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Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

La yegua blanca (52 page)

No. Ya no más.

La cálida luz la llamaba más allá de las puertas. Volvería junto a las hogueras, tomaría una copa de hidromiel y sonreiría ante los chistes malos de Conaire y escucharía la dulce voz de Aedan. Y se sentaría rozando el hombro de Caitlin con el suyo y le hablaría a Eremon del Concilio.

Eso es lo que haría.

Capítulo 48

A la mañana siguiente, en un hermoso amanecer cargado de rocío, los nobles salieron de sus chozas a lo largo de un camino de madera que terminaba en una cañada al norte del castro. Eremon cabalgó con Conaire al final de la comitiva, detrás de Drust.

—Hermano —dijo Conaire en voz baja—. He averiguado lo que querías saber.

—¿Sí? —Eremon contempló fijamente la espalda del hombre de melena dorada que tenía delante.

—El hijo del rey pinta tatuajes, a mujeres en su mayoría. En la primera luna después de la regla. En cierto modo, son tatuajes sagrados.

Eremon aferró su lanza con más fuerza.

—Continúa.

—Se llevan a los artistas a una edad muy temprana, en cuanto muestran su talento, para que reciban algún tipo de adiestramiento con los druidas, aunque sean el hijo del rey, como en este caso. Es probable que sea lo mejor que le pudo ocurrir, ya que no puede reinar.

Y supongo que eso duele,
pensó Eremon.

No veía nada sagrado en ese hombre. En verdad, parecía poco más que un urogallo que se pavoneaba —todo brillante plumaje y gritos estridentes— mientras le contemplaba cabalgar a lomos de un semental cuidadosamente cepillado, vestido con ropas de brillantes colores.

Cuando Drust reapareció junto al fuego al final de la noche anterior, permaneció al lado de su padre, pero Eremon le vigilaba de cerca y le vio prestar más atención a las hermosas mujeres allí presentes que a lo que decía Calgaco. Rhiann también reapareció muy poco después. Se dio cuenta de lo encendidas que estaban sus mejillas cuando se sentó en un banco al lado de Caitlin.

Una vez más, el recuerdo le hacía sentirse mal.

No podía comprender el interés de Rhiann. Ella no toleraba a los idiotas. ¿Cómo no podía ver lo que a él le resultaba tan evidente? Entonces pensó en Samana y en cómo le había deslumbrado.

Pero aquello se debió a las exigencias de mi cuerpo.

Azuzó a su montura con brusquedad. ¿Significaba eso que Rhiann había sucumbido a Drust? ¡No, seguramente no! Era imposible. Pero… ¿y si había sucedido? Había creído que ella no quería a ningún hombre cuando tal vez sólo era que no le quería a él.

Su corazón sobrecogido estableció la conexión de repente. Rhiann había dicho que lo conoció en la Isla Sagrada. Allí, él debió de haberla pintado cuando tuvo la primera regla, lo cual significaba que ese hombre la había visto desnuda, que había puesto sus manos sobre sus pechos, sobre su vientre. Tal vez incluso había encendido en ella una pasión cuando todo lo que había ganado Eremon era su aversión.

Taloneó a Dòrn y el semental emprendió el trote. Su hermano adoptivo lo miró con el rabillo del ojo cuando Eremon estuvo a su altura, pero Conaire sabía cerrar la boca y dejarle en paz.

No mucho después, los sabuesos persiguieron al jabalí hasta acorralarlo en un denso y sombreado avellanedo. Los nobles permanecieron a una distancia prudencial a lomos de sus monturas, sin aliento después de la caza, mientras dos príncipes caledonios avanzaron hacia el animal con las lanzas en alto.

La bestia era enorme; le chorreaba saliva por sus fauces abiertas, delimitadas por colmillos curvos, sucios y amarillentos. Sus diminutos ojos negros estaban llenos de rabia. Eremon deseó haber sido él quien lo derribara para poder hundir una lanza en algo. Entonces se percató de que el tal Drust había conducido su caballo muy cerca de él.

—Príncipe —dijo Drust como saludo. Eremon asintió mientras contemplaba al jabalí y a las figuras que se aproximaban al mismo—. Espero que disfrutéis de vuestra estancia entre los epídeos —prosiguió Drust, que entretanto limpiaba el barro seco del adornado arnés de su caballo.

—Mi matrimonio me ha proporcionado mucho gozo, sí.

—Ah, vuestra esposa. Es la más hermosa. He hablado con ella. Sois un hombre muy afortunado.

—Eso creo. —Eremon respiró por la nariz, esforzándose por mantener la calma.
¡Has hecho algo más que hablar con ella!

El caledonio calló un momento.

—Mi padre dice que habéis conocido al propio Agrícola y que os ofreció una alianza.

—Una oferta que rehusé.

—Pero ¿no pensasteis en uniros a él, ni siquiera por un momento? Quiero decir… debió haber sido una decisión difícil para vos.

¿Qué le estaba diciendo? ¿El hijo de Calgaco intrigando a favor de los romanos? ¿O tal vez le estaba tendiendo una trampa? Eremon se dio cuenta de que, a diferencia de él mismo, Drust nunca había tenido que aprender el arte de hacer política: le era innato al haber nacido con todos los privilegios de un príncipe, aunque no tuviera ninguna posibilidad de acceder al trono de su padre.

Uno de los nobles caledonios arrojó su lanza, que traspasó el ojo del jabalí. La llama de ira animal se apagó hasta la negrura de la muerte. Eremon hizo volver grupas a su caballo para regresar al castro y Drust mantuvo el paso a su lado.

—¿Difícil? —dijo al fin—. Al contrario. No desearía ser un esclavo romano. —Finalmente, miró a los ojos a Drust, quien pronto rehuyó la mirada fija de Eremon—. Valoro mi libertad mucho más que mi vida.

Todos los nobles caledonios habían llegado y Eremon tuvo al fin la oportunidad de exponer su caso. Gelert abandonó las deliberaciones con sus hermanos druidas por primera vez en muchos días y se presentó en el Concilio con el gran druida de Calgaco, un hombre alto, cargado de espaldas, de pelo gris y oscuros ojos penetrantes.

Eremon contó lo que sabía del avance romano ante un corro de asientos en el salón de Calgaco, pero vio con el corazón entristecido que las hileras de rostros permanecían imperturbables mientras hablaba. Las objeciones, cuando llegaron, le fueron familiares.

—Los romanos controlan el Sur, con él tienen para generaciones —dijo un guerrero rudo—. No vienen al Norte.

—He visto vastas hileras de tiendas, tal y como crece la cebada —replicó Eremon extendiendo las manos—. He visto espadas y lanzas para todos los hombres de aquellas tiendas. Agrícola ha reunido un ejército como nunca habéis visto. ¿No habéis oído lo que dice? Quiere Alba.

Otro noble se encogió de hombros, su torques resonaba al entrechocar con los broches del hombro.

—Lo que dice y lo que hace son cosas diferentes. Es lógico que fanfarroneara ante ti… Sabía que difundirías sus palabras, palabras que pretenden anular nuestro coraje.

Eremon se mordió el labio con frustración.

—Ya se ha acercado al Norte más que nunca. Eso lo sabéis.

—Eso es cierto —terció otro—, pero tenemos la fuerza necesaria para resistirle. Las montañas son nuestra primera defensa y nuestros guerreros la segunda. Vela por tus propias tierras, que nosotros lo haremos por las nuestras.

—¿Habéis visto alguna vez veinte mil hombres en un mismo sitio? —les espetó Eremon—. Cuando lo hagáis, sabréis que no hay montañas que puedan detenerlos. Se desparramarán sobre vuestra llanura como una gran ola marina.

—No se van a quedar —declaró el primer hombre con rotundidad.

Era como si no le hubiera oído.

—He visto los fuertes que ha erigido —dijo Eremon, esforzándose por ser paciente—. Algunos son tan grandes como sus campamentos. Esos romanos no se van a retirar al Sur en la estación de la larga oscuridad como hasta ahora. Agrícola construye bases permanentes. Se van a quedar.

Entonces hubo un arrastrar de pies y un murmurar que aumentó de intensidad como el rumor de un arroyo en una pendiente. En ese instante, Calgaco alzó la mano.

—He obtenido mi propia información —manifestó mientras se inclinaba hacia delante en su sitial tallado. Su capa estaba ribeteada con pieles de nutria marina y lucía un aro de oro en la cabeza—. El líder romano avanzó con rapidez, pero luego se detuvo. Por ahora, cumple mis expectativas.

Eremon se volvió hacia Calgaco.

—Tu información es correcta, señor, pero he hablado con alguien cercano a Agrícola y esa persona me reveló que la única razón por la que se detuvo el avance fue la muerte del emperador. Tito, su sucesor, está ocupado en Oriente. Agrícola tiene órdenes de permanecer en sus posiciones, pero es sólo cuestión de tiempo. Cuando Tito asegure sus fronteras, volverá a centrar su atención en nosotros. Estoy seguro.

Los dorados ojos del rey miraron a Eremon por largo tiempo.

—En ese caso, sólo contamos con tu palabra.

Eremon alzó el mentón.

—Sí.

¡Y con vuestros cerebros!,
quiso gritar. ¿Cómo podía la gente estar tan ciega a lo que para él resultaba tan evidente? Aun así, en lo más hondo de los ojos de Calgaco había un poso de pesar. Tal vez él sí lo viera.

—Mi rey. —El druida encorvado intervino en ese momento—. Hemos sacrificado un cordero para leer sus entrañas. Hemos estudiado el vuelo de los pájaros que vienen desde el Sur. El hombre habla de lo que sabe, pero los dioses saben más. No están alarmados.

Eremon miró a Gelert profundamente herido. Agudos y duros, sus ojos amarillos estaban fijos en él. Evidentemente, el druida no había hecho el menor esfuerzo por apoyar el caso de Eremon.

—¿Qué es lo que nos pides, príncipe? —inquirió el rudo guerrero.

—Creo que deberíamos agrupar nuestras fuerzas ahora que aún tenemos tiempo. Si forjamos una alianza de tribus, podemos entrenar a nuestros guerreros para pelear como un solo hombre. Es la única forma de crear un ejército equiparable al suyo.

La mayoría de los nobles resoplaron.

—Lo que pides es imposible —dijo alguien—. Nosotros no peleamos así. Nuestros guerreros son los mejores y los más valientes de Alba. Solos somos lo bastante fuertes. ¡Una alianza! —Sacudió la greñuda cabeza—. Es el pretexto para dejar que esos malditos decantes y vacomagos invadan nuestras tierras.

—Si no nos aliamos, Agrícola nos irá eliminando uno a uno. ¡Así es como operan los romanos!

Eremon dejó que la frustración se reflejara en su voz y Calgaco se puso en pie.

—Consideraremos tus noticias entre nosotros, príncipe de Erín, y te daremos nuestra respuesta en dos días.

Eremon mantuvo el rostro impasible, pero por dentro estaba abatido. Alcanzó a Gelert cuando regresaba a sus aposentos.

—¿Por qué no convenciste a los druidas caledonios de las ventajas de mi plan?

Gelert extendió las manos en un gesto de impotencia.

—Lo intenté, pero, como él dijo, las señales del Otro Mundo no acompañaron.

—¡Pero tú sabías lo importante que es esto!

Gelert le miró de soslayo.

—Has hecho un trabajo notable al fortalecer a nuestros guerreros, y aun así, tu éxito ha residido en ataques temerarios que han puesto en peligro a nuestros hombres y no en la defensa de nuestras tierras. Tal vez deberías atenerte al papel que te encomendamos, príncipe, y dejar el resto de los asuntos a quienes los conocemos mejor.

Eremon contempló su retirada con un rechinar de dientes.

Entonces comprendió que el druida jamás le había apoyado en público. Gelert no se había opuesto al ataque contra el fuerte…, pero tampoco lo había respaldado. Fue Declan quien convenció al Consejo de que le permitiera recurrir a Calgaco. Eremon había tomado el silencio de Gelert como un signo de que el druida se desinteresaba de los asuntos militares, pero de repente se preguntó acerca de ese brillo de triunfo en aquellos ojos amarillos y cuándo averiguaría lo que presagiaban.

Los vendavales azotaban las costas del mar Occidental incluso en la estación del sol. A Agrícola le gustaba cómo caía el pelo trenzado de Samana, pero las trenzas negras, sacudidas por el viento, se cruzaban delante de sus ojos, dificultándole la visión. Las apartó del rostro.

Desde la silla de montar podía ver a los legionarios marchar contra los miembros de la tribu de los damnones y arrojarlos de rodillas sobre el suelo. Arrastraban del pelo a las mujeres, que gritaban, y a los niños por la extremidad que tuvieran más a mano. Detrás de las rojas filas de escudos, nubes de humo negro se alzaban desde las casas en llamas hacia el cielo azul.

Samana tragó saliva y desvió la vista hacia el mar. Le encantaba la emoción de conspirar, de manejar el poder sobre las vidas de la gente, y, sobre todo, le gustaba soñar con convertirse en reina de toda Alba, pero le parecía una imposición vil e innecesaria tener que ver cómo se ponían en práctica los planes y contemplar
in situ
aquellas acciones.

El mar la atraía desde su atalaya al borde del cabo. Erín, la tierra de la que
él
había venido, estaba en algún lugar más allá de ese horizonte. Él. El hombre que seguía perturbando sus sueños.

Samana nunca se había visto atrapada por uno de sus propios sortilegios, y eso debía de haber sucedido, ya que no lograba odiarlo por más que lo intentase. ¿O era porque la había burlado y el perenne fuego abrasador de su rabia los ligaba incluso después de transcurridas varias lunas? Samana no hallaba escondite ante el recuerdo de los labios ni de los músculos suaves de Eremon bajo sus manos. ¡Maldito!

—Pronto vas a ver el motivo de nuestro viaje. —Agrícola le sonrió, alzando la voz por encima del batir del oleaje sobre las rocas que había debajo.

Ella se guardó sus pensamientos y admiró sus uñas, fingiendo aburrimiento.

—¿De modo que la matanza de esos rebeldes no era nuestro objetivo?

—No del todo, aunque encontrar los estandartes de los regimientos perdidos ha sido un premio inesperado. Al parecer, estos perros tomaron parte en la incursión contra mi fuerte.

El caballo se agitó y Samana lo palmeó con cautela.

—Entonces, ¿qué estamos esperando aquí?

—¡Observa! —la urgió Agrícola.

Algo llamó su atención más allá de las rocas. Alas blancas que se movían sobre el mar iluminado por el Sol. ¿Pájaros? Pero entonces las alas se convirtieron en velas y doblando el cabo al sur de la posición que ocupaban se deslizó una flotilla de naves de dos velas; sus remos se tensaban igual que las patas de algún insecto exótico.

Samana aplaudió.

—¡Botes!

—Naves —rectificó Agrícola—. Las primeras líneas de mi nueva flota.

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