La torre de la golondrina (56 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

Todo pescador que conozca su oficio sabe que si hay que capturar una perca, sólo se consigue con los primeros hielos.

El invierno de aquel año, aunque inesperadamente tempranero, se burlaba de todos y era tan caprichoso como una mozuela hermosa y con éxito. Los primeros hielos y las primeras nevadas dieron una desagradable sorpresa, como un ladrón en una emboscada. Fue al principio de noviembre, hacia Saovine, en una época en la que todavía nadie se esperaba nieves ni hielos y había un montón de trabajo. Ya hacia la mitad de noviembre una delgada capita cubrió el lago y cuando casi casi parecía que iba a poder sostener el peso de un hombre, el caprichoso invierno cedió de pronto, volvió el otoño, redobló la lluvia, y la capa humedecida por ella gimió, se desgajó de la orilla y la deshizo el cálido viento del sur. ¿Qué diablos?, se asombraban los labradores. ¿Es invierno o no es invierno?

No habían pasado ni tres días cuando volvió el invierno. Esta vez sin nieves, sin ventiscas, pero a cambio el frío golpeaba como el herrero con el martinete. Hasta hacía temblar los huesos. En el transcurso de una noche el agua que se deslizaba por los aleros de los tejados se convirtió en afilados carámbanos de hielo y los patos, sorprendidos por el hecho, a poco no se quedaron pegados a los congelados cenagales.

Y los lagos de Mil Trachta lanzaron un suspiro y se quedaron petrificados en forma de hielo.

Gosta esperó todavía un día, para estar seguro, luego sacó de la troje una caja con una cuerda para llevarla al hombro, dentro de la cual tenía sus aparejos de pesca. Limpió con cuidado sus botas de paja, tomó la zamarra, asió el punzón, el saco y se apresuró al lago.

Ya se sabe: si se trata de la perca, lo mejor con el primer hielo.

El hielo era fuerte. Se rehundía un pelín bajo el peso, chirriaba algo, pero resistía. Gosta avanzó perpendicularmente, abrió un hueco con el punzón, se sentó sobre la caja, desenrolló la cuerda de pelo de caballo asida a una corta verga de alerce, le prendió un pez de estaño con un gancho, la lanzó al agua. La primera perca, de medio codo, picó el anzuelo antes de que cayera la cuerda y se tensara.

No había pasado ni una hora cuando alrededor del agujero en el hielo yacían ya más de medio centenar de peces verdes, rayados, con aletas tan rojas como la sangre. Gosta tenía más percas de las que necesitaba, pero su euforia de pescador no le permitía dejar de pescar. Al fin y al cabo, siempre podía regalar los peces a los vecinos.

Escuchó un relincho agudo.

Alzó la cabeza del hueco. En la orilla del río había un hermoso caballo negro, de los ollares le salía una nube de vaho. El jinete, vestido con un abrigo de piel de almizclera, tenía el rostro embargado por la locura.

Gosta tragó saliva. Era demasiado tarde para salir huyendo. En lo más profundo de su espíritu, sin embargo, contaba con que el jinete no se iba a atrever a adentrarse con el caballo en el quebradizo hielo.

Seguía moviendo maquinalmente la caña, otra perca tiró de la cuerda. El pescador la cogió, la desenganchó y la arrojó sobre el hielo. Con el rabillo de un ojo vio cómo el jinete desmontaba, arrojaba las riendas a un desnudo arbusto y se acercaba a él, pisando con precaución en la superficie resbaladiza. La perca se agitaba en el hielo, estiraba la aleta puntiaguda, meneaba las agallas. Gosta se levantó, se inclinó y tomó el punzón, que en caso de necesidad podía servirle de arma.

—No tengas miedo.

Era una muchacha. Ahora, cuando se retiró el pañuelo del rostro, le vio la cara, deformada por una horrible cicatriz. Llevaba una espada cruzada a la espalda, veía la empuñadura de hermoso trabajo que surgía por encima del hombro.

—No te haré nada malo —dijo en voz baja—. Sólo quiero preguntar por algo.

Sí, claro, pensó Gosta. Lo que tú digas. Justo ahora, en invierno. Durante la helada. ¿Quién pasea o viaja? Sólo los ladrones. O algún desertor.

—Este país. ¿Es Mil Trachta?

—Cierto... —murmuró, mirando al agujero, al agua negra—. Mil Trachta. Pero nostros decimos: Cien Lagos.

—¿Y el lago de Tarn Mira? ¿Sabes de un lago así?

—Tos lo conocen. —Miró a la muchacha, asustado—. Ca en estos lares lo decimos Sinfondo. Un lago maldito. Una jondura tremenda. Las ninfas moran allí, ahogan al que pasa. Y en unas ruinas viejas y encantadas anidan las ánimas.

Vio cómo los ojos verdes de la muchacha brillaban.

—¿Hay ruinas allí? ¿Una torre, quizá?

—¡Qué va a haber una torre! —No consiguió contener un resoplido—. Unos pedruscos encima dotros, amontonaos, tos llenos de yerbajos crecíos, montones de cascotes...

La perca dejó de saltar, yacía moviendo las agallas entre sus hermanas de coloreadas rayas. La muchacha se quedó absorta, pensativa.

—La muerte en el hielo —dijo— posee en sí misma algo como fascinante.

—¿Lo qué?

—¿Qué lejos queda de aquí el lago de las ruinas? ¿Por dónde hay que ir?

Se lo dijo. Se lo señaló. Incluso hizo un dibujo en el hielo con la punta aguda del punzón. Movió la cabeza, mientras se lo aprendía. La yegua a la orilla del lago golpeaba con los cascos en los terrones congelados, relinchaba, arrojaba vaho con un sonido ronco.

Miró cómo se alejaba a lo largo de la orilla occidental del lago, cómo galopaba por las aristas del barranco que bajaba hacia el agua, por delante de los alisos y sauces sin hojas ya, a través del hermoso bosque de cuento de hadas, decorado por la helada con un blanco baño de escarcha. La yegua mora corría con una gracia indescriptible, veloz y al mismo tiempo ligera, apenas se podían escuchar los golpeteos de sus cascos sobre el suelo helado, apenas expulsaba de las ramas que golpeaba la nieve plateada. Como si por aquel bosque de cuento de hadas escarchado y paralizado por la helada estuviera cabalgando no un caballo normal, sino un caballo de cuento, un caballo fantasma.

¿Y no sería aquello una aparición?

¿Un demonio en un caballo espectral, un demonio que había tomado el aspecto de una muchacha de grandes ojos verdes y rostro deforme?

¿Quién, si no un demonio, viaja en invierno? ¿Pregunta el camino a unas ruinas malditas?

Cuando se fue, Gosta recogió a toda prisa sus avíos de pescador. Llegó a casa cruzando el bosque. Era un camino más largo, pero la razón y el instinto le aconsejaban que no fuera por el sendero, que no se expusiera a la vista. La muchacha, le decía la razón, pese a todas las apariencias, no era un fantasma, era un ser humano. La yegua mora no era una aparición sino un caballo. Y detrás de los que cabalgan a toda prisa por despoblados, y para colmo en invierno, suelen ir los perseguidores.

Una hora más tarde los perseguidores galoparon por el sendero. Catorce jinetes.

Rience volvió a agitar el cofrecillo de plata, blasfemó, golpeó con rabia el arzón de la silla. Pero el xenovoce guardaba silencio. Como si estuviera maldito.

—Mierda de magia —comentó Bonhart con voz fría—. Se jodio, vaya un cacharro de feria.

—O Vilgefortz nos demuestra lo que le importamos —añadió Stefan Skellen.

Rience alzó la cabeza y los miró a ambos con ojos de enfado.

—Gracias al cacharro de feria estamos en la pista y no la perderemos. Gracias al señor Vilgefortz sabemos adonde se dirige esta muchacha. Sabemos adonde vamos y lo que tenemos que hacer. Opino que esto es mucho. En comparación con vuestras acciones de hace un mes.

—No hables tanto. Eh, Bóreas, ¿qué dicen las señales?

Bóreas Mun se enderezó, tosió.

—Estuviera aquí como una hora antes que nosotros. Cuando puede, intenta cabalgar deprisa. Mas éste es un terreno difícil. Ni siquiera en esa su yegua tan extraordinaria nos lleva una ventaja de cinco o seis millas.

—Y en verdad se mete entre estos lagos —murmuró Skellen—. Vilgefortz tenía razón, y yo no lo creí...

—Yo tampoco —reconoció Bonhart—. Pero sólo hasta el momento en que los labriegos ayer confirmaran que en el lago Tarn Mira hay de verdad algún constructo mágico.

Los caballos bufaron, el vaho les brotaba por los ollares. Antillo lanzó un vistazo por su hombro izquierdo a Joanna Selborne. Desde hacía algunos días no le gustaba el aspecto de la cara de la telépata. Se está poniendo nerviosa, pensó. Esta persecución nos ha cansado a todos, física y psíquicamente. Ya es hora de terminar. Lo más pronto posible.

Un escalofrío le recorrió la espalda. Recordó el sueño que lo embargó la noche anterior.

—¡Vale ya! —Se sacudió—. Basta de meditaciones. ¡A los caballos!

Bóreas Mun bajó del caballo, observó las huellas. No era fácil. Con la tierra completamente congelada, sobre los terrones, los montones de nieve, la nieve empujada por el viento sólo se mantenía en los surcos y las hendiduras. En ellas buscaba Boreas las pisadas de los cascos de la yegua mora. Tenía que prestar mucha atención para no perder el rastro, sobre todo ahora cuando la voz mágica que les llegaba de la cajita de plata se había callado y había dejado de prestarles consejo y advertirles.

Estaba inhumanamente cansado. E intranquilo. Perseguían a la muchacha desde hacía ya casi tres semanas, desde Saovine, desde la masacre de Dun Dáre. Casi tres semanas sobre las sillas, todo el tiempo al acoso. Y ni la yegua mora ni la muchacha que iba sobre ella desfallecían ni aminoraban la velocidad.

Bóreas Mun observaba las huellas.

No podía dejar de pensar en el sueño que le había asaltado la última noche. En ese sueño se hundía, se ahogaba. Las negras aguas se cerraban sobre su cabeza y él bajaba hacia el fondo, el agua helada le llenaba la garganta y los pulmones. Se había despertado sudoroso, mojado, febril, aunque a su alrededor hacía un frío de perros.

Basta ya, pensó, al bajar de la silla para observar las huellas. Ya es hora de acabar con esto.

—¿Maestro? ¿Me escucháis? ¿Maestro?

El xenovoce callaba como un maldito.

Rience meneó con fuerza los brazos, echó el aliento sobre las manos heladas. El cuello y la espalda estaban ateridos del frío, la cruz y el dorso le dolían, cada movimiento un poco fuerte del caballo le recordaba este dolor. Ya no tenía fuerzas ni para maldecir.

Casi tres semanas sobre las sillas, en una persecución incansable. Con un frío penetrante y, desde hacía un par de días, con una helada que rompía los huesos.

Y Vilgefortz calla.

Nosotros también callamos. Y nos miramos los unos a los otros como lobos.

Rience extendió las manos, tiró de los guantes.

Skellen, pensó, cuando pone los ojos en mí, tiene una mirada extraña. ¿Acaso prepara una traición? Demasiado rápido y demasiado fácil se avino con Vilgefortz... Y este destacamento, estos ganapanes, al fin y al cabo le son fieles a él, cumplen sus órdenes. Si prendiéramos a la muchacha, estaría presto, sin atender a ningún pacto, a matarla o a conducirla a esos sus conspiradores para poner en práctica sus locas ideas de democracia y gobiernos ciudadanos.

¿O puede que a Skellen ya se le hayan pasado las ganas de conspirar? ¿Puede que un conformista y oportunista nato como él piense ahora en entregarle la muchacha al emperador Emhyr?

Me mira con ojos extraños. El Antillo. Y toda su banda... Esa Kenna Selborne...

¿Y Bonhart? Bonhart es un sádico impredecible. Cuando habla de Ciri, la voz le tiembla de rabia. Según su capricho, cuando capturemos a la muchacha puede estar dispuesto a atacarla o a raptarla para obligarla a luchar en los circos. ¿El pacto con Vilgefortz? A él le importará un pimiento. Sobre todo ahora que Vilgefortz...

Tomó el xenovoce de bajo el brazo.

—¿Maestro? ¿Me escucháis? Aquí Rience...

El aparatillo guardaba silencio. Rience ya ni siquiera tenía ganas de maldecir.

Vilgefortz calla. Skellen y Rience sellaron un pacto con él. Y en uno o dos días, cuando alcancemos a la muchacha, puede suceder que no haya pacto. Y entonces a mí me puede tocar que me pongan un cuchillo en la garganta. O que me lleven a Nilfgaard en cadenas, como prueba y prenda de la lealtad del Antillo...

¡Voto a bríos!

Vilgefortz calla. No proporciona consejos. No señala el camino. No aclara las dudas con esa voz suya tan serena, lógica, que llega hasta lo profundo del alma. Calla.

El xenovoce ha sufrido una avería. ¿Puede que sea a causa del frío? O puede...

¿Puede ser que Skellen tenga razón? ¿Puede ser verdad que Vilgefortz esté haciendo otra cosa y no se preocupa de nosotros ni de nuestra suerte?

Por todos los diablos, no pensé que esto fuera a ser así. Si lo hubiera sospechado, no habría accedido a esta tarea... Hubiera ido a matar al brujo en vez de Schirrú. ¡Su perra madre! Yo me estoy aquí pelando de frío y Schirrú seguro que está bien caliente...

Pensar que yo mismo me empeñé para que me encargaran a Ciri y le dieran el brujo a Schirrú. Yo mismo lo pedí...

Entonces, a principios de septiembre, cuando Yennefer cayó en nuestras manos.

El mundo, que todavía un minuto antes parecía una negrura irreal, laxa, pegajosa y turbia, adoptó de repente ásperos contornos y superficies. Se aclaró. Se volvió real.

Yennefer abrió los ojos, agitada por unos temblores espasmódicos. Estaba tendida sobre piedras, entre cadáveres y tablas destrozadas, aplastada por los restos de las jarcias del drakkar
Alción.
A su alrededor veía piernas. Piernas calzadas con pesadas botas. Una de aquellas botas hacía un momento le había atizado una patada, lo que sirvió para hacerla volver en sí.

—¡Levanta, hechicera!

Otra patada, que la embargó de dolor hasta las raíces de los dientes. Vio un rostro que se inclinaba sobre ella.

—¡Que te levantes, he dicho! ¡De pie! ¿Me reconoces?

Ella frunció los ojos. Lo reconocía. Era el tipo que hacía tiempo había quemado cuando estaba huyendo de ella por medio del teleporte. Rience.

—Vamos a arreglar cuentas —le prometió—. Vamos a arreglar cuentas por todo, puta. Te voy a enseñar lo que es el dolor. Con estas manos y estos dedos te voy a enseñar el dolor.

Ella se tensó, apretó y extendió la mano, lista para lanzar un hechizo. E inmediatamente se hizo un ovillo, ahogándose, gimiendo y temblando. Rience se carcajeó.

—No sale nada, ¿eh? —escuchó Yennefer—. ¡No tienes ni una miga de Fuerza! ¡No te puedes medir con los hechizos de Vilgefortz! Te ha sacado hasta la última gota, como se saca el suero del queso con un cincho. Ni siquiera eres capaz de...

No terminó. Yennefer extrajo un estilete de una vaina que llevaba atada a la parte interior del muslo, se alzó como un gato y acuchilló a ciegas. No acertó, la hoja sólo rozó el objetivo, rasgó el material de los pantalones. Rience retrocedió de un salto y se dio la vuelta.

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