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Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

La yegua blanca (23 page)

Recordó la Isla Sagrada y el enorme poder que sentía en su interior al mirar en el recipiente plateado de la visión…, la columna cálida y cegadora que traspasaba su cabeza para abrirse paso hasta el resto del cuerpo como una cascada de luz. Algo que ansiaba experimentar de nuevo.

Pero debía respirar profundamente para encontrarlo.

Al poco, el rumor del manantial se convirtió en un sordo murmullo y la respiración profunda de Liath no fue más que una suave brisa. Rhiann tan sólo podía oír el latido de su corazón, el ruido apagado de su propio aliento y el zumbido de la sangre en los oídos.

—Diosa de Todo, la de las Tres Caras, Señora del Bosque, concédeme tu gracia, te lo imploro. Guíame hoy por amor a tu pueblo. Muéstrame qué pasos he de seguir para volver a Ti.

Abrió los ojos y se inclinó sobre el agua, conteniendo el aliento y, mentalmente, el latido de su corazón.

La superficie del agua tembló y se llenó de colores y formas cambiantes. ¿Capas rojas, espadas, un barco? Se le hizo un nudo en la garganta. Aproximó la cara al agua…

Sí,
sí…,puedo ver…

Pero no había nada, sólo su propia cara, con un aura de sol alrededor de la cabeza y las ramas del serbal a modo de falsa corona. Volvió a sentarse sobre los talones y se mordió el labio, dolida por el fracaso.

Descendieron lentamente por la colina. Liath tropezaba allí donde antes había pisado con pies seguros. Rhiann estaba tan sumida en la desesperación que no advirtió que la yegua abandonaba el camino que conducía al pie de la loma. De repente, tiró de las tiendas, desorientada.

—Liath, ¿dónde estamos?

El animal respondió con un gemido y sacudió las crines. La joven miró en todas direcciones, buscando un hito, un lugar conocido. La nieve y las ramas se extendían ante ella, pero, por fortuna, pudo divisar la parte alta de un risco que se destacaba en la ladera del monte. El lugar, un puesto de vigía para los exploradores, le resultaba familiar. Se había alejado un poco hacia el Norte, eso era todo. Si se acercaba al risco y acortaba directamente ladera abajo, acabaría por toparse con el camino de regreso a Dunadd.

Mucho después, se preguntaría por el impulso que aquel día la condujo hasta aquella roca. ¿Qué habría ocurrido si el día no hubiera estado despejado o si hubiera salido un poco más tarde, o si Liath no hubiera abandonado el camino? En cualquiera de esos casos, jamás habría visto lo que vio.

Primero advirtió el olor a humo. Y se detuvo. Al pie de la roca había movimiento; debían de ser los exploradores, que habían hecho fuego. Se acercaría a saludarlos, les preguntaría si tenían alguna noticia que llevar al castro. ¿Por qué, en tal caso, no levantó la voz? ¿Por qué desmontó de su caballo y se acercó a la roca en silencio? ¿Por qué?

Cerca del risco, vio los caballos: uno de ellos era un gran semental negro llamado Dòrn, el Puño.

El regalo de boda de la tribu a su esposo.

Junto al risco vio una hoguera, en un lugar donde no había nieve. Muy cerca, había extendida una piel de ciervo sobre la cual un hombre y una mujer yacían abrazados, ajenos al frío cortante, ajenos a la pálida figura de Rhiann, que se había detenido junto a un árbol en el borde del claro. La mujer cuya melena rubia se esparcía sobre la piel de ciervo era Aiveen. Y el hombre que estaba entre sus brazos, Eremon.

Aunque estaba desencajada, Rhiann no consiguió apartar la mirada. Era como si hubiera perdido el control de sus ojos.

Sobre la pareja caía el débil sol de la mañana. Estaban junto a la hoguera y se movían con la misma sinuosidad que las nutrias en un arroyo. Rhiann nunca había observado a dos personas así entrelazadas, como un solo ser. Alrededor del castro había visto algunos encuentros apasionados junto a la empalizada, y en los establos, o en los graneros. Pero por lo demás, siempre habían tenido lugar al amparo de la oscuridad, y los gemidos que provenían de las alcobas, de las camas, siempre le habían parecido expresiones de dolor.

Se quedó mirando fijamente, ardiendo por dentro de vergüenza y de furia, pero presa de una extraña fascinación. Los besos y caricias se hicieron más urgentes. Vio surgir de la túnica de la muchacha sus redondos pechos, que inmediatamente cubrieron las manos de Eremon, asombrosamente morenas por contraste con la blanca piel de Aiveen.

Le dieron náuseas cuando los besos se volvieron más impetuosos. Luego, Eremon puso a la chica de espaldas sobre la piel de ciervo y le levantó el vestido. Ella conocía muy bien, demasiado bien, esa parte del acto. Con los roces y choques de la carne desnuda, y los gritos que rasgaban el aire, Rhiann volvió a revivir sus dolorosos recuerdos. Los mismos empujones broncos, los mismos gruñidos, el llanto y el dolor de su propia voz, el hedor a pescado rancio del aliento del hombre moreno…

El asco le revolvió las tripas como la leche cortada. Le entraron ganas de correr para no enfermar, para no volver a vivir sus recuerdos con todo su vigor. Pero no pudo moverse. Era como si sus pies se hubieran quedado congelados, aprisionados en la nieve.

Aiveen volvió a gemir, pero esta vez el instinto le dijo a Rhiann que esos gemidos eran muy distintos a los que ella había proferido un año antes. Eran graves y profundos, no agudos y desgarrados. No había dolor en ellos, sino placer. El espíritu de Rhiann estaba demasiado desnudo y en carne viva para no apreciarlo.

De pronto, su antiguo dolor se disipó en el cielo pálido y la escena del risco apareció ante sus ojos con minucioso detalle. Ya no vio la piel áspera y enrojecida del hombre que la había atacado, sino los brazos morenos y fuertes de Eremon, bañados en sudor, y las manos de Aiveen, que se extendían protectoras sobre sus tensos músculos, En lugar de la melena negra y sucia vio el cabello castaño de Eremon, brillante bajo el sol, y sus oscuras trenzas sobre el rostro de Aiveen.

Los gemidos crecieron y los empujones se sucedieron con rapidez. Rhiann sintió que su propia respiración se agitaba. Entonces por fin, Eremon dejó escapar un largo gemido y se derrumbó sobre el cuerpo contorsionado de Aiveen. Todo había terminado.

Rhiann pudo liberar sus pies de la presión de la nieve.

Regresó tambaleándose a su caballo, sin reparar en si hacía ruido o no, con un nudo en la garganta, a punto de sollozar. Trepó a la silla y tiró de las riendas para dar media vuelta. Se alejó del risco, de la escena nauseabunda que acababa de contemplar. Cuando la pendiente se acentuó tanto que los cascos de su yegua empezaron a resbalar por el barro, saltó a tierra y, arrodillándose, vomitó en la nieve y dio arcadas hasta que no le quedó en el estómago otra cosa que el espasmo.

Temblando, se limpió la boca y se puso en pie agarrándose a la pata de Liath. La yegua inclinó la cabeza y le acarició el rostro con el hocico. Rhiann metió los dedos en sus crines, que el viento había enredado.

A su alrededor, el bosque estaba en silencio.

Regresó a Dunadd sin salir de su aturdimiento, ciega a la belleza del día. El último sol se abría paso y atravesaba la rendija de las nubes, inundando la tierra con rayos sesgados que extendían sobre cada roca y cada rama un velo de oro.

Pero Rhiann no veía. Su furia se había enfriado y transformado en cólera apagada. El hielo corría por sus venas. Eremon podía hacer lo que se le antojara, en realidad, nada lo ligaba a ella. Sus gustos eran cuestionables, pero ¿qué otra cosa podía esperar?

Y sin embargo, mientras se decía todo esto, en el fondo de su cabeza, muy al fondo… se sucedían las imágenes, visiones de una claridad que hubiera deseado junto al estaque sagrado. Y no era el recuerdo del hombre del pelo negro y las uñas sucias, ni la visión de la espalda de Eremon mientras empujaba y empujaba, con las manos sobre los blancos pechos de Aiveen. Eran imágenes de naturaleza mucho más perturbadora. Y no podía apartarlas de su mente por mucho que lo intentara.

Eran las manos de Eremon acariciando a la chica con la misma suavidad con la que acariciaría a una potranca. Los dedos de Eremon deslizándose con ternura sobre la cintura de Aiveen. Los labios de Eremon besando su hombro desnudo con la ligereza con la que una mariposa se posa en una flor.

Rhiann había sentido lo mismo en la Isla Sagrada, con Drust, cuando el muchacho la pintó, pero eso había sucedido hacía mucho tiempo.

Antes de la llegada de la oscuridad.

Capítulo 20

Durante los ritos del Imbolc, las mujeres ofrecían a Brígida, diosa de la estación de las flores, leche de oveja que derramaban en el Add y los primeros barriles de mantequilla que enterraban en los pantanos.

Bajo una llovizna de aguanieve, Eremon hizo formar a los recién llegados en la llanura del río, quería comprobar de qué pasta estaba hecho su ejército. Había muchachos muy jóvenes, de mejillas lampiñas y ojos abiertos como platos que aferraban con fuerza sus arcos; había también guerreros veteranos, con los brazos surcados de cicatrices y una sonrisa cínica; y, por último, había un grupo de hijos de jefes, con mantos bordados y torques de oro, que alzaban la barbilla con gesto altivo. Observaban al erinés y se miraban entre sí con cautela. Todos sabían a qué habían ido. Estaban allí para conocer a Eremon y comunicar a sus padres qué clase de hombre era.

También Eremon se había puesto sus mejores galas y llevaba todos los broches y aros que poseía, y su casco de guerra, el que estaba adornado con una cabeza de jabalí, y su brillante escudo. Y de su cintura colgaba Fragarach, cuya empuñadura brillaba con el resplandor de la nieve.

Manteniéndose en equilibrio sobre el asta del carro de Talorc, explicó sucintamente a todos por qué les había convocado. Les habló de la voracidad de los invasores y exageró sus riquezas. Les dijo que les convertiría en un martillo que caería sobre los romanos con un solo golpe, que acabarían por ser la tribu más fuerte, más valerosa y más célebre de Alba. Que muy pocas generaciones habían tenido, como ellos, la oportunidad de entrar en la gloria, de hacerse un nombre que los bardos entonarían hasta el fin de los tiempos.

Y mientras el viento cruzaba sobre el prado como un cuchillo, los copos se derretían sobre los mantos de piel de oveja y el barro de las botas de cuero se congelaba, Eremon observó que comenzaba a brillar una luz en los ojos de los hombres. Todos asentían y gruñían, y en su interior el caudillo se permitió un suspiro de alivio. Aquellos hombres estarían atentos y vigilantes, sí pero lo acompañarían en el largo camino que quedaba por recorrer. Tenía, en efecto, algún tiempo para ganarse su confianza.

En el preciso momento en que terminaba su discurso, se oyó un grito procedente del vado del río y todas las cabezas se volvieron. Al otro lado de la llanura, apareció un carro a gran velocidad. Tiraban de él un par de caballos negros, que parecían volar a través de la llovizna. El carro saltaba y daba peligrosas sacudidas sobre el suelo lleno de surcos, y el auriga gritaba y fustigaba a sus bellos corceles sin el menor esfuerzo por aminorar la marcha, ni siquiera cuando se aproximaban a la multitud. Los costados de mimbre del carro y sus ruedas de hierro estaban pintados de color escarlata, de manera que, contra el cielo gris y la pálida llanura, semejaba una salpicadura de sangre.

Desde el montículo en el que se encontraba, Eremon observaba el espectáculo con el ceño fruncido. Era imposible viajar en carro con aquel tiempo. Aquél tenía que haber sido transportado, ¡transportado! Quienquiera que fuese, su propietario no pretendía otra cosa que exhibirse.

El carro ejecutó un viraje rápido y cerrado, pero el guerrero que viajaba detrás no perdió pie. Algunos de los presentes tuvieron que apartarse cuando el auriga tiró de las riendas y los caballos se pararon, dejando que sus patas traseras resbalaran sobre la nieve.

Con un ágil movimiento, el guerrero saltó del carro y miró a su alrededor con ojos desafiantes. Debía de tener la misma edad que Eremon, y aunque era más estrecho de hombros que él, era más alto. Tenía los ojos grises, pero destacaba sobre todo por su cabello, rubio como la plata. Llevaba una túnica púrpura de calidad exquisita y una torques retorcida de oro y de bronce. Su manto estaba adornado por las cuatro franjas que identificaban a los hijos de los jefes, pero esta condición era evidente ya en su actitud altanera.

Miró a Eremon.

—¿Eres tú el hijo de Ferdiad?

—Así es. ¿Quién eres tú?

El hombre sonrió con una mirada glacial.

—Soy Lorn, hijo de Bettna. Mi padre es Urben, del Castro del Sol —dijo, y agitó su lanza—. He venido a ayudar a la defensa de mi tribu.

—Te doy las gracias por unirte a nosotros —dijo Eremon.

—Yo te doy
a ti
las gracias por unirte a nosotros —repuso Lorn—. Tu brazo y tu espada son bienvenidos en nuestra lucha contra los perros romanos.

Eremon observó con el rabillo del ojo la reacción de los otros hijos de jefes. No era uniforme. Algunos recibían de buen grado las palabras desafiantes de Lorn y le miraban a él con expectación. Otros observaban al recién llegado con recelo. Eremon recordó la manera de luchar de los perros, en círculo, con las patas tensas y el cuello erguido. Lo normal en cualquier primer encuentro de guerreros jóvenes. Se tranquilizó.

—Eso pensaron vuestros druidas cuando me nombraron caudillo —repuso Eremon. Pero ya había prestado atención más que suficiente al joven gallo y no quería perder la de los hombres cuyos corazones su discurso había empezado a convertir. Volvió a dirigirse a la multitud.

—¡Y no caigáis en el error de pensar que ésta no es mi lucha! ¡Es tanto mía como vuestra! —proclamó—. Soy vuestro compañero de armas, el mismo día que tomé la mano de la Ban Cré, juré ponerme a vuestro servicio. Se acabó eso del «vosotros» y del «yo». ¡Compartiré vuestra comida, sonreiré con vosotros ante las dificultades y, si Manannán así lo quiere, derramaré la misma sangre! ¡No tenemos más que un enemigo, y ese enemigo es el Imperio Romano! ¡Juntos le haremos morder el polvo!

La mayoría de los hombres aullaron y vitorearon y escupieron juramentos contra los romanos, y cuando rompieron filas para volver a la ciudad y asistir a los festejos de bienvenida, bromeaban ya los unos con los otros y se daban palmadas y cachetes. Lorn, por el contrario, se alejó sin que su ira hubiera disminuido un ápice. A su alrededor acudieron como cuervos los hijos de otros jefes.

—Debemos vigilar a ése —murmuró Conaire acercándose a Eremon.

—Sí —repuso el príncipe, que siguió con la vista la cabellera plateada hasta verla desaparecer entre las chozas—. No creo que mis palabras le hagan mella.

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