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Authors: Andy McDermott

Tags: #Aventuras

La tumba de Hércules (15 page)

Uno de los hombres armados apareció al final del pasadizo de enfrente, levantó el arma y apretó el gatillo…

Clic.

No pasó nada. El asiático lo intentó de nuevo y después sacó el cargador para examinarlo. Gritó algo que Nina estaba segura de que era una obscenidad. Sin munición.

El hombre de la coleta apareció detrás de él. Rugió una orden. El primer hombre lo miró, dubitativo, y después se estiró para sujetar la tubería.

Nina se giró para ponerse a correr. El hombre se balanceó sobre el pozo…

El extremo de la tubería se desprendió de la pared.

Con un grito desgarrador, se cayó al pozo y desapareció en la oscuridad. La tubería rota, que se había soltado del otro lado también, descendió tras él. El ruido del chapuzón de abajo tardó más en llegar de lo que Nina había esperado.

Miró hacia el hombre de la coleta, que parecía más molesto que disgustado por la muerte de su socio. Sus ojos se fijaron en los de ella. Según parecía, él también se encontraba sin munición. Como no había manera de cruzar el pozo, la persecución había llegado a su fin.

—¡Dele saludos a los monstruos de las alcantarillas de mi parte! —le dijo Nina, cerrando el libro de golpe y bajando por el pasadizo a toda prisa.

No había avanzado más de tres metros cuando escuchó un movimiento detrás.

Se giró y vio al hombre saltando el pozo con el abrigo agitándose tras él, como si fuese una capa. Con los brazos extendidos, chocó con violencia contra el borde del pasadizo, gruñendo por el impacto antes de sujetarse al borde metálico e incorporarse.

—¡Oh, mierda!

Nina echó a correr de nuevo, más asustada que nunca. Las suaves luces de mantenimiento pasaron volando por encima de su cabeza. Este pasadizo, aunque era más pequeño que el otro, al menos estaba seco. Además, oía algo delante de ella, un sonido familiar: el estruendoso traqueteo de un tren en marcha. Estaba regresando a los túneles del metro.

Las luces se hicieron más brillantes gracias a unos fluorescentes de color azul metálico que se reflejaban sobre las paredes de cemento. Apareció en una sala rectangular donde desembocaban varios túneles que iban en diferentes direcciones. Después de la oscuridad del pasadizo, su brillo era casi cegador. Paredes desnudas, accesos de servicio del metro… y un ascensor abierto.

Nina se lanzó al interior de la pequeña cabina y aporreó el botón que estaba más arriba en el panel de control, esperando a que se cerrasen las anticuadas puertas. Le llevó un momento darse cuenta de que lo tenía que hacer ella misma. Agarró las manillas de las puertas exteriores y las juntó. Aquella especie de acordeón metálico se cerró.

Fang salió del túnel aceleradamente y corrió directamente hacia ella. Llevaba algo en las manos, un bastón negro. Movió la mano hacia atrás…

Ella cerró la puerta interior. El motor se quejó.

Él lanzó la mano hacia Nina y una afilada línea plateada pasó entre las barras de la reja. Nina levantó instintivamente el libro, como si fuese un escudo…

¡Cling!

La hoja de la espada se clavó justo en el libro, atravesando sin esfuerzo el cuero, el metal, el cristal y el pergamino.

Y la ropa.

Y la carne.

Nina se vio catapultada contra la pared del fondo del pequeño ascensor, con el libro presionado contra el pecho. Dejó escapar un gemido casi silencioso, con la boca abierta en una «o» de asombro. Miró hacia abajo.

Tenía la punzante punta de la espada clavada en el pecho, justo sobre el corazón…

Pero solo la punta. El libro se había llevado lo peor del golpe y solo un centímetro del afilado metal había podido conseguir atravesarlo y se le había incrustado sobre el pecho izquierdo.

Nina apartó el libro de su cuerpo. La punta de la espada se liberó. Un charquito de sangre salió del corte de la blusa y el dolor superó su sorpresa.

Fang tiró de la espada bruscamente, casi arrancando el libro de las manos de Nina. El texto cayó pesadamente al suelo. Se rompieron más cristales. Como la hebilla estaba sin cerrar, el libro se abrió cuando retiró la hoja.

El ascensor empezó a subir.

Fang sacó la espada y agarró el borde más cercano del libro abierto con la mano libre, apoyándolo sobre el lomo y tirando de él. Las dos mitades de la puerta exterior se separaron, forzadas por el libro que se interponía entre ellas.

La cadena en la muñeca de Nina se tensó. Fang solo necesitaba acercar el libro un par de centímetros más antes de que se cayese por el borde del ascensor y de que el techo que se aproximaba cortase la cadena…

A pesar del dolor, Nina sujetó la cadena con ambas manos y tiró con todas sus fuerzas.

—¡Que… te… jodan!

Aún abierto, el libro se acercó a ella justo cuando llegaban al techo.

El ascensor siguió subiendo sin descanso y el borde del techo rebanó el lomo de metal del libro como si fuese la hoja de una guillotina. Con un crujido, el volumen se partió en dos. Nina se cayó hacia atrás y se golpeó la cabeza cuando su mitad se liberó. La habitación de abajo y su enemigo desaparecieron de su vista.

Mareada, se incorporó para sentarse. La mancha de sangre del pecho era del tamaño de una mano de grande y se extendía lentamente por el tejido empapado. Presionó la herida con la palma, gimiendo. Le dolía tremendamente, pero no parecía que su vida estuviese en peligro.

Otras cosas sí, sin embargo. Quizás hubiese conseguido escapar brevemente de su perseguidor, pero todavía no estaba a salvo. Había unas escaleras, al lado del ascensor, que probablemente él estaría utilizando en ese momento para subir rápidamente.

Nina recogió los pedazos sueltos del libro y se levantó cuando pudo vislumbrar el suelo del piso superior. El ascensor se paró. Abrió las puertas de golpe y salió corriendo. Escuchó al hombre de la coleta pisoteando los escalones.

Localizó una puerta a lo largo del pasillo, una salida de incendios, y se precipitó por ella. Se encontró al final de un andén de metro. Canal Street, que estaba a una parada hacia el norte de la estación del puente de Brooklyn. Había recorrido mucha más distancia de lo que había creído, varias manzanas.

Pero no le importaba, porque lo único importante era el tren que había en el andén, con las puertas abiertas…

Entró corriendo en el vagón más cercano, mirando hacia atrás, a la puerta de emergencia. Su atacante podía aparecer en cualquier momento.

Las puertas empezaron a cerrarse, con un quejido. La espada volvió a resplandecer…

Las puertas se cerraron de golpe.

Nina saltó hacia atrás y dio un chillido cuando la espada cortó la goma que sellaba los bordes de la puerta. El metro empezó a moverse. Fang corrió al lado, mirando fijamente a Nina. Poco después se vio obligado a admitir su derrota y a liberar la hoja antes de que el metro se la arrancase de la mano cuando adquiriese velocidad. Unos pocos segundos más tarde, desapareció de su vista al entrar en un túnel.

Nina dejó escapar un largo suspiro de alivio y después se giró y se dio cuenta de que tenía público. Los otros ocupantes del vagón la estaban mirando fijamente. Hasta para los estándares displicentes de los neoyorquinos, una mujer empapada, ensangrentada y cubierta de lodo perseguida hasta el metro por un hombre con una espada era difícil de ignorar.

—Hola —dijo Nina, suspirando cansinamente y levantando el libro—. Se pasó la fecha de devolución. No quería pagar la multa.

Un par de personas se rieron. Ella se desplomó sobre un asiento, dándose cuenta tardíamente de que el hombre que estaba sentado a su lado era su antiguo buen samaritano de la calle que había cerca del piso franco de la Hermandad.

—Oh, eh, hola de nuevo —lo saludó, sacudiéndose algo del interior de la manga de su chaqueta Armani arruinada—. ¿Me puedes sujetar esto?

Él miró, con verdadero horror, la cucaracha que acababa de ponerle en las manos. La lanzó al suelo y se buscó otro asiento rápidamente, lo más lejos posible de ella. Nina lo observó con una sonrisa cansada y sarcástica. A continuación, examinó los restos del libro.

La portada no estaba y tampoco varios pliegos. Revisó rápidamente lo que quedaba, las esquirlas del cristal agrietado tintineaban cuando iba pasando páginas. Se dio cuenta de que su atacante tenía ahora las primeras cuatro hojas del pergamino, casi un quinto del conjunto.

Ella tenía copias del texto, por supuesto. Pero claramente había algo que solo se podía extraer del original, justo lo que ella había pensado… Si no, ¿por qué llegar a estos extremos para robarlo?

Lo averiguaría más tarde. Lo que ahora necesitaba era llegar a un sitio seguro, a un lugar donde pudiese recibir asistencia médica.

Y darse una larguísima ducha.

Popadopoulos abrió y cerró la boca como un pez, sin emitir ningún sonido, cuando Nina extendió lo que había quedado del libro que contenía el diálogo de Hermócrates sobre la mesa de su despacho. Cayeron pedacitos de cristal de los marcos doblados.

—Esto… esto… ¡esto es una catástrofe! —consiguió balbucear, finalmente.

Nina frunció el ceño.

—Yo estoy bien, gracias.

Ya era de noche y se había pasado la mayor parte del día en una comisaría, tratando de explicar los sucesos que habían dejado a varios hombres muertos en un edificio de oficinas del centro y a tres más quemados, aplastados o ahogados en el metro y en las alcantarillas de Nueva York.

—Por cierto, nuestro amigo de la coleta tiene ahora las cuatro primeras páginas.

Pasó algunas hojas para mostrarle la sección que faltaba y el cristal roto crujió de nuevo.

—Supongo que no tendrá ninguna idea de para quién trabaja…

—¡Estaba a punto de hacerle la misma pregunta! —dijo el pequeño historiador, aturullado—. ¡No tengo ni idea! La única persona con la que yo he tratado directamente sobre los pergaminos del
Hermócrates
… es usted.

La miró con una repentina desconfianza desde detrás de las gafas.

—Quizás esto haya sido cosa suya, ¿ummm? ¿Ummm?

Nina se frotó las sienes, exasperada.

—Sí, porque siempre que contrato a una banda de psicópatas para robar documentos antiguos, ¡también les pido que traten de matarme!

—Ha sobrevivido.

—¡Y usted también!

Nina lo miró con curiosidad, levantando una ceja.

—Por cierto, ¿cómo sobrevivió? ¿Qué le pasó a usted?

—No hace falta hablar de eso —dijo Popadopoulos, rápidamente.

Se inclinó y bajó la lámpara de mesa de Nina para iluminar una de las páginas.

—¡Oh, no, no! ¡Mire! ¡El pergamino está dañado! —dijo señalando el corte vertical hecho por la hoja.

—Todas las páginas están así, me temo. Fueron ensartadas por una espada.

Los ojos de Popadopoulos se abrieron de la sorpresa. Nina continuó antes de que el hombre pudiese expresar su furia.

—Y alégrese de que lo hiciera, porque si no, yo estaría muerta y nuestro amigo tendría todo el libro.

La expresión de Popadopoulos sugería que estaba valorando los pros y contras de las dos posibilidades.

—Nada de esto habría pasado si usted no hubiese insistido en que sacara el texto de mi archivo en Roma —dijo, finalmente, pasando la página.

La hoja de cristal que la protegía se hizo añicos y cayó sobre la mesa. Nina retiró los fragmentos del frágil pergamino con cautela y examinó la cara en blanco de la página, buscando más daños.

—Algo así nunca habría pasado allí, no, no, no.

Nina estaba a punto de preguntarle si estaba seguro de eso cuando Hector Amoros entró en la oficina.

—¡Nina! ¡Señor Popadopoulos! Me alegro de que ambos estén bien.

—Gracias. Uno de nosotros también —le respondió ella.

Popadopoulos frunció los labios, irritado. Después continuó con su cuidadoso examen de las páginas bajo la luz.

—¿Cómo estás? —le preguntó Amoros.

—Como si me hubiesen clavado cincuenta inyecciones de antibiótico. Pero creo que sobreviviré.

—Es un alivio. Parece ser que tú no eres el único miembro de la AIP que se ha visto envuelto en un… «incidente» hoy. —Miró a Popadopoulos—. Señor Popadopoulos, ¿le puedo pedir que espere fuera, solo un momento? Necesito discutir algo con la doctora Wilde en privado.

—No se preocupe. No voy a saltar por la ventana con él de nuevo —dijo Nina, señalando las páginas diseminadas por la mesa.

Popadopoulos carraspeó y después abandonó la habitación. Ella miró a Amoros de nuevo.

—¿A qué te referías?

—Acabo de hablar con Eddie.

—¿Cómo? —dijo Nina, preocupada de repente. Se había olvidado por completo de él durante el caos de ese día—. ¿Qué ha pasado? ¿Está bien?

—Está bien. Está volando a Nueva York ahora mismo; llamó desde el avión. Ha estado tratando de contactar contigo todo el día, de hecho.

Nina le echó un vistazo al teléfono que había sobre la mesa y se dio cuenta de que la luz que indicaba que tenía mensajes parpadeaba.

—Oh… Bueno, es que… como que tenía otras cosas en mente.

—Sin duda.

Amoros se pasó un dedo por la barba entrecana, pensativo.

—¿Dices que los hombres que te atacaron hoy eran chinos?

—Del este de Asia, sin duda. No pude ver sus pasaportes.

Se le encendió la luz.

—Espera, ¿piensas que existe una conexión entre ellos y el hecho de que Eddie fuese a China?

—Eddie fue a Shanghái —le explicó Amoros— porque tenía una pista relacionada con el hundimiento de la plataforma del SBX en la Atlántida, hace tres meses.

—¿Qué clase de pista?

—Se descargaron unos archivos clasificados de la AIP desde la plataforma, a través de la conexión vía satélite, justo antes de que se fuese a pique. Eddie dice que tiene copias de esos archivos, que incluyen información sobre los textos perdidos de Platón —señaló con la barbilla las páginas que había sobre la mesa— y archivos personales de la AIP. De Eddie… y de ti.

Nina tuvo un escalofrío.

—¿Estás diciendo que la hundieron a propósito? ¿Y que tiene algo que ver con lo que me acaba de pasar?

—Puede que haya una conexión, sí. Todavía no sabemos cuál… pero te aseguro que vamos a hacer lo imposible para averiguarlo. Si a alguien no le importó matar a todos los que estaban en la plataforma solo para cubrir el robo de nuestros archivos, tuvo que ser por algo gordo.

—Jesús.

Nina volvió hasta la mesa y se apoyó en ella, temblando.

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