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Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

La yegua blanca (13 page)

Eremon, que continuaba con la vista fija en su hermano y apenas había escuchado las palabras de la mujer, repuso:

—Te lo agradezco.

Y salió como si no tuviera un momento que perder.

La noche era larga, como todas las noches cuando se veía inmersa en su particular combate. El fuego, más vivo de lo habitual, proyectaba sombras macabras sobre las paredes de la choza. Pero Rhiann estaba perdida en su propio mundo y ni siquiera advirtió que Brica reponía la vasija de agua o traía más emplastos de musgo. Sus preocupaciones no la abandonaban ni cuando limpiaba los vendajes manchados de sangre.

El de sanadora era un papel que cumplía con agrado. De acuerdo con esa condición, todos los pacientes eran iguales a sus ojos, incluso aquel… invasor, aquel hombre. Le bastaba con recurrir a sus conocimientos. El corazón no tenía por qué intervenir de ningún modo y era una tarea que se le daba bien. Al menos no había perdido esa habilidad.

Murmuró las oraciones de rigor al poner en maceración vara de oro y milenrama, y canturreó mientras molía hiedra en el mortero.

El hombre, ahora empapado en sudor, tosió y lloró en mitad de su delirio, con largas peroratas sobre traiciones y batallas y la tierra de Erín. Ella, muy intrigada, escuchó con atención, pero no pudo extraer ningún sentido de sus palabras. ¿Hablaba su mente errante de los mitos del pasado o de su propia vida?

Después de limpiar y vendar la herida, le puso acedera y leche agria entre los labios, con la intención de bajarle la fiebre. Sabía que, aunque el veneno era muy dañino, ese fuego consumía el alma de los hombres. Lo había visto demasiadas veces, incluso a pesar de la levedad de las heridas.

Por lo menos, aquel hombre era extraordinariamente fuerte. Tenía los brazos gruesos, el pecho muy ancho, la cintura delgada pero llena de músculos y, a diferencia de los hombres de su tribu, su piel era suave y no tenía vello. Por alguna razón, este pensamiento le trajo a la memoria un recuerdo que no había traspasado los límites de su mente desde hacía muchas lunas.

Había visto a muy pocos hombres como aquél y tan sólo había tocado a uno fuera de sus labores de curandera, hacía ya muchos años, en la Isla Sagrada. Se sonrojó. Pero ¿por qué tenía que cruzársele
ese
recuerdo por la cabeza precisamente en aquellos momentos?

Se fijó en la cara del paciente, evitando sus recuerdos. Era más joven de lo que en un principio le había parecido y no tenía más que una sombra de barba. En realidad, ahora que lo veía dormido, parecía poco más que un muchacho inofensivo, con una boca suave que habría podido calificar de inocente en el caso de que algún hombre pudiera serlo.

A continuación, miró con detenimiento las cicatrices que surcaban sus poderosos brazos y la marca curvada que adornaba su rostro, y se estremeció. Aquél no era un muchacho inocente, ni un poeta, ni un artista, como el hombre que había evocado su recuerdo, el de la Isla Sagrada. Aquel hombre era un asesino.

Como su príncipe.

Capítulo 11

Eremon no se apartó del lado de Conaire en dos días. Tan sólo frecuentaba otro lugar: el pequeño altar situado en la cima del peñasco, donde todos los días intercambiaba anillos de fina artesanía por un carnero que sacrificar. Fue en este lugar donde Gelert lo buscó, pese al frío helador del alba.

El príncipe, con una rodilla en el suelo y la espada apoyada en el regazo, se hallaba delante de la efigie en madera de Cernunnos. Las nubes, cargadas de agua, se acumulaban más allá del tejado, abierto al cielo. Vio el pie de Gelert y se sobresaltó.

—Vosotros no veneráis a Hawen, nuestro dios jabalí —dijo, poniéndose en pie y señalando al ídolo—, pero vuestros druidas me han dicho que éste es el Señor de la Caza, a quien nosotros también adoramos.

—Ven —dijo Gelert, echándose sobre el hombro su manto de badana—. Quiero hablar contigo en privado y voy a llevarte a un lugar donde las vistas son extraordinarias.

A través de un arco situado frente a la entrada principal, el anciano condujo a Eremon hasta un saliente del risco orientado hacia el Oeste, hacia el mar. Pasaron junto a un tosco altar de piedra, más pequeño que el principal. Tenía manchas de sangre, que parecían costras negras a la luz tenue del húmedo amanecer. Junto a la cara exterior del muro que protegía el altar había un banco de roble. Gelert se sentó e invitó a Eremon a que hiciera lo mismo.

Los pantanos seguían cubiertos por la bruma, que, sin embargo, permitía ver las marismas situadas en la desembocadura del río. De allí provenía el lamento de un ave zancuda y por encima de ellas cruzaba una bandada de gansos, que volaban hacia el Sur formando una línea. Gelert estaba muy erguido y quieto, tanto que el único movimiento perceptible de su cuerpo era el de algunos mechones de su blanca barba, mecidos por su tranquila respiración. Eremon optó por no decir nada. Que fuera el druida quien rompiera el silencio.

—Te portaste admirablemente durante la cacería —observó Gelert por fin—. Nuestras gentes no dejan de hablar de ti, de tu valentía, de tu audacia. A mí, sin embargo, me impresiona más la habilidad que demostraste en la estrategia cuando os topasteis con los ladrones creones.

Eremon se quedó muy sorprendido. Lo último que esperaba de Gelert era un elogio.

—En fin, yo… no hice más que aquello para lo que me han entrenado. —No sabía qué decir.

—Ah, sí, aquello para lo que te han entrenado —dijo Gelert y, bruscamente, se volvió hacia Eremon y lo miró directamente. En la penumbra de las columnas, sus ojos brillaban como ascuas—. No soy ningún idiota, muchacho. Sé muy bien que nos ocultas un secreto.

Con todas las fibras de su cuerpo, Eremon se esforzó por disimular el sentimiento de culpa que, súbitamente, se había apoderado de él. Y optó por fingir asombro.

—No sé qué quieres decir, gran druida.

—Oh, yo creo que lo sabes muy bien, pero estate tranquilo, no te voy a preguntar por él.

Eremon sintió que se aflojaba el nudo que se le había hecho en las tripas, pero pensó que era mejor guardar silencio.

—Es evidente que eres hijo de una persona de alcurnia. —Gelert hizo un ademán, como queriendo quitarle importancia a este hecho—. Tu destreza con las armas, el respeto que te tienen tus hombres…, con eso bastaría, pero yo, gracias a mis ojos de druida, lo veo escrito en tu porte… y en el orgullo de tu semblante.

Gelert dijo esto último con evidente desagrado, y Eremon se molestó ante este menosprecio de su linaje, que para él era más importante que ninguna otra cosa. Era, en realidad, lo único que le quedaba.

—Soy hijo de un rey, como ya dije. Y estoy aquí para comerciar, como ya dije. Ahora bien, si vuestro Consejo no tiene a bien recibirme, de aquí a poco me veré obligado a zarpar hacia otra parte.

—Sí, el comercio… —dijo Gelert, cerrando los ojos y agarrando su cayado. A continuación, su voz adoptó la voz sibilante que los druidas solían emplear siempre que pronunciaban una profecía. A Eremon se le pusieron los vellos de punta—. Y, no obstante…, tal vez seas el hijo de un rey, pero percibo oscuridad en el fondo de tu ser, Eremon de Dalriada. Algo te atormenta y carga tus hombros como el cuervo de guerra
[7]
. Razón de más para haber venido a nuestras costas —dijo el druida, y abrió los ojos. Su voz recuperó su tono normal—. Todavía no he descubierto cuál es tu secreto, pero pronto lo haré. Eso no te gustaría, ¿verdad?

A Eremon le golpeaba el corazón como un martillo, pero sólo dijo:

—No quiero ofenderte, gran druida, pero, sinceramente, no sé de qué me hablas.

Gelert sonrió.

—Del comercio se ocupan otros, muchacho, pero yo tengo una propuesta… Valoras mucho tu secreto y puedo prometerte que no sólo no le revelaré a nadie que sé que guardas uno, sino que evitaré que otros lo descubran. Pero no te equivoques —dijo el druida, acercándose a Eremon hasta que éste pudo olerle el aliento—, ocupo un lugar elevado, muy elevado, entre los druidas de Alba. No engolillarás mejor aliado que yo.

Eremon no podía creer lo que estaba oyendo, pero sabía que, si decía algo, se traicionaría. Advirtió entonces que, sin darse cuenta, había cogido la fina empuñadura de Fragarach, adornada con una cabeza de jabalí, pero, viendo que se hacía daño, aflojó la presión.

¿Que qué te pido a cambio? —preguntó Gelert, y él mismo respondió—: Pues por extraño que parezca no voy a pedirte nada, al contrario, voy a entregarte algo más. Un honor que no habrás imaginario ni en tus sueños más ambiciosos.

A Eremon le picó la curiosidad.

—¿De qué estás hablando? —preguntó muy despacio, pues tenía la boca reseca.

Pero Gelert aún no estaba preparado para abordar el fondo de la cuestión, de modo que volvió a apoyarse tranquilamente en el respaldo del banco.

—Tengo una verdad que revelarte, príncipe. He esperado hasta saber qué clase de hombre eras. Pero ya lo habrás adivinado. El hombre que enviamos al Oeste el día de tu llegada era nuestro rey Brude, hijo de Eithne.

Eremon, en efecto, lo había intuido, y se había preguntado muchas veces por qué el druida le había mentido. Los reyes mueren…, y sin duda, los epídeos tenían ya otro rey, fuera quien fuese.

—No quise que lo supieras porque, por desgracia, su muerte nos ha debilitado. Hace cuatro lunas, los guerreros de nuestro clan real se encontraban en el Sur, en una razia para robar ganado, cuando la peste se abatió sobre ellos. Se llevó a todos los herederos de nuestro monarca…, a todos. No queda ningún varón de sangre real que pueda ser rey, ninguno lo suficientemente joven, o capaz, o sin tacha. Si el linaje de Brude desaparece, los clanes rivales lucharán entre sí por la supremacía. Mi clan, el clan de Brude, lo perderá todo; peor aún, la tribu se sumirá en luchas intestinas y acabará escindiéndose. Y eso es algo que no nos podemos permitir, mucho menos ahora que se aproximan los romanos.

Eremon estaba perplejo.

—Seré franco —prosiguió Gelert—. Percibo en ti esa oscuridad, ese secreto, y no voy a preguntarte qué es, pero sé que no estás aquí para comerciar. Has venido, puedo olerlo, para ganarte un nombre. Quieres
ponerte
a prueba; pues bien, te voy a proporcionar la oportunidad. Para hacer frente a los romanos, necesitamos la fuerza de tu gente, y para impedir que aquí, en Dunadd, nuestros hombres se maten entre sí, te necesitamos a ti. Nos hace falta un caudillo, un hombre capaz de encabezar a todos nuestros clanes porque no pertenece a ninguno de ellos.

Eremon estaba abrumado, la cabeza le daba vueltas. Recordó, como un eco lejano, lo que le había dicho a Conaire:
No quiero que suceda demasiado pronto.

—Así que mírame a los ojos y dime la verdad, muchacho; y que sea lo que haya de ser. ¿Cuentas, como te jactaste, con hombres suficientes para ayudarnos? ¿Ofrecerás tu espada para protegernos de los romanos y mantener la estabilidad de la tribu?

Jamás había tenido que someterse la astucia de Eremon a una prueba tan ardua como la de mirar a los ojos de un druida como Gelert y mentir. Pero su vida y la de sus hombres dependían de ello.
Por favor, Hawen, mi Señor, ayúdame ahora, ¡aunque no vuelvas a hacerlo nunca más!

En esos momentos, la nube que se cernía sobre sus cabezas comenzó a descargar y unas frías gotas de lluvia nublaron los ojos de Gelert, que tuvo que limpiarse con la mano, obligado, para ello, a dejar de mirar a Eremon unos instantes. Eremon respiró y se concentró en la segunda de las preguntas del druida. Se dio cuenta de que podía responderla sin mentir. Porque Conaire le había dicho que había que aprovechar la oportunidad y sus veinte hombres, aunque pocos, podían sin duda ayudar a los epídeos a combatir a los romanos. Por su parte, podía emplear toda su habilidad para mantener unida a la tribu, ¿acaso no le habían educado precisamente para eso?

—Si lo quiero así —dijo, por fin, mirando directamente a los ojos de Gelert—, lo haré. —Gelert había parpadeado y fruncido el ceño, pero al oír las palabras de Eremon, las arrugas de su frente se suavizaron—. Según he creído entender, ibas a ofrecerme una recompensa prosiguió Eremon, limpiándose la lluvia de la cara—, por apoyarte cuando no es mi tierra la que está en peligro.

La carcajada de Gelert más pareció un ladrido.

—¿Quieres algo más aparte de mantener mi boca cerrada? —dijo, y se refugió en la sombra de las columnas. Su mirada era tan penetrante como de costumbre—. Entonces voy a decirte qué fruto pretendo entregarte, Eremon de Dalriada. He venido aquí a hablar contigo para ofrecerte la mano de nuestra princesa real.

Eremon se quedó sin habla, con la mente en blanco, como la fría roca, sin comprender nada.

—Pero, un momento —añadió Gelert—, la línea sucesoria del rey discurre a través de las hembras de su familia. Tú no serás rey, solo los hijos varones de una mujer de la familia real pueden reinar.

—Pero ¿qué hay de vuestros príncipes? ¿Por qué no recurres a ellos?

—Las mujeres de la familia real siempre se casan con extranjeros. Así ha sido durante generaciones; fortalece la alianza con otras tribus. La madre de Brude era la Ban Cré de los epídeos, pero su padre era príncipe de los trinovantes, una lejana tribu sureña.

Una nueva idea empezó a penetrar la concha de perplejidad que envolvía la mente de Eremon. Como si siguiera el hilo de sus pensamientos, Gelert añadió:

—En efecto, eso significa que tu hijo será rey. Pero, en lo que respecta a nosotros, tan sólo su linaje materno tiene importancia: nos deberá lealtad únicamente a nosotros.

¡Un rey! El corazón de Eremon palpitaba a gran velocidad.

—Por supuesto, lo que deseamos de ti es mucho más inmediato. La unión con nuestra Ban Cré te convertirá en nuestro campeón, en nuestro caudillo, en el héroe que nos conduzca en la batalla. Vivimos tiempos peligrosos, demasiado peligrosos para permitir que nuestros guerreros se disputen ese honor. Por el contrario, nuestro problema queda resuelto si te erigimos en jefe militar…

—Pero…, por elevado que sea, desconocéis mi linaje. Y tampoco conocéis a mi pueblo. ¿Cómo conseguirás que el Consejo acepte lo que me estás proponiendo?

—La necesidad nos obliga a ser menos prudentes de lo que lo seríamos en otras circunstancias. Cuento, además, con la forma en que llegaste. He convencido a los miembros del Consejo de que te han enviado los dioses. Y nuestros guerreros te han visto combatir. Es suficiente. Al menos por ahora.

Eremon negó con la cabeza. Necesitaba aclarar las ideas. Gelert se inclinó hacia él. La fina llovizna mojaba su ganchuda nariz.

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