La torre de la golondrina (57 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

De inmediato cayó sobre ella una lluvia de golpes y patadas. Aulló cuando una pesada bota cayó sobre su brazo, quitándole el puñal de su mano estrujada. Otra bota la pateó en el bajo vientre. La hechicera se dobló con un estertor. La levantaron del suelo, le pusieron las manos a la espalda. Vio un puño que volaba en su dirección, el mundo de pronto brilló con deslumbrantes colores, el rostro explotó en dolor. La ola de dolor se extendió hacia abajo, hacia el vientre y el perineo, transformó las rodillas en una fofa gelatina. Se quedó colgada de los brazos que la sujetaban. Alguien la agarró por los cabellos y tiró, haciéndole alzar la cabeza. La golpearon otra vez, en la cuenca del ojo, otra vez desapareció todo y se difuminó en un brillo cegador.

No se desmayó. Lo sintió todo. La golpearon. La golpearon con fuerza, con crueldad, tal y como se golpea a un hombre. Con golpes que no sólo han de doler, sino también quebrar, que han de extraer de quien es golpeado toda la energía y la voluntad de resistencia. La golpearon mientras se convulsionaba en el abrazo de acero de muchas manos.

Quería desmayarse pero no podía. Lo sentía todo.

—Basta —escuchó de pronto, a lo lejos, desde detrás de la cortina de dolor—. ¿Te has vuelto loco, Rience? ¿Queréis matarla? Me es necesaria con vida.

—Le prometí a ella, maestro —bramó una sombra temblorosa que poco a poco adoptaba la silueta y el rostro de Rience—. Le prometí que se lo haría pagar... Con estas manos...

—Poco me importa lo que le hayas prometido. Te repito que me es necesaria viva y capaz de hablar articuladamente.

—A los gatos y las meigas —se rió el que la agarraba por los cabellos— no es tan fácil sacarles las tripas.

—No te hagas el listo, Schirrú. He dicho que basta ya de golpes. Levantadla. ¿Cómo estás, Yennefer?

La hechicera escupió sangre, levantó el rostro entumecido. No lo reconoció a primera vista. Llevaba una especie de máscara que le cubría toda la parte izquierda de la cabeza. Pero sabía quién era.

—Vete al diablo, Vilgefortz —balbuceó, rozando cuidadosamente con la lengua los dientes anteriores y los labios mutilados.

—¿Qué te han parecido mis hechizos? ¿Te gustó cómo te recogí en el mar junto con el barco? ¿Te gustó el vuelo? ¿Con qué hechizos te protegiste que conseguiste sobrevivir a la caída?

—Vete al diablo.

—Arrancadle del cuello esa estrella. Y al laboratorio con ella. No perdamos el tiempo.

La curaron, la arrastraron, a veces la llevaron cogida. Una planicie pétrea, sobre ella yacía el destrozado
Alción.
Y muchos otros barcos naufragados, con sus erguidas cuadernas que recordaban los esqueletos de monstruos marinos. Crach tenía razón, pensó. Los barcos que habían desaparecido sin dejar huella en el Abismo no habían caído a causa de una catástrofe natural. Por los dioses... Pavetta y Duny...

En la planicie, a lo lejos, las cumbres de unas montañas se perfilaban sobre un cielo nublado.

Luego hubo muros, puertas, galerías, pavimentos, escaleras. Todo un tanto extraño, innaturalmente grande... Y pocos detalles que le permitieran enterarse de dónde se encontraba, adonde había ido a parar, adonde la había llevado el encantamiento. Le latía el rostro, lo que dificultaba todavía más la observación. El único sentido que le proporcionaba información era el olfato: al instante percibió el olor de la formalina, el éter, el alcohol. Y la magia. El olor de un laboratorio.

La sentaron con brutalidad en un sillón de metal, alrededor de sus muñecas y tobillos se cerraron dolorosamente unas frías y apretadas abrazaderas. Antes de que las mandíbulas de hierro de un torno le apretaran la sien y le inmovilizaran la cabeza, le dio tiempo a mirar a lo largo de la amplia y brillante sala. Vio otro sillón, una extraña construcción de acero sobre un pedestal de piedra.

—Ciertamente —escuchó la voz de Vilgefortz, quien estaba detrás de ella—. Este sillón es para tu Ciri. Espera desde hace mucho tiempo, ya no aguanta la espera. Yo tampoco.

Le escuchaba muy cerca de ella, hasta sentía su aliento. Le clavaba agujas en la piel de la cabeza, le aferró algo a los lóbulos de las orejas. Luego se puso de pie delante de ella y se quitó la máscara. Yennefer lanzó un suspiro sin quererlo.

—Esto es obra de tu Ciri, precisamente —dijo, mientras señalaba lo que antaño habían sido unos rasgos de belleza clásica, ahora terriblemente destrozados, atravesados por unos enganches y grapas de oro que sujetaban un cristal multifacetado en la órbita izquierda—. Intenté cogerla cuando entraba en el telepuerto de la Torre de la Gaviota —explicó con serenidad el hechicero—. Quería salvar su vida, estaba seguro de que el teleporte la iba a matar. ¡Ingenuo! Lo atravesó tan sencillamente, con tanta fuerza, que el portal estalló, me explotó en la propia cara. Perdí un ojo y la mejilla izquierda, también bastante piel en el rostro, el cuello y el pecho. Muy triste, muy doloroso y muy capaz de complicar la vida. Y muy feo, ¿no es cierto? Ja, tendrías que haberme visto antes de que comenzara a regenerarlo mágicamente.

»Si creyera en tales cosas —continuó, al tiempo que le introducía en la nariz un tubito de cobre— pensaría que es una venganza de Lydia van Bredevoort. Desde la tumba. Estoy regenerándolo, pero muy despacio, lenta y penosamente. La reconstrucción de los globos oculares, sobre todo, presenta muchas dificultades... El cristal que tengo en la órbita del ojo cumple estupendamente su función, veo en tres dimensiones, pero de todos modos es un cuerpo extraño, la falta de un globo ocular propio me conduce a veces a verdaderos estallidos. Entonces, embargado por una rabia ciertamente irracional, me juro a mí mismo que si agarro a Ciri, nada más cogerla le ordenaré a Rience que le saque uno de esos grandes ojos verdes. Con los dedos. Con estos dedos, como acostumbra a decir. ¿Guardas silencio, Yennefer? ¿Sabes que tengo ganas de sacarte un ojo a ti también? ¿O los dos?

Le estaba clavando gruesas agujas en las venas del dorso de la mano. A veces no acertaba, le traspasaba hasta el hueso. Yennefer apretó los dientes.

—Me has causado problemas. Me has obligado a alejarme de mi trabajo. Me has expuesto a riesgos. Metiéndote con ese barco en el Abismo de Sedna, en mi Absorbedor... El eco de nuestro pequeño duelo fue muy fuerte y alcanzó lejos, pudo haber llegado a oídos curiosos y no permitidos. Pero no fui capaz de contenerme. La idea de que te iba a poder tener aquí, de que te iba a poder conectar a mi escáner, era demasiado atractiva.

«Porque seguro que no creerás —le clavó otra aguja— que me dejé engatusar por tu provocación. Que me tragué el anzuelo. No, Yennefer, si piensas así, confundes el cielo con las estrellas que se reflejan por la noche en la superficie de un estanque. Tú me perseguías y al mismo tiempo yo te perseguía a ti. Al cruzar el Abismo, simplemente me facilitaste la tarea. Porque yo, como ves, no puedo escanear a Ciri, ni siquiera con ayuda de esta herramienta que no tiene igual. La muchacha tiene un poderoso mecanismo defensivo de nacimiento, una poderosa aura antimágica y supresora propia: al fin y al cabo es de la Vieja Sangre... Pero aun así mi superescáner debiera poder encontrarla. Y no la encuentra.

Yennefer ya estaba completamente cubierta por una red alambres de plata y cobre, entibada por un andamiaje de tubitos de plata y porcelana. En unos soportes pegados al sillón se agitaban unos recipientes de cristal que contenían unos líquidos incoloros.

—Así que pensé —Vilgefortz le introdujo otro tubito en la nariz, esta vez de cristal— que la única forma de escanear a Ciri era una sonda empática. Sin embargo, para ello me era necesaria una persona que tuviera con la muchacha un contacto emocional lo suficientemente fuerte y que trabajara con una matriz empática, un especie de, por usar un neologismo, algoritmo de los sentimientos y simpatías mutuas. Pensé en el brujo, pero el brujo había desaparecido, aparte de ello los brujos son malos médiums. Tenía intenciones de ordenar que raptaran a Triss Merigold, nuestra Decimocuarta del Monte. Le di vueltas a la idea de traer a Nenneke de Ellander... Pero cuando resultó que tú, Yennefer de Vengeberg, por tu propia voluntad, te ponías en mis manos... De verdad, no podía haber contado con nada mejor... Te conectaré al aparato y me escanearás a Ciri. La tarea precisa de cooperación por tu parte, es verdad... Pero, como sabes, hay métodos para obligarte a cooperar.

«Por supuesto —siguió, mientras se frotaba las manos—, habría que aclararte unas cuantas cosas. Por ejemplo, cómo y de qué forma me enteré de esto de la Vieja Sangre. ¿Y de la herencia de Lara Dorren? ¿Qué es en realidad ese gen? ¿Cómo se llegó a que Ciri lo tuviera? ¿Quién se lo transmitió? ¿De qué forma se lo voy a quitar a ella y para qué lo voy a utilizar? ¿Cómo funciona el Absorbedor del Abismo, a quién absorbí con él, qué es lo que hice con los absorbidos y por qué? ¿Verdad que son muchas preguntas? Hasta me da pena que no haya tiempo para contártelo todo, de aclarártelo todo. Buf, y de asombrarte, porque estoy seguro de que algunos hechos te asombrarían, Yennefer... Pero, como se ha dicho, no hay tiempo. Los elixires comienzan a funcionar, es hora de que comiences a concentrarte.

La hechicera apretó los dientes, ahogando un profundo gemido que le desgarraba las entrañas.

—Lo sé. —Vilgefortz asintió con la cabeza, al tiempo que acercaba un enorme megascopio profesional, una pantalla y una gran bola de cristal sustentada en un trípode y que estaba cubierta por una red de alambres de plata—. Lo sé, es muy molesto. Y duele mucho. Cuanto antes te pongas a escanear, menos durará. Venga, Yennefer. Quiero ver a Ciri aquí, en esta pantalla. Dónde está, con quién, qué hace, con quién duerme y dónde.

Yennefer lanzó un grito penetrante, salvaje, desesperado.

—Duele —se imaginó Vilgefortz, clavando en ella su ojo vivo y el cristal muerto—. Por supuesto que duele. Escanea, Yennefer. No te resistas. No te hagas la heroína. Sabes bien que no puedes resistirlo. Las consecuencias de tu oposición pueden ser lamentables, puedes sufrir un derrame, sufrir paraplejia o convertirte en un vegetal. ¡Escanea!

Ella apretó las mandíbulas hasta que le temblaron los dientes.

—Venga, Yennefer —dijo el hechicero con voz suave—. ¡Aunque sólo sea por curiosidad! Seguro que sientes curiosidad por saber cómo se las apaña tu pupila. ¿Y no la amenazará algún peligro? ¿Puede que se halle en necesidad? Sabes de sobra cuántas personas le desean el mal a Ciri y anhelan su perdición. Escanea. Cuando averigüe dónde está la muchacha la traeré aquí. Aquí estará segura... Aquí no la encontrará nadie. Nadie.

Su voz era aterciopelada y cálida.

—Escanea, Yennefer. Escanea. Te lo pido. Te doy mi palabra: tomaré de Ciri lo que necesito. Y luego os devolveré a las dos la libertad. Lo juro.

Yennefer apretó todavía más los dientes. Un hilillo de sangre le corrió por la barbilla. Vilgefortz se levantó bruscamente, agitó una mano.

—¡Rience!

Yennefer sintió cómo le apretaban algún instrumento a sus manos y dedos.

—A veces —dijo Vilgefortz, mientras se inclinaba sobre ella—, allí donde fallan la magia, los elixires y narcóticos, tiene éxito con los que se resisten el viejo y buen dolor, el dolor clásico, común y corriente. No me obligues a ello. Escanea.

—¡Vete al diablo, Vilgefortz!

—Haz girar el perno, Rience. Poco a poco.

Vilgefortz miró el cuerpo inerte que estaba tendido en el suelo en dirección a las escaleras que conducían al sótano. Luego alzó el ojo hacia Rience y Schirrú.

—Siempre existe el riesgo —dijo— de que alguno de vosotros caiga en manos de mis enemigos y le interroguen. Me gustaría creer que en ese caso mostraríais no menos dureza de cuerpo y espíritu. Sí, me gustaría creerlo. Pero no lo creo.

Rience y Schirrú callaban. Vilgefortz puso de nuevo el megascopio en marcha, una imagen, generada por el enorme cristal, apareció en la pantalla.

—Esto todo es lo que escaneó —dijo, señalando con un dedo—. Yo quería a Cirí, ella me dio al brujo. Curioso. No permitió que le extrajeran la matriz empática de la muchacha, pero con Geralt se quebró. No me imaginaba que albergara sentimiento alguno hacia ese Geralt... Pero en fin, nos contentaremos de momento con lo que tenemos. El brujo, Cahir aep Ceallach, el bardo Jaskier, una mujer. Humm... ¿Quién va a asumir esta tarea? ¿La solución final de la cuestión brujeril?

Schirrú se presentó como voluntario, recordaba Rience, incorporándose sobre los estribos para aliviar siquiera un poco sus doloridas posaderas. Schirrú se presentó para matar al brujo. Conocía el lugar en el que Yennefer había escaneado a Geralt y su compañía, tenía allí amigos o incluso parientes. A mí, por mi parte, Vilgefortz me envió a negociar con Vattier de Rideaux, luego a perseguir a Skellen y Bonhart...

Y yo, tonto de mí, me alegré entonces, seguro de que me había tocado una tarea mucho más fácil y agradable. Una que llevaría a cabo rápidamente, con facilidad y gusto...

—Si los campesinos no mintieron —Stefan Skellen estaba de pie en los estribos— el lago debe de estar detrás de esa colina, en la hondonada.

—También lleva allí el rastro —confirmó Boreas Mun.

—Entonces, ¿por qué estamos parados? —Rience se tocó su helada oreja—. ¡Picad espuelas y en marcha!

—No tan presto —le contuvo Bonhart—. Separémonos. Rodeemos la colina. No sabemos por qué orilla del lago haya ido. Si escogemos la dirección equivocada puede que de pronto nos encontremos con que el lago nos separa de ella.

—Más razón que un santo —sancionó Boreas.

—El lago está cubierto de hielo.

—Puede ser demasiado débil para los caballos. Bonhart tiene razón, hay que separarse.

Skellen impartió las órdenes con rapidez. El grupo dirigido por Bonhart, Rience y Ola Harsheim, compuesto de siete jinetes, galopó por la orilla oriental, desapareciendo con rapidez en el oscuro bosque.

—Bien —ordenó Antillo—. Vamos, Silifant...

De inmediato se dio cuenta de que algo no era como tenía que ser.

Dio la vuelta al caballo, le dio una palmada con la fusta, se acercó a Joanna Selborne. Kenna hizo retroceder a su rocín, tenía el rostro como de piedra.

—De eso nada, señor coronel —dijo ella roncamente—. Ni intentarlo habrías. Nosotros no vamos con vosotros. Nosotros nos volvemos. Nosotros estamos hartos de esto.

—¿Nosotros? —aulló Dacre Silifant—. ¿Quiénes son esos nosotros? ¿Qué es esto, un motín?

Skellen se inclinó en la silla, escupió a la helada tierra. Detrás de Kenna estaban Andrés Fyel y Til Echrade, el elfo rubio.

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