La torre de la golondrina (37 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

—A quien no le está permitido, no le está permitido —bufó Angouléme, llevando de las riendas a dos caballos de los bandidos—. Deja esa chachara vacía, brujo. Vamos. Tengo aún algunas cuentas pendientes con Ruiseñor, y tú, por lo que imagino, querrías todavía tener una charlilla con el medioelfo.

—Voy con vusotros —dijo Milva—. Presto me buscaré una yegua.

—Yo también —balbuceó Jaskier—. Yo también voy con vosotros.

—¡Pero bueno, esto no! —gritó el barón cabecitoro—. Por mi honor, el señor vizconde Julián irá con nosotros al castillo de Beauclair. La condesa no nos perdonaría que, habiéndolo encontrado, no lo trajéramos. A vosotros no os detendré. Sois libres en obras y pensamientos. Como compañeros del vizconde Julián, su merced doña Anarietta os recibiría con honores y os hospedaría en el castillo, pero en fin, si despreciáis su hospitalidad...

—No la despreciamos —le interrumpió Geralt, mitigando con una mirada amenazadora a Angouléme, quien a espaldas del barón realizaba diferentes gestos repugnantes y ofensivos—. Lejos estamos de despreciarla. No dejaremos de ir a inclinarnos ante la condesa a ofrecerle el homenaje que se merece. Pero en primer lugar concluiremos lo que tenemos que concluir. Nosotros también dimos nuestra palabra, se puede decir que también firmamos un pacto. En cuanto lo concluyamos, nos dirigiremos sin tardanza al castillo de Beauclair. Iremos hacia allí sin falta.

«Aunque no sea más que por dar cuenta —añadió significativamente y con énfasis— de que deshonor alguno ni menoscabo se le cause a nuestro amigo Jaskier. Es decir, puf, Julián.

—¡Por mi honor! —sonrió de pronto el barón—. ¡Ningún deshonor ni menoscabo alguno se le causará al vizconde Julián, estoy presto a dar mi palabra. Puesto que olvidé deciros, vizconde, que el conde Raimundo murióse hace dos años de apoplejía.

—¡Ja, ja! —gritó Jaskier, con el rostro de pronto radiante—. ¡El conde la palmó! ¡Esto sí que es una nueva maravillosa y alegre! Es decir, me refería a tristeza y pena, congoja y angustia... Que le sea leve la tierra... ¡Sin embargo,' si esto es así, vayamos a Beauclair lo más presto posible, señores caballeros! ¡Geralt, Milva, Angouléme, nos veremos en el castillo!

Vadearon la corriente, espolearon los caballos hacia el bosque, entre robles de ramas muy extensas, entre helechos que les llegaban hasta las espuelas. Milva encontró sin esfuerzo el rastro de la banda de huidos. Iban tan deprisa como podían. Geralt tenía miedo por los druidas. Temía que los restos de la banda, al sentirse seguros, quisieran vengar en los druidas el pogromo recibido a manos de los caballeros andantes de Toussaint.

—Cuidao que ha tenío potra el Jaskier —dijo de pronto Angouléme—. Cuando el Ruiseñor nos cercó en la cabaña me contó por qué tenía miedo de Toussaint.

—Me lo había imaginado —respondió el brujo—. Sólo que no sabía que había apuntado tan alto. ¡Una condesa, jo, jo!

—Fue hace la tira de años. Y el conde Raimundo, ése que estiró la pata, al parecer juró que le iba a arrancar el corazón al poeta, lo mandaría cocinar, se lo pondría de cena a la condesa infiel y la obligaría a comerlo. Tiene Jaskier suerte de no haber caído en las garras del conde cuanto todavía vivía. Nosotros también tenemos suerte.

—Eso habrá que verlo.

—Jaskier dice que la tal condesa Anarietta lo ama hasta la locura.

—Jaskier siempre dice eso.

—¡Cerrar el pico! —ladró Milva, tirando de las riendas y echando mano al arco.

Errando de árbol en árbol corría hacia ellos un ladrón, sin sombrero, sin armas, a ciegas. Corría, se caía, se levantaba, volvía a correr de nuevo. Y gritaba. Gritos agudos, penetrantes, horribles.

—¿Qué pasa? —se asombró Angouléme.

Milva tensó el arco en silencio. No disparó, esperó hasta que el bandido se acercara y aquél corría directamente hacia ellos, como si no les hubiera visto. Cruzó a toda velocidad por entre el caballo del brujo y el de Angouléme.

Vieron su rostro, blanco como el papel y deformado por el miedo, vieron sus ojos desencajados.

—¿Qué diablos? —repitió Angouléme.:

Milva se despertó de su estupor, se volvió en la silla y le lanzó al huido una flecha en la espalda. El bandido gritó y cayó sobre los helechos.

La tierra tembló. De tal forma que de un roble cercano se desgranaron al suelo las bellotas.

—Me pregunto —dijo Angouléme— de qué sería de lo que huía...

La tierra tembló de nuevo. Los arbustos chasquearon, crujieron las ramas quebradas.

—¿Qué es eso? —gimió Milva, poniéndose de pie sobre los estribos—. ¿Qué es eso, brujo?

Geralt fijó la mirada, vio y lanzó un profundo suspiro. Angouléme también lo vio. Y empalideció.

—¡Su puta madre!

El caballo de Milva también lo vio. Relinchó con pánico, se puso a dos patas y luego pateó con las ancas. La arquera voló de la silla y cayó pesadamente al suelo. El caballo huyó hacia el interior del bosque. La montura de Geralt echó a galopar detrás sin pensarlo, con tan mala fortuna que eligió un camino bajo una rama de roble que colgaba muy baja. La rama barrió al brujo de la silla. El golpe y el dolor de la rodilla por poco no le quitaron el sentido.

Angouléme fue quien consiguió controlar a su enloquecido caballo por más tiempo, pero también al final acabó en el suelo. En su huida el caballo por poco no aplastó a Milva, que se estaba levantando.

Y entonces vieron con mayor claridad la cosa que avanzaba hacia ellos. Y dejaron por completo, pero por completo, de asombrarse del pánico de sus animales.

El ser recordaba a un gigantesco árbol, a un añudo y nudoso roble. O puede que en verdad fuera un roble. Pero un roble bastante poco típico. En vez de erguirse tranquilito allá en el campo entre hojas y bellotas caídas, en vez de permitir que le corrieran por encima las ardillas y se le cagaran encima los pardillos, aquel roble caminaba con brío por el bosque, pisaba rítmicamente con gruesas raíces y agitaba las ramas. El rechoncho tronco —o el torso— del monstruo tenía a ojo como unas dos brazas de diámetro y el pico que sobresalía de él no era quizás pico, sino más bien fauces, porque se abría y se cerraba con un sonido que recordaba al de unas pesadas puertas al cerrarse.

Aunque bajo su terrible peso temblaba la tierra de forma que hacía complicado mantener el equilibrio, el monstruo cruzaba por un barranco con una agilidad pasmosa. Y no lo hacía sin objetivo.

Ante sus ojos, el monstruo agitó las ramas, hizo que susurraran las hojas y extrajo de un árbol caído a un bandido que se escondía allí, tan hábilmente como una cigüeña extrae a una rana escondida entre la hierba. Envuelto en las ramas, el malandrín quedó suspendido, gritando que hasta daba pena. Geralt vio que el monstruo llevaba ya tres bandidos colgando de la misma forma. Y un nilfgaardiano.

—Huid... —jadeó, intentado en vano levantarse. Tenía la sensación como si alguien le estuviera golpeando rítmicamente con un martillo en la rodilla para clavarle un clavo al rojo—. Milva... Angouléme... Huid...

—¡No te vamos a dejar!

El árbol monstruo les escuchó, taconeó alegre con las raíces y corrió en su dirección. Angouléme, intentando en vano alzar a Geralt, maldijo de forma especialmente blasfema. Milva, con las manos temblorosas, intentaba asentar una flecha en la cuerda. Completamente sin sentido.

—¡Huid!

Era demasiado tarde. El árbol monstruo ya estaba sobre ellos. Paralizados por el miedo, ahora podían ver con precisión su botín, cuatro ladrones que colgaban en la trenza de ramas. Dos vivían, porque emitían terribles aullidos y meneaban las piernas. El tercero, quizá inconsciente, colgaba inerte. El monstruo, a todas luces, intentaba capturar vivas a sus presas. Pero con el cuarto prisionero no le había salido, quizá por falta de atención había apretado demasiado fuerte, lo que se dejaba ver por los ojos desencajados de la víctima, y la lengua, que le llegaba muy lejos, hasta la barbilla, manchada de sangre y de vómito.

Un segundo después colgaban ya en el aire, rodeados de ramas, todos gritando a voz en cuello.

—Mis, mis, mis —escucharon desde abajo, desde las raíces—.Mis, mis, Arbolillo.

Detrás del árbol monstruo, espoleándolo ligeramente con una ramita llena de hojas iba una druidesa jovencita, con una toga blanca y una corona de florecillas en la cabeza.

—No hagas daño, Arbolillo, no aprietes. Con delicadeza. Mis, mis, mis.

—No somos unos bandidos... —jadeó Geralt desde lo alto, pudiendo apenas alzar su voz desde un pecho apretado por las ramas—. Dile que nos suelte... Somos inocentes...

—Todos dicen lo mismo. —La druidesa espantó una mariposa que le rondaba por la ceja—. Mis, mis, mis.

—Me he meado... —gimió Angouléme—. ¡Me cagüentó, me he meado!

Milva sólo carraspeaba. Tenía la cabeza sobre el pecho. Geralt lanzó una maldición terrible. Era lo único que podía hacer.

El árbol monstruo, espoleado por la druidesa, avanzaba ligero por el bosque. Durante su carrera a todos —los que estaban conscientes— les castañeteaban los dientes al ritmo de los saltos del monstruo. Hasta se oía un eco.

Al cabo de no mucho tiempo se encontraron en un amplio claro. Geralt vio a un grupo de druidas vestidos de blanco, y junto a ellos otro árbol monstruo. Éste había sido menos afortunado con su caza: de sus ramas sólo colgaban tres bandidos, de los que sólo parecía vivir uno.

—¡Criminales, canallas, gentes indignas! —enunció desde abajo uno de los druidas, un viejecillo que se apoyaba en un largo bastón—. Miradlo bien. Mirad qué castigo les espera en el bosque de Myrkvid a los criminales e indignos. Miradlo y recordadlo. Os dejaremos ir para que podáis contarles a otros lo que vais a contemplar dentro de un momento. ¡Para advertencia!

En el mismo centro del claro se amontonaba una gran pila de leños y carrascas, y sobre la pila, apoyada en unos maderos, había una jaula tejida de esparto que tenía la forma de una gran muñeca de palo. La jaula estaba llena de gentes gritando y sollozando. El brujo escuchó con claridad los gritos de rana, roncos por el miedo, del bandolero Ruiseñor. Vio también el rostro blanco como el papel y deformado por el pánico del medioelfo Schirrú, apretado contra las trenzas de esparto.

—¡Druidas! —gritó Geralt, movilizando para aquel grito todas sus fuerzas para que se escuchara entre la barahúnda general—. ¡Señora flaminica! ¡Soy el brujo Geralt!

—¿Cómo? —habló desde abajo una mujer alta y delgada con el cabello de color gris acero, que le caía sobre la espalda, sujeto a la frente con una corona de muérdago.

—Soy Geralt... El brujo... El amigo de Emiel Regis...

—Repite, porque no te oigo.

—¡Geraaalt! ¡El amigo del vampiiiro!

—¡Ah! ¡Haberlo dicho antes!

A una señal de la druidesa de cabellos de acero, el árbol monstruo los dejó en tierra. No demasiado delicadamente. Cayeron, ninguno se pudo levantar por sus propias fuerzas. Milva estaba inconsciente, por la nariz le salía sangre. Haciendo un esfuerzo, Geralt se alzó y se arrodilló sobre ella.

La flaminica de cabellos de acero estaba a su lado, carraspeó. Tenía el rostro muy fino, incluso delgadísimo, tanto que despertaba asociaciones no demasiado agradables con el cráneo de un cadáver cubierto de piel. Sus ojos azul celeste como el aciano eran amables y dulces.

—Creo que tiene una costilla rota —dijo, mirando a Milva—. Pero ahora la curamos. Enseguida le prestarán ayuda nuestras sanadoras. Me pesa lo que ha sucedido. Pero, ¿cómo iba a saber quiénes erais? No os invité a venir a Caed Myrkvid y no os concedí permiso para entrar en nuestro santuario. Emiel Regis da fe de vosotros, cierto, pero la presencia en nuestro bosque de un brujo, asesino a sueldo de seres vivos...

—Me iré de aquí sin un momento de demora, honorable flaminica —aseguró Geralt—. Si sólo...

Se detuvo, al ver a los druidas portando teas ardiendo que se acercaban a la pila y a la muñeca de esparto llena de personas.

—¡No! —gritó, apretando los puños—. ¡Deteneos!

—Esa jaula —dijo la flaminica, como si no lo escuchara— tenía que servir al principio como comedero invernal para animales hambrientos, tenía que estar en el bosque llena de heno. Pero cuando agarramos a estos canallas, recordé los rumores malvados y las calumnias que los humanos cuentan de nosotros. Bien, pensé, vais a tener vuestra Moza de Esparto.

Vosotros mismos os la sacasteis de la manga, como pesadilla que despierta el miedo, así que yo os voy a proporcionar esa pesadilla...

—Ordena que se detengan —susurró el brujo—. Honorable flaminica... No los queméis... Uno de esos bandidos tiene una información muy importante para mí...

La flaminica posó una mano sobre el pecho. Sus ojos de aciano eran amables y dulces.

—Oh, no —dijo con voz seca—. No, señor. Yo no creo en la institución del testigo de la corona. El librarse de la pena es inmoral.

—¡Deteneos! —gritó el brujo—. ¡No le prendáis fuego! ¡De...!

La flaminica realizó un breve gesto con la mano, y Arbolillo, que todavía estaba en los alrededores, taconeó con sus raíces y le puso una rama al brujo en el hombro. Geralt se sentó y además con impulso.

—¡Prendedle fuego! —ordenó la flaminica—. Lo siento, brujo, pero ha de ser así. Nosotros, druidas, valoramos y honramos la vida en cada una de sus formas. Pero el dejar con vida a los criminales es simple estupidez. A los criminales no les asusta más que el miedo. Así que les vamos a dar un ejemplo por el miedo. Albergo la esperanza de que no tenga que repetir este ejemplo.

Las carrascas se prendieron muy deprisa, la pila vomitó humo y se cubrió de llamas. Los gritos y aullidos que salían de la Moza de Esparto ponían los pelos de punta. Por supuesto, no era posible en la cacofonía de chasquidos producida por el fuego, pero a Geralt le parecía que distinguía el croar desesperado de Ruiseñor y los gritos agudos, llenos de dolor, del medioelfo Schirrú.

Él tenía razón, pensó. La muerte no siempre es igual.

Y luego, después de un tiempo macabramente largo, la pila y la Moza de Esparto explotaron piadosamente en un infierno de fuego estruendoso, un fuego al que nada podía sobrevivir.

—Tu medallón, Geralt —dijo Angouléme, que estaba junto a él. -

—¿Cómo? —carraspeó, porque tenía la garganta encogida—. ¿Qué has dicho?

—Tu medallón de plata con el lobo. Lo tenía Schirrú. Ahora ya lo has perdido del todo. Se habrá fundido en esas brasas.

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