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Authors: Andy McDermott

Tags: #Aventuras

La tumba de Hércules (16 page)

—¿De dónde sacó Eddie esos archivos? ¿Quién los tenía?

La cara de Amoros se ensombreció más.

—Según Eddie, Richard Yuen.

—¿Cómo?

Lo recordaba de la fiesta a bordo del yate de René Corvus. Arrogante, petulante, chulo y autoritario… Pero nunca hubiese imaginado que podría ser también un asesino.

—Vamos a llegar al fondo de esto, Nina, no te preocupes. Pero no puedo hacer mucho hasta que vea los archivos.

—¿Y cuándo aterrizará Eddie?

—De madrugada, a eso de las cinco. Vendrá directamente aquí.

—Bien.

Recordó algo que Amoros había comentado antes.

—Espera, cuando dijiste que se había visto implicado en un «incidente»…

—Lo importante es que está bien —le aseguró Amoros, rápidamente—. Y tú también. Y todavía tienes el texto de Platón.

—La mayor parte —le recordó ella, desanimada.

—¿Qué quieres hacer con él?

—Creo que Popi quiere empaquetarlo y subirse a un avión que lo lleve a Roma sin demora —dijo Nina, señalando la puerta—. Pero tenemos que mantenerlo a salvo hasta que podamos averiguar por qué Yuen está dispuesto a matar para localizar la tumba de Hércules.

—No estamos seguros de que Yuen esté detrás de esto —puntualizó Amoros.

—Parece que Eddie piensa que sí.

—Vamos a esperar a conocer todos los hechos antes de acusar a nadie. Sobre todo si ese alguien es uno de los directores de la AIP. —Se dirigió hacia la puerta—. Voy a buscar a Popadopoulos para intentar convencerlo de que nos deje guardar el texto aquí, por ahora.

—Gracias —dijo Nina.

Él asintió y abandonó la habitación. Nina suspiró, sintiéndose de repente más cansada que nunca. ¿Qué demonios había estado haciendo Chase en Shanghái?

Olisqueó. Había un olor raro de repente, y no era ella…

—¡Mierda!

Nina giró la cabeza rápidamente y vio que uno de los pedazos del pergamino estaba directamente bajo la pantalla de su lámpara y que la hoja apergaminada estaba empezando a arrugarse por el calor de la bombilla.

Apartó la lámpara de un gesto, agitando la mano, y sopló sobre el documento antiguo para enfriarlo. El corazón le latía con fuerza por el pánico que le causaba pensar que el texto iba a empezar a arder allí mismo, sobre su mesa. Pero para alivio suyo, había sobrevivido, aunque estaba más arrugado que antes. Y no olía a quemado…

Entonces, ¿a qué olía?

El aroma era débil, pero de algún modo, le resultaba familiar. Una acidez fuerte que una parte de su mente asoció inmediatamente con la cocina. A vinagre, o zumo de limón…

Nina se tapó la cara con la mano, ahogando un «¡Hala!» cuando se dio cuenta de lo que significaba ese olor. Bajó la lámpara de nuevo, calentando la parte en blanco del pergamino.

Fueron apareciendo unas tenues marcas marrones. A primera vista, podrían no llamar la atención, no parecer más que unas manchas y garabatos al azar. Pero Nina sabía que el mero hecho de que hubiesen estado ocultas significaba que tenían más valor.

Cogió el pergamino y le sacudió los pedacitos de cristal que todavía tenía encima. Después se volvió hacia las otras páginas…

Popadopoulos entró de nuevo en la oficina.

—Doctora Wilde, yo… ¡aaah!

Se quedó paralizado y volvió a mover la boca como un pez cuando vio a Nina abriendo los marcos y extrayendo las frágiles páginas de entre los cristales.

—¿Qué está haciendo? Es usted… ¡una gamberra lunática!

Nina levantó una mano para acallarlo.

—Las partes de atrás de los pergaminos —le dijo, hablando rápido mientras su mente procesaba a toda velocidad—. Nadie las había examinado antes, ¿verdad?

—¡No había nada que examinar! ¡Están en blanco!

—¿Ah, sí?

Le mostró la página con las marcas que habían aparecido. La cara nerviosa y aterrorizada de Popadopoulos se transformó en una cara de fascinación.

—Usted estaba de acuerdo en que era inusual que solo se hubiese utilizado un lado del pergamino, ¿no? Pero en todos los siglos que la Hermandad ha tenido el
Hermócrates
en sus archivos, nadie se molestó nunca en preguntarse por qué. Bueno, pues yo le diré por qué.

Ya había retirado todas las páginas de entre los cristales. Nina usó el borde de una carpeta plástica para apartar los fragmentos rotos a un lado, antes de colocar los pergaminos en la mesa, bocabajo.

—¡Porque Platón quería utilizar el reverso de las páginas para otra cosa! ¡Mire! —Bajó la lámpara sobre una parte diferente de la primera página. Fueron apareciendo más marcas—. ¡Escribió algo con tinta invisible!

—¡Dios mío! —exclamó Popadopoulos, inclinándose y estudiando fijamente la página.

—Tinta invisible —repitió Nina con un tono burlón ligeramente acusador—. Uno de los trucos más viejos para esconder información… Y la Hermandad no pensó, ni por un momento, en comprobarlo, durante más de dos mil años.

—Nuestro propósito era mantener el secreto de la Atlántida a salvo —dijo Popadopoulos, desdeñosamente—, no ir a la caza del tesoro de mitos griegos sin relación.

Movió con cuidado el pergamino bajo la lámpara, buscando más marcas invisibles.

—¿Cuánto tiempo permanecerá visible la tinta?

—No lo sé… puede ser permanente, o desaparecer en cuanto se enfríe. Sea como sea, me aseguraré de que se fotografíe todo.

Nina inclinó la cabeza hacia un lado.

—Esto es raro.

—¿El qué?

—Lo que sea que quiera mostrar con esto, parece que ha sido recortado —dijo, señalando una zona en particular, cerca del centro de la página—. ¿Ve? Todas las marcas se paran de golpe, formando una línea recta, como si… ¡como si se hubiese colocado encima otra página!

Deslizó el borde de otra hoja de pergamino sobre la primera para ejemplificarlo.

—Necesitamos más luces.

Nina salió de la habitación corriendo y volvió con dos lámparas más, procedentes de unos despachos cercanos. Las enchufó y las colocó sobre el escritorio.

—Caliéntelas todas. Necesitamos ver las marcas de todas las páginas.

Les llevó varios minutos, pero con la ayuda de Popadopoulos cada uno de los pergaminos recibió el mismo tratamiento de calor improvisado que el primero. Resultó que todos contenían marcas escondidas, apenas visibles.

—No soy capaz de ver lo que se supone que es —se quejó Popadopoulos, dando un paso atrás para obtener una visual conjunta de toda la colección.

—Yo sí —le dijo Nina—. O, al menos, lo que va a ser. Mire esto —dijo señalando un grupo de pequeños símbolos en una página—. Estas son letras griegas… la mitad inferior de letras griegas, al menos. Y la mitad superior está…

Buscó entre las otras páginas, localizando más símbolos en el borde de una hoja diferente. Cuando las colocó juntas, los símbolos encajaron perfectamente y formaron una palabra:
βoθvó
. «Montaña».

—¡Esto es un mapa! Es como un puzle… ¡solo tenemos que juntar las piezas y nos dirá dónde se encuentra la tumba de Hércules!

Popadopoulos miró los pergaminos, incapaz de creérselo.

—Pero eso significaría…

—¡Que la pista ha estado aquí todo el tiempo! ¡«Porque hasta un hombre incapaz de ver puede encontrar el camino si gira su cara desnuda hacia el calor del sol»! ¡Cara desnuda… página en blanco! Critias debió haberle dicho a Platón cómo encontrar la tumba pero, por la razón que fuese, decidieron ocultar los detalles… Quizás no querían que los alumnos de Platón saliesen corriendo a desvalijar el lugar. Y cuando Platón escenificó lo que le habían contado en el diálogo de
Hermócrates
, colocó pistas que indicaban cómo encontrar el mapa dentro del propio texto… ¡y escondió el mismo mapa aquí mismo, en la transcripción original!

—Para que la antigua Hermandad de Selasforos la robase —murmuró Popadopoulos—. Lo único que les preocupaba era suprimir la parte del diálogo que hablaba de la Atlántida, pero nunca supieron todo lo que había en él…

—Pero nosotros ahora sí —le recordó Nina—. Vamos a ponerlo todo junto.

Les llevó algún tiempo montar el puzle porque lo exiguo de las marcas y los daños en las páginas oscurecían los detalles, pero finalmente, lo lograron. Casi.

—¡Joder! —soltó Nina.

Popadopoulos la miró, con mala cara. Ella se puso colorada.

—Esto es algo que… algo que aprendí de mi novio. Es británico. Pero mire, nos falta una sección entera del mapa.

El ensamblaje de las páginas parecía casi aleatorio: unas páginas de pergamino sobre otras en ángulos diferentes, algunas casi escondidas bajo otras dos o tres. Pero la imagen que revelaban era lo suficientemente clara. Era un mapa, un camino que conducía a la representación de una montaña marcada con una sola palabra griega:
Hρακλεφ
. Heracles. Hércules.

La tumba de Hércules. Existía, era un lugar real, físico. Nina sintió que le aumentaba la adrenalina al verlo. Ella tenía razón.

Pero la tumba era imposible de localizar.

—A ver… —dijo Popadopoulos, examinando el mapa—. Este río describe una curva, serpentea cuando se hace más ancho, como si estuviese a punto de llegar al mar. Pero… no hay mar.

—La costa —gimió Nina—. El mapa de la costa está en las otras páginas, en las que no tenemos. Y si no tenemos la costa como punto de referencia, ¡es imposible encontrar la tumba!

—Pero hay algo positivo, ¿eh?

—¿El qué?

—¡Que quienquiera que haya robado las otras páginas tampoco va a poder encontrarla!

—Tiene razón.

Nina volvió a mirar el mapa. Estaba tan cerca de hallar lo que buscaba y, al mismo tiempo, no podía ni dar el primer paso…

—Voy a fotografiar esto y asegurarme de que se registran todos los detalles.

—¡Bien! Y después puedo hacer las gestiones para que lo que queda del texto vuelva a mi archivo, ¿sí? —preguntó Popadopoulos, esperanzado.

Nina se lo pensó.

—Todavía no —le dijo, ignorando la mirada fulminante del historiador—. Aún creo que hay algo más. Hay otras frases en el texto que parece que Platón dejó como pistas, al igual que hizo con el mapa. Y estoy segura de que necesitaré la copia del texto original para resolverlas.

Popadopoulos gruñó, frustrado.

—Muy bien, doctora Wilde, muy bien. Los pergaminos ya están tan dañados que serán difíciles de conservar… Pero no veo cómo va a poder encontrar la tumba, aunque descifre las otras pistas. Le siguen faltando varias páginas.

—Entonces tendremos que recuperarlas —dijo Nina, apretando la mandíbula con determinación—. Creo que ya sé quién las tiene. Iremos a por él y las recuperaremos.

—Suponiendo —le advirtió Popadopoulos— que él no venga primero a por usted.

8

—Adelante —dijo Chase, abriendo la puerta del apartamento e indicándole a Sophia que entrase—. ¿Nina? ¿Estás en casa?

No hubo respuesta.

—Debe de estar en la oficina.

Señaló el sofá para que Sophia se sentase y después se dirigió a la cocina.

—¿Un té?

—Me encantaría. Gracias.

Sophia, que vestía la ropa anodina e informal que Chase le había comprado en el aeropuerto de Pudong, se sentó en el borde del sofá.

—Así que esta es Nina… ¿cómo os conocisteis?

Chase colocó el hervidor en el fuego.

—Era su guardaespaldas.

Sophia levantó una ceja.

—Eso me suena bastante.

Él ignoró el comentario.

—Cuando se acabó la misión, empezamos a salir. Eso fue hace año y medio, más o menos.

—¿Y qué tal os ha ido desde entonces?

De nuevo, Chase no respondió.

—Ya veo…

—No hay nada que ver —dijo él, a la defensiva.

—Ummm. —Sophia se giró, observando la habitación—. Entonces, este es tu hogar.

—Sí. Llevo aquí cinco o seis meses.

—Debo decir que me hace pensar más en el doctor Frasier Crane que en ti. Bueno, excepto por eso.

Miró con desdén la pitillera de Fidel Castro.

—Me acuerdo de esa cosa horripilante demasiado bien.

—Bueno, la decoración interior nunca fue lo mío, ¿no? Yo me conformo con un sofá y una tele decente.

—Sí, lo sé —dijo su ex con una pizca de brusquedad en sus palabras—. Asumo que ella tenía un trabajo diferente antes de empezar a trabajar en la AIP.

—Supongo que sí —le contestó Chase—. En la misma línea de trabajo, la arqueología, pero estaba en la universidad en lugar de en la ONU. ¿Por qué?

Ella se encogió de hombros.

—Oh, por nada.

—No… conozco esa voz. Hay una razón. ¿Cuál es?

Sophia pareció ligeramente molesta porque Chase pusiera sus palabras en entredicho.

—Oh, vale. Es solo que este apartamento, la decoración, todos los pequeños accesorios —dijo señalando el bloque de cuchillos Henckel sobre la encimera, al lado de Chase—… resultan un tanto…
nouveau, ¿sabes lo que quiero decir
?

—¿Como en
nouveau riche
? —dijo Chase, frunciendo el ceño—. Bueno, siento que nuestro piso no cumpla con sus estándares mínimos, su señoría.

Ella se puso de pie rápidamente.

—Eddie, no quería decir…

—Olvídalo.

Se miraron en silencio durante un momento. Después el hervidor empezó a silbar. Chase lo retiró del fuego.

Sophia le sonrió, dubitativa.

—Estadounidenses. Tienen un aparato para cada una de las tareas más triviales del mundo; a pesar de ello, siguen sin entender el concepto del hervidor eléctrico. Son ridículos…

Chase le respondió a la sonrisa.

—Sí, lo sé. ¡E intenta agarrar esta marmita! ¡Es una pesadilla!

Los dos se rieron.

—¿Eddie?

Chase miró a través de la habitación y vio a Nina de pie en la puerta del dormitorio, envuelta en una bata y con pinta legañosa y despeinada. No tenía ni idea del tiempo que llevaba allí.

—¡Nina! Llamé al timbré como cinco veces. ¡Pensé que te habías ido a trabajar!

Corrió hacia ella.

—Estaba durmiendo, tuve un día un tanto estresante ayer.

—Sí, Hector me lo contó.

La abrazó y después olisqueó su pelo y echó la cabeza hacia atrás rápidamente.

—¡Puaj!

—No… —le soltó ella, con tono de advertencia seria. Chase lo pilló—. Me he dado tres duchas y sigo sin poder librarme del olor.

Miró por encima del hombro y vio a Sophia.

—¿Qué hace ella aquí? —dijo, bajando la voz.

Chase respiró y se preparó para meterse en un lío.

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