La vida instrucciones de uso (32 page)

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Authors: Georges Perec

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Precisamente el señor Jérôme fue quien hizo el mejor descubrimiento: en el fondo de una caja de cartón grande llena de viejas cintas para máquina de escribir y cagarrutas de ratón, completamente plegado, completamente desgastado, aunque casi intacto, un gran mapa de tela barnizada con el título siguiente:

Todo el centro del mapa representaba Francia con —en dos encartes— un plano de los alrededores de París y un mapa de Córcega; debajo, los signos convencionales y cuatro escalas, respectivamente en kilómetros, millas (sic) geográficas, millas inglesas y millas alemanas. En los cuatro ángulos las colonias: arriba y a la izquierda, Guadalupe y Martinica; a la derecha, Argelia; abajo y a la izquierda, más bien algo comidos, Senegal, Nueva Caledonia y sus dependencias; a la derecha, la Conchinchina francesa y la Reunión. Arriba, los escudos de veinte ciudades y veinte retratos de hombres famosos nacidos en ellas: Marsella (Thiers), Dijon (Bossuet), Ruán (Géricault), Ajaccio (Napoleón I), Grenoble (Bayard), Burdeos (Montesquieu), Pau (Enrique IV), Albi (La Pérouse), Chartres (Marceau), Besançon (Victor Hugo), París (Béranger), Mâcon (Lamartine), Dunkerque (Jean Bart), Montpellier (Cambacérès), Bourges (Jacques Coeur), Caen (Auber), Agen (Bernard Palissy), Clermont-Ferrand (Vercingétorix), La Ferté-Milon (Racine) y Lyon (Jacquart). A derecha e izquierda, veinticuatro pequeñas tarjetas, doce de las cuales representan ciudades, ocho escenas de la historia de Francia y cuatro trajes regionales; a la izquierda: París, Ruán, Nancy, Laon, Burdeos y Lille; los trajes de Auvernia, Arles y Nîmes, y los de normandos y bretones; y el sitio de París (1871); Daguerre descubriendo la fotografía (1840); la toma de Argel (1830); Papin descubriendo la fuerza motriz del vapor (1681); a la derecha, Lyon, Marsella, Caen, Nantes, Montpellier, Rennes; los trajes de Rochefort, La Rochelle y Mâcon, y los de Lorena, los Vosgos y Annecy; y la defensa de Chateaudun (1870); Montgolfier inventando los globos (1783); la toma de la Bastilla (1789) y Parmentier presentando un ramo de flores de patata a Luis XVI (1780).

Troyan, antiguo combatiente de las Brigadas Internacionales, había estado encarcelado durante casi toda la guerra en el campo de concentración de Lurs, del que había conseguido escapar a finales de 1943, para entrar en el maquis. Había vuelto a París en 1944 y, después de unos meses de intensa actividad política, se había hecho librero de viejo. Su tienda de la calle Lepic no era en realidad más que un portal un poco arreglado. Allí vendía sobre todo libros a un franco y revistas con mujeres desnudas —tipo
Sensations, Soirs de Paris, Pin-Up
— que ponían calientes a los estudiantes de bachillerato. En tres o cuatro ocasiones había tenido entre las manos alguna cosa más interesante: las tres cartas de Victor Hugo, por ejemplo, pero también una edición de 1872 del
Bradshaw’s Continental Railway Steam Transit and General Guide
y las
Memorias de Falckenskjold
, precedidas de sus campañas en el ejército ruso contra los turcos en 1769 y seguidas de consideraciones sobre el estado militar de Dinamarca y de una semblanza de Secrétan.

F
IN

DE LA SEGUNDA PARTE

Tercera parte
Capítulo XLVI
Habitaciones de servicio, 7
El señor Jérôme

Una habitación en el séptimo, prácticamente desocupada; pertenece, como otras habitaciones de servicio, al administrador de la finca, que la reserva para su uso y, accesoriamente, la presta a algún amigo de provincias que viene a París a pasar unos días con motivo de tal o cual Salón o Feria Internacional. La ha amueblado de forma completamente impersonal: unos paneles de yute pegados a las paredes, dos camas gemelas separadas por una mesita de noche estilo Luis XV, con un cenicero publicitario de plástico naranja en cuyos ocho bordes están escritas, alternativamente, cada una cuatro veces, las palabras COCA y COLA, y, a modo de lámpara de cabecera, una de esas lamparitas de pinzas cuya bombilla se adorna con una caperuza de metal pintado que forma pantalla; una alfombrita raída, un armario de luna con perchas desparejadas procedentes de distintos hoteles, unos pufs cúbicos tapizados con pieles sintéticas y una mesita baja de tres patas canijas rematadas con topes de metal dorado y un tablero en forma de riñón, de formica pintada, que sostiene un número de
Jours de France
cuya portada luce un primer plano sonriente del cantante Claude François.

A esta habitación volvió el señor Jérôme, a finales de los años cincuenta, a vivir y a morir.

El señor Jérôme no había sido siempre el viejo anodino y amargado de los diez últimos años de su vida. En octubre de 1924, cuando vino a instalarse en Simon-Crubellier por primera vez, no en esta habitación de servicio, sino en el piso que ocuparía más tarde Gaspard Winckler, era un joven catedrático de historia, un
normalien
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prestigioso y seguro de sí mismo, lleno de entusiasmo y de proyectos. Delgado, elegante, con esa predilección propia de los americanos por los cuellos almidonados blancos en camisas finamente listadas, campechano, dado a la gastronomía, aficionado a los puros y a los cócteles, cliente habitual de bares ingleses y sin desdeñar el trato con la buena sociedad parisina, hacía alarde de sus ideas avanzadas que defendía con el mínimo de condescendencia y desenfado necesarios para que su interlocutor se sintiera a un tiempo humillado por no conocerlas y halagado porque se molestaba en explicárselas.

Ejerció unos años en el Lycée Pasteur de Neuilly; luego fue becario en la Fondation Thiers y preparó su tesis doctoral. Eligió como tema la
Ruta de las Especias
y analizó con finura no exenta de humor la evolución económica de los primeros intercambios entre Occidente y Extremo Oriente relacionándolos con los hábitos culinarios occidentales de la época. Deseoso de probar que la introducción de la guindilla seca en Europa había correspondido a una verdadera mutación en el arte de preparar la caza, no vaciló, durante la lectura de su tesis, en hacer catar a los tres viejos profesores que lo juzgaban unas tajadas adobadas por él.

Aprobó, por descontado, con los parabienes del tribunal y, poco tiempo después, abandonó París con el nombramiento de agregado cultural en Lahore.

Valène oyó hablar de él en dos o tres ocasiones. Cuando el Frente Popular, su firma apareció varias veces al pie de manifiestos o de llamamientos emanados del Comité de Vigilancia de los Intelectuales Antifascistas. Otra vez, de paso por Francia, dio una conferencia en el museo Guimet sobre
Los sistemas de castas en el Punjab y sus consecuencias socioculturales
. Un poco después publicó en
Vendredi
un largo artículo sobre Gandhi.

Volvió a la calle Simon-Crubellier en 1958 o 1959. Era un hombre irreconocible, gastado, exhausto, acabado. No pidió su antigua vivienda, sino una simple habitación de servicio, si había alguna libre. Ya no era catedrático ni agregado cultural; trabajaba en la biblioteca del Instituto de Historia de las Religiones. Un «viejo erudito» a quien, al parecer, había conocido, en un tren, le daba ciento cincuenta francos al mes para hacer un fichero del clero español. En cinco años redactó siete mil cuatrocientas setenta y dos biografías de eclesiásticos en activo durante los reinados de Felipe III (1598-1621), Felipe IV (1621-1665) y Carlos II (1665-1700) y las catalogó después en veintisiete capítulos diferentes (por una coincidencia admirable, añadía con sarcasmo, en la clasificación decimal universal —más conocida con el nombre de C.D.U.— el 27 es precisamente el número que se reserva para la historia general de la iglesia cristiana).

El «viejo erudito» había muerto entre tanto. El señor Jérôme, tras intentar interesar en vano al Ministerio de Educación Nacional, al Centro Nacional de Investigaciones Científicas (C.N.R.S.), a la Escuela Práctica de Altos Estudios (sección VI), al Colegio de Francia y a unas quince instituciones públicas o privadas más en la historia, más movida de lo que se podía esperar, de la iglesia española en el siglo XVII, procuró, sin mayor éxito, hallar un editor. Después de sufrir cuarenta y seis negativas categóricas y definitivas, cogió su manuscrito —más de mil doscientas páginas de una letra increíblemente apretada— y fue a quemarlo al patio de la Sorbona, lo que, por otra parte, le costó pasar una noche en comisaría.

Este contacto con los editores no fue, sin embargo, del todo inútil. Un poco más tarde, uno de ellos le ofreció algunas traducciones del inglés. Se trataba de libros infantiles, de esos libritos llamados
primers
en los países anglosajones y en los que se encuentran aún con bastante frecuencia cosas como:

Corrococló, corroclocló.

Mi gallinita es la negra

Pone huevos para mí.

¡hay que ver cómo se alegra!

Corroclocló, corroclocló.

Mi tío Leo ahí llega.

Le pone la mano debajo y el huevo fresco se lleva.

Corroclocló, carroclocló.

y había que traducirlas adaptándolas, por supuesto, a las características de la vida cotidiana francesa.

Con este
modus vivendi
fue tirando el señor Jérôme hasta su muerte. Le daba poco trabajo y se pasaba la mayor parte del tiempo en su habitación, tumbado en un viejo sofá de molesquín verde botella, vestido con el mismo jersey jacquard o con un chaleco de franela grisácea, apoyando la cabeza en lo único que se había traído de sus años en la India: un trozo —apenas mayor que un pañuelo— de tela que fue suntuosa, de fondo púrpura, bordada con hilos de plata.

A su alrededor estaba el suelo cubierto de novelas policiacas y kleenex (la nariz le goteaba de continuo); se tragaba fácilmente de dos a tres novelas policiacas al día y presumía de haber leído y de acordarse de los ciento ochenta y tres títulos de la colección
L’Empreinte
y de al menos doscientos títulos de la colección
Le Masque
. Sólo le gustaban las novelas policiacas con enigma, las buenas novelas policiacas clásicas anglosajonas de antes de la guerra con encerrona y coartadas perfectas, y tenía cierta preferencia por los títulos algo incongruentes:
El asesino labrador
o
El cadáver les tocará el piano
o
Se va a enfadar el agnado
.

Leía con extraordinaria rapidez —una costumbre y una técnica que le quedaban de la Escuela Normal— pero nunca mucho tiempo seguido. A menudo se interrumpía, permanecía tumbado sin hacer nada, cerraba los ojos. Se subía hasta la frente calva las gruesas gafas de carey; dejaba la novela a los pies del diván después de señalar la página con una postal que representaba una esfera terrestre, a la que daba cierto aire de peonza su mango de madera torneada. Era una de las primeras esferas conocidas, la que, en 1520, construyó, en Bamberg, Johannes Schoener, un cartógrafo amigo de Copérnico, que se conservaba en la Biblioteca de Nuremberg.

No dijo nunca a nadie lo que le había sucedido. Prácticamente nunca habló de sus viajes. Un día, el señor Riri le preguntó qué era lo más asombroso que había visto en su vida: respondió que era un maharajá que estaba sentado a una mesa toda incrustada de marfil y cenaba con sus tres lugartenientes. Nadie decía esta boca es mía y los tres feroces guerreros, delante de su jefe, tenían aspecto de niños pequeños. Otra vez, sin que le preguntaran nada, dijo que lo más hermoso, lo más deslumbrante que había visto en el mundo era un artesonado dividido en compartimentos octogonales, realzados de oro y plata, más cincelado que una alhaja.

Capítulo XLVII
Dinteville, 2

Sala de espera del doctor Dinteville. Una estancia bastante espaciosa, rectangular, con parquet en punto de Hungría y puertas forradas y almohadilladas. Junto a la pared del fondo, un gran diván tapizado de terciopelo azul; diseminadas por todos lados, butacas, sillas de respaldo en forma de lira, mesas nido con distintos semanarios y revistas extendidos: en la portada de uno de ellos se ve una fotografía en colores de Franco en su lecho de muerte, velado por cuatro monjes que parecen salir directamente de un cuadro de La Tour; en la pared de la derecha, un escritorio forrado de cuero en el que hay un plumier Napoleón III de cartón duro con pequeñas incrustaciones de concha y finos arabescos dorados y, bajo su fanal de vidrio, un reloj barnizado parado en las dos menos diez.

Hay dos personas aguardando. Una es un anciano de una delgadez extrema, un profesor de lengua jubilado que sigue dando clases por correspondencia; mientras espera, corrige con un lápiz de punta muy afilada un montón de ejercicios. En el que se dispone a corregir se puede leer el tema del trabajo:

«En el infierno, Raskolnikov se encuentra con

Meursault (
El extranjero
). Imagina su diálogo,

citando ejemplos de la obra de ambos autores».

El otro no es un paciente: es un representante de instalaciones telefónicas a quien ha convocado el doctor Dinteville a última hora de esta tarde con objeto de informarse sobre sus nuevos modelos de contestadores-grabadores. Está hojeando una de las publicaciones que cubren el pequeño velador junto al que está sentado: un catálogo de horticultura cuya portada representa los jardines del templo Suzaku en Kyoto.

Hay varios cuadros en las paredes. Uno de ellos llama particularmente la atención, menos por su estilo seudo «naïf» que por sus dimensiones —casi tres metros por dos— y su asunto: el interior de una tasca minuciosa y casi laboriosamente tratado: en el centro, de codos en un mostrador, un joven de gafas come un bocadillo de jamón (con mantequilla y mucha mostaza) y bebe una caña de cerveza. Detrás de él se levanta un billar eléctrico cuya decoración representa una España —o un México— de pandereta, con una mujer abanicándose entre las cuatro esferas del mecanismo. Por un procedimiento muy utilizado en la pintura de la Edad Media, ese mismo joven de gafas se afana en el billar, victoriosamente por cierto, ya que su contador marca 67.000, cuando bastan 20.000 para tener derecho a una partida gratuita. Contemplan jubilosos sus proezas cuatro niños puestos en hilera a lo largo del aparato, con los ojos a la altura de la bola: tres chiquillos con jerseys chinès y boinas, muy parecidos a la imagen tradicional del arrapiezo de Montmartre, y una niña que lleva alrededor del cuello un cordoncillo trenzado en el que está ensartada una única bola roja y tiene un melocotón en la mano izquierda. En el primer término, justo detrás del cristal del café en el que unas gruesas letras blancas escriben del revés

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