La última astronave de la Tierra (20 page)

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Authors: John Boyd

Tags: #Ciencia ficción

»Y sé breve —continuó el Padre Kelly—, pues otros aguardan una audiencia.

Al avanzar hacia el reclinatorio, Haldane sintió el terror de una curiosidad intensa. Viniera de donde viniera su diseñador, esta computadora era la máquina más perfecta jamás inventada.

No necesitaba mantenimiento, porque reparaba sus propios defectos. Respondía a la voz hablada en la lengua del que hablaba, y Haldane había oído el rumor, seguramente apócrifo, de que sí se le hablaba en mal latín contestaba en mal latín.

Su decisión era definitiva. Ya había ocurrido que dejara a asesinos en libertad, y que permitiera que unos desviacionistas salieran de la catedral con un informe de nuevo libre de toda culpa.

Realizó todo el ritual prescrito por el Padre Kelly y terminó con su alegato de clemencia:

—No pido justicia sino piedad, y en esto me someto en el nombre de Nuestro Salvador. Amé a una mujer con un amor que sobrepasó a la comprensión de mis hermanos en Cristo.

De pronto salió una gran voz del altar, hablando en un tono hueco, mecánico y resonante, y sin embargo con una notable carga de amabilidad.

—¿Ese amor fue para Helix?

—Sí, su excelencia.

Hubo un silencio subrayado por el lento zumbido de las dinamos, y en ese silencio nació la esperanza en la mente de Haldane, llenando de luz su cerebro.

La voz había sido demasiado amable para condenar, demasiado amable para arrancar a un inocente del cálido y verde planeta madre y lanzarle a los olvidados desiertos de Infierno. Haldane se inclinó aguardando las palabras que le dejarían libre, repondrían a Helix en su profesión y devolverían a Flaxon su dinastía:

Entonces oyó las palabras:

—Es el juicio de Dios que la decisión del tribunal es cierta y justa en todos los aspectos.

Hubo un zumbido final y un clic irrevocable, definitivo, último. Haldane quedó tan atónito que no pudo levantarse y permaneció arrodillado en el reclinatorio hasta que el guardia, con el sacerdote, vinieron y le obligaron a ponerse en pie.

Incluso la acústica de la catedral había cambiado cuando el papa comunicó su decisión, pues las palabras inundaron la enorme cámara. Desconcertado, Haldane salió entre el sacerdote y el ardía a la luz brillante del sol y el aire fino de la cumbre de montaña. Una vez lejos de la influencia hipnótica del papa, Haldane se sintió traicionado y la rabia estalló en su interior. Se volvió al sacerdote que nada sospechaba:

—Si ese conjunto de transistor proyectado por un idiota moral es la voz de Dios, entonces reniego de Dios y de todas sus obras.

Aterrado, el Padre Kelly volvió hacia él sus ojos, de ordinario piadosos y ahora ardiendo de cólera:

—¡Eso es blasfemia!

—Lo es —aceptó Haldane—, y ¿qué hará al respecto el Departamento de la Iglesia? ¿Sentenciarme a Infierno?

La lógica ironía de Haldane fue como un bofetón para el sacerdote con su verdad, y la exultación del justo volvió a su rostro ahora alzado:

—Sí, hijo mío, para ti no hay Dios. Sentirás Su ausencia en los minutos largos como horas, que formarán horas, largas como meses, que se transformarán en meses largos como edades de la eternidad de Infierno sin Dios, y sufrirás, y sufrirás, y sufrirás…

Antes de mediodía estaban de regreso en San Francisco. Después del almuerzo, Haldane fue llevado de nuevo al tribunal, y le sorprendió encontrar que la sala estaba aún más abarrotada que la víspera. Las luces rojas brillaban sobre las cámaras de televisión, el jurado seguía presente y un aire de expectación pendía sobre la sala.

Sólo Flaxon estaba ausente. Con alguna tarea nueva, se figuró Haldane; tal vez fregando los comedores del tribunal.

Haldane pensó que la sentencia sería un anticlímax, ahora que ya se sabía que su apelación había sido denegada pero de pronto recordó que la sentencia era la punta de la daga. Éste era el momento que unificaba al mundo entero en un pueblo y un festival del pueblo. Éste era el momento en que caía el hacha del verdugo, y se quebraba el cuello; el punto crucial del juicio. Habían venido para verle desmoronarse bajo la tensión, como él mismo había observado a veces cuando daban por televisión el juicio de un desviacionista.

Generalmente, recordó, el espectáculo empezaba con la exhibición obsequiosa de humildad por parte del acusado, que daba las gracias a todos por un juicio justo, a menudo estrechando una por una la mano a los jurados, luego venía una y babel creciente de histeria cuando el condenado solicitaba piedad, que no podía concedérsela. El clímax tenía lugar cuando el villano caía gimiendo ante el juez besando el borde de su toga, llorando o desvaneciéndose en un desmayo mortal. Tal era la Secuencia habitual que siempre solía seguirse. No se consideraba de buena educación, ni satisfacía al público, que el condenado se desmayara demasiado pronto.

Todo esto era «pan y circo» para la multitud, y la lección más efectiva que había inventado el departamento ejecutivo del Estado para comunicar al pueblo los horrores que aguardaban al desviacionista.

De pronto se acordó de Fairweather II. Desde luego la mente que, a solas y en secreto, casi había vencido a Las Parcas no se habría acobardado ante este juicio, y él tenía los mismos rasgos de personalidad que Fairweather II. El orgullo de la tradición alimentaba la hoguera de su cólera, y una resolución se fijó en la mente de Haldane.

Él ofrecería a la multitud un espectáculo completamente distinto.

De nuevo el alguacil puso al público en pie, entró el juez y así tuvo lugar la solemnidad teatral, el Padre Kelly dando a conocer la decisión del papa.

Malak dijo:

—¿Quiere ponerse en pie el acusado?

Haldane se levantó.

—Cuando lo desee el prisionero puede hablar al tribunal, antes de que se dicte sentencia —en el tono paternal de Malak, latía la esperanza.

Ahora era el momento de las súplicas aduladoras al jurado. Ahora el momento de que Haldane se inclinara obediente y luego se pusiera en pie con su petición de piedad. Hablando con voz normal al micrófono, empezó:

—Nací para la honrada profesión de las matemáticas, cuarto en el linaje de Haldane. Si todo hubiera salido como estaba planeado, yo habría resuelto los problemas que se me asignaran, me habría unido a una mujer adecuada, habría muerto con honor, exactamente como murió mi padre, y su padre y el suyo.

Hizo una pausa. Esto ya resultaba suficientemente trillado, y lo bastante contrito.

—Pero conocí una mujer cuyo lugar, fijado de antemano, me era prohibido, pero que para mí poseía una belleza indecible. Cuando caminé con ella en un viejo mundo, que de pronto parecía joven, con sus encantos tejí un hechizo y, según ese hechizo, tuve visiones y obtuve mucha sabiduría. Encontré el Santo Grial, y toqué la piedra filosofal.

»Escúchenme. En mi inocencia, repito que fui yo el que tejí ese hechizo y, en mi ignorancia, yo fui el único instrumento de mi condenación.

»Ella me alzó a un plano más elevado de autoconciencia y de olvido de mí mismo; lo que en tiempos se llamó «amor romántico»

»Si bebí cicuta de ese cáliz juzgándolo un elixir, yo fui el que me llevé la copa a los labios. Si la canción que escuché de boca de mi amada era la canción de Circe, entonces desearía oír de nuevo esa canción, ya que era inefablemente dulce.

»Que el tribunal sepa que no reniego de esa muchacha.

»Así fui llevado a la comprensión de mi identidad, y la comprensión de mí mismo como individuo, y no mi amor por esa chica, es lo que me ha traído al umbral de Infierno y me ha convertido en un seguidor de Fairweather II. Como yo puedo hablar con una autoridad única, que se sepa que reniego de esta tierra y de sus dioses, pero que no reniego de Fairweather II.

»En su sabiduría y amabilidad, Fairweather II, el último santo sobre la tierra, animó a los hombres a que guardaran su individualismo, a que preservaran alguna porción oculta de su propio ser contra los manejos de los que vendrían a nosotros con sonrisas persuasivas y lógica irreprochable en nombre de la religión, de la higiene mental, del deber social, con sus banderas, sus Biblias, sus créditos comerciales, para robar nuestra inmortal…

—¡Ya basta, condenado! —Malak se inclinó desde la mesa y gritó a los operadores de televisión tras las ranuras de los muros:

—¡Apaguen esas cámaras!

—¡Déjenle hablar! —gritó una voz entre el público y ya empezaban los abucheos y chillidos cuando Haldane lanzó su último grito de desafío antes de que se apagaran las luces rojas:

—¡Abajo los sociólogos y Psicólogos! ¡Destrocemos al papa!

Una falange de guardias avanzó desde una habitación lateral para arrastrar a la muchedumbre hacia las puertas. Haldane estaba rodeado de uniformes.

—Saquémosle de aquí —dijo alguien.

Toda la fuerza y desafío que impulsaran a Haldane le abandonaron ahora, y se dejó sacar y llevar a una antecámara con barrotes. Un guardia dijo:

—El jefe dice que le retengamos aquí hasta que llegue el carro blindado.

—Por el amor de Dios, no habrás sudado para pensar eso —se quejó uno—. Si nos movemos ahora, llegaremos a la gran A antes de que la multitud tenga tiempo de formarse. Si esperamos unos veinte minutos, lo lincharán.

Un guardia se volvió a Haldane.

—Tengo que descubrirme ante ti, amigo. Si estás tratando de impedir que te lleven a Infierno haciendo que te maten, tu truco es estupendo. El problema es que a la vez podrías hacer que murieran algunos hombres buenos.

Sin embargo, esperaron y, cuando le llevaron desde la cámara hasta la rampa de los prisioneros, cuatro coches estaban ya dispuestos, los rifles sobresaliendo por las aspilleras de las ventanillas blindadas. Era la primera vez en su vida que Haldane veía una demostración de fuerza por parte de la policía.

Lentamente se inició la marcha por la calle lateral. En la Plaza Cívica se les unió un coche blindado con armas láser en la torrecilla, y la procesión giró a la izquierda por la Calle Market. Avanzaban lentamente dejando que las sirenas abrieran paso, y a Haldane le hizo el efecto de que los espectadores salían de los edificios al sonido de la sirena y quedaban como estatuas de piedra en las aceras, viendo el avance de la procesión.

A la izquierda del embarcadero dieron la vuelta y siempre había gente de pie, mirando, sin hacer ninguna demostración franca de antagonismo hacia él. Como si fueran personas en trance.

Cuando se acercaban al puente largo y bien vigilado que llevaba a Alcatraz, Haldane observó un gesto de la multitud. Antes de entrar en el puente, una mujer alzó la mano y le hizo una seña de despedida.

Esta despedida galvanizó su mente.

Los delegados habían creído que él corría peligro a manos de la multitud, pero esta idea había sido un reflejo condicionado. ¿Era posible que fueran los alguaciles los que corrieran peligro por parte de la muchedumbre, y no él?

Cuanto más pensaba en aquella mujer solitaria, más se convencía de que la unión del pueblo no suponía una amenaza para él. La mujer le había hecho un simple gesto porque era todo lo que sabía hacer. En otros tiempos tal vez hubieran arrojado piedras contra los guardias o levantado barricadas para detener los coches, pero esas reacciones habían sido eliminadas en ellos.

La muchedumbre no podía correr a las barricadas, si no sabia dónde estaban las barricadas.

Cuando fue introducido en la prisión, cuando sus guardias grises fueron sustituidos por los azules y recorrió corredores interminables, aún se aferraba a la esperanza, como un talismán contra la desesperación, de que el gesto final de despedida de aquella mujer había sido un símbolo que le aseguraba que la visión de un pueblo libre (que había llevado a Fairweather a Infierno) no había sido una visión en vano.

En los días siguientes experimentó la necesidad de un talismán contra la desesperación, ya que la desesperación atacaba su mente con el ímpetu del oleaje del océano, y se sentía sucumbir ante sus embates. En la noche oscura de la mente estuvo echado e inmóvil en el lecho días, semanas, no lo sabía exactamente; sólo tenía conciencia de que le alimentaban por vía intravenosa.

En los últimos días amargos antes de su partida oyó un sonido, como el susurro de una sibila, que penetraba en su conciencia con un aliento de profecía, de promesas, haciéndole resurgir.

Haldane estaba en una sala muy amplia y de techo elevado, circundada por una galería en la que patrullaban los guardias. En la parte inferior había celdas individuales, con muros y techos de barrotes, con lo que los guardias podían vigilar a sus ocupantes. Haldane estaba solo en su celda.

Al otro lado del corredor, de tres metros de anchura, había también una celda grande que albergaba a varios prisioneros; serían proletarios, se dijo. Los habría ignorado a no ser por el canto que salía de allí y llenaba toda la amplitud de la prisión como si llorara por un alma muerta.

Era una canción de proletarios, a los sones de una guitarra.

La desesperación que casi destruyera a Haldane actuó como un tratamiento de shock, y el cerebro que escuchaba la canción vulgar despertó con el ansia y la receptividad de un niño al que despierta el canto de un pájaro. En las palabras de la canción latía una esperanza que sobrepasaba toda belleza:

Que vengan las lluvias,

que soplen los vientos,

que caiga la nieve,

que llega la helada.

Pero siempre viene el buen tiempo.

Siempre, siempre habrá buen tiempo.

En el buen tiempo yo soy mi dueño.

Antes de que terminara la canción, Haldane ya estaba en pie y mirando la celda al otro lado del corredor. Vio a un negro, un enorme, sentado en la litera y con la guitarra entre manazas que empequeñecían el instrumento.

—¡Negro! —gritó—. ¿Sabes lo que estás cantando? ¿Sabes quien fue Fairweather?

—Hombre blanco, querrás decir qué es el buen tiempo.

—¡Quiero decir quién fue Fairweather!

—Escuchad al intelectual. Quiere que yo le diga quién era Fairweather.

De otra celda se escuchó una voz:

—¿Y por qué ha de interrogar un intelectual a un proletario?

—El buen tiempo es el sol, blanco.

De nuevo hubo risas, burlonas y despectivas, como si todos compartieran un conocimiento tan obvio que incluso preguntar por él era ridículo hasta el punto del sarcasmo. Eran un grupo muy variado, desde un enano pálido y canijo al gigante negro que debía medir más de dos metros. Algunos estaban marcados con el tono amarillento de Venus, y otros con ese color blancuzco de las minas de Plutón. Si Haldane los hubiera visto encadenados a todos por las calles de San Francisco, los habría juzgado un desecho de las fuerzas de trabajo lnterplanetarias; pero ahora formaban parte de su propio hábitat y los miraba como individuos.

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