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Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

La yegua blanca (14 page)

—¿Tenéis, como sucede en nuestra tribu, varios tipos de unión matrimonial? —preguntó el druida. Al ver que Eremon asentía, prosiguió—: En ese caso celebraremos un matrimonio en quinto grado, por un solo año, un
handfasting.
Puede deshacerse con facilidad si no nos proporcionas lo que deseamos. En el brote de la hoja, cuando los caminos del mar vuelvan a abrirse, podrás irte con tu padre. Si todo sale bien y, felizmente, podemos confirmar tu linaje y nos satisfacen los regalos de la novia, podremos pasar a una unión de noveno grado, a un «matrimonio real» —dijo el druida, clavando en Eremon sus ojos amarillos—. Y no te equivoques, sólo actuamos con tantas prisas por culpa de la amenaza romana. Me ha costado mucho convencer al Consejo. Fue tu destreza con las armas la que, finalmente, les hizo cambiar de parecer. Porque están desesperados. Pero no lo olvides, te estaremos observando.

Eremon estaba demasiado atónito con la propuesta del druida como para preguntarse por qué se molestaba en advertirle.

—¿Y si no os complace mi linaje?

—Aunque nos hayas mentido, muy poco habremos perdido —aseguró Gelert, con brusquedad—. Para el brote de la hoja, seremos más fuertes y, ojalá, esté embarazada nuestra dama real.

Eremon percibió en la mención a la princesa cierto resquemor, algo impropio de un druida, pero estaba demasiado inquieto y no le dio mayor importancia.
Así pues, me quieren por mi espada y por mis huevos.
Como había dicho el gran druida, aquello superaba al más desaforado de sus sueños. ¿Le habría enviado el Jabalí a Alba por ese motivo? No había otra explicación. Sintió unos deseos irresistibles de hablar con Conaire.

—¿Cuándo he de darte mi respuesta?

—Mañana. Te hacemos un gran honor.

—¿Y si digo que no?

Gelert se mordió los labios, conteniéndose.

En ese caso te abriremos las puertas de la ciudad y…: adiós, príncipe, que tengas suerte.

Eremon dudaba que esa fuera la reacción de los epídeos. Gelert acabaría por descubrir que él y sus hombres eran exiliados y eso los haría vulnerables al ataque de otras tribus y, tal vez, al de los propios epídeos. Al fin y al cabo, habían visto su oro.

Su levantó y volvió la cara para protegerse de los picotazos de la lluvia, que caía cada vez con más fuerza.

—Te daré mi respuesta mañana.

—Mañana, sin tardanza.

En cuanto Conaire estuvo fuera de peligro, los erineses fueron trasladados a la Casa del Rey. La esposa de Brude había vuelto al seno de su familia en compañía de sus hijas y se había purificado el lugar con aceites dulces y suaves fragancias. Durante el traslado, Eremon le preguntó a qué se debía tanto honor, pero al escuchar la propuesta de Gelert, había comprendido.

Echó al enjambre de sirvientes que se ocupaban de él y de sus hombres para quedarse con éstos a solas y contarles lo que había sucedido en el altar de los druidas. Conaire, que estaba echado en un camastro cubierto de pieles colocado junto al hogar principal, soltó un largo silbido.

—¿Y bien? —le preguntó Eremon.

Todas las miradas se volvieron hacia el gigante rubio, que cambió de posición el muslo vendado. Del brazo, atado con una correa, llevaba colgado un diente de jabalí.

—Según parece, Hawen nos pone delante la oportunidad que tanta falta nos hacía, hermano.

—Pero ¡debo comprometerme a luchar contra los romanos!

—¡Eso nos proporcionará más gloria que cualquier expedición de caza! —exclamó Rori, conteniendo apenas la emoción.

—Habremos conseguido lo que veníamos a buscar con la primera tribu que hemos encontrado.

—Tú mismo nos dijiste que sería lo mejor. —Finan se rascó la cabeza—. Y los lazos familiares son más fuertes que las alianzas comerciales. Podrás apelar a tu parentesco con los epídeos. A mí me parece una buena oferta.

—Se acabó eso de andar por ahí buscando aliados —intervino Colum, célebre por su amor a la buena comida—. ¿Quién sabe cuánto tiempo nos llevaría forjar una alianza con otra tribu?

—Pero hay algo mucho más importante, ¡serás padre de dos reyes! —dijo Aedan, con un brillo en los ojos—. Engendrarás un hijo aquí y otro cuando recuperes el palacio de tu padre. ¡Dos dinastías! ¡Una a cada lado del mar!

Era evidente, se dijo Eremon, que Aedan ya estaba pergeñando una tonada que hiciera justicia a la ocurrencia, pero, pese a todas sus cautelas, su propia alma se excitaba ante esa idea. Una dinastía en Alba y otra en Erín. Superaría a su propio padre. Y a su tío.

—Por favor, decidme qué tiene de malo la propuesta —pidió, pero nadie le escuchó. Todos se preguntaban entre sí qué consecuencias tendría formar parte de los epídeos.

Eremon miró a su alrededor. La Casa del Rey se había concebido para impresionar a sus visitantes. El tejado en forma de cono se elevaba hasta un vértice situado a unas seis lanzas de altura. Debajo estaba el hogar, cuya piedra podía acoger cómodamente a más de veinte hombres; tenía asadores de metal donde podían insertarse jabalíes enteros y calderos de bronce, grandes como piletas de baño, suspendidos del techo por unas cadenas. Rodeaban el hogar unos bancos colocados en círculo. En ellos se sentaban en aquellos momentos, sobre pieles suaves y cojines bordados. De las vigas colgaban vistosos pendones. A ningún hombre dejaría de henchírsele el corazón ante la idea de gobernar un territorio desde un lugar como ése, en el que agasajar a otros reyes, planear expediciones…

Así pues, ¿qué había de malo en la propuesta de Gelert?

En realidad, la propuesta del druida era la solución perfecta a sus problemas. Todo cuanto tenía que hacer era asegurarse de que éste no descubriera la verdad en el próximo brote de la hoja. Y quizá para entonces ya no importara. Si para esa fecha había consolidado su posición, tal vez pudiera bandeárselas. Al fin y al cabo, el viejo podría morir, la muchacha podría ser estéril.

Pero había algo en lo que, en medio del torbellino, aún no había pensado. Iba a
casarse.
Con otra persona. Alguien con quien tendría que compartir una casa y una cama. Al parecer, nadie había reparado en eso. Para los demás era fácil aparcarle como si fuera un semental.

Pero ¿qué podría decirle a una
esposa
?

Conaire le estaba mirando.

Es la oportunidad que estábamos esperando. —Se le había iluminado la cara, que había estado pálida a lo largo de toda la convalecencia—. El Jabalí se ha acordado de nosotros. ¡Y fue Manannán quien nos trajo aquí con aquella tormenta! Es lo mejor para todos.

Lo mejor para todos.

Sí,
eso era lo importante.

—Supongo que tienes razón —admitió Eremon—. Después de todo, no se trata de ninguna trampa, ¿verdad?

¡No! Puedes romper el matrimonio en cuanto no nos haga falta,

ASÍ pues, puesto que no había objeciones, Eremon acordó con los hombres que aceptaría la mano de la princesa epídea.

Quienquiera que fuese.

Capítulo 12

Queremos que te cases con el príncipe de Erín.

Rhiann escuchó estas palabras dentro de su cabeza, rebotaron de un lado a otro como si la sacudiera un torbellino. Estaba hilando en su banqueta, junto al hogar. Al oírlas, miró a Belen y el huso, muy pesado, se le cayó de las manos. Junto al molino de grano, situado junto a la puerta, estaba Brica, que dejó de moler y tuvo que apoyar la espalda en la pared para no caerse.

Rhiann clavó sus ojos en Gelert, que en aquellos momentos se encorvaba para entrar en la choza. En su semblante, la sensación de triunfo pugnaba con la impaciencia —
Impaciencia por ver mi dolor,
pensó Rhiann—. La sacerdotisa se levantó. Unas hebras de lana cayeron de su regazo.

—¿Y cuándo
habéis
pensado que se celebre esa boda? —preguntó. Tuvo que aferrarse al telar, porque se tambaleaba, pero su voz apenas la traicionó.

—Dentro de tres días —respondió el anciano. En Rhiann, la noticia produjo devastación. Belen se apresuró a añadir—: Sólo será un matrimonio de quinto grado, señora. Cuando se abran los caminos del mar, alguien tendrá que ir a buscar al padre del príncipe, y al cumplirse un año, daremos por concluida la unión si así lo deseas.

En el corazón de Rhiann, la indignación sustituyó al miedo.

—¿Cuándo pensabais darme la noticia?

Belen palideció ligeramente bajo la hosca mirada de la sacerdotisa. Tragó saliva y miró a Gelert.

—Sé, señora, que eres consciente de que nos urge afianzar nuestra posición —afirmó, suavemente, el gran druida, apoyándose en el báculo rematado en una cabeza de lechuza—. Tu deber es casarte; sabes perfectamente que lo único que hemos debatido es a quién ofrecer tu mano-dijo, y sonrió.

—Pero ni siquiera conocéis bien a ese extranjero, ¡a ese
gael
!

—Sabemos que es un buen guerrero y un buen jefe, señora —intervino Belen, incómodo, haciendo un gesto con ambas manos, como diciendo: «¿Qué más podíamos hacer?»—. Sabemos que tiene muchas riquezas y el druida asegura que es quien dice ser.

Rhiann se aferró al telar hasta hacerse daño.

—Pero, ¡pero no me habéis consultado! ¡No sé qué clase de hombre es! —exclamó.

Belen la miró sin comprender. A él, como a los demás ancianos, consultar a Rhiann ni siquiera se le había pasado por la cabeza.

—En nuestra opinión, ese hombre es digno de tu alcurnia —respondió, frunciendo el ceño—. Y lo que es más importante, tiene la destreza y los hombres que necesitamos de forma tan acuciante. Como sabes, señora, no tenemos que enfrentarnos tan sólo a los romanos, los otros clanes suspiran ya por el reino. Nuestra situación es desesperada.

Esta apelación a su responsabilidad bastó para que la cólera de Rhiann remitiera. Una vez más, la confusión se apoderó de ella y se debatió entre sus deseos y el interés de sus gentes.

Deber. Miedo. Tristeza.

De inmediato, el instinto de supervivencia se impuso a todo lo demás.

Debes aparentar que estás de acuerdo.

—Iniciaré los preparativos —murmuró, agachando la cabeza. No la levantó hasta que Gelert y Belen se hubieron marchado. En cuanto lo hicieron, buscó aire, apoyando la frente en las afiladas garras del águila tallada que adornaba el poste de la choza.

—¡Mi señora! —exclamó Brica, acercándose—. ¡Si la obligan, la diosa se vengará! Hace muchos años, era la reina quien elegía a su consorte, y luego a otro, si quería…

—En efecto, hace muchos años… —dijo Rhiann, y su voz le pareció muerta y distante…

Sin saber cómo había llegado hasta allí, cobró conciencia de que estaba de camino a los establos y la sanadora que había en ella se dio cuenta de que era presa del aturdimiento, de un grave aturdimiento.

Oyó el llanto y las voces de los niños que jugaban en el patio del curtidor como si estuvieran muy lejos. Desde detrás de la forja le llegó el chillido de un cerdo, que cesó bruscamente. En el taller del tintorero, que olía a orina, tropezó y estuvo a punto de caer. Pero no tardó en llegar a la cuadra de Liath.

No llevaba manto ni pantalones de montar, pero no le importó. Antes de hilvanar un pensamiento coherente, estaba a lomos de su yegua, guiándola a través de las puertas de la ciudad. Nadie la detuvo, aunque, una vez más, fue consciente de que la miraban.

Echando hacia atrás las orejas, Liath inició un trote tranquilo hasta que Rhiann, que cogía sus blancas crines, se vio lejos del castro. El animal debió de sentir la tensión que agarrotaba a su ama porque, en cuanto ésta aflojó las manos, inició un galope que las llevó a través de los campos en dirección Norte, hacia la cañada donde vivía Linnet.

En cuanto Rhiann se vio sola en medio de los helechos marchitos de aquellas colinas sinuosas, el miedo, que tanto tiempo llevaba reprimiendo, salió por fin a la luz. Soltó un gemido de angustia. Era la voz estrangulada de su corazón, de su ser más íntimo. Las patas de Liath retumbaban contra el suelo, cada vez más rápido. En la garganta de Rhiann, el gemido se convirtió en grito, en un grito de rabia y de furia que se elevó por encima de los árboles para rasgar el aire.

Débilmente, como un rumor apagado, Rhiann sintió que el viento helado se le clavaba en los muslos, pero aquel dolor no era nada comparado con la desnuda agonía de su indefensión. Ella, que se enorgullecía de su valor y de su fuerza, no podía hacer nada. Estaba atrapada: por el deber, por la culpa, por la vergüenza. Atrapada en manos de hombres que la consideraban poco más que una yegua de cría.

Liath fue aminorando el paso y se detuvo. Rhiann se fijó en sus manos, que se aferraban a las crines del animal. Estaban empapadas de lágrimas. Con un estremecimiento, desmontó junto a un roble ya marchito y cubierto de musgo, y pisó el barro. Notó el dulce aliento de Liath en el rostro y vio que el animal agachaba la cabeza para lamerle las piernas, que temblaban de frío y de la tensión de la cabalgada.

A continuación, hundió la cara en el cálido cuello de la yegua y, poco a poco, las lágrimas fueron desplazando a la rabia.

Cuando llegó a casa de Linnet, había dejado de llorar, pero la rabia y el llanto habían dado paso a una ira acerada.

—¿Cómo se atreven? —dijo entre dientes, dando vueltas por la choza de Linnet, pequeña y de techo bajo, mientras su tía preparaba una infusión—. ¿Sabías tú algo?

—¡Claro que no! —Linnet sirvió el cocimiento en dos vasos y los puso a enfriar en la piedra del hogar. A continuación, preguntó, con tono vacilante—: ¿Tan malo es ese hombre? Es muy guapo y nada viejo. Es noble. No podría…

Le bastó mirar a Rhiann para saber que era mejor callarse.

—¡Cualquier hombre, cualquier boda, me resultarían odiosos! dijo Rhiann a voces—. ¡Ya lo sabes! Sólo uno podría, y ni siquiera… Se mordió el labio, sorprendida de lo que acababa de decir.

—¿Uno…? ¿Cómo que uno? ¿Es que hay un hombre?

Rhiann apretó los dientes y negó con la cabeza.

—Hay no, lo
hubo.
Pero no es nada, una fantasía juvenil.

—De eso nada —dijo Linnet, clavando los ojos en su sobrina—. Cuéntame.

Rhiann volvió a negar con la cabeza.

—El hombre que me tatuó cuando tuve mi primera sangre, en la Isla Sagrada. ¡Pero hace muchos años de eso!

Linnet se sentó pesadamente en su silla de mimbre.

—Hija mía, los pintores de piel
tienen
que excitar a las muchachas, eso es lo que dota de poder a los símbolos sagrados.

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