Read La yegua blanca Online

Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

La yegua blanca (16 page)

Se sentó en el banco que había junto al hogar. Brica se arrodilló para desatar las correas de sus botas de cuero. Linnet y Dercca estaban deshaciendo sus hatos en la alcoba de invitados, tras una mampara de mimbre.

Brica miró a su señora, pero Rhiann tenía la vista fija en el fuego, que trepidaba a causa del aire que entraba por las rendijas de la puerta.

—La Diosa me lo ha entregado, Brica, y lo utilizaré a su mayor gloria. Y cuando ya no le necesite, ¡que vuelva por donde ha venido!

Dijo esta segunda frase en un susurro, para sí misma, pero advirtió que Brica levantaba la cabeza.

Eremon había subido con Cù a ver el amanecer desde un solitario montículo rocoso que se elevaba a espaldas de la Puerta del Caballo, cerca de la Casa del Rey.

Desde allí, envuelto en su manto, observó cómo el gran druida llevaba a cabo, junto al altar, la salutación al Sol. El semblante de Gelert, más sombrío de lo habitual, enturbiaba la suave y espléndida luz del nuevo día. Bajo la mirada del príncipe, en el castro bullían los rumores. Al parecer, la princesa de los epídeos, a quien él todavía no conocía, había desaparecido en cuanto le habían dicho que querían desposarla.

Él no podía comprender esta reacción. Sus hombres tenían sus propias teorías, desde la célebre reputación de Eremon bajo las pieles del lecho hasta su palmaria falta de atractivo, pero se callaron en cuanto les dijo que si el trato no salía adelante, estaban condenados a vagar por Alba a solas durante la larga oscuridad. No, el Jabalí debía de mirarle con complacencia el día que los había empujado a aquellas costas. Sin duda, aquella oportunidad no acabaría escurriéndosele entre los dedos. Ella volvería. Tenía que volver.

Los epídeos habían salido de nuevo a cazar a fin de llenar las despensas para el banquete de bodas, y los nobles del clan real habían llegado desde sus castros en otros montes. A Eremon le habían confeccionado una túnica verde nueva que la mujer de Talorc estaba bordando con hilo de oro. Por su parte, había rebuscado en sus cofres y había encontrado un delicado collar de plata que pensaba ofrecer a su esposa como regalo de boda. Todos esperaban que, a su debido tiempo, su clan enviara desde Erín un regalo más generoso.

Su clan.
Tocó el otro colmillo del jabalí que había atacado a Conaire, que llevaba atado al brazo. Ah, estaba inmerso en un juego muy arriesgado, lo sabía muy bien, pero cuando alguien cambiaba las reglas, como había hecho su tío, un hombre tenía que adaptarse… o morir.

A veces le atormentaba un gran sentido de culpa por estar engañando a los epídeos, pero le habían enseñado a ser implacable, y también pragmático, y a sentir un afecto limitado por aquellos a quienes debía utilizar. Y aunque sus hombres eran lo primero, sabía también que, con ellos, y con su mando sobre los guerreros epídeos, podría cumplir con su parte del trato. A ojos de los dioses, eso pesaría mucho más que la mentira.

Sería un buen caudillo de guerra para los epídeos. Sería la persona que necesitaban.

Aquel día, el Consejo les invitó a Conaire y a él a desayunar, pero, como había sucedido las dos mañanas anteriores, la densa papilla de avena se le atragantó. Los ancianos, sentados en los bancos de la Casa del Rey, se miraron entre sí al ver que se levantaba la tela de la puerta y la fría luz de la mañana brillaba en sus pieles y anillos. Nadie dijo nada. Nada, al menos, que Eremon pudiera oír. Conaire y el príncipe cruzaron una mirada, si bien Conaire se limitó a apretar los labios, encoger los hombros y estirar la pierna herida.

Una sombra oscureció la puerta. Se trataba de una sirvienta delgada y morena, que hizo una rígida reverencia. A Eremon le resultaba familiar, pero no lograba identificarla.

—¿Qué ocurre, mujer? —dijo Gelert, irritado, con la boca llena de pan.

—Perdón, señores, pero la señora Rhiann está aquí.

De los labios de Talorc salió despedida una lluvia de migas y un murmullo recorrió la sala. Para sorpresa de Eremon, la sirvienta le dirigió una mirada envenenada, pero antes de que pudiera preguntarse la causa, la chica se volvió y, tras ella, apareció una muchacha —no una mujer—, cuya figura se perfilaba en la pálida luz que entraba por la puerta.

Belen se puso en pie, y el resto le imitó al instante, a excepción de Conaire.

La mujer avanzó. Llevaba una túnica del color del azafrán y el cabello suelto —le llegaba por la cintura—. Hasta que avanzó hasta los bancos, colocándose bajo el resplandor del fuego del hogar, Eremon no pudo verla bien y, entonces, se quedó de piedra, porque aquellos ojos grandes y en forma de luna creciente, aquella frente amplia y aquellos cabellos ambarinos, eran los de la curandera. ¿Era ella su prometida? En mitad del silencio se le escapó:

—Pero ¡si eres una druidesa!

La muchacha volvió la cabeza para mirarle y lo escudriñó de arriba abajo. Eremon vio en sus ojos una fría intensidad que le heló la sangre.

—No, pertenezco a la Diosa. En Erín ya no tenéis sacerdotisas, ¿verdad?

No se había dirigido a él por el título, lo cual le causó una súbita oleada de cólera.

—Príncipe —dijo Gelert, dando un paso adelante—, ésta es la señora Rhiann, hija de Mairenn, hermana de Brude…, nuestra Ban Cré.

La muchacha inclinó la cabeza, y, al erguirse de nuevo, su sonrisa había adquirido un matiz sardónico.

—Y tú eres Eremon, hijo de Ferdiad, rey de Dalriada, de la tierra de Erín —recitó la joven—. Si te he ofendido, acepta mis disculpas.

Así, sin más, sin mascullar excusas ni entrelazar las manos, lo cual habría resultado muy embarazoso, la muchacha se volvió hacia los ancianos.

—El banquete se celebrará de acuerdo con lo convenido —afirmó Rhiann, y, sin ocultar su desagrado, se dirigió directamente a Gelert—. La señora Linnet está aquí para dirigir contigo la ceremonia matrimonial. Estaremos listas mañana al mediodía.

Eremon estaba cada vez más alarmado. Durante la curación de Conaire, había averiguado cómo se llamaba aquella muchacha, pero, preocupado tan sólo por su hermano, apenas había hablado con ella. Se esforzó por recordar si había dicho alguna inconveniencia. ¿La habría ofendido? Imposible, habían hablado únicamente de Conaire y, en realidad, muy poco, porque ella siempre se marchaba nada más llegar él.

Había imaginado que la desaparición de su prometida se debía a un ataque de nervios de última hora, algo propio de mujeres, pero en el frío semblante que tenía delante no parecía haber ningún miedo, sino tan sólo desprecio. ¿Acaso le desagradaba la unión? Al fin y al cabo, él era guapo, rico, ¿qué más podía pedir? Un nuevo pensamiento cruzó su mente. ¿Y si tenía el corazón en otra parte? Quizá fuera una de esas mujeres de la nobleza con el sueño de casarse por amor. En fin, la hija de un pastor podía casarse por amor, pero no una princesa.

Miró a Conaire. Estaba confuso. Entendía de política, pero tratar con una mujer como ésa nada tenía que ver con la política. Si habían de forjar una suerte de alianza, de asociación, sin duda habían empezado con mal pie. Así pues, intentó lo único que se le ocurría y le dedicó su sonrisa más encantadora. Pero ella se volvió al instante y desapareció bajo la luz del día.

—Príncipe —dijo Gelert—, mañana, cuando el Sol esté en su punto más alto, celebraremos la ceremonia. Tienes que acudir con tus hombres al patio que hay delante del altar.

Los ancianos siguieron al druida hasta que Eremon y Conaire se quedaron a solas.

Conaire, mientras se masajeaba la pierna herida, soltó un largo silbido.

—¡Por los huevos de Hawen! Desde luego, el Jabalí te ha concedido una belleza, hermano, ¡a mí no me miraba así cuando me tenía en el camastro de su choza! Esperemos que puedas ser fiel a tu reputación bajo las pieles, si no, me temo que se va a poner de uñas.

Capítulo 14

A la mañana del día siguiente, de igual modo que el Sol estaba sumido en una masa de nubes provenientes del Oeste, que dejaban el peñasco en una extraña penumbra, Rhiann estaba sumida en una bendita neblina.

Junto a su cama, algunas muchachas de familias nobles a las que Linnet dirigía con mano de hierro se movían a su alrededor como un enjambre de abejas.

Brazos en alto, tiesa como una muñeca de paja, y una fina saya de lino flotó sobre su cabeza. Brazos abajo, y unos dedos afilados bajaron las mangas bordadas y ataron el lazo debajo de los pechos. Brazos arriba, y le pusieron por los hombros la túnica sin mangas; brazos abajo, y la túnica cayó al suelo como una cascada de seda verde. Brazos hacia fuera, y le metieron el pesado vestido bordado de lana carmesí, y se lo cogieron en ambos hombros. Brazos hacia dentro, y revolotearon a su alrededor, cogiendo un pliegue por aquí, alisando una arruga por allá.

Las dos hijas de Talorc se abalanzaron sobre sus cabellos para hacerle finas trenzas y adornarlas con un hilo de oro. Sintió su aliento en la nuca.

—¡Ese mechón es mío, Aiveen!

—¡De eso nada, mocosa! ¡Estás cogiendo mucho pelo!

—¡Niñas! —Linnet apartó a una de ellas. Rhiann sintió sobre su piel los suaves dedos de su tía—. Respira, muchacha, respira.

Rhiann asintió, pero lo cierto es que se había olvidado de respirar. Ya no sabía cómo hacerlo, ya no sabía cómo henchir los pulmones. No tenía cuerpo, no era más que una brizna de aire, unida por un hilo muy fino a Este Mundo.

La sensación se debía sobre todo al
saor,
la pócima de hierbas sagradas que había liberado a su espíritu de su cuerpo. La tomaba siempre que actuaba en intercesión de la Diosa durante alguna ceremonia ritual. Normalmente, le proporcionaba una sensación de calidez y levedad, como si, cada vez que quería moverse, su cuerpo fuese ligeramente retrasado. En algún rincón oscuro de su mente, sin embargo, sabía que la neblina que ahora la envolvía era distinta; cálida, sí, pero pesada, más relacionada con la huida que con la libertad. Igual le daba. Con tal de que adormeciera al miedo, estaba bien. Había bebido una ración doble de
saor
para asegurarse de que iba a surtir efecto, pero Linnet no lo sabía.

Se consolaba pensando que aquél era un rito público y no una reunión privada. La boda no se celebraba entre Eremon mac Ferdiad y la epídea Rhiann, sino entre el caudillo de guerra y la tierra. Ella concedía a su esposo la soberanía, siquiera temporalmente, hasta el nacimiento de un nuevo rey y, a cambio, él contraía la sagrada obligación de proteger y servir a su pueblo en la guerra.

Se preguntó si alguien se habría molestado en explicarle esto al príncipe.

Al otro lado de la mampara, las madres de las chicas se alisaban los vestidos y cotilleaban ante el fuego del hogar, eufóricas ya después de unos cuantos tragos de hidromiel. Las mujeres de más alcurnia debían intervenir en los preparativos, vinculándose de ese modo a la Madre, si bien su aportación solía ser muy superficial, limitándose a arreglar algún pliegue aquí o allá antes de seguir bebiendo. No obstante, cuando llegó el momento de ponerse las joyas, todas se acercaron atropelladamente para verla. Aiveen y su madre tenían el semblante iluminado por la codicia.

Le ciñeron a la delgada cintura un ancho cinturón dorado adornado con granates. A continuación, se puso unas pulseras: una en forma de serpiente y la otra adornada con una cabeza de ciervo. Su anillo de sacerdotisa brillaba en el tercer dedo de su mano izquierda, los demás carecían de adornos. En la punta de las trenzas llevaba bolas de oro, que le tiraban del pelo y tintineaban. Brica le echó el manto de sacerdotisa sobre los hombros y lo cerró con el broche real de los epídeos y, por último, Linnet le quitó su torques y la sustituyó por la torques real, que hacía juego con el broche. Los ojos de las yeguas que adornaban esta pieza estaban hechos con fríos y diminutos granates y, al sentir cómo se la abrochaban al cuello, Rhiann se tambaleó un poco, probablemente a causa del
saor,
y tuvo la sensación de que se hundía bajo el peso de la lana, el lino, el oro y el bronce.

Ojalá llegara a hundirse de veras, se dijo, para así reposar como reposan los muertos, en la gélida tierra.

Pero un cuerno tocaba ya. Las mujeres, que estaban sentadas, se levantaron con prisas y agitación, derramando algunas cuernas. A Rhiann, sus voces le parecieron estridentes.

Por fortuna, no tardó en notar sobre sus hombros la cálida mano de Linnet.

Bajo el cielo encapotado, Rhiann mira la cara del príncipe, en cuya frente refulge una joya verde como una luna pálida por debajo de las nubes. La voz de Gelert es un desagradable zumbido.

La escena cambia y se emborrona, aunque algunos detalles aparecen con gran minuciosidad: los nudos de los troncos del altar de los druidas, de madera ya oscurecida por la edad; la luz que destella en el jabalí que adorna el casco del príncipe; el viento húmedo que mueve sus trenzas; la boca fruncida de Linnet.

Por encima del murmullo de la multitud, las aves que sobrevuelan la marisma graznan, débilmente.
Podría salir volando ahora mismo. Podría unirme a ellas.

Cae una gota de lluvia y brilla en la calva de Gelert. El viejo retrocede y la gota resbala hasta su barba. Sus ojos son como dos cortes. Desde ellos, algo acecha; lo que sea, no lo sabe. Hoy no puede tocarla.

Linnet se adelanta con la copa dorada y la coloca en las manos heladas de Rhiann. Linnet bendice al príncipe con agua del manantial sagrado mientras Rhiann se fija en las nubes. Una ha adoptado forma de águila. ¿O es de ganso?

¿Cómo he llegado hasta aquí? Este hombre…, este hombre va a poseerme… Estoy asustada.

El miedo punzante rasga el velo neblinoso del
saor
por unos momentos cuando el príncipe acepta el pan sagrado de manos de Linnet. A continuación, saca la espada y se vuelve hacia los presentes, cogiéndola con ambas manos. ¡No! Rhiann aparta de sí el dolor, no quiere volver a su cuerpo, que siente como un caparazón.

No se casa conmigo, se casa con la Diosa. La Diosa…, yo soy la Diosa.

Sí…, el manto de confusión vuelve a caer y ella se lo ajusta. El miedo remite. Rhiann mira la copa de la soberanía, que sostiene en las manos. Hay en ella unas gotas de hidromiel, que tiene el color del ámbar y de su pelo. Ahora debe ponerla en los labios del príncipe, para que pueda beber y fundirse con su tierra, con su gente.

Pero no le mira cuando bebe y clava en ella sus ojos verdes. No le mira.

La Diosa. Eres la Diosa.

Other books

Wintergirls by Laurie Halse Anderson
Dead Wood by Amore, Dani
The Cassandra Conspiracy by Rick Bajackson
Enemies of the Empire by Rosemary Rowe
Paul Newman by Shawn Levy
To the Sea (Follow your Bliss) by Deirdre Riordan Hall
Evolution by West, Kyle
Double Dragons by Bolryder, Terry