La vida instrucciones de uso (46 page)

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Authors: Georges Perec

Tags: #Otros

Capítulo LXI
Berger, 1

El comedor de los Berger. Una estancia de suelo entarimado casi cuadrada. En el centro una mesa redonda en la que están dispuestos dos cubiertos, un salvamanteles en forma de rombo, una sopera cuya tapadera deja pasar el mango de un cucharón de metal plateado, un plato blanco con un
cervelas
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partido en dos y envuelto en una salsa de mostaza y un camembert cuya etiqueta representa un soldado de la vieja guardia napoleónica. Junto a la pared del fondo, un trinchero de estilo indefinido sobre el que están colocados una lámpara cuyo zócalo es un cubo de opalina, una botella de pastis 51, una única manzana roja en un plato de estaño y un diario de la tarde del que sólo se puede leer el enorme titular: PONIA: EL CASTIGO SERA EJEMPLAR. Encima del trinchero está colgado un cuadro que representa un paisaje asiático con unos arbustos de perfiles extraños, un grupo de indígenas tocados con grandes sombreros cónicos y unas embarcaciones de las llamadas juncos en el horizonte. Lo pintó, al parecer, el bisabuelo de Charles Berger, suboficial de carrera que hizo la campaña de Tonkín.

Lise Berger está sola en el comedor. Es una mujer de unos cuarenta años, cuya corpulencia manifiesta una fuerte propensión, si no a la obesidad, por lo menos a la gordura. Acaba de disponer la cena para ella y su hijo —al que ha mandado bajar la basura e ir a comprar pan— y está poniendo en la mesa una botella de zumo de naranja y una lata de cerveza Munich Spatenbräu. Su marido, Charles, es camarero de restaurante. Es un hombre jovial y rechoncho, y ambos forman uno de esos matrimonios gordos, amantes de salchichas, choucroute, vinillo blanco y botellitas de cerveza bien frescas, que uno se encuentra casi siempre en su compartimento cuando hace un viaje en tren.

Charles trabajó durante varios años en una boîte que llevaba el nombre pomposo de
Igitur
, una especie de restaurante «poético», donde un animador con ínfulas de hijo espiritual de Antonin Artaud presentaba una antología declamada lamentable y laboriosamente y en la que, con el mayor descaro, metía la totalidad de su producción personal e intentaba colarla gracias a la complicidad insuficiente de Guillaume Apollinaire, Charles Baudelaire, René Descartes, Marco Polo, Gérard de Nerval, François-René de Chateaubriand y Julio Verne. Lo cual no impidió que el restaurante acabara quebrando.

Charles Berger está ahora en la
Villa d’Ouest
, restaurante-cabaret próximo a la puerta Maillot —lo cual explica su nombre—, que presenta un espectáculo de travestis y pertenece al antiguo animador de una red de venta puerta a puerta que se hace llamar Désiré o, más cariñosamente aún, Didi. Es un individuo sin edad, sin arrugas y con peluquín, aficionado a los lunares postizos, las sortijas de sello, las pulseras y los no me olvides, que gusta de vestir trajes de franela de una blancura impecable, llevar pañuelo a cuadros en el bolsillo superior de la chaqueta, fular de crespón de China al cuello y calzar zapatos de ante malva o violeta.

A Didi le daba por los modales seudobohemios, o sea que justificaba su tacañería y su mezquindad con observaciones como ésta: «No se puede realizar nada auténtico si no se es algo criminal» o como esta otra: «Quien quiera estar a la altura de sus ambiciones ha de saber convertirse en un tío cerdo, exponerse, comprometerse, jurar en falso, obrar como un artista que se gasta en pintura el dinero de casa».

Didi no se exponía mucho, salvo en escena, y se comprometía lo menos posible; en cambio sí era un tío cerdo, odiado por su compañía y su personal. Los camareros lo apodaban «patatas-aparte» desde el día, ya lejano, en que les había ordenado que, cuando un cliente les pidiera una ración más o un suplemento de patatas fritas —o de cualquier otra guarnición—, se lo contaran aparte como un plato más.

Servía una comida detestable que, con unos nombres rimbombantes —Sopa Juliana al jerez viejo, Crèpes de gambas en gelatina,
Chaud-froid
de hortelanos a la Souvaroff, Bogavante al comino a la Sigalas-Rabaud,
Relevé
de sesos en Excellence, Salpicón de rebeco al amontillado, Macedonia de cardos a la pimienta húngara, Natillas del Obispo de Exeter, Higos frescos a la Frégoli, etc.—, consistía en porciones guisadas y cortadas de antemano que le servían todas las mañanas de una charcutería al por mayor y que fingía preparar un seudococinero con gorro, poniendo por ejemplo en unos cacitos de cobre salsas hechas con un poco de agua caliente, un cubito de caldo Maggi y un poco de ketchup.

Menos mal que los clientes no iban a la
Villa d’Ouest
por la comida. Se servía ésta a paso ligero antes de los dos espectáculos de las once y las dos respectivamente, y el espectador que luego no podía pegar ojo no le echaba la culpa de sus molestias a la gelatina sospechosa y trémula que envolvía todo cuanto había engullido, sino a la excitación intensa que había experimentado viendo el show. Pues, si la
Villa d’Ouest
estaba abarrotada del uno de enero al treinta y uno de diciembre, si los diplomáticos, los hombres de negocios, los tenores de la política y las vedettes de la escena y la pantalla corrían a apiñarse allí, era por la calidad excepcional de sus espectáculos y, en particular, por la presencia de dos grandes estrellas en la compañía, «Domino» y «Belle de May»: la inigualable «Domino» que, delante de unos relucientes paneles de aluminio, hacía una deslumbrante imitación de Marilyn Monroe, reflejándose su imagen hasta el infinito como en aquel plano inolvidable de
¿Cómo casarse con un millonario
?, que no era sino una copia del plano más famoso de
La dama de Shangai
; y la fabulosa «Belle de May» que, con tres caídas de párpados, se metamorfoseaba en Charles Trenet.

Para Charles Berger el trabajo no difiere mucho del que efectuaba en el anterior cabaret, ni del que podría realizar en cualquier otro restaurante: puede incluso que sea más fácil, por ser todos los platos más o menos idénticos y servirse todos al mismo tiempo, y bastante mejor pagado. Lo único realmente distinto es que, al concluir el segundo servicio, justo antes de las dos, y después de servir el café, el champán y los licores; después de disponer las mesas para que pueda ver el espectáculo la mayor parte del público, los cuatro camareros con sus chaquetillas, sus largos delantales, sus servilletas blancas y sus bandejas de plata deben subir al escenario, alinearse delante del telón rojo y, a una señal del pianista, levantar muy alta la pierna cantando tan mal y tan fuerte como pueden, pero al unísono:

Ya que habéis comi, comi, comi, comido,

dad las gracias

a Didi, Didi, Didi, el amigo,

sí, sí, sí, sí

que os brindará

lo más li, lo más li, lo más lindo

tras lo cual, tres «girls», surgidas de los minúsculos bastidores, abren el espectáculo.

Los camareros entran a las siete de la tarde, comen juntos los cuatro, preparan luego las mesas, ponen los manteles y los cubiertos, sacan los cubos del hielo, disponen las copas, los ceniceros, las servilletas de papel, los saleros, los molinillos de la pimienta, los palilleros y las pequeñas muestras de eau de toilette
«Désiré
» que regala la casa a sus clientes, para darles la bienvenida. A las cuatro de la madrugada, acabada la segunda sesión, cuando ya se han ido los últimos espectadores, después de tomarse la copa de la despedida, cenan con la compañía, luego limpian, arreglan las mesas, doblan los manteles y se marchan cuando llega la mujer de la limpieza para vaciar los ceniceros, ventilar el local y pasar el aspirador.

Charles llega a su casa sobre las seis y media. Le prepara un café a Lise, la despierta enchufando la radio y se acuesta al tiempo que ella se levanta, se asea, despierta a Gilbert, le lava la cara, le da el desayuno y lo lleva al colegio, antes de ir al trabajo.

Charles duerme hasta cerca de las dos y media, se calienta una taza de café, remolonea un poco en la cama antes de lavarse y vestirse. Después va a buscar a Gilbert a la salida del colegio. Al regreso, compra algo de comer y el diario. Apenas le queda tiempo para echarle un vistazo. A las seis y media se va andando a la
Villa d’Ouest
, cruzándose generalmente con Lise en la escalera.

Lise trabaja en un dispensario, cerca de la puerta de Orléans. Es logopeda y enseña a hablar a los niños tartamudos. No trabaja los lunes, y como la
Villa d’Ouest
está cerrada los domingos por la noche, ella y Charles consiguen estar un poco juntos entre la mañana del domingo y la noche del lunes.

Capítulo LXII
Altamont, 3

El gabinete de la señora Altamont. Es una estancia íntima y oscura, con paredes revestidas de roble y tapizadas de seda y pesadas cortinas de terciopelo gris. En la pared de la izquierda, entre dos puertas, un sofá de color tabaco en el que está echado un king-charles de pelo largo y sedoso. Sobre el sofá está colgado un gran cuadro hiperrealista que representa un plato de spaghetti humeantes y un paquete de cacao Van Houten. Delante hay una mesa baja con varios bibelots de plata, entre los que figura una cajita de pesas como las utilizadas antiguamente por cambistas y pesadores de oro: una caja redonda en la que las medidas cilíndricas van unas dentro de otras como las muñecas rusas, y tres pilas de libros encabezadas respectivamente por
Amarga victoria
, de René Hardy (Livre de Poche),
Diálogos con treinta y tres variaciones de Ludwig van Beethoven sobre un tema de Diabelli
, de Michel Butor (Gallimard) y
El caballo de orgullo
, de Pierre Jakez-Helias (Plon, colección Terre humaine). En la pared del fondo, bajo dos alfombras de rezos decoradas con arabescos ocres y negros característicos de la espartería bantú, se halla un chiffonnier Luis XIII rematado por un gran espejo oval con marco de cobre; frente a él está sentada la señora Altamont que, con un palito fino, se aplica khol entre las pestañas y encima de los párpados. Es una mujer de unos cuarenta y cinco años, muy guapa aún, de un porte impecable, con cara huesuda, pómulos salientes, ojos severos. Va sólo vestida con un sostén y unas bragas de encaje negro. Lleva enrollada en la mano derecha una venda de gasa negra.

El señor Altamont está también en el cuarto. Lleva un ancho abrigo a cuadros y está de pie junto a la ventana leyendo con aire de profunda indiferencia una carta mecanografiada. A su lado se levanta una escultura de metal que seguramente representa un bilboquet gigante: una base fusiforme con una esfera en su extremidad superior.

A los treinta y un años, después de estudiar simultáneamente en la Escuela Politécnica y en la Escuela Nacional de Administración, Cyrille Altamont fue nombrado secretario permanente del consejo de administración y apoderado del Banco Internacional para el Desarrollo de los Recursos Energéticos y Mineros (BIDREM), organismo patrocinado por diversas instituciones públicas y privadas, que tenía sus oficinas en Ginebra y se encargaba de financiar investigaciones y proyectos relacionados con la explotación de los subsuelos, facilitando créditos a laboratorios y becas a investigadores, organizando simposios, haciendo estudios y valoraciones y difundiendo, si llegaba el caso, técnicas nuevas de extracción, tratamiento y transporte.

Cyrille Altamont es un señor zancudo, de cincuenta y cinco años de edad, vestido con telas inglesas y ropa blanca de una tersura de pétalo, cabello ralo de un amarillo casi de canario, ojos azules muy juntos, bigote color de paja y manos perfectamente cuidadas. Está considerado como un hombre de negocios muy enérgico, circunspecto y fríamente realista. Lo cual no le impidió comportarse, en un caso por lo menos, con una ligereza que tuvo consecuencias desastrosas para su compañía.

A comienzos de los años sesenta, recibió Altamont en Ginebra la visita de un tal Wehsal, hombre de pelo escaso y dientes picados. Wehsal era a la sazón profesor de química orgánica en la Universidad de Green River, Ohio, pero, durante la segunda guerra mundial, había dirigido el laboratorio de química mineral de la Chemische Akademie de Mannheim. En mil novecientos cuarenta y cinco fue uno de aquellos alemanes puestos por los americanos ante la alternativa siguiente: aceptar la colaboración con ellos, emigrar a Estados Unidos y recibir el ofrecimiento de un puesto de trabajo interesante o ser juzgados como cómplices de los Criminales de Guerra y condenado a duras penas de prisión. Esta operación, conocida con el nombre de Operación Paperclip (Operación Clip), no daba mucha opción a los interesados y Wehsal fue uno de los aproximadamente dos mil sabios —hasta ahora el más conocido de ellos sigue siendo Wernher von Braun— que emprendieron viaje a América juntamente con unas cuantas toneladas de archivos científicos.

Wehsal estaba convencido de que, con el esfuerzo bélico, la ciencia y la tecnología alemanas habían realizado unos avances prodigiosos en numerosos campos. Con posterioridad se habían revelado al público ciertas técnicas y métodos: se sabía, por ejemplo, que el combustible usado por las V2 era el alcohol de patata; se había divulgado asimismo cómo el empleo juicioso del cobre y el estaño había permitido fabricar baterías que, a los casi veinticinco años, se habían encontrado, perfectamente conservadas, en los tanques de Rommel abandonados en pleno desierto.

Pero la mayor parte de aquellos descubrimientos permanecían secretos y Wehsal, que detestaba a los americanos, estaba convencido de que eran incapaces de hallarlos y, aunque se los revelasen, no sabrían utilizarlos con eficacia. Así pues, mientras esperaba que el renacimiento del Tercer Reich le diera ocasión de aprovechar aquellas investigaciones avanzadas, decidió recuperar el patrimonio científico y tecnológico alemán.

Su propia especialidad tenía que ver con la hidrogenización del carbono, o sea con la producción del petróleo sintético; el principio de ésta era sencillo: teóricamente bastaba con combinar un ion de hidrógeno con una molécula de monóxido de carbono (CO) para obtener moléculas de petróleo. La operación se podía efectuar partiendo del carbón propiamente dicho, pero también del lignito y de la turba; por este motivo, la industria bélica alemana se había interesado enormemente por el problema: en efecto, la máquina de guerra hitleriana exigía recursos petrolíferos que no existían en estado natural en el subsuelo patrio y debía, por tanto, apoyarse en energías sintéticas extraídas de los enormes yacimientos de lignito prusianos y de las no menos colosales reservas de turba polaca.

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