La última astronave de la Tierra (22 page)

Read La última astronave de la Tierra Online

Authors: John Boyd

Tags: #Ciencia ficción

No había movimiento aparente. Haldane torció el cuello y miró al exterior por la ventanilla a su lado. Por primera vez vio el lugar de destino de los rechazados de la Tierra, el planeta helado, y se quedó atónito.

A la pálida luz del sol distante, parte del planeta era visible. Un lado estaba cubierto por las sombras de la noche pero, en el lado iluminado, vio la superficie cubierta de nieve; pero no era toda blanca. Había extensiones negras cubiertas de nubes, y comprendió que era el océano. Lo que le dejó sin aliento fue la vista de unas líneas sinuosas, que atravesaban las partes cubiertas de nieve no ocultas por las nubes.

No podía confundirse el contorno de aquellas líneas, a las que se unían otras. Mientras la nave se acercaba al planeta sus sospechas se convirtieron en certidumbre. Las líneas representaban un sistema fluvial tendido sobre la blanca superficie de un continente.

Los ríos de Infierno no estaban helados.

Hubo un choque suave cuando el avión entró en la atmósfera y se niveló bajo la dirección del piloto automático. Se advirtió calor perceptible en el interior. Sintió que el morro del avión chocaba con la masa de aire, lanzándose ligeramente hacia adelante, y poco a poco la sensación de la gravedad llenó de nuevo la cabina.

Ahora planeaban, bajando hacia la noche del planeta. No se veía el sol pero una luna enorme pendía inmóvil en el cielo.

De pronto, y entre las sombras de la noche de Infierno, el avión empezó a girar en círculos, dirigiéndose a un pequeño punto luminoso, mucho más abajo, que parpadeaba de modo intermitente entre las nubes. Poco a poco bajaron planeando en círculos decrecientes, introduciéndose en el espesor de las nubes para salir a una negrura total, sin luna.

El vehículo sacó el tren de aterrizaje e inclinó el morro. Sintió el golpe de las ruedas al dar contra la nieve y oyó el crujido metálico y agudo. El avión se inclinó a un lado, luego se enderezó y siguió adelante hacia el punto de luz. Finalmente se detuvo en seco.

Haldane IV había llegado a Infierno.

En cuanto cesó el zumbido de la maquinaria del avión se oyeron unos golpes en el fuselaje y una puerta se abrió a su lado, dando paso a una oleada de frío procedente de una noche tan oscura que la negrura pareció entrar en la cabina.

—¡Todos fuera, a paso ligero! —la orden venía de la oscuridad, y Haldane, el más próximo a la puerta, se soltó el cinturón de vuelo y salió por ella, bajando por la rampa a la nieve, tan sólida como piedra.

Junto a él había una figura gruesa y baja, apenas iluminada por la luz de la cabina del avión, y la voz que surgía de él parecía cargada de maldiciones reprimidas.

—¡Salid aprisa! En cuanto se cierre la puerta, el avión volverá a la nave.

Figuras confusas atravesaron la puerta con toda rapidez. Aparentemente satisfecho de la velocidad con que se movían los exiliados, el hombre se echó atrás esperando, y Haldane preguntó:

—¿Son siempre tan oscuras las noches?

Aunque pronunciada con toda amabilidad a fin de desarmarle, su pregunta tenía una doble intención. Por la respuesta del hombre podría saber si era un guardia de los convictos o bien otro exiliado cuya dureza fuera el tono habitual de los habitantes de Infierno.

—No. Esta noche las nubes cubren la luna, y hay un apagón general en el campo de aterrizaje.

Su voz era absurdamente amable, la voz de un profesor que habla a un niño retrasado.

Sin amilanarse, Haldane insistió:

—Y ¿por qué ese apagón general?

—No queremos que la nave de allá arriba sepa que tenemos luces. Pero sí las tenemos y en abundancia. Alguna noche, cuando ese bastardo esté dando vueltas por ahí, se va a encontrar con un proyectil metálico que venga en dirección opuesta.

No había duda acerca de la condición de este hombre. Era un exiliado.

Ahora dijo a las figuras reunidas en torno a él en la oscuridad:

Retiraos y dejad que vuestros ojos se habitúen a esta noche mientras cierro la puerta. Luego, seguidme. Si alguno se separa del grupo, que se encamine a ese punto de luz. Si os despistáis en este planeta, estáis perdidos.

Manteniendo los ojos en la figura de su guía, el grupo avanzó sobre la nieve.

Les costó diez minutos llegar al barracón del campo de aterrizaje.

El interior estaba cálido y bien iluminado, y la cafetera sobre el mostrador en una esquina llenaba de aroma la habitación. Había mesas y bancos de madera basta, más muebles de madera de lo que Haldane había visto en la vida.

El guía se quitó el chaquetón y dijo por encima del hombro:

—Hay tazas, leche y azúcar junto a la cafetera. Servíos. Los guías que han de llevaros a la ciudad estarán aquí dentro de quince minutos.

Se volvió y entró en un área separada de la sala principal por una barandilla de madera. En una esquina de ese recinto había un transmisor de radio, y Haldane, sin parar mientes en el café, observó que se sentaba ante el aparato y hablaba por el micrófono:

—Joe, aquí Charlie. Ha llegado el grupo del Páramo de Marston. Tres parejas, y dos que van solos.

—Ya hay cinco en camino.

—¿Están dadas las luces?

—Tres minutos más.

—Hasta luego, Joe.

Cuando Charlie hubo cortado, Haldane le preguntó:

—¿Cuál es la presión y contenido de oxígeno de esta atmósfera?

—Veinte por pulgada cuadrada al nivel del mar, y veintiocho por ciento.

—¿De dónde viene el café?

—¡Pues de los granos de café, por el amor de Dios! ¡Marchando, con dos terrones de azúcar y un poquito de leche!

Se volvió al oír la voz y vio a Helix que se dirigía hacia él con un cubilete de café en la mano, y moviéndose con la gracia serena de antaño y la actitud de una camarera en una sala de té. Primero se sintió algo sorprendido al verla, más aún al comprobar su figura esbelta, y al fin atónito ante la sonrisa que brillaba con el placer y la autosatisfacción de la mujer que ha logrado mantener oculta una sorpresa a su compañero. No había nada culpable en aquella sonrisa.

Aceptó el café y se lo tomó. Estaba delicioso, aromático, suave y, al mismo tiempo, cargado. Probó otro sorbo y el gusto no era ilusorio.

—Tenía la idea de que tal vez tropezara contigo aquí. Flaxon se figuró que eras buen material para este planeta.

—¿Quién es Flaxon?

—Un hombre que ahora friega suelos en el tribunal de San Francisco. Pero tú deberías estar… —acabó la frase con un movimiento de la mano.

—Tan hinchada como un globo —acabó Helix por él—. A petición mía, el doctor suspendió mi animación vital tres días después de que fuera arrestada. Estaba segura de que el Estado te enviaría aquí.

Algo andaba mal, se dijo Haldane, con sus cálculos sobre la situación; tanto que decidió practicar la discreción. Algo le decía que las instalaciones de recreo en este planeta tal vez no fueran demasiado buenas, y no quería poner en peligro cualquier fuente en potencia.

—¿Cómo estabas tan segura de que vendría?

—Porque he leído libros de historia. Un decreto papal emitido en 1858, el famoso decreto de «culpable por asociación», exiliaba a todos los que participaran en un delito de desviacionismo o como codesviacionistas.

—Supongamos que no hubieran descubierto que yo era un desviacionista y que simplemente me hubieran E.O.E.

—Yo sabía que lo averiguarían —dijo ella—. Reconocí tu síndrome de Fairweather el primer día en que nos conocimos. De todos modos, hice que el doctor me reviviera el día en que fueras sentenciado. No podía perderme el espectáculo.

»Pero no iba a esperar ocho años sólo para tener una oportunidad en un diagrama genético. Emprendí la acción directa.

—De modo que eso explica tu intervalo de seguridad. Pero ¿qué te hace pensar que me uniré a una chica que ya no es virgen?

—Ya lo has hecho, y por decreto papal.

—El papa no es infalible en Infierno, y no puedes reclamar en un planeta sin ley.

Ella agitó la cabeza tristemente.

—La lógica nunca fue tu punto fuerte, compañero. Comprobé las estadísticas antes de tomar la decisión, y los varones están en relación de cinco a tres con respecto a las hembras en Infierno. Antes de hablar contigo ya estuve conquistando a ese de cabellos grises que mira por la ventana. Parece muy necesitado de la simpatía de una mujer.

Se tomó el café y miró a las otras dos mujeres. Una era se estaba poniendo demasiado gorda; la otra era flaca. Y las dos mayores de veintiocho años.

Algún día entendería del todo a Helix, tal vez el día en que descubriera la fórmula para la cuadratura del círculo. Lo único estúpido por parte de ella había sido reírse de Haldane porque la quisiera. ¿Quién había seguido a quién a Infierno?

—Te aceptaré —dijo—, y ahora llévate esta estúpida taza para que pueda vencer mis escrúpulos de besar a una mujer en la boca.

La besó en los labios pero empezando desde el cuello entre una riada creciente de risitas y gozo, y en una demostración pública algo improcedente que despertó consternación en los hombres de rostro agotado, y sonrisas posesivas y ansiosas en las exiliadas.

—De modo que eres mía —susurró Haldane—. ¿Qué te parece estar unida a un hombre que jamás leyó la letra pequeña de ningún libro de poesía?

Esta vez la risa de Helix no obedecía a razones amorosas.

—Te engañé al burlarme de Milton. Sabía que, con tu síndrome, te enfrascarías tanto en él que ya nunca volverías a Fairweather… Psicología para el niño negativo… Pero me sentí orgullosa de ti, Haldane, y las muchachas de mi grupo te aplaudieron al ver que no te desmoronabas… Cuando te levantaste para defender a mi… poeta menos favorito y a mí misma, después de lo que yo te había dicho, me sentí abrumada y lloré.

Lágrimas de orgullo y alivio empezaban a formarse en sus ojos y, para evitar que la demostración todavía fuera más impropia, dijo él:

—Me pregunto si las costumbres y educación de este planeta permitirán que nos presentemos a los demás exiliados.

—Probemos —sugirió ella.

—¿No harás ninguna actuación para ese hombre de cabellos grises, o ese joven guapo y moreno?

—Tú eres el único criminal con el que me uniré —dijo ella.

Habían dado al grupo que les observaba la suficiente distracción para que todos se sintieran relajados, a excepción del viejo, que aún seguía de pie, resguardándose los ojos del brillo inferior y mirando por la ventana.

Todos se alegraron de su acercamiento. Parecían patéticamente ansiosos de presentarse también y explicar los crímenes que les habían llevado a Infierno.

Harlon V y su compañera Marta eran sociólogos a los que se hallara culpables de alterar los archivos de los trabajadores para las audiencias de liquidación. Harlon calculaba que él y Marta habían salvado casi cincuenta proletarios de la cámara de cianuro.

Hugo II era un músico de Berlín cuyo pelo, largo y abundante, formaba una aureola en torno a la cabeza. Con fuerte acento alemán explicó en tono brusco que había intentado formar un grupo a fin de impedir que se interpretara música compuesta por máquinas en los festivales del Estado. Uno de los que quiso unir al grupo, músico de su propia orquesta, había sido miembro de la policía secreta.

Su esposa Eva se mostró mucho más locuaz:

—Vinieron por nosotros a medianoche, y ya estaban enterados de todo lo referente a Hugo. A los tres días fue juzgado y condenado. A los cinco días ya estábamos en camino hacia aquí. Nuestra polizei alemana, ¡ah, son diablos muy eficientes! Pero mi Hugo es eficiente también. Lleva todas las obras de Bach, en microfilm, bajo el bisoñé. Así que nos hemos venido los tres, Hugo, Bach y yo, a Infierno. ¿No es un nombre delicioso para un planeta helado?

Hyman V era un contable cuyos antepasados fueran fariseos antes de la hegemonía de Judea. Le habían detenido leyendo la Tora y vistiendo una yarmulka. Haldane opinaba que esa prenda era tan absurda como dejar embarazada a una mujer.

De pronto la mente retroactiva de Haldane funcionó, y recordó las palabras de Helix: «Reconocí el síndrome de Fairweather el primer día que nos conocimos».

¡De modo que había captado un esquema de conducta que pasaron por alto un abogado y tres investigadores entrenados! ¿Cómo? Y ¿cómo sabía siquiera que existía el síndrome de Fairweather?

Necesitaba más explicaciones de Helix.

Hall II, el hombre que estaba junto a la ventana, fue el último en presentarse, hablando con una sinceridad que satisfizo a Haldane.

—Yo era profesor, naturalista, y al Estado no le gustaron mis métodos… pero eso ya queda atrás. Escuchen, he estado mirando por la ventana y estoy seguro de que se ven árboles. Los árboles significan clorofila, y la clorofila significa luz del sol. Ese sol que vemos podría dar suficiente energía para cultivar dientes de león.

—Cierto —dijo Haldane—. Y los ríos no están helados.

—La luz no proviene del sol —Hall se volvió a Haldane—, a menos que…— y frunció las cejas.

—¡A menos que el planeta gire en una elipse! —exclamó Haldane.

—Exactamente, hijo. Perihelio, verano. Afelio, invierno.

De pronto un aire de desconcierto cubrió los rasgos de Hall.

—Pero ¿por qué no ha comprendido la Tierra lo que está sucediendo?

—A lo mejor alguien allá abajo nos aprecia —dijo Haldane—. A no ser que los astronautas tengan un acuerdo con Infierno… Pero no. Ese chico, Charlie… ¡sí! Tal vez el capitán tenga miedo de informar…

—¡Oh, no! —objetó Hall—. Los astronautas son valientes. No conocen el temor… Es más probable que los planes de vuelo… sí, eso sería posible…

—Claro que es posible. Nunca se desvían. Pero los planes no se fijaron en Infierno…

Toda esta serie de razonamientos fue interrumpida por Charlie, que entró y distribuyó las tarjetas diciendo:

—Llenadlas.

De modo que iban a ser clasificados y asignados incluso en Infierno. Empezaba a sentirse molesto cuando miró la tarjeta. Todo lo que requería era su nombre, profesión y la razón de su exilio. La llenó escribiendo simplemente: «Síndrome de Fairweather».

Cuando terminaba oyó un ruido procedente del exterior que parecía acercarse. Se volvió a Helix.

—Suenan como las campanillas de los trineos.

El guía recogió las tarjetas, las colocó en un mantoncito en el borde de la mesa y salió a encender los focos. A través de la puerta abierta Haldane distinguió una fila de trineos que avanzaban por un camino de cemento arrastrados por caballos semejantes a los de la raza Clydesdale, de pelo largo. Entonces el guía cerró la puerta.

Other books

Woman Who Could Not Forget by Richard Rhodes
City of gods - Hellenica by Maas, Jonathan
Life by Keith Richards, James Fox (Contributor)
The Coming of Mr. Quin by Agatha Christie
The Winner's Crime by Marie Rutkoski
Coda by Trevayne, Emma
Shadowkings by Michael Cobley
The Narrowboat Girl by Annie Murray
Leaving Independence by Leanne W. Smith
Complete Abandon by Julia Kent