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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La torre de la golondrina (23 page)

¿Y cómo, por todos los diablos, voy a escapar ahora de este enredo?

Cuando después de cinco días de viaje con los colmeneros de los Tras Ríos salieron por fin del monte y entraron en unos pantanosos esteros, la lluvia dejó de caer, el viento ahuyentó el vaho y la húmeda neblina, el sol se abrió paso por entre las nubes. Y bajo el sol brillaron las cumbres de las montañas.

Si todavía no hacía mucho el río Yaruga había constituido para ellos una cesura ostensible, un límite cuyo paso significaba el cruce a la etapa siguiente y más importante de su aventura, ahora sentían cómo se acercaban a la frontera, a la barrera, al último lugar del que sería todavía posible volver atrás. Lo percibían todos, y Geralt el primero. No podía ser de otro modo: todo el día, de la mañana a la tarde, se elevaba ante sus ojos una poderosa cadena montañosa, dentada, cubierta de nieves y hielos, que se alzaban al sur y cortaban la ruta de través. Los Montes de Amell. Y por encima de la sierra de Amell se encumbraba, majestuoso y amenazador, afilado como la espada de la misericordia, el obelisco de la Gorgona, la Montaña del Diablo. No hablaban sobre ello, no discutían, pero Geralt sabía lo que todos pensaban. Porque a él, cuando miraba a las cadenas de Amell y la Gorgona, el pensamiento de continuar la marcha hacia el sur también le parecía una verdadera locura.

Por suerte, resultó que al final no iban a tener que seguir hacia el sur.

Aquella noticia se la trajo el velludo colmenero de los montes por cuya culpa habían estado sirviendo de escolta armada del convoy durante los últimos cinco días. El padre y marido de las hermosas hamadríadas junto a las que tenía el aspecto de un jabalí junto a una yegua. El que había pretendido engañarles afirmando que los druidas de Caed Dhu habían marchado a Los Taludes.

Ocurrió a la mañana siguiente de haber llegado a la ciudad de Riedbrune, tumultuosa como un hormiguero, dado que era el objetivo de los colmeneros y tramperos de los Tras Ríos. Fue al día siguiente de despedirse de los mieleros escoltados, a los que el brujo ya no les era necesario y a los que esperaba que no iba a volver a ver nunca más. Por eso fue mayor su asombro.

El colmenero comenzó pues con unos exagerados agradecimientos y le alargó a Geralt una bolsa llena de monedas más bien pequeñas: su sueldo de brujo. Él la aceptó, sintiendo sobre sí la mirada un tanto burlona de Regis y Cahir, ante quienes se había quejado durante la marcha más de una vez de la ingratitud humana y había subrayado la falta de sentido así como la estupidez del altruismo desinteresado.

Y entonces, el excitado colmenero casi gritó la novedad: usease, los muerdagueros, usease los druidas, están, querido señor brujo, usease, en los robleales del lago Loe Monduim, el cual tal lago se encuentra, usease, a unas treinta y cinco millas yendo al oeste.

Esta noticia la había obtenido el colmenero en la tienda de venta de miel y cera de un pariente que vivía en Riedbrune, y el pariente, por su parte, sabía aquello gracias a un conocido que era buscador de diamantes. Cuando el colmenero se enteró de lo de los druidas, se echó a correr como un loco para contárselo. Y ahora hasta lanzaba destellos de felicidad, orgullo y sentimiento de importancia, como todo mentiroso cuando resulta que su mentira, por pura casualidad, acaba siendo verdad.

Geralt tuvo intención de ponerse en marcha hacia Loe Monduirn sin dudar un segundo, pero la compaña protestó vivamente. Disponiendo del dinero de los colmeneros, anunciaron Regis y Cahir, y encontrándose en un lugar donde se mercadeaba con todo, convenía complementar el equipo y los víveres. Y comprar más flechas, añadió Milva, puesto que todo el tiempo se requería que ella les proveyera de caza y no iba a andar disparando con palos afilados. Y por lo menos dormir una noche en una posada, añadió Jaskier, tumbarse en la cama después del baño y con una agradable guarapeta de cerveza.

Los druidas, anunciaron todos a coro, no van a salir corriendo.

—Aunque se trata de un absoluto cúmulo de circunstancias —añadió con extraña sonrisa el vampiro Regis—, nuestro equipo está en el camino absolutamente correcto, se encamina en una dirección absolutamente correcta. De ello se deduce que nos está absoluta y evidentemente predestinado que lleguemos hasta los druidas, por lo que un día o dos de pausa no tienen importancia.

»En lo que se refiere al apresuramiento —añadió, filosófico—, esa sensación de que el tiempo se acaba a toda prisa suele ser señal de alarma que anuncia que hay que reducir la velocidad, actuar poco a poco y con la adecuada reflexión.

Geralt no se opuso, ni se peleó. Tampoco combatió la filosofía del vampiro, pese a que las extrañas pesadillas que lo asaltaban por las noches le inclinaban más bien a apresurarse. Aunque no estuviera en condiciones de recordar el contenido de aquellas pesadillas al despertarse.

Era el diecisiete de septiembre, luna llena. Quedaban seis días para el equinoccio de otoño.

Milva, Regis y Cahir se echaron entre pecho y espalda la tarea de hacer compras y completar el equipaje. Geralt y Jaskier, por su parte, se encargaron de realizar trabajos de inteligencia y andar preguntando por todo Riedbrune.

Situada en una revuelta del río Neva, Riedbrune era una ciudad pequeña, si se tenían en cuenta las construcciones de piedra y madera que se apretaban en el interior del anillo de murallas de tierra rematadas por una empalizada. Pero las apretadas construcciones detrás de los muros sólo constituían en aquel momento el centro de la ciudad, allí no podía vivir más de un décimo de la población. Los otros nueve décimos habitaban en un ruidoso mar de cabañas, chamizos, chozas, chabolas, chiqueros, tiendas de campaña y hasta carros que hacían las veces de viviendas.

Al poeta y al brujo les servía de cicerone el pariente del colmenero, joven, vivo y arrogante, típico ejemplar de la briba local, que había nacido en las alcantarillas, que se había bañado en más de una alcantarilla y en más de una había apagado la sed. En medio de la barahúnda, el tumulto, la suciedad y el hedor de la ciudad se sentía aquel mozuelo como la trucha en un rápido montaraz de aguas cristalinas. Para colmo, la posibilidad de enseñar a alguien su desagradable ciudad lo alegraba a todas luces. Sin alterarse por el hecho de que nadie le preguntaba por nada, el barriobajero explicaba todo con verdadera pasión. Explicó que Riedbrune constituía una etapa importante para los colonos nilfgaardianos que vagabundeaban hacia el norte en busca de la tierra prometida por el emperador: cuatro campos, o sea, contando a lo bajo cuatrocientas fanegas. Y además una descarga de impuestos. Riedbrune yace a la entrada del valle del Neva, que corta los Montes de Amell, delante del desfiladero de Theodula, que une Los Taludes y los Tras Ríos con Mag Turga, Geso, Metinna y Maecht, países que ya hacía mucho que eran súbditos del imperio nilfgaardiano. La ciudad de Riedbrune, explicó el barriobajero, es el último lugar en el que los colonos pueden contar con algo más que consigo mismos, su mujer y lo que llevan en los carros. Por eso también la mayor parte de los colonos acampa bastante tiempo junto a la ciudad, tomando aliento para el último salto sobre el Yaruga y más allá del Yaruga. Y muchos de ellos, añadió el barriobajero con orgullo de patriota de las alcantarillas, se quedan en la ciudad para siempre, porque la ciudad es, no veas, la cultura y no un quintoelcoño de pueblo que huele a estiércol.

La ciudad de Riedbrune olía mucho. Y también a estiércol.

Geralt había estado allí, hacía muchos años, pero no reconocía nada. Había cambiado demasiado. Antaño no se veían tantos caballeros con corazas y capas negras y con los emblemas de color de plata en los brazos. Antaño no se oía por doquier la lengua nilfgaardiana. Antaño no había allí ninguna cantera en la que unos individuos andrajosos, sucios, miserables y ensangrentados quebraban piedras con cincel y martillo, azuzados a palos por vigilantes vestidos de negro.

Aquí se estacionan muchos soldados nilfgaardianos, explicó el barrio-bajero, pero no permanentemente, sólo durante los descansos entre las marchas y las persecuciones a los partisanos de la organización Taludes Libres. Vendrá una fuerza numerosa de nilfgaardianos cuando ya se alce una fortaleza grande, amurallada, en lugar de la ciudad vieja. Una fortaleza de piedra extraída de la cantera. Los que extraían las piedras eran prisioneros de guerra. De Lyria, de Aedirn, últimamente de Sodden, Brugge, Angren. Y de Temería. Aquí, en Riedbrune, se afanan cuatro centenares de prisioneros. Más de cinco centenares trabajan en almacenes, minas y arrugias en los alrededores de Belhaven, y más de mil construyen puentes y alisan los caminos en el paso de Theodula.

En la plaza de la ciudad, también en tiempos de Geralt había un cadalso, pero bastante más modesto. No había en él tantas herramientas que despertaran las más siniestras asociaciones, y en las sogas, palos, biernos y estacas no colgaban tantas decoraciones que apestaran a podredumbre y despertaran el asco.

Esto es cosa de don Fulko Artevelde, no hace mucho nombrado prefecto por el gobierno militar, explicó el barriobajero, mirando el cadalso y el fragmento de anatomía humana que lo coronaba. Otra vez le dio tormento a alguno don Fulko Artevelde. No hay bromas con don Fulko, añadió. Es un hombre riguroso.

El buscador de diamantes, amigo del barriobajero, al que encontraron en una taberna, no le causó a Geralt la mejor impresión. Se encontraba precisamente en ese estado tembloroso, pálido, medio sereno, medio borracho, irreal casi, cercano a un ensueño que le produce al hombre el haber estado bebiendo sin parar durante algunos días con sus noches. Al brujo se le hundió la moral al momento. Parecía que las sensacionales noticias sobre los druidas podían tener su origen en un delirium tremens común y corriente.

Sin embargo, el bebido buscador respondió a las preguntas conscientemente y con sentido. Contrarrestó graciosamente la objeción de Jaskier de que no parecía un buscador de diamantes contestando que en cuanto encontrara siquiera uno, entonces lo parecería. Asimismo señaló el lugar donde estaban los druidas junto al Loc Monduirn de forma concreta y detallada, sin las maneras pintorescas y vanidosas propias de la mitomanía. Se permitió a sí mismo hacer la pregunta de qué es lo que los interlocutores querían de los druidas y cuando le contestó un silencio despectivo avisó que penetrar en los robledales de los druidas significaba la muerte cierta, puesto que los druidas acostumbraban a agarrar a los intrusos, meterlos en una muñeca llamada la Moza de Esparto y quemarlos vivos acompañándolo todo con rezos, cantos y encantamientos. Por lo visto, los rumores infundados y las supersticiones tontas viajaban junto con los druidas, manteniendo el paso bravamente sin quedarse siquiera media legua atrás.

No pudieron seguir hablando, pues nueve soldados de uniforme negro y armados con alavesas y que llevaban al hombro el emblema del sol les interrumpieron.

—¿Sois vos —preguntó el suboficial que dirigía a los soldados, al tiempo que se golpeaba en la pantorrilla con un palo de roble— el brujo llamado Geralt?

—Sí —respondió Geralt al cabo de un instante de reflexión—. Lo somos.

—Sed tan amable entonces de venir con nosotros.

—¿Por qué voy a ser tan amable? ¿O es que estoy arrestado?

El soldado, en un silencio que parecía no tener fin, le miró con una mirada extraña, como sin respeto. No cabía duda de que era su escolta de ocho personas la que le infundía confianza para mirar de tal modo.

—No —dijo por fin—. No estáis arrestado. No hubo orden para arrestaros. Si hubiera habido tal orden, os hubiera preguntado de otra manera, noble señor. Totalmente distinta.

Geralt se colocó el talabarte de forma bastante provocativa.

—Y yo —dijo con tono frío— hubiera respondido de otra manera.

—Bueno, bueno, señores. —Jaskier se decidió a entrometerse, poniendo en su rostro algo que, en su opinión, se asemejaba a la sonrisa de un diplomático experimentado—. ¿Por qué ese tono? Somos personas honradas, no tenemos por qué temer a la autoridad, incluso hasta ayudamos gustosamente. Todas las veces que tenemos ocasión, ha de entenderse. Pero también por ello nos merecemos algo de las autoridades, ¿no es verdad, señor militar? Aunque no sea más que una pequeña explicación de los motivos por los que se nos limitan nuestras libertades ciudadanas.

—Hay guerra, señores —respondió el soldado, para nada turbado por el torrente de palabras—. Las libertades, como de su propio nombre se desprende, son cosa para tiempos de paz. Por su parte, los motivos todos os los explicará el señor prefecto. Yo cumplo órdenes y no es cuestión mía entrar en disputas.

—Lo que es verdad, es verdad —reconoció el brujo y le hizo un leve guiño al trovador—. Conducidnos entonces a la prefectura, señor soldado. Tú, Jaskier, vuelve con los otros, cuenta lo que ha pasado. Haced lo que sea conveniente. Regis ya sabrá qué.

—¿Qué hace un brujo en Los Taludes? ¿Qué busca aquí?

El que planteaba la pregunta era un hombre fornido y de cabello oscuro, con el rostro adornado por los surcos de unas cicatrices y un parche de cuero cubriéndole el ojo izquierdo. En una calle oscura, la visión de aquel rostro ciclópeo podría arrancar un gemido de terror de más de un pecho. Y qué innecesario sería asustarse, teniendo en cuenta que aquél era el rostro del señor Fulko Artevelde, prefecto de Riedbrune, la jerarquía más alta de la vigilancia de la ley y el orden en aquellos alrededores.

—¿Qué busca un brujo en Los Taludes? —repitió la más alta jerarquía de vigilancia de la ley en aquellos alrededores.

Geralt suspiró, encogió los hombros, fingiendo indiferencia.

—Conocéis pues la respuesta a vuestra pregunta, señor prefecto. El que soy un brujo sólo podéis haberlo sabido por los colmeneros de los Tras Ríos, que me contrataron para proteger su marcha. Y siendo brujo, en Los Taludes, como en cualquier otro lado, busco por lo general la posibilidad de ganarme la vida. Así que viajo en la dirección que me señalan los patronos que me contratan.

—Muy lógico —asintió con la cabeza Fulko Artevelde—, al menos en apariencia. Os separasteis de los colmeneros hace dos días. Pero tenéis intenciones de seguir hacia el sur en una compañía un tanto extraña. ¿Con qué objetivo?

Geralt no bajó los ojos, sostuvo la mirada ardiente del único ojo del prefecto.

—¿Estoy arrestado?

—No. De momento no.

—Entonces el objetivo y la dirección de mi marcha es asunto mío. Creo.

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