El Pelirrojo no era tonto y sabía aprender de sus errores. Calmó a los agitados generales que exigían una cruzada, no prestó oídos a los mercaderes que exigían un bloqueo económico, mitigó a Benda de Kaedwen, que anhelaba sangre y venganza por la destrucción de su unidad de élite. El Pelirrojo inició negociaciones. No le contuvo ni siquiera la humillación, una piedra de molino que tuvo que tragar: Kovir accedió a las negociaciones pero en su territorio, en Lan Exeter. La montaña tenía que venir al profeta.
Acudieron entonces a Lan Exeter como suplicantes, pensó Dijkstra, envolviéndose en su capa. Como humillados pedigüeños. Exactamente como hoy.
La escuadra redana entró en el golfo de Praxeda y se dirigió hacia la playa kovirana. Desde la cubierta del buque insignia
Alata,
Radowid el Pelirrojo, Benda de Kaedwen y el jerarca de Novigrado, que les acompañaba en papel de mediador, contemplaron con asombro el rompeolas que surgía del mar y sobre el que se alzaban los muros y rechonchas torres de la fortaleza que defendía la entrada a la ciudad de Pont Vanis. Y navegando hacia el norte, en dirección a la desembocadura del río Tango, los reyes vieron puerto tras puerto, astillero tras astillero, embarcadero tras embarcadero. Vieron un bosque de mástiles y un océano blanco de velas que hasta hería los ojos. Kovir, resultaba, ya tenía listo el remedio contra bloqueos, retorsiones y guerras aduaneras. Kovir estaba dispuesto, evidentemente, a controlar los mares.
El
Alata
entró en la amplia boca del río Tango y echó el ancla en las bocas de piedra del antepuerto. Pero a los reyes, para su asombro, todavía les esperaba un viaje por el agua. La ciudad de Lan Exeter no tenía calles, sino canales. Entre ellos, el Gran Canal, arteria principal y eje de la metrópolis, que conducía directamente desde el puerto hasta la residencia del monarca. Los reyes se trasladaron a una galera decorada con guirnaldas escarlatas y doradas y con un escudo en el que el Pelirrojo y Benda, para su asombro, reconocieron el águila redana y el unicornio kaedweno.
Mientras navegaban por el Gran Canal, los reyes y su cohorte miraban a su alrededor y guardaban silencio. En realidad convendría decir que se habían quedado mudos. Se habían equivocado al pensar que sabían lo que era riqueza y pompa, que no se les iba a poder sorprender con muestras de bienestar y demostraciones de lujo.
Navegaban por el Gran Canal e iban dejando a un lado el imponente edificio del Almirantazgo, la sede del Gremio de Mercaderes. Navegaban a través de un bulevar repleto de una multitud multicolor y bien vestida. Navegaban entre una hilera de palacios de nobles y casonas de mercaderes que se reflejaban en el agua del canal en un arco iris de fachadas hermosamente adornadas pero increíblemente estrechas. En Lan Exeter se pagaba impuestos por la longitud de la fachada; cuanto más ancha, más se incrementaba el impuesto.
En las escaleras que bajaban hasta el canal del Palacio de Ensenada, residencia de invierno del monarca y que era el único edificio de fachada ancha, esperaba ya el comité de bienvenida y la pareja real: Gedovius, señor de Kovir, y su esposa, Gemma. La pareja recibió a los recién llegados con cortesía, amabilidad y... de modo bastante atípico. Querido tío, le dijo Gedovius a Radowid. Querido abuelito, sonrió Gemma en dirección a Benda. Gedovius era al fin y al cabo un troideno. Gemma, por su parte, resultó que provenía del linaje de la revoltosa Aideen, que había huido de Kaedwen y por cuyas venas corría sangre de los reyes de Ard Carraigh.
El comprobar el parentesco enmendó los ánimos y despertó simpatía pero no ayudó en las negociaciones. Los «niños» dijeron en pocas palabras lo que querían, los «abuelos» escucharon. Y firmaron un documento que luego fue llamado por la posteridad Primer Tratado de Exeter. Para diferenciarlo de los que luego se firmaron, el Primer Tratado llevaba también un apelativo extraído de las primeras palabras de su preámbulo:
Mare Liberum Apertum.
El mar es libre y abierto. El comercio es libre. El beneficio es sagrado. Ama al comercio y al beneficio del prójimo como al tuyo propio. Obstaculizarle a alguien el comerciar y obtener beneficio es una violación de las leyes de la naturaleza. Y Kovir no es vasallo de nadie. Es un reino independiente, autónomo y neutral.
No daba la impresión de que Gedovius y Gemma quisieran hacer —aunque sólo fuera por cortesía— una concesión, siquiera la más pequeña, para salvar el honor de Radowid y Benda. Y sin embargo la hicieron. Aceptaron que Radowid el Pelirrojo —de por vida— usara en los documentos oficiales el título de rey de Kovir y Poviss y Benda —de por vida— el título de rey de Caingorn y Malleore.
Por supuesto, con la advertencia de «non preiudicando».
Gedovius y Gemma gobernaron durante veinticinco años. La rama real de los troidenos se acabó con su hijo, Gerard. Al trono kovirano subió Estéril Thyssen. El fundador de la casa de los Thyssen.
Al cabo de poco tiempo, los reyes de Kovir estuvieron ligados por lazos de sangre con el resto de las dinastías del mundo. Observaron con firmeza la letra de los tratados de Exeter. Nunca se mezclaron en los asuntos de los vecinos. Nunca intentaron hacerse con una sucesión ajena, aunque más de una vez las vueltas de la historia hicieron que el rey o el príncipe de Kovir tuviera todas las razones para considerarse con derecho a suceder al trono de Redania, de Aedirn, de Kaedwen, Cidaris o incluso hasta de Verden o Rivia. Nunca el poderoso Kovir intentó anexiones territoriales ni conquistas, no envió nunca cañoneras armadas de catapultas y balistas a aguas territoriales extranjeras. Nunca usurpó para sí el privilegio del «dominio sobre las olas». A Kovir le bastaba con el
Mare Liberum Apertum,
un mar libre y abierto para el comercio. Kovir profesaba la religión del comercio y el beneficio.
Y una absoluta e imperturbable neutralidad.
Dijkstra se colocó el cuello de castor de su capa para proteger la nuca del viento y las gotas de lluvia que caían. Miró a su alrededor, sacado de su ensoñación. El agua del Gran Canal parecía negra. En el celaje y la niebla hasta el edificio del Almirantazgo, el orgullo de Lan Exeter, tenía un aspecto cuartelero. Hasta las casonas de los mercaderes habían perdido su acostumbrado esplendor, y sus estrechas fachadas parecían más estrechas de lo normal. O puede que hasta sean más estrechas, joder, pensó Dijkstra. Si el rey Esterad ha subido los impuestos, los avaros poseedores de las casonas podrían haber estrechado las fachadas.
—¿Hace mucho que tenéis este tiempo de perros, excelencia? —preguntó por preguntar, por romper aquel molesto silencio.
—Desde mitad de septiembre, conde —respondió el embajador—. Desde la luna llena. Se anuncia un invierno tempranero. En Talgar ya han caído las primeras nieves.
—Pensaba que en Talgar las nieves nunca se fundían —dijo Dijkstra.
El embajador le miró como asegurándose de que era una broma y no ignorancia.
—En Talgar —bromeó también— el invierno comienza en septiembre y termina en mayo. Las otras estaciones del año son primavera y otoño. Hay también verano... Suele caer en el primer martes después de la nueva de agosto. Y dura hasta el miércoles por la mañana...
Dijkstra no se rió.
—Pero incluso allí —el rostro del embajador se nubló— la nieve al final de octubre es un hecho desacostumbrado.
El embajador, como la mayor parte de la aristocracia redaría, no soportaba a Dijkstra. La obligación de hospedar y atender al maestro de espías la consideraba un desprecio personal y el hecho de que el Consejo de Regencia le encargara de las negociaciones con Kovir a Dijkstra y no a él era una afrenta mortal. Lo enfurecía que él, De Ruyter, de la rama más famosa del linaje de los ruyteros, barón desde hacía nueve generaciones, hubiera de llamar conde a ese malcriado y advenedizo. Pero como experimentado diplomático escondía maravillosamente su resentimiento.
Los remos se alzaban y caían rítmicamente, la nave se deslizaba veloz por el Canal. Justo estaban pasando al lado del Palacio de Cultura y Arte, pequeño pero construido con gusto.
—¿Vamos a Ensenada?
—Sí, conde —confirmó el embajador—. El ministro de asuntos exteriores señaló que desea entrevistarse con vos inmediatamente después de vuestra llegada, por eso os conduzco directamente a Ensenada. Por la tarde mandaré un bote a palacio, puesto que desearía invitaros a la cena...
—Haga el favor su excelencia de perdonarme —le interrumpió Dijkstra—, pero las obligaciones no me permiten aceptar. Tengo muchos asuntos que resolver y poco tiempo, habrá que solventarlos a costa de los placeres. Cenaremos en otra ocasión. En tiempos más felices y tranquilos.
El embajador se inclinó y respiró subrepticiamente con alivio.
Entró en Ensenada, por supuesto, por una puerta trasera. De lo que se alegró mucho. A la entrada principal de la residencia de invierno del monarca, situada bajo un frontón maravilloso apoyado en esbeltas columnas, se accedía directamente desde el Gran Canal por medio de unas escaleras de mármol blanco, imponentes pero malditamente largas. Las escaleras que conducían a una de las numerosas puertas traseras eran muchísimo menos impactantes pero también mucho más fáciles de culminar. Pese a ello, Dijkstra, según andaba, se mordía los labios y maldecía por lo bajo para que no le escucharan los guardias, lacayos y el mayordomo que le escoltaban.
En el interior del palacio esperaban más escaleras y otra subida. Dijkstra maldijo otra vez a media voz. Seguramente la humedad, el frío y la incómoda posición en la barca habían hecho que su pie, destrozado y curado a base de magia, comenzara a hacer notar su presencia con un sordo y desagradable dolor. Y malos recuerdos. Dijkstra apretó los dientes. Sabía que al causante de sus sufrimientos, al brujo, también le habían roto los huesos. Abrigaba la esperanza de que al brujo también le dolieran y le deseaba de todo corazón que le dolieran lo más largo y más fuerte posible.
En el exterior habían caído ya las tinieblas, los pasillos de Ensenada estaban oscuros, los caminos que Dijkstra recorrió detrás del silencioso mayordomo estaban alumbrados, sin embargo, por una línea de lacayos con velas no excesivamente densa. Delante de las puertas de madera a las que le condujo el mayordomo había unos guardias con alabardas, tensos y rígidos como si les hubieran metido en el culo la alabarda de reserva. Allí había muchos más lacayos con velas, la claridad hasta hería los ojos. Dijkstra se asombró un tanto de la pompa con que lo recibieron.
Entró en la habitación y al momento dejó de asombrarse. Hizo una profunda reverencia.
—Bienvenido, Dijkstra —dijo Esterad Thyssen, rey de Kovir, Poviss, Narok, Velhad y Talgar—. No te quedes en la puerta, ven acá, más cerca. Deja a un lado la etiqueta, esto no es una audiencia oficial.
—Mi señora.
La mujer de Esterad, la reina Zuleyka, respondió a su reverencia llena de respeto con una ligera inclinación de la cabeza y sin dejar de hacer ganchillo.
Aparte de la pareja real no había ni un alma en la habitación.
—Cierto. —Esterad advirtió la mirada—. Hablaremos a cuatro, perdón, a seis ojos. Me da a mí la sensación que va a ser mejor.
Dijkstra se sentó en el escabel que le habían señalado, enfrente de Esterad. El rey tenía sobre los hombros una capa carmesí con adornos de armiño y en la cabeza un
chapeau
de terciopelo que conjugaba con la capa. Como todos los hombres del clan de los thyssenios, era alto, bien formado y de una belleza un poco salvaje. Siempre tenía un aspecto fuerte y saludable, como un marinero que acabara de volver del mar, hasta parecía que emanara de él un aroma a agua marina y frío viento salado. Como con todos los thyssenios, era difícil adivinar la edad exacta del rey. Mirando sus cabellos, su tez y sus manos —los lugares que más inequívocamente hablan de la edad— se le podía dar a Esterad como unos cuarenta y cinco años. Pero Dijkstra sabía que el rey tenía cincuenta y seis.
—Zuleyka. —El rey se inclinó hacia su mujer—. Míralo. Si no supieras que es un espía, ¿lo creerías?
La reina Zuleyka no era muy alta, sino más bien bajita y de una falta de belleza simpática. Se vestía de una forma bastante típica para las mujeres de su belleza, consistente en elegir tales elementos de vestir que no permitieran a nadie pensar que no era su propia abuela. Este efecto lo conseguía Zuleyka a base de llevar vestidos amplios, informes y de tonos grises. En la cabeza llevaba un gorrillo heredado de alguna antepasada. No usaba maquillaje alguno ni llevaba tampoco joyas.
—El Buen Libro —dijo ella con una vocecilla bajita y agradable— nos enseña que mantengamos la moderación a la hora de juzgar al prójimo. Porque alguna vez se nos juzgará. Y por cierto no teniendo en cuenta nuestro aspecto.
Esterad Thyssen obsequió a su mujer con una mirada cálida. Era por todos sabido que la amaba con un amor sin fronteras, que durante veintinueve años de matrimonio no había disminuido para nada, al contrario, ardía cada vez más. Esterad, por lo que se afirmaba, no había traicionado nunca a Zuleyka. Dijkstra no creía demasiado en algo tan poco probable, pero él mismo había intentado tres veces poner —más bien tender— al rey alguna agente impresionante, candidata a favorita, una maravillosa fuente de información. No había servido de nada.
—No me gusta andarme por las ramas —dijo el rey—, por eso te voy a desvelar al punto por qué me decidí a hablar contigo personalmente. Hay varias razones. En primer lugar, que yo sé que no retrocedes ante el soborno. Estoy en general bastante seguro de mis servidores pero, ¿para qué ponerles ante una prueba tan difícil, una tentación tan grande? ¿Qué mordida tenías intención de proponerle a mi ministro de asuntos exteriores?
—Mil coronas novigradas —respondió el espía sin pestañear—. Si hubiera regateado habría llegado hasta mil quinientas.
—Y por eso me gustas —dijo al cabo de un instante de silencio Esterad Thyssen—. Eres un maldito hijo de puta. Me recuerdas mi propia juventud. Te miro y me veo a mí a tu edad.
Dijkstra se lo agradeció con una inclinación. Sólo era ocho años más joven que el rey. Estaba seguro de que Esterad lo sabía perfectamente.
—Eres un maldito hijo de puta —repitió el rey, poniéndose serio—. Pero un hijo de puta honrado y decente. Y eso es una cosa rara en estos tiempos asquerosos.
Dijkstra se inclinó de nuevo.
—Sabes —siguió Esterad—, en cada país se pueden encontrar personas que son ciegos fanáticos de la idea de un orden social. Se entregan a esa idea, dispuestos a todo por ella. También al crimen, puesto que según ellos el fin justifica los medios y transforma el sentido de los términos. Ellos no matan, ellos salvaguardan el orden. Ellos no torturan, no chantajean, ellos protegen la razón de estado y luchan por el orden. La vida del individuo, si el individuo altera el orden dado, no vale para estas gentes ni un céntimo, ni un encogimiento de hombros. Ellos nunca llegan a ser conscientes de que la sociedad a la que sirven se compone precisamente de individuos. Estas personas disponen de lo que se denomina una vista hacia el futuro... y una vista así es la mejor forma de no ver a otras personas.