillaban con taraceas y guarniciones de latón, y las alfombras eran tales que al plantar el pie éste se hundía hasta el tobillo. Ciri no tuvo tiempo de observar más detalles porque Bonhart cruzó veloz y la arrastró por la cadena.

—Hola, Houvenaghel.

Bajo un arco iris de colores arrojados por unas vidrieras, ante un fondo de tapices de caza, estaba de pie un hombre de imponente corpulencia, vestido con un caftán salpicado de oro y una delia de abortón ribeteada. Aunque en edad todavía madura, era bastante calvo y las mejillas le colgaban como a un gigantesco bulldog.

—Bienvenido, Leo —dijo—. Y tú, señorita...

—Nada de señorita. —Bonhart mostró la cadena y el collarín—. No hace falta saludarla.

—La cortesía no cuesta nada.

—Excepto tiempo. —Bonhart tiró de la cadena, se acercó, le palmeó sin ceremonias al gordo en la barriga—. No poco has echado —valoró—. ¡Por mi honor, Houvenaghel, si te pones en medio, sería más fácil saltarte por encima que rodearte!

—El bienestar —le aclaró jovialmente Houvenaghel y agitó las mejillas—. Bienvenido, bienvenido, Leo. Agradable a mis ojos eres huésped, puesto que hoy también es un día de alegría sin par. ¡Los negocios van asombrosamente bien, tanto que hasta se podría escupir de su encanto, la caja registradora no para de tintinear! Hoy mismo, por no ir más lejos, un oficial nilfgaardiano de la reserva, capitán de logis, que se ocupa de transportar utillaje al frente, me pasó seis mil arcos del ejército, los cuales yo, con un beneficio diez veces mayor, venderé al detalle a cazadores, furtivos, bandoleros, elfos y otros luchadores por la libertad. También compré barato un castillo de un marqués de estos alrededores...

—¿Y para qué cojones quieres tú un castillo?

—Tengo que vivir conforme a mi condición. Volviendo a los negocios: uno al fin y al cabo te lo debo a ti, Leo. Un moroso que parecía impenitente apoquinó. Literalmente hace un minuto. Las manos le temblaban cuando apoquinaba. El tipo te vio y pensó...

—Sé lo que pensó. ¿Recibiste mi carta?

—La recibí. —Houvenaghel se sentó pesadamente, golpeando la mesa con la barriga hasta que entrechocaron las garrafas y las copas—. Y lo he preparado todo. ¿No has visto los carteles? Seguro que la plebe se amontona... La gente entra ya en el teatro. La caja tintinea... Siéntate, Leo. Tenemos tiempo. Platiquemos, bebamos vino.

—No quiero tu vino. Seguro que es arramplado, robado de los transportes nilfgaardíanos.

—Bromeas. Esto es Est Est de Toussaint, uvas vendimiadas cuando nuestro amado señor el emperador Emhyr era todavía un pequeñuelo que se cagaba en el ropón. Fue un buen año. Para el vino. A tu salud, Leo.

Bonhart saludó en silencio con la copa. Houvenaghel masculló, contemplando a Ciri con aire bastante crítico.

—¿Y esta escuchimizada de ojos grandes —dijo por fin— me ha de garantizar la diversión prometida en tu carta? Me ha llegado noticia de que Windsor Imbra ya está cerca de la ciudad. Que trae consigo a unos cuantos y buenos truhanes. Y algunos matones locales también han visto los carteles...

—¿Acaso alguna vez te ha defraudado mi mercancía, Houvenaghel?

—Nunca, es verdad. Pero también hace mucho que no he tenido nada tuyo.

—Trabajo menos que antes. Ando pensando en jubilarme del todo.

—Para ello es necesario tener capital para tener de qué sustentarse. Puede que tuviera una forma... ¿Me escuchas?

—A falta de otro entretenimiento. —Bonhart corrió una silla con el pie, obligó a Ciri a que se sentara.

—¿No has pensado en irte hacia el norte? ¿A Cintra, a Los Taludes o más allá del Yaruga? ¿Sabes que a cada uno que llega allí y quiere asentarse en los terrenos conquistados, el imperio le garantiza una finca de cuatro campos de tamaño? ¿Y descarga de impuestos para diez años?

—Yo —respondió el cazador con serenidad— no sirvo para la agricultura. No podría cavar la tierra ni criar ganado alguno. Soy demasiado sensible. A la vista de la mierda o de las lombrices me dan ganas de echar la pota.

—Como a mí —temblaron las mejillas de Houvenaghel—. De toda la actividad agraria sólo tolero la destilación del orujo. El resto es repugnante. Dicen que la agricultura es la base de la economía y que garantiza el bienestar. Considero, sin embargo, que es indigno y humillante que acerca de mi bienestar juzgue algo que apesta a estiércol. Ya he realizado intentos en este sentido. No hay necesidad de cultivar la tierra, Bonhart, no hay necesidad de criar en ella ganado. Basta con tenerla. Si se tiene lo suficiente, se pueden conseguir bonitos beneficios. Se puede, créeme, vivir acomodadamente, de verdad. Sí, he realizado ciertos intentos en este sentido, de ahí, en realidad, mis preguntas acerca del viaje al norte. Porque, ¿sabes, Bonhart?, tendría un trabajo allá para ti. Estable, bien pagado, que no te absorbería. Y estupendo para una persona sensible: nada de estiércol, nada de lombrices.

—Estoy listo para escuchar. Sin compromisos, por supuesto.

—A base de las parcelas que el imperio garantiza a los colonos, con un poco de espíritu empresarial y un pequeño capital inicial se puede uno hacer con un latifundio no poco bonito.

—Entiendo. —El cazador se mordisqueó el bigote—. Entiendo adonde te encaminas. Ya sé cuáles son esos intentos relativos a tu propio bienestar. ¿Y no prevés dificultades?

—Las preveo. De dos tipos. Primero hay que encontrar a unos cuantos hombres de paja que, fingiendo ser colonos, vayan al norte a tomar posesión de las parcelas de manos de los oficiales de asentamiento. Formalmente para sí mismos, en la práctica para mí. Pero de encontrar a los hombres de paja me encargo yo. A ti te concierne la otra dificultad.

—Soy todo oídos.

—Algunos de los hombres de paja tomarán la tierra y no estarán luego inclinados a entregarla. Se olvidarán del contrato y de los dineros que tomaran. No creerías, Bonhart, cuán profundamente el engaño, la ruindad y la hideputez están enraizados en la naturaleza humana.

—Lo creo.

—Así que habrá que convencer a los que no sean honrados de que la improbidad no compensa. De que se castiga. Tú te ocuparás de ello.

—Suena bien.

—Suena como es. Yo tengo ya práctica, ya he hecho antes estos arreglos. Después de la inclusión formal de Ebbing en el imperio, cuando repartían las parcelas. Y luego, cuando se promulgó el Acta de Parcelación. De este modo Claremont, esta hermosa ciudad, se erige sobre mi tierra, es decir, me pertenece. Todo este terreno me pertenece. Hasta allá, lejos, hasta el horizonte cubierto de nieblecilla gris. Todo esto es mío. Todos estos ciento cincuenta campos. Campos imperiales, no de villanos. Esto da treinta mil fanegas. O sea, cien mil novecientas aranzadas.

—Miré los muros de la patria mía... —recitó sarcástico Bonhart—. Caer ha el imperio en el que todos roban. En el egoísmo y la codicia se oculta su debilidad.

—En esto se oculta su fuerza y su poder. —Las mejillas de Houvenaghel se agitaron—. Tú, Bonhart, confundes el robo con el espíritu empresarial del individuo.

—A menudo, además —reconoció impasible el cazador de recompensas.

—¿Y qué, vamos a formar sociedad?

—¿Y no estaremos repartiéndonos demasiado pronto esas tierras del norte? ¿No podríamos, para mayor seguridad, esperar a que Nilfgaard gane esta guerra?

—¿Para seguridad? No bromees. El resultado de la guerra está decidido de antemano. La guerra se gana con dinero. El imperio lo tiene, los norteños no.

Bonhart tosió significativamente.

—Ya que estamos hablando de dinero...

—Solucionado. —Houvenaghel rebuscó en los documentos que yacían sobre la mesa—. Esto es un cheque bancario por cien florines. Esto, un poder notarial de cesión de derechos gracias al cual les sacaré a los Varnhagenos de Geso la recompensa por las cabezas de los bandidos. Fírmalo. Gracias. Todavía te debo los royalties de las ganancias de la función, pero las cuentas todavía no están cerradas, la caja todavía suena. Hay mucho interés, Leo. De verdad. A la gente de mi ciudad les atormenta horriblemente la morriña y el aburrimiento.

Se detuvo, miró a Ciri.

—Albergo la sincera esperanza de que no te equivoques con esta persona. De que nos asegurará una diversión digna... De que querrá cooperar pensando en el beneficio común...

—Para ella —Bonhart midió a Ciri con un mirada indiferente— no habrá beneficio alguno en todo esto. Ella lo sabe.

Houvenaghel frunció el ceño y se indignó.

—¡Eso no está bien, diablos, no está bien que yo lo sepa! ¡No debiera saberlo! ¿Qué te pasa, Leo? ¿Y si ella no quiere ser entretenida, y si resulta ser rabiosa y porfiada? ¿Entonces qué?

Bonhart no cambió la expresión del rostro.

—Entonces —dijo— le azuzaremos en la arena a tus mastines. Ellos, por lo que recuerdo, siempre fueron entretenidamente poco porfiados.

Ciri guardó silencio durante mucho rato, acariciándose la mejilla mutilada.

—Comencé a comprender —dijo por fin—. Comencé a entender lo que querían hacer conmigo. Me puse en guardia, estaba decidida a escapar a la primera oportunidad... Estaba dispuesta a cualquier riesgo. Pero no me dieron ocasión. Me vigilaban bien.

Vysogota callaba.

—Me arrastraron hasta abajo. Allí estaban esperando unos invitados del gordo de Houvenaghel. ¡Otros tíos raros más! Vysogota, ¿de dónde diablos salen en este mundo tantos raros extraños?

—Se multiplican. Reproducción natural.

El primer hombre era bajo y gordezuelo, recordaba más a un mediano que a un humano, hasta se vestía como un mediano: modesto, bonito, bien cuidado y de tonos pastel. El segundo hombre, aunque no era joven, llevaba traje y apostura de soldado, portaba espada y en el hombro de su jubón negro brillaba un bordado de plata que presentaba a un dragón con alas de murciélago. La mujer era rubia y delgada, tenía una nariz ligeramente ganchuda y unos labios anchos. Su vestido de color pistacho tenía un poderoso escote. No era una buena idea. El escote no tenía mucho que mostrar, a no ser una piel seca, arrugada y pergaminosa, cubierta por una gruesa capa de rosa y blanco.

—La muy noble marquesa de Nementh-Uyvar —presentó Houvenaghel—. Don Declan Ros aep Maelchlad, capitán de la reserva de los ejércitos de caballería de su majestad imperial el emperador de Nilfgaard, don Pennycuick, burgomaestre de Claremont. Y éste es don Leo Bonhart, pariente, y antiguo conmilitón.

Bonhart se inclinó rígidamente.

—Así que ésta es la pequeña bandolera que ha de entretenernos hoy —enunció el hecho la delgada marquesa, clavando en Ciri sus ojos azul pálido. Tenía la voz ronca, sensual, vibrante y terriblemente aguardentosa—. No es demasiado guapa, diría. Pero no tiene mala constitución... Un... cuerpecillo muy agradable...

Ciri se sacudió, apartó la mano intrusa, palideciendo de rabia y silbando como una serpiente.

—No tocar —dijo Bonhart en tono gélido—. No dar de comer. No irritar. Yo no me hago responsable.

—Un cuerpecillo —la marquesa se pasó la lengua por los labios sin hacerle caso— siempre se puede atar a la cama, entonces es más accesible. ¿No me la venderíais, señor Bonhart? A mi marqués y a mí nos gustan estos cuerpecillos y el señor Houvenaghel nos pone peros cuando nos llevamos a las pastorcillas y a los niños de los campesinos de por aquí. El marqués al fin y al cabo tampoco puede perseguir ya a los niños. No puede correr, a causa de esos chancros y enconados que se le han abierto en el perineo...

—Basta, basta, Matilde —dijo Houvenaghel suave pero rápido, viendo que en el rostro de Bonhart iba apareciendo una expresión de asco—. Tenemos que ir al teatro. Precisamente le han comunicado al señor burgomaestre que ha llegado a la ciudad Windsor Imbra con la mesnada de infantes del barón Casadei. Es decir, ya es hora.

Bonhart sacó del seno un frasquito, limpió con la manga la superficie de ónice de la mesa, derramó sobre ella un montoncillo de polvo blanco. Tiró de la cadena de Ciri junto al collarín.

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