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Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

La yegua blanca (50 page)

Tienes dos alternativas,
se dijo con pragmatismo.
Puedes cerrar los ojos y esconderte otra vez, o puedes dejar que te arrastre la corriente. ¿Qué elegirás?

El latido de la excitación en su vientre le enviaba señas, tiraba de ella, la llamaba. Cerró los ojos y se deslizó en el arroyo para ver cómo se sentía.

Y cuando lo hizo las remembranzas de un tiempo previo a que el dolor la persiguiera envolvieron todos sus miembros. Siete años atrás… ¡Diosa! ¡Qué muchacha tan inocente parecía al lado de Drust! Los recuerdos venían del tacto, del olfato y de la vista…

Las manos del artista dibujaban historias en el aire la primera vez que ella le vio…

Su aliento fue cálido en sus dedos cuando la saludó besándole la mano…

Y después…

… había habido calor a su alrededor, y la luz del fuego había dorado la piel de Rhiann. Ella yacía desnuda sobre el lecho, con la tez lustrosa por el sudor. El rostro de Drust relucía sobre ella con los ojos cerrados y las manos preparadas.

Alzó la vista hacia él mientras su cuerpo se estremecía, casi estirándose hacia aquellas manos. Podía sentir el calor de las palmas como si quemaran un trayecto desde el cuello hasta los pechos. Pero no la tocó, no separó los suaves pliegues entre sus muslos para encontrar el centro, que yacía latiendo, deseando aquellos dedos.

Una marea de deseo vehemente la recorrió cuando sus ojos devoraron los delicados rasgos de su cara, las largas pestañas, y luego sus manos de largos dedos manchados de tinte azulado. Parecían tan suaves. Sólo con que pudiera sentir lo suaves que eran…

Rhiann se retorció y él abrió sus ojos y le sonrió:

—Ah, belleza mía. —Su voz era aterciopelada, como las puntas de los cuernos de los venados en la estación de la caída de la hoja—. ¡Qué arte puedo crear contigo como inspiración!

Ella sonrió. Ningún hombre le había hablado jamás de ese modo. Nadie la había mirado de esa forma. Los hombres del castro eran rudos y rubicundos, con voces broncas, pero éste era dulce y refinado e inteligente y hermoso.

Y entonces, extasiada cuando él tocó el hueco en la base de su garganta, cerró los ojos y escuchó su voz mientras él deslizaba sus dedos en espirales y volutas sobre sus pechos y despacio alrededor de cada pezón, y luego sobre las protuberancias de las costillas y la curva de su vientre.

Trazó el diseño que iba a crear con un dedo al tiempo que le hablaba de las sinuosas curvas del río que fluía por el corazón de su patria y cuyas mismas líneas correrían por su cuerpo. Dibujó el venado de sus islas y montañas con delicados trazos y luego, en la parte más curva de su vientre, el caballo. Por los epídeos. Trazó las líneas que unían los lugares de poder, donde los Antiguos erigían sus puertas de piedra y los manantiales marcaban la entrada al Otro Mundo, y finalmente el símbolo sacro que representaba las mitades masculina y femenina de la Fuente: dos lanzas que protegían una luna creciente. Todo ello la marcaría, la grabaría, la ataría a la tierra y canalizaría el poder de ésta en su cuerpo para que pudiera ser Ban Cré, la Madre de la Tierra…

Los tatuajes les llevaron diez noches.

Diez noches de yacer allí inmóvil bajo las suaves manos en movimiento de Drust y los punzantes alfilerazos de la aguja de hueso, pinchazos que delimitaba la insoportable línea entre el placer y el dolor; tanto fue así que a menudo él debía apartar la aguja y sujetarla hasta que cesaba el estremecimiento.

Durante una semana, su mundo se redujo a sus nimias y concentradas sensaciones: el fulgor de las paredes iluminadas, el toque inquieto de sus manos, el olor a bosque del tinte azul puesto a macerar en potes sobre el fuego. No había más sonido que el de sus respiraciones, ni otras sensaciones que las del pinchazo de la aguja y la rozadura de los dedos.

Él apartó la aguja durante la última noche. La piel de la parte frontal de su cuerpo estaba sensible e hinchada, pero ella apenas lo sentía. No conocía otra cosa que los ojos de Drust.

Entonces la besó una y otra vez mientras murmuraba palabras de amor, de belleza, de deseo. Estuvo espléndido…

Rhiann yacía junto a la fría espalda de Eremon y contemplaba el lecho.

Drust abandonó la isla después de tatuarla. No regresó a buscarla, pero era muy joven y pronto se vio más y más arrastrada al adiestramiento como sacerdotisa. No olvidó las noches de flama y dedos suaves, pero la memoria lo relegó de forma gradual hasta que fue como un sueño placentero.

A veces se sorprendía pensando en él, y cuando lo hacía tenía el profundo convencimiento de que un día, cuando fuera mayor, se volverían a encontrar. Y entonces, tal vez ella le pediría que fuera su marido. Ahora, en la oscuridad, su boca se curvaba con la amargura de costumbre. Muchas cosas se habían interpuesto en
ese
plan.

Pero en ese momento pensó en su sueño dorado y en el rostro de su amado, siempre oculto. Y se formuló la pregunta que se había hecho cientos y cientos de veces. ¿Sería Drust el hombre del sueño? Ningún otro había despertado en ella tales sensaciones, por lo que debía ser él.

Y si lo había hecho en una ocasión, ¡tal vez Drust podría despertarlas por segunda vez! Quizás pudiera recuperar aquellos sentimientos para que ella se sintiera pura y sin mácula de nuevo. Acaso podría eliminar el hedor de las manos toscas de los invasores, el punzante dolor mientras invadían su cuerpo.

Tembló de la cabeza a los pies. Por mucho que el ardor y el deseo la llamaran, temía averiguarlo. No quería abrirse a nadie nunca más.

Ya que… ¿qué pasaría si lo hacía y su interior sólo albergaba las frías cenizas de un fuego apagado? ¿Qué sucedería si era incapaz de enardecer o satisfacer a un hombre?

¿Qué pasaría si no era del todo una mujer y él lo descubría?

Capítulo 47

Al día siguiente, Eremon recibió una invitación de Calgaco para cabalgar con él hasta sus defensas costeras. El príncipe creyó que hablarían a solas y ordenó a Conaire y a los suyos que se unieran a una partida de caza, pero para su decepción, algunos de los nobles más hoscos de Calgaco les acompañaron a él y al rey.

La inmensa entrada que dividía la costa oriental tenía forma de flecha y el castro estaba justo en la punta. A cierta distancia de la costa, en la cabeza de la flecha, una península enorme formaba un angosto estrecho vigilado en ambas orillas por castros de nutrida guarnición que vigilaban todo el tráfico marino en su camino hacia el Castro de las Olas.

Como correspondía, Eremon pareció impresionado y formuló muchas preguntas que los nobles de Calgaco se sintieron obligados a contestar. Casi podía leer lo que pasaba por sus mentes.
Somos invencibles. No te necesitamos, extranjero. Libraremos nuestras propias batallas.
Aun así, el propio Calgaco dijo poco, pero, cada vez que el erinés se volvía a mirarle, veía aquellos ojos moteados de oro, penetrantes y prudentes, fijos en él.

El monarca le pidió que cabalgara a su lado cuando abandonaron la puerta del talud del castro hacia la sinuosa playa. Después de un tiempo, Calgaco dijo de forma abrupta:

—¿Hacéis carreras de caballos en las playas de Erín?

Eremon se sorprendió.

—Sí, mi señor.

Sin avisar, el gran hombre desafió a Eremon y hundió sus rodillas en los flancos de su montura, un caballo zaino con fuego en los ojos. Salió disparado y un momento después Eremon había llevado a Dòrn a su lado hasta que ambos sementales corrieron a la par, con los cascos golpeando la arena mojada. El viento cantó en las orejas del príncipe, que estuvo a punto de reír.

Los ojos de Calgaco brillaban con ferocidad cuando se detuvieron jadeando ante el rocoso cabo que bloqueaba la playa. Volvió la vista atrás para contemplar a los nobles más corpulentos trotando con calma bastante rezagados. Estuvieron a solas durante un momento.

Los caballos agitaron las cabezas y resoplaron moviendo los costados con esfuerzo. Ese día el Sol lucía caluroso en lo alto y una luz intensa iluminaba la arena. Eremon se masajeó la cicatriz. A Rhiann no le iba a gustar.

—Ahora sé que eres un buen jinete —comentó Calgaco—. Aún quedan muchos otros misterios en torno a ti.

—¿Sí?

—Viniste aquí para comerciar y en lugar de eso te alzaste en armas contra los invasores. —Los ojos eran agudos como los de un águila—. Entraste y saliste de un campamento romano. Atacaste un fuerte. Me buscas como aliado. ¿Por qué?

A Eremon se le secó la boca; recordaba con toda claridad el día en que tuvo que defenderse ante Gelert. El primer día en que tuvo que mentir. Y al ver entonces la franqueza de la mirada del rey, Eremon sintió una punzada de hondo pesar por tener que mentir a un hombre como aquél, un hombre cuyo respeto, lo comprendió de repente, anhelaba con desesperación.

Por el Jabalí, deseo que llegue el día en que no tenga que volver a mentir,
pensó sombríamente. Pero Calgaco estaba esperando, por lo que respiró hondo.

—Es sencillo. Cuando me encontré con Agrícola, éste andaba buscando la forma de llegar a Erín por mar. Mi tierra no está más a salvo que las tuyas. Puede que viniera a comerciar, pero no contaba con los romanos. Sólo estoy haciendo lo que tú mismo harías… Harás, espero.

Calgaco sopesó sus palabras mientras jugueteaba con las garras de águila que llevaba alrededor del cuello. Entonces sonrió:

—¡Presumes de conocer mis pensamientos! Eres un gran juez de hombres para ser alguien tan joven.

—He tenido pocas oportunidades de ser joven, mi señor.

No pretendía decir
eso.

Pero Calgaco no se rió de él.

—No hay tiempo para juegos de niños cuando se está marcado para el trono. Por eso el rey tiene la prerrogativa de divertirse un poco cuando lo desea. —La luz de la salvaje cabalgada chispeó en su rostro—. Deberías recordarlo.

—Así lo haré, mi señor.

Calgaco volvía a tomarle la medida.

—Me agradas, príncipe de Erín. Hay mucha fuerza en tu rostro. Has demostrado tu coraje, tu previsión. A diferencia de ellos. —Con impaciencia, miró por encima del hombro a sus nobles—. Sólo les preocupan las pieles y el oro, y el vino romano y el aceite. Ven la moneda romana en una mano y no la daga oculta en la otra. Sin embargo, imagino que habrás tenido que luchar por la primogenitura, como lo hice yo. Había más de un posible heredero al trono de mi tío, y tuve que ganarlo con una espada, no con lisonjas. Y no pienso perderlo por dejarme seducir por la riqueza o el poder. —Dio unos golpecitos a la espada que pendía a su costado—. Aquí reside el poder. —Luego se llevó la mano al pecho—. Y aquí. Sólo confío en mi propio corazón, así es como he conservado mi trono. Hablamos el mismo lenguaje, ¿verdad?

Eremon contuvo el aliento. ¿Significaba eso que Calgaco le apoyaría?

—Sí, señor —replicó—, excepto que ahora podéis tener por seguro algo más. Os juro por el honor de mi padre que los romanos acudirán a por vuestras tierras. Sólo permaneciendo juntos podremos derrotarles.

—Tal vez. Creo en el peligro que suponen pero mis nobles, no. —Calgaco volvió a mirar por encima del hombro—. También sé que hay muchos reyes en Alba. Y que se recuerde, nunca hemos actuado juntos.

—El mundo cambia —dijo Eremon de forma cortante—. O cambiamos también o caeremos bajo las espadas romanas como la mies ante la guadaña.

Calgaco sonrió ante esa declaración.

—Tal vez deberías haber sido poeta, príncipe. Puede que consigas tus deseos si usas palabras tan certeras con mis jefes de tribu y los otros reyes. ¿Peleas tan bien como hablas?

—Sí.

—Bien. Un rey debe ser sincero por encima de todo. Si eres capaz de demostrar lo que dices, los bardos cantarán sobre ti durante generaciones.

Un sol de justicia golpeó de lleno a Rhiann cuando salió de la casa de la Ban Cré Caledonia, una vieja tía del rey. La sacerdotisa estaba encorvada, llena de arrugas y con las articulaciones hinchadas, pero sus ojos aún destellaban vivaces cuando ella y Rhiann hablaron de la celebración inminente del día más largo. El segundo giro del año se aproximaba rápidamente; el cielo nocturno se mantenía gris hasta el alba y el Sol apenas parecía hundirse antes de alzarse de nuevo.

Cruzó el patio de las caballerizas en busca de un soplo de brisa y espió a las estrellas desde el andador de la parte superior, pero cuando salió al adarve de la empalizada, ¿quién estaba delante de ella sino Drust?

Hasta allí, desde donde se veía el mar, le había acompañado un nutrido séquito. Los integrantes del mismo eran poco interesantes: hijos de algunos de los nobles menores, sus esposas e hijas solteras.

Drust estaba explicando algo que había visto cuando había visitado a unos parientes de su madre en el Sur:

—… y los romanos graban sus símbolos sobre la piedra, no sobre la carne y la madera como nosotros. Por ese motivo he tallado las águilas de piedra para mi padre.

—¿Qué esculpen los romanos? —preguntó una de las jóvenes con gracia. Miraba a Drust con intensidad, pero no parecía hacerle caso; una pasión iluminaba el rostro del artista. A Rhiann se le arrebolaron aún más las mejillas.

—Principalmente nombres —contestó Drust con desdén—. ¡Pero imaginad que vierais mis diseños en piedra por toda Alba! —Extendió su mano hasta el horizonte—. ¡Durarían para siempre! Podrían erigirse en todos los puntos del país, como hacen los romanos con los mojones, ¡y entonces todos contemplarían nuestro poder!

Hizo una pausa, y Rhiann tuvo la ocasión de hablar cuando la impresionada audiencia se sumió en el silencio.

—Mi señor Drust.

Él volvió su rostro hacia ella.

—¡Mi señora Rhiann!

El estómago le dio un vuelco. ¡La recordaba!

—He esperado para hablar contigo —dijo él.

Se quedó allí petrificada, inmóvil. No era el saludo que había esperado. Se dirigía a ella como si fueran amigos y sólo hubieran pasado unos días desde que se vieron por última vez. Ella buscó algo que decir, pero él la tomó del brazo con desenvoltura y la alejó de los demás. La epídea se percató de las miradas resentidas de las mujeres que dejaban atrás.

—Te he estado observando —murmuró Drust—. Me alegra que me hayas buscado.

El roce del joven le quemaba a Rhiann en la piel más que el Sol en lo alto. Entonces, ella recordó quién era y le retiró la mano del brazo.

—Me alegro de volveros a ver, mi señor.

Él le lanzó una mirada que Rhiann no supo descifrar.

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