Dacre Silifant palideció, se veía pese a sus mejillas enrojecidas por el frío.
—¡Muchachos! —gritó—. ¡Atención! ¡Vigilad! ¡Y en grupo, en grupo! ¡No os perdáis en la niebla!
—¡Cierra el pico! —bramó Antillo—. ¡Mantened silencio! Un silencio completo, o no oiremos...
Lo oyeron. Por la izquierda, desde el extremo más alejado de la línea, de entre la niebla, les llegó un corto grito que se quebró al instante. Y el fuerte y ronco chirrido de los patines, que ponía los pelos de punta como el rayar un cristal con un hierro.
—¡Bert! —gritó Antillo—. ¡Bert! ¿Qué ha pasado?
Escucharon un grito ininteligible y al cabo surgió de la niebla Bert Brigden, que corría como un loco. Cuando ya estaba muy cerca se resbaló, se cayó y se deslizó sobre el hielo boca abajo.
—Le acertó... a Stigward... —jadeó, se levantó con esfuerzo—. Se lo cargó... al vuelo... Tan rápido... que apenas la vio... Una hechicera...
Skellen maldijo. Silifant y Mun, ambos con espadas en la mano, se dieron la vuelta, esforzaron sus ojos en la niebla.
Chirrido. Chirrido. Chirrido. Rápidos. Rítmicos. Y cada vez más audibles. Cada vez más audibles...
—¿De dónde viene? —gritó Boreas Mun, volviéndose y agitando en el aire la hoja de la espada que llevaba en las dos manos—. ¿De dónde viene?
—¡Silencio! —gritó Antillo, con el orión en la mano
alzada.—.
¡Creo que por la derecha! ¡Sí! ¡Por la derecha! ¡Se acerca por la derecha! ¡Cuidado!
El gemmeriano que iba en el lado derecho maldijo de pronto, se dio la vuelta y corrió a ciegas hacia la niebla, chapoteando al pisar la capa de hielo que se deshacía. No llegó lejos, no acertó ni siquiera a desaparecer de su vista. Escucharon un agudo chirrido de unos patines que se deslizaban, distinguieron una sombra informe y ágil. Y el brillo de una espada. El gemmeriano gritó. Vieron cómo caía, vieron un charco enorme de sangre sobre el hielo. El herido se retorció, se encogió, gritó, aulló. Luego se calló y se quedó inmóvil.
Pero mientras gritaba, había estado ahogando el chirrido de los patines que se acercaban. No se esperaban que la muchacha fuera capaz de dar la vuelta tan pronto.
Cayó en medio de ellos, en el mismo centro. Le dio un tajo al vuelo a Ola Harsheim, profundo, por debajo de las rodillas, cortándolo como con unas tijeras. Dio la vuelta en una pirueta, derramando sobre Bóreas Mun un granizo de punzantes pedazos de lodo. Skellen retrocedió, se resbaló, agarró por la manga a Rience. Cayeron ambos. Los patines chirriaron junto a ellos, unas frías y agudas partículas les azotaron el rostro. Uno de los gemmerianos aulló, el aullido se cortó con un gruñido brutal. Antillo sabía lo que había pasado. Había oído ya a mucha gente a la que le habían cortado la garganta.
Ola Harsheim gritó, se revolcó por el hielo.
Chirrido, chirrido, chirrido.
Silencio.
—Don Stefan —barbotó Dacre Silifant—. Don Stefan... Nuestra esperanza está en ti... Sálvanos... No dejes que te sorprenda...
—¡La puta ma dejao cojo! —se quejaba Ola Harsheim—. ¡Ayudadme, por vuestros muertos! ¡Ayudadme a levantar!
—¡Bonhart! —gritó hacia la niebla Skellen—. ¡Bonhart! ¡Ayudaaa! ¿Dónde estás, hijo de puta? ¡Bonhaaart!
—Nos está arrodeando —jadeó Bóreas Mun, dándose la vuelta y aguzando el oído—. Voltea entre la niebla... Ataca de no se sabe dónde... ¡La muerte! ¡La moza es la muerte! ¡La vamos a diñar aquí! Habrá una masacre, como en Dun Dáre, en la noche de Saovine...
—Manteneos en grupo —gimió Skellen—. Manteneos en grupo, ella persigue a los que están aislados... Si veis que se acerca, no perdáis la cabeza... Echadle a los pies la espada, los sacos, los cinturones... lo que sea para que...
No terminó. Esta vez no escucharon el chirrido de los patines. Dacre Silifant y Rience salvaron la vida porque se tiraron al suelo. Bóreas Mun acertó a dar un salto hacia atrás, resbaló, hizo caer a Bert Brigden. Cuando la muchacha pasó a su lado, Skellen se removió y lanzó el orión. Acertó. Pero a la persona equivocada. Ola Harsheim, quien precisamente acababa de conseguir incorporarse, cayó entre estertores sobre la ensangrentada superficie, sus ojos completamente abiertos parecían mirar de reojo la estrella de acero que tenía clavada en la base de la nariz.
El último de los gemmerianos arrojó la espada y comenzó a sollozar, con cortos e irregulares espasmos. Skellen se le acercó y le golpeó con todas sus fuerzas en el rostro.
—¡Domínate, hombre! ¡No es más que una muchacha! ¡Sólo una muchacha!
—Como en Dun Dáre, en la noche de Saovine —dijo Bóreas Mun en voz baja—. No saldremos de estos yelos, de este lago. ¡Aguzar el oído, aguzarlo! Y oyereis cómo se acerca la muerte a vosotros.
Skellen alzó la espada del gemmeriano e intentó ponerle el arma al sollozante soldado en la mano, pero sin resultado. El gemmeriano, que se estremecía con espasmos, le contemplaba con una mirada vacía. Antillo arrojó la espada y se acercó a Rience.
—¡Haz algo, hechicero! —gritó, agarrándolo por los hombros. El miedo le duplicaba las fuerzas, aunque Rience era más alto, más pesado y más fuerte, se agitaba en el abrazo de Antillo como si fuera una muñeca de trapo—. ¡Haz algo! ¡Llama a tu poderoso Vilgefortz! ¡O haz tú mismo algún encantamiento! ¡Hechiza, echa alguna brujería, convoca a los espíritus, conjura demonios! ¡Haz lo que sea, maldito enano, pedazo de mierda! ¡Haz algo antes de que ese monstruo nos mate a todos!
El eco de su grito retumbó por las pendientes cubiertas de árboles. Antes de que se apagara, chirriaron los patines. El sollozante gemmeriano cayó de rodillas y se cubrió el rostro con las manos. Bert Brigden gritó, arrojó la espada y se lanzó a correr. Se resbaló, se cayó, durante algún tiempo corrió a cuatro patas como un perro.
—¡Rience!
El hechicero blasfemó, alzó las manos. Cuando gritó el hechizo, las manos le temblaban, la voz también. Pero lo consiguió. Aunque, ciertamente, no del todo.
El delgado rayo que surgió de sus dedos atravesó el hielo, la superficie estalló. Pero no a través, para cortar el camino a la muchacha que se acercaba. Estalló a lo largo. La capa de hielo se abrió con un sonoro chasquido, agua negra salpicó y retumbó, la grieta se fue abriendo con rapidez en dirección a Dacre Silifant, que la contemplaba asombrado.
—¡A los lados! —gritó Skellen—. ¡Huiiid!
Era ya demasiado tarde, el hielo se quebró como el cristal, estalló en grandes pedazos. Dacre perdió el equilibrio, el agua sofocó su grito. Cayó en el agujero también Boreas Mun, desapareció bajo el agua el gemmeriano que estaba de rodillas, desapareció el cadáver de Ola Harsheim. Después el agua negra devoró a Rience e inmediatamente a Skellen, que consiguió aferrarse a los bordes en el último instante. La muchacha, sin embargo, dio un fuerte salto, voló sobre la grieta, aterrizó salpicando hielo deshecho, desapareció detrás de Brigden, quien estaba huyendo. Al cabo de un instante a los oídos de Antillo, que colgaba de los bordes de la grieta, llegó un grito que erizaba los cabellos.
Lo había alcanzado.
—Señor... —jadeó Boreas Mun, que no se sabía cómo había conseguido encaramarse sobre el hielo—. Dadme la mano... Señor coronel...
Skellen, una vez fuera del agua, se puso morado y comenzó a tiritar terriblemente. El borde del hielo se quebró otra vez bajo Silifant, que había conseguido salir, y Dacre de nuevo desapareció bajo el agua. Pero volvió a emerger al momento, tosiendo y escupiendo, se encaramó sobre el hielo haciendo un esfuerzo sobrehumano. Se arrastró y cayó, exhausto hasta el límite. Junto a él fue creciendo un charco.
Bóreas jadeaba, cerraba los ojos. Skellen tiritaba.
—Sálvame... Mun... Ayuda...
Al borde de la capa de hielo, sumergido hasta las axilas, colgaba Rience. Sus húmedos cabellos estaban pegados muy planos al cráneo. Los dientes tintineaban como castañuelas, sonaba como la fantasmal obertura de alguna
danse macabre
infernal.
Chirriaron los patines. Boreas no se movió. Esperaba. Skellen tiritaba.
Ella se acercó. Lentamente. Su espada chorreaba sangre, marcaba el hielo con una línea goteante. Boreas tragó saliva. Aunque estaba mojado hasta los huesos por el agua helada, de pronto le embargó un calor insoportable.
Pero la muchacha no le miraba a él. Miraba a Rience, que intentaba en vano alzarse sobre la plataforma.
—Ayuda... —Rience venció su castañeteo de dientes—. Sálvame...
La muchacha frenó, girando con los patines con gracia de danzarina. Estaba de pie con las piernas ligeramente separadas, la espada sujeta con las dos manos, a baja altura, hacia las caderas.
—Sálvame —gimió Rience, clavando los temblorosos dedos en el hielo—. Sálvame... Y te diré... dónde está Yennefer... Lo juro...
La muchacha se retiró lentamente el chal del rostro. Y sonrió. Bóreas Mun vio una terrible cicatriz y ahogó con dificultad un grito.
—Rience —dijo Ciri, aún sonriente—. Pues si tú me querías enseñar lo que es el dolor. ¿Lo recuerdas? Con estas manos. Con estos dedos. ¿Con éstos? ¿Con éstos con los que ahora te sujetas al hielo?
Rience respondió, Boreas no entendió qué, porque los dientes del hechicero castañeteaban y chasqueaban de forma que impedían el habla articulada. Ciri giró y alzó la mano con la espada. Bóreas apretó los dientes convencido de que iba a rajar a Rience, pero la muchacha sólo tomaba impulso para ponerse en marcha. Para enorme asombro del rastreador, la muchacha se fue, deprisa, impulsándose con bruscos encogimientos de los brazos. Desapareció en la niebla, al cabo de un momento se apagó también el rítmico chirrido de los patines.
—Mun... Saaa... saca... me... —ladró Rience, con la barbilla sobre el borde de la grieta. Echó las dos manos sobre el hielo, intentó clavar las uñas, pero tenía ya todas rotas. Enderezó los dedos, intentando agarrarse a la superficie con las palmas y las muñecas. Bóreas Mun le miraba y estaba seguro, completamente seguro...
Escucharon el chirrido de los patines en el último momento. La muchacha se acercó con increíble velocidad, hasta se desdibujaba ante los ojos. Se acercó hasta el mismo borde de la grieta, se detuvo junto a la orilla.
Rience gritó. Y se atragantó con el agua densa y aceitosa. Y desapareció. Encima del hielo, encima de unas huellas muy regulares de los patines, había sangre. Y dedos. Ocho dedos.
Boreas Mun vomitó sobre el hielo.
Bonhart galopaba por el borde de la escarpa del lago, cabalgaba como un loco, sin cuidarse de que el caballo podía romperse una pierna en cualquier momento entre las rocas cubiertas de nieve. Las hojas escarchadas de los abetos le rozaban el rostro, le arañaban los hombros, le arrojaban sobre el cogote polvo de hielo.
El lago no se veía, toda la depresión estaba llena de niebla como la cacerola humeante de una hechicera.
Pero Bonhart sabía que la muchacha estaba allí.
Lo presentía.
Bajo el hielo, muy hondo, un banco de percas acompañaba con curiosidad hacia el fondo del lago a una cajita plateada que relumbraba fascinadora, la cual se había deslizado del bolsillo de un cadáver que se iba hundiendo en la arcilla. Antes de que la cajita cayera sobre el fondo, alzando una nubecilla de fango, las percas más atrevidas intentaron incluso hasta mordisquearla. Pero de pronto huyeron asustadas.
La cajita emitía unos sonidos extraños, alarmantes.
—¿Rience? ¿Me escuchas? ¿Qué es lo que ha pasado? ¿Por qué no respondéis desde hace dos días? ¡Pido un informe! ¿Qué pasa con la muchacha? ¡No debéis dejarle entrar en la torre! ¿Me oyes? ¡No podéis permitir que entre en la Torre de la Golondrina...! ¡Rience! ¡Responde, diablos! ¡Rience!
Rience, naturalmente, no podía responder.
La escarpa se terminaba, la orilla era ahora plana. El final del lago, pensó Bonhart, estoy en el borde. He rodeado a la muchacha. ¿Dónde está? ¿Y dónde está esa puñetera torre?
La cortina de niebla estalló de pronto, se alzó. Y entonces la vio. Estaba casi delante de él, sentada sobre su yegua mora. Será hechicera, pensó, se comunica con ese animal. La envió a la otra punta del lago y la ordenó esperarla.
Pero tampoco esto le va a ayudar.
Tengo que matarla. Que el diablo se lleve a Vilgefortz. Tengo que matarla. Primero haré que suplique por su vida... Y luego la mataré.
Dio un aullido, espoleó al caballo con las espuelas y se lanzó a un galope maníaco.
Y de pronto se dio cuenta de que había perdido. De que al final ella se había burlado de él.
No le separaba de ella más de media legua, pero sobre hielo muy delgado. Estaba en la otra orilla del lago. Mas todavía la media luna perpendicular se doblaba ahora sobre el lado contrario: la muchacha, que iba por la cuerda del arco, estaba mucho más cerca del límite del lago.
Bonhart blasfemó, tiró de las riendas y dirigió el caballo hacia el hielo.
—¡Corre, Kelpa!
De bajo de los cascos de la yegua salpicaba un fango helado.
Ciri se agarró al cuello del caballo. La vista de Bonhart persiguiéndola había hecho que la abrumara el miedo. Tenía miedo de aquel hombre. Sólo de pensar en plantarle cara en una lucha, un puño invisible le apretaba el estómago.
No, no podía luchar con él. Todavía no.
La torre. Sólo la podía salvar la torre. Y el portal. Como en Thanedd, cuando el hechicero Vilgefortz ya estaba allí mismito, ya casi le ponía la mano encima...
Su única salvación era la Torre de la Golondrina.
La niebla se alzó.
Ciri tiró de las riendas sintiendo cómo la embargaba un repentino y monstruoso calor. No podía creer lo que veía. Lo que tenía ante sí.
Bonhart también lo vio. Y aulló triunfante.
En el borde del lago no había torre alguna. No había siquiera ruinas de una torre, simplemente no había nada. Sólo unos montecillos apenas dibujados y visibles, sólo unos cúmulos de rocas cubiertos de tallos desnudos, secos y congelados.
—¡Ésta es tu torre! —gritó—. ¡Ésta es tu torre mágica! ¡Éste es tu refugio! ¡Un montón de piedras!
Parecía que la muchacha ni escuchaba ni veía. Condujo a la yegua a las cercanías de una colina, sobre el cúmulo de rocas. Alzó ambas manos hacia lo alto como si maldijera a los cielos por lo que había encontrado.
—¡Te dije —gritó Bonhart, espoleando a su bayo con las espuelas— que eras mía! ¡Que haría contigo lo que quisiera! ¡Que nadie me lo impediría! ¡Ni los hombres ni los dioses, ni los diablos, ni los demonios! ¡Ni tampoco los hechizos! ¡Eres mía, brujilla!