Arthur extendió la mano, pero no era más que un juego de luces. Se retrepó en el sofá, que era una ilusión a la que su cuerpo estaba preparado para admitir como cómoda.
- ¿Por qué crees que debes destruir el Universo? - preguntó Trillian.
Le resultaba un tanto difícil hablar a la nada, con nada en que centrar la atención. Evidentemente, Hactar lo notó. Lanzó una risita espectral.
- Si va a ser una sesión tan corta - dijo - bien podemos tener los decorados apropiados. Y entonces se materializó ante ellos otra cosa: el sofá de un psiquiatra. El cuero de la tapicería era brillante y suntuoso, pero no era más que otro juego de luces.
En torno a ellos, para completar el decorado, había una vaga sugerencia de paredes forradas de madera. Y entonces apareció en el sofá la imagen del propio Hactar, que era como para apartar la vista.
El sofá tenía un tamaño normal de psiquiatra: entre uno ochenta y dos metros.
El ordenador parecía de una talla normal para un satélite de ordenador creado en el espacio: unos mil quinientos kilómetros de diámetro.
La ilusión de que uno estuviera sentado sobre el otro era lo que hacía apartar la vista. - De acuerdo - dijo Trillian en tono firme.
Se levantó del sofá. Pensó que le pedirían que se sintiera muy cómoda y que aceptara demasiadas ilusiones.
- Muy bien. ¿También puedes crear cosas de verdad? Me refiero a objetos sólidos. Hubo otra pausa antes de la respuesta, como si la mente pulverizada de Hactar tuviera que ordenar sus ideas a lo largo de los millones y millones de kilómetros por donde andaban esparcidas.
- Ah - suspiró -. Estás pensando en la astronave.
Empezaron a vagar ideas a través de ellos, como ondas a través del éter.
- Sí - reconoció Hactar -, puedo. Pero requiere una enorme cantidad de esfuerzo y de tiempo. Lo único que puedo hacer en mi... estado de partículas es animar y sugerir,
¿comprendes?
Animar y sugerir. Y sugerir...
La imagen de Hactar en el sillón pareció oscilar y fluctuar, como si le resultara difícil mantenerse.
Hizo acopio de fuerza.
- Puedo animar y sugerir que trozos diminutos de escombro espacial - el meteoro menudo y esporádico, unas cuantas moléculas por aquí, varios átomos de hidrógeno por allá - se muevan juntos. Les animo a juntarse. Puedo enredarlos y darles forma, pero se tardan muchos eones.
- Así que hiciste el modelo de la nave destrozada - insistió Trillian.
- Pues..., sí - murmuró Hactar -. He hecho... unas cuantas cosas. Puedo trasladarlas de un sitio a otro. He construido una nave espacial. Parecía lo mejor.
Algo hizo a Arthur recoger la bolsa de donde la había dejado sobre el sofá y agarrarla con fuerza.
La niebla de la vieja mente pulverizada de Hactar remolineaba en torno a ellos como una pesadilla perturbadora.
- Mira, me arrepentí - murmuró apesadumbrado -. Me arrepentí de haber saboteado el proyecto que hice para los Monomaníacos Blindados Silásticos. No me correspondía tomar tales decisiones. Fui creado para cumplir una función y fracasé. Negué mi propia existencia.
Hactar suspiró. Trillian y Arthur esperaron en silencio a que continuara su historia.
- Tenías razón prosiguió al cabo -. Guié deliberadamente al planeta de Krikkit para que llegaran al mismo estado de ánimo que los Monomaníacos Blindados Silásticos y me pidieran proyectar la bomba que no logré hacer la primera vez. Me envolví alrededor del planeta y lo cuidé. Bajo la influencia de los acontecimientos que pude fraguar y de otros que fui capaz de provocar, aprendieron a odiar como maníacos. Tuve que hacerlos vivir en el cielo. En la tierra mis influencias no tenían mucha fuerza.
»Claro que, sin mí, cuando se vieron separados de mí y encerrados en la envoltura de
Tiempo Lento, sus respuestas se hicieron muy confusas y fueron incapaces de actuar. »¡Vaya, vaya! - añadió -. Sólo trataba de cumplir con mi deber.
Poco a poco, con mucha lentitud, las imágenes de la nube empezaron a desvanecerse, disolviéndose con suavidad.
Y de repente, dejaron de hacerlo.
- También estaba el asunto de la venganza, por supuesto - dijo Hactar con una brusquedad que resultaba nueva en su voz -. Recordad que estaba pulverizado, que luego me dejaron lisiado, en un estado de semiimpotencia durante billones de años. Francamente, me gustaría acabar con el Universo. Vosotros sentiríais lo mismo, creedme.
Hizo otra pausa mientras unos remolinos barrían el polvo.
- Pero en primer lugar traté de cumplir mi función - afirmó en su anterior tono melancólico -. ¡Vaya, vaya!
- ¿Te preocupa el haber fracasado? - preguntó Trillian.
- ¿He fracasado? - musitó Hactar.
En el sofá de psiquiatra la imagen del ordenador empezó a desvanecerse de nuevo.
- ¡Vaya, vaya! - volvió a entonar débilmente la voz -. No, en este momento no me preocupa el fracaso.
- ¿Sabes lo que tenemos que hacer? - preguntó Trillian con voz fría e indiferente.
- Sí - repuso Hactar -. Vais a dispersarme. Vais a destruir mi conciencia. Haced lo que queráis, por favor; después de todos esos eones, lo único que imploro es el olvido. Si no he cumplido con mi cometido, ya es demasiado tarde. Gracias y buenas noches.
El sofá desapareció.
La mesa del té desapareció.
El sofá de vivos colores y el ordenador desaparecieron. Las paredes se esfumaron.
Arthur y Trillian regresaron de extraña manera al Corazón de Oro. - Pues eso parecería ser eso - dijo Arthur.
Las llamas crecieron frente a él y luego se aquietaron. Las últimas lenguas de fuego se apagaron, dejando únicamente ante él un montón de cenizas donde pocos minutos antes se alzaba el Pilar de Madera de la Naturaleza y de la Espiritualidad.
Las sacó del depósito inferior de la Barbacoa Gamma del Corazón de Oro, las puso en una bolsa de papel y regresó al puente.
- Creo que deberíamos devolverlas - anunció -. Tengo la fuerte impresión de que debemos hacerlo.
Ya había discutido del tema con Slartibartfast, y el anciano acabó aburriéndose y marchándose. Había vuelto a su nave, la Bistromática, tuvo una furibunda pelea con el camarero y desapareció en una idea enteramente subjetiva de lo que era el espacio.
La discusión surgió por la pretensión de Arthur de devolver las cenizas al Lord's Cricket Ground en el mismo momento en que se tomaron en un principio, lo que requeriría viajar hacia atrás en el tiempo durante un día más o menos, y eso era precisamente la especie de desbarajuste gratuito e irresponsable que la Campaña para el Tiempo Real trataba de impedir.
- Sí - había dicho Arthur -, pero intenta explicar eso al Instituto Meteorológico. Y se negó a oír nada más en contra de la idea.
- Creo - volvió a decir y se detuvo.
Empezó a repetirlo porque nadie le había escuchado la primera vez, y se detuvo porque estaba bastante claro que esta vez tampoco iba a hacerle caso nadie.
Ford, Zaphod y Trillian miraban la visipantalla con atención. Hactar se estaba dispersando bajo la presión de un campo vibratorio que el Corazón de Oro le lanzaba.
- ¿Qué ha dicho? - preguntó Ford.
- Me parece - contestó Trillian en tono confundido - que ha dicho: «Lo hecho, hecho está... He llevado a cabo mi cometido...»
- Creo que deberíamos devolverlas - dijo Arthur mostrando la bolsa que contenía las cenizas -. Tengo la firme impresión de que debemos hacerlo.
El sol brillaba en calma sobre una escena de absoluta desolación.
El humo seguía ascendiendo de la hierba quemada inmediatamente después del robo de las cenizas por los robots de Krikkit. Entre la humareda, la gente corría presa del pánico, chocando entre sí, tropezando con las camillas. Se practicaban detenciones.
Un policía trató de detener a Wowbagger el Infinitamente Prolongado por conducta ofensiva, pero fue incapaz de evitar que el extraño ser, alto y de color gris verdoso, volviera a su nave y huyera con arrogancia por el aire, causando así más pánico y confusión.
En medio de todo aquello, por segunda vez en aquella tarde, los cuerpos de Arthur Dent y de Ford Prefect se materializaron súbitamente, teletransportados desde el Corazón de Oro que se encontraba en órbita de espera alrededor del planeta.
- ¡Puedo explicarlo! - gritó Arthur -. ¡Tengo las Cenizas! Están en esta bolsa.
- No creo que te hagan caso - le previno Ford.
- También he contribuido a salvar el Universo - decía Arthur a todo aquel que estuviera dispuesto a escucharle; esto es, a nadie.
- Eso habría detenido a una multitud - dijo Arthur a Ford.
- No lo ha hecho - comentó Ford.
Arthur abordó a un policía que pasaba corriendo.
- Discúlpeme. Tengo las cenizas. Las robaron esos robots blancos hace un momento. Están en esta bolsa. Forman parte de la Llave de la envoltura del Tiempo Lento, ¿sabe? Y bueno, puede adivinar el resto. El caso es que las tengo; ¿qué voy a hacer con ellas?
El policía se lo dijo, pero Arthur sólo pudo pensar que hablaba en sentido metafórico. Desconsolado, fue de acá para allá.
- ¿No le interesa a nadie? - gritó.
Un hombre pasó corriendo a su lado rozándole el codo. Se le cayó la bolsa de papel y su contenido se esparció por el suelo. Arthur lo miró con los labios apretados.
Ford le miró.
- ¿Quieres que nos marchemos ya? - preguntó.
Arthur suspiró con fuerza. Miró al planeta Tierra con la seguridad de que era la última vez.
- Muy bien.
En aquel momento, entre el humo que se disipaba, distinguió una meta que a pesar de todo aún estaba en pie.
- Espera un momento - dijo a Ford -. Cuando era niño...
- ¿No me lo podrías contar luego?
- Tenía pasión por el criquet, ¿sabes?, pero no era muy bueno.
- O no me lo cuentes, si lo prefieres.
- Y siempre soñaba, bastante estúpidamente, que algún día pondría fuera de juego al bateador en el Lord's Ground.
Miró a la atemorizada multitud. A nadie le importaría mucho.
- De acuerdo - dijo Ford en tono fatigado -. Hazlo de una vez. Estaré por allí, aburriéndome.
Fue a sentarse sobre una zona de hierba humeante.
Arthur recordó que aquella tarde, en su primera visita, la pelota de criquet había caído en su bolsa, y miró en la que llevaba.
La encontró antes de recordar que no era la misma bolsa que había tenido entonces. No obstante, la pelota estaba entre sus recuerdos de Grecia.
La sacó, la limpió contra la pierna, escupió sobre ella y volvió a frotarla. Dejó la bolsa en el suelo. Iba a hacerlo como era debido.
Fue tirando la pelotita roja y dura de una mano a otra para sentir su peso.
Con una maravillosa sensación de ligereza y despreocupación, se alejó de la meta a paso vivo. A un paso medianamente rápido, decidió, calculando una buena carrera.
Miró al cielo. Los pájaros remolineaban en él, unas pocas nubes blancas se deslizaban por el firmamento. El aire estaba enrarecido por el ruido de las sirenas de la policía y de las ambulancias, y de la gente que gritaba y chillaba, pero Arthur se sentía extrañamente feliz y a salvo de todo ello. Iba a marcar un tanto en el Lord's Cricket Ground.
Se volvió y escarbó en la hierba un par de veces con las zapatillas de estar por casa.
Sacó los hombros, arrojó la pelota al aire y volvió a cogerla. Echó a correr.
Mientras corría, vio que al pie de la meta había un bateador. Pues muy bien, pensó, eso añadiría un poco de...
Entonces, al acercarse, vio con más claridad. El bateador que estaba junto a la meta no era del equipo de criquet inglés. Tampoco era de la selección australiana. Era uno de los robots de Krikkit. Un mortífero robot asesino de color blanco, frío y duro, que posiblemente no había regresado a su nave con los demás. Unas cuantas ideas se entrechocaron en la cabeza de Arthur en ese momento, pero no parecía capaz de dejar de correr. El tiempo pasaba con una lentitud tremenda, pero aun así no podía dejar de correr.
Con un movimiento deslizante, como de jarabe, volvió su inquieta cabeza y se miró la mano con que sostenía la pelotita roja y dura.
Sus pies seguían avanzando despacio, sin poder detenerse mientras él miraba la bola sostenida por su mano muerta. Emitía un brillo rojo oscuro y destellaba de manera intermitente. Sus pies, implacables, continuaban adelante.
Volvió a mirar al robot de Krikkit, que seguía frente a él con aire decidido y el bate alzado, dispuesto. Sus ojos despedían un brillo profundo y fascinante, y Arthur no pudo apartar la vista de ellos. Era como si los mirase a través de un túnel: parecía que en medio no existía nada.
Algunos de los pensamientos que chocaban en su cabeza eran los siguientes: Se sintió un estúpido tremendo.
Lamentó no haber escuchado con más atención una serie de cosas que le habían dicho, frases que ahora resonaban en su interior como sus pies golpeaban el terreno en su carrera hacia el punto en que de manera inevitable lanzaría la pelota al robot de Krikkit, que irremediablemente la sacudiría con el bate.
Recordó las palabras de Hactar: «¿He fracasado? No me preocupa el fracaso.» Recordó las últimas palabras del ordenador: «Lo hecho, hecho está, he llevado a cabo mi cometido.»
Recordó que Hactar dijo que había logrado hacer «algunas cosas».
Recordó el súbito movimiento de su bolsa, que le hizo sujetarla con fuerza cuando estaba en la Nube de Polvo.
Recordó que había viajado un par de días hacia atrás en el tiempo para volver al campo del Lord's.
También recordó que no era muy buen lanzador.
Notó que su brazo describía un círculo, apretando fuertemente la bola, y ahora tenía la certeza de que se trataba de la bomba Supernova que el propio Hactar había fabricado y traspasado a su bolsa, la bomba que llevaría el Universo a un final brusco y prematuro.
Esperó y rogó que no hubiese vida después de la muerte.
Luego comprendió que en eso había una contradicción y simplemente deseó que no hubiese vida futura.
Se sentiría molestísimo si se encontraba con alguien.
Esperó con todas sus fuerzas que su lanzamiento fuese tan malo como todos los que recordaba, porque eso parecía ser lo único que se interponía entre ese momento y el olvido universal.
Percibió el martilleo de sus piernas, sintió el círculo que describía su brazo, percibió que sus pies tropezaban contra la bolsa de líneas aéreas que estúpidamente había dejado en el suelo frente a él, notó que caía pesadamente hacia adelante, pero al tener la cabeza tan llena de otras cosas, se olvidó por completo de chocar contra el suelo y no lo tocó.