La torre de la golondrina (42 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

Cuando el rey Esterad Thyssen habló por vez última con Dijkstra, esto tuvo lugar a solas, incluso sin Zuleyka. Ciertamente, en el suelo de la gigantesca sala de baile jugaba un muchacho de unos diez años, pero éste no contaba, y aparte de ello estaba tan ocupado con sus soldaditos de plomo que no prestaba ninguna atención a los que hablaban.

—Ése es Guiscard —aclaró Esterad, señalando al muchacho con un movimiento de cabeza—. Mi nieto, hijo de mi Gaudemunda y de ese granuja, el conde Vermuellen. Pero este pequeño, Guiscard, es la única esperanza de Kovir si a Tancredo Thyssen le sucediera... Si algo le pasara a Tancredo...

Dijkstra conocía el problema de Kovir. Y especialmente el problema de Esterad. Sabía que a Tancredo ya le había pasado algo. El muchacho, si acaso tuviera redaños para ser rey, como mucho tendría para uno malo.

—Tu asunto —dijo Esterad— en el fondo está ya resuelto. Puedes comenzar ya a considerar las formas más efectivas de uso del millón de bisantos que dentro de poco llegará al tesoro de Tretogor.

Se inclinó y a hurtadillas tomó uno de los soldaditos de plomo, chillonamente pintados, de Guiscard, un soldado de a caballo con una lanza alzada.

—Toma esto y guárdalo bien. El que te muestre otro soldado como éste, idéntico, será mi enviado, aunque no lo parezca, aunque no puedas dar crédito a que es uno de mis hombres y conoce el asunto de nuestro millón. Toda otra persona será un provocador y habrás de tratarlo como a un provocador.

—Redania —Dijkstra hizo una reverencia— no olvidará esto, vuestra majestad. Yo, por mi parte, en mi propio nombre, quiero aseguraros mi gratitud personal.

—No asegures y trae acá esos mil con los que planeabas conseguir la benevolencia de mi ministro. ¿Qué pasa, que la benevolencia de un rey no se merece un soborno?

—Vuestra majestad se rebaja...

—Se rebaja, se rebaja. Trae acá el dinero, Dijkstra. Tener mil y no tener mil...

—... sumado dan dos mil. Lo sé.

En un ala lejana de Ensenada, en una habitación de alturas mucho menores, la hechicera Sheala de Tancarville escuchaba con atención la relación de la reina Zuleyka.

—Perfecto —inclinó la cabeza—. Perfecto, vuestra majestad.

—Lo hice todo tal y como me recomendasteis, doña Sheala.

—Gracias por ello. Y os aseguro otra vez que actuamos por una causa justa. Por el bien del país. Y de la dinastía.

La reina Zuleyka carraspeó, su voz se transformó ligeramente.

—¿Y... y Tancredo, doña Sheala?

—Di mi palabra —dijo fría Sheala de Tancarville—. Di mi palabra de que a vuestra ayuda respondería con mi ayuda. Vuestra majestad puede dormir tranquila.

—Me gustaría mucho —suspiró Zuleyka—. Mucho. Y ya que hablamos de sueños... El rey comienza a sospechar algo. Esos sueños le sorprenden, y cuando algo le sorprende al rey, comienza a sospechar...

—Entonces dejaré de inspirarle sueños al rey por un tiempo —prometió la hechicera—. Volvamos al sueño de la reina, repito, debe ser muy tranquilo. El príncipe Tancredo se separará de las malas compañías. No irá más al castillo del barón Surcratasse. Ni a casa de la señora de Lisemore. Ni a la de la embajadora redana.

—¿No volverá a visitar a estas personas? ¿Nunca?

—Las personas mencionadas —en los oscuros ojos de Sheala de Tancarville se encendió un brillo extraño— no se atreverán nunca más a invitar ni a embaucar al príncipe Tancredo. No se atreverán ya nunca. Serán conscientes de las consecuencias. Garantizo mis palabras. Garantizo también que el príncipe Tancredo volverá a estudiar y será un estudiante aplicado, un joven serio y equilibrado. Dejará también de perseguir faldas. Perderá la pasión... hasta el momento en que le presentemos a Ciri, princesa de Cintra.

—Ah, si pudiera creer en ello. —Zuleyka dejó caer las manos, alzó los ojos—. ¡Si pudiera creerlo!

—A veces es difícil creer en el poder de la magia, vuestra majestad. —Sheala sonrió, inesperadamente hasta para ella misma—. Y así ha de ser.

Filippa Eilhart se colocó los tirantes finitos como telas de araña de su camisón traslúcido, se limpió del escote unas huellas de carmín. Una mujer tan inteligente y no sabe mantener las hormonas en su sitio.

—¿Podemos hablar?

Filippa se rodeó de una esfera de discreción.

—Ahora sí.

—En Kovir todo arreglado. Positivamente.

—Gracias. ¿Ya se ha ido Dijkstra?

—Todavía no.

—¿Y a qué espera?

—Mantiene una larga conversación con Esterad Thyssen. —Sheala de Tancarville frunció los labios—. Se han caído bien el rey y el espía.

—¿Sabes ese chiste sobre el tiempo aquí, Dijkstra? Lo de que en Kovir sólo hay dos estaciones del año...

—Invierno y agosto. Lo sé...

—¿Y sabes cómo reconocer que ya ha empezado el verano en Kovir?

—No. ¿Cómo?

—La lluvia se hace algo más cálida.

—Ja, ja.

—Bromas son bromas —dijo serio Esterad Thyssen—, pero estos inviernos que cada vez empiezan antes y se hacen más largos me intranquilizan un poco. Esto fue profetizado. ¿Has leído, imagino, las profecías de Itlina? Allí dice que se acercan decenas de años de interminable invierno. Algunos afirman que se trata de alguna alegoría, pero yo albergo ciertos temores. En Kovir tuvimos una vez cuatro años de invierno, mal tiempo y malas cosechas. Si no hubiera sido por una enorme importación de comestibles desde Nilfgaard, la gente hubiera comenzado a morir de hambre en masa. ¿Te lo imaginas?

—Hablando francamente, no.

—Y yo sí. Un enfriamiento del clima puede hacernos pasar hambre a todos. Y el hambre es un enemigo con el que es malditamente difícil luchar.

El espía afirmó con la cabeza, pensativo.

—¿Dijkstra?

—¿Qué, vuestra majestad?

—¿Tenéis ya tranquilidad en el interior del país?

—No mucha. Pero lo intento.

—Lo sé, se habla mucho de ello. De los traidores de Thanedd, sólo ha quedado vivo Vilgefortz.

—Después de la muerte de Yennefer sí. ¿Sabéis, rey, que Yennefer resultó muerta? Murió el último día de agosto, en unas circunstancias enigmáticas, en el famoso Abismo de Sedna, entre las islas Skellige y el cabo de Peixe de Mar.

—Yennefer de Vengerberg —dijo Esterad muy despacio— no era una traidora. No era una aliada de Vilgefortz. Si quieres, puedo aportarte las pruebas.

—No quiero —respondió al cabo de un instante Dijkstra—. O puede que quiera, pero no ahora. Ahora me es más cómoda como traidora.

—Comprendo. No confíes en los hechiceros, Dijkstra. En Filippa, sobre todo.

—Nunca he confiado en ella. Pero tenemos que colaborar. Sin nosotros Redania se hundiría en el caos y desaparecería.

—Eso es verdad. Pero si me permites un consejo, afloja un poco. Sabes de qué hablo. Cadalsos y cámaras de tortura por todo el país, crueldades contra los elfos... Y ese horrible fuerte, Drakenborg. Sé que lo haces por patriotismo. Pero te construyes a ti mismo una leyenda de malvado. En esa leyenda eres un hombre lobo sediento de sangre inocente.

—Alguien ha de hacerlo.

—Y a alguien habrá que echarle la culpa. Sé que intentas ser justo, pero no serás capaz de evitar el error, porque no se puede evitar. No se puede tampoco continuar estando limpio entre tanta sangre. Sé que nunca has hecho daño a nadie por tus propios intereses, pero, ¿quién lo va a creer? ¿Quién lo va a creer? Un día, la suerte te dará la espalda, te acusarán de matar a inocentes y de sacar provecho de ello. Y la mentira se le pega al ser humano como alquitrán.

—Lo sé.

—No te darán la posibilidad de defenderte. Te cubrirán de alquitrán... luego. Después del hecho. Cuídate, Dijkstra.

—Me cuido. No me cogerán.

—Cogieron a tu rey, Vizimir. Por lo que he oído, con un estilete, por un lado, hasta la garganta...

—Es más fácil alcanzar a un rey que a un espía. A mí no me cogerán. Nunca me cogerán.

—Y no debieran. ¿Y sabes por qué, Dijkstra? Porque, su puta madre, en este mundo tiene que haber por lo menos algo de justicia.

Y vino un día en que ambos recordaron aquella conversación. Ambos. El rey y el espía. Dijkstra recordó aquellas palabras de Esterad de Kovir cuando escuchaba los pasos de los asesinos que se acercaban desde todos lados, por todos los corredores del castillo. Esterad recordó aquellas palabras de Dijkstra en las ostentosas escaleras de mármol que llevaban desde Ensenada hasta el Gran Canal.

—Pudo haber luchado. —Los ojos nublados, ciegos, de Guiscard Vermuellen estaban clavados en el abismo de sus recuerdos—. Sólo eran tres conjurados, el abuelo era un hombre fuerte. Pudo haber luchado, haberse defendido hasta el momento en que llegara la guardia. Pudo simplemente haber huido. Pero allí estaba la abuela Zuleyka. El abuelo cubrió y protegió a Zuleyka, sólo a Zuleyka, no se cuidó de sí mismo. Cuando por fin llegó la ayuda, Zuleyka no tenía ni un rasguño. Esterad había recibido más de veinte puñaladas. Murió al cabo de tres horas, sin recuperar el sentido.

—¿Has leído alguna vez el Buen Libro, Dijkstra?

—No, vuestra majestad. Pero sé lo que está escrito allí.

—Yo, imagínate, ayer lo abrí al azar. Y me topé con esta frase: «En el camino a la eternidad todos caminarán por sus propias escaleras, llevando consigo su propio bagaje». ¿Qué piensas de ello?

—Se nos acaba el tiempo, rey Esterad. Es hora de cargar con el propio bagaje.

—Cuídate, espía.

—Cuidaos, rey.

Capítulo noveno

Desde la clara y antigua villa de Assengar anduviéramos puede que unas seis centenas de leguas al sur, al país llamado Cien Lagos. Mirando aquel país desde las alturas de un monte, viéramos muchos lagos, los cuales ciertamente por su colocación y sucesión pudieran tenerse por dibujos de lo más disparejo. Entre los susodichos dibujos el nuestro guía, el elfo Avallac'h, mandó buscáramos uno que fuera ensemejante a las hojas de un trifolium. Y en verdad que el tal vimos. Aunque apareciera por fin que no tres, sino cuatro son los lagos, puesto que uno, alargado, tendido del mediodía al septentrión, hacía como si el tallejo de la hoja fuera. Este lago, nombrado como Tarn Mira, encuéntrase rodeado de negra selva y a su confín del norte se eleva cierta torre incógnita. Llámase la Torre .e la Golondrina, nómbranla los elfos en su lengua Tor Zireael.

Al pronto nada se viera, no más que la niebla. Cuando me las arreglara para platicar con el elfo Avallac'h inquiriendo por la dicha torre, éste, haciendo señal de callar la boca, estas palabras dijera: «Esperar y tener esperanza. La esperanza vuelve con la luz y con los buenos presagios. Vigilad el agua sin límites, puesto que allá veréis los embajadores de la buena nueva».

Buyvid Backhuysen, Peregrinaciones por sendas y lugares mágicos

Este libro es desde el principio al final un humbug. Las ruinas del lago Tarn Mira han sido investigadas muchas veces. No son mágicas, en contra de los enunciados de B. Backhuysen; no pueden entonces ser los restos de la legendaria Torre de la Golondrina.

Ars mágica,
ed. XIV

 

—¡Que vienen! ¡Que vienen!

Yennefer se sujetó con las dos manos los cabellos agitados por el húmedo viento. Estaba junto a la balaustrada de las escaleras, intentando apartarse del camino de las mujeres que corrían hacia la orilla. Empujada por un viento del oeste, la marejada se estrellaba con estruendo contra la orilla, blancas flechas de espuma salían disparadas cada poco tiempo de las grietas entre las rocas.

—¡Que vienen! ¡Que vienen!

Desde las terrazas superiores de la ciudadela de Kaer Trolde, la fortaleza principal de Ard Skellig, se veía casi todo el archipiélago. En frente, al otro lado del estrecho, se extendía An Skellig, llana y baja en su extremo sur, rocosa y quebrada por fiordos en su parte norte, que no se podía ver desde allí. A la izquierda, lejos, rompía las olas con los agudos colmillos de sus escollos la alta y verde Spikeroog, con sus montañas de cumbres escondidas entre las nubes. A la derecha se veían los abruptos acantilados de la isla de Undvik, plagada de gaviotas, petreles, cormoranes y alcatraces. Desde detrás de Undvik se elevaba el boscoso cono de Hindarsfjall, la isla más pequeña del archipiélago. Pero si se subiera a la misma punta de alguna de las torres de Kaer Trolde y se mirara en dirección al sur, se vería la isla de Faroe, solitaria, alejada de las otras, saliendo del agua como la cabeza de un gigantesco pez para el que el océano es demasiado poco profundo.

Yennefer bajó a la terraza inferior, se detuvo ante un grupo de mujeres, a las cuales el orgullo y la posición social no les permitía correr a tontas y a locas hasta la orilla y mezclarse con la muchedumbre excitada. Abajo, a sus pies, yacía la ciudad portuaria, negra e informe, como una enorme concha marina arrojada por las olas.

Por el estrecho entre An Skellig y Spikeroog se acercaban, unos tras otros, los drakkars. Las velas ardían al sol en blanco y rojo, brillaban las puntas de azófar de los escudos colgados en la borda.

—El
Ringhorn
va el primero —afirmó una de las mujeres—. Detrás de él el
Fenris...


Trigla
—reconoció otra con una voz excitada—. Detrás de él el
Drac...
Por detrás el
Havfrue...

—Anghira... Támara... Daría...
No, es el
Scorpena...
No está el
Daría...

Una joven mujer con una gruesa trenza rubia, que rodeaba con las dos manos una barriga de avanzado estado de embarazo, gimió sordamente, palideció y se desmayó, derrumbándose sobre las baldosas de la terraza como una cortina arrancada de las anillas. Yennefer se acercó de inmediato, se puso de rodillas, apoyó los dedos en la barriga de la mujer y gritó un encantamiento, ahogando los espasmos y palpitaciones, evitando con fuerza y seguridad la ruptura del cordón umbilical y la placenta. Para estar segura lanzó un hechizo tranquilizador y protector sobre el niño, cuyas patadas sentía bajo la mano.

A la mujer, para no despilfarrar energía mágica, la reanimó con un golpe en el rostro.

—Lleváosla. Con cuidado.

—Ignorante —dijo una de las mujeres mayores—. Poco ha faltado para...

—Histérica... Puede que viva su Nils, igual está en otro drakkar...

—Gracias por vuestra ayuda, señora maga.

—Lleváosla —repitió Yennefer, levantándose. Se tragó una maldición al darse cuenta de que le habían cedido las costuras del vestido al arrodillarse.

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