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Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

La yegua blanca (24 page)

—Mejor —gruñó Conaire—, así tendrá oportunidad de probar mis puños.

Eremon deseaba saber más.

—¿Quién es ese Lorn, el hombre del pelo de plata? —preguntó al día siguiente a Rhiann cuando ésta salía de un cobertizo con un pequeño barril de mantequilla entre las manos.

La epídea ladeó la cabeza, sin mirarle a los ojos.

—¿Lorn? Su clan es el más poderoso después del nuestro…, eso, al menos, cuando el nuestro era poderoso —rectificó.

—¿Y eso significa…?

—Eso significa que él era el pretendiente con más posibilidades de ascender al trono y que su clan tenía puestas muchas esperanzas en que así sucediera.

En las semanas que siguieron, la llanura que se abría al pie del castro resonó con el entrechocar de las espadas y el clamor de los hombres. El camino de carga cobró vida con el paso de los carros de guerra y el aire se llenó de zumbidos y golpes sordos mientras arqueros y lanceros practicaban sobre dianas de cuero.

El ejercicio despertaba el hambre, por lo que Rhiann ordenó excavar en el suelo una hilera de hornos para asar cerdos enteros y construir varias piletas para cocer carne. En todos los hogares había reservado un lugar para cocer pan y los calderos rebosaban de papilla de cebada. La Casa del Rey hedía a sudor y se llenó con las voces de los hombres. Sólo por la noche desaparecían los guerreros, de vuelta a las chozas que les habían asignado en el castro, en la ciudad y en las granjas cercanas.

En medio de tantas armas enaceitadas, reparadas y de reciente forja, y de hombres que iban de un lado a otro con sus corazas tintineantes, a Rhiann le daba la impresión de vivir en un campamento militar. También cuando cerraba los ojos veía el brillo del Sol en la punta de las lanzas que cubrían la llanura. Ni siquiera en la tranquila penumbra de los cobertizos del ganado se libraba del lejano barullo de los guerreros.

Y sin embargo, no soñaba con batallas, ni con hombres armados. Por la noche, una parte más honda de ella emergía y se veía acosada por imágenes muy distintas: Eremon y Aiveen en los bosques, tendidos sobre la nieve, devorándose el uno al otro con urgente necesidad.

Una noche se despertó, viendo todavía la mano morena de Eremon sobre la blanca piel de la chica, oyendo todavía sus gemidos…

En el piso de abajo oyó rumores y ronquidos y a su lado, la respiración profunda y tranquila de un exhausto Eremon. Ella, por el contrario, se desveló completamente, y es que llevaba dándole vueltas a la cabeza muchas horas, incluso durante el sueño. Con la claridad de las ideas que nos sobrevienen en mitad de la noche, comprendió al instante el significado de sus sueños.

¿Cómo puede ser mi esposo un arma en mi mano si no tengo ningún control sobre él? Manteniéndome aislada, pierdo toda oportunidad.

Porque Aiveen no era la única que gozaba de sus atenciones. Pocos días antes, Rhiann había oído a Eremon y a Conaire bromear sobre las conquistas que habían hecho en su reciente visita a uno de los castros del Norte. Cada vez que yacía con una de aquellas mujeres, eran ellas quienes gozaban de la confianza del príncipe.

Yo no puedo llegar tan lejos.

No, en absoluto, pero el propio Eremon le había mostrado el camino al recordarle que era la esposa del caudillo de los epídeos.

Tal vez, sólo tal vez, había sido la Diosa quien, aquel día, en la nieve, la había conducido hasta el risco. En la poza sagrada, Rhiann había solicitado su guía y su orientación. ¿Acaso le había respondido poniendo ante sus ojos aquella escena de lujuria?

Había perdido sus poderes espirituales más profundos y no concebiría ningún hijo, pero tenía otro papel que desempeñar, quizás el único que le quedaba.

No puedo combatir con la espada, pero sí puedo utilizar la cabeza.

Pese al belicoso brillo que alumbraba sus ojos el primer día, en aquella época del año los jóvenes nobles no esperaban dedicarse a otra cosa que cazar, practicar deportes y juegos y divertirse. Bajaban refunfuñando a la llanura, porque aunque el tiempo mejoraba cada día que pasaba, en el momento más inesperado, el Sol podía desaparecer y dejar paso a las tormentas de agua helada que se precipitaban desde las montañas o llegaban desde el mar.

A la menor oportunidad, Lorn hacía oír su voz. Eremon había sido nombrado caudillo y, como tal, no solía pedir opiniones, pero Lorn ponía en duda casi todo: el número de arqueros, el número de espaderos; y aducía que las técnicas de combate de Erín no eran válidas para los guerreros albanos, que llevaban espadas más largas.

Como un moscardón en verano, hostigaba a los hombres sin llegar a rebelarse contra él abiertamente.

Así pues, tras una jornada frustrante en la que los hombres de Lorn habían hecho caso omiso de sus órdenes y roto la formación que les estaba enseñando, la paciencia del erinés llegó a su límite. Había que atajar el problema de inmediato y en el terreno que más le convenía. Evidentemente, Lorn era un hombre muy distinto a él, una persona razonable para quien lo primero era el interés de la tribu. Así pues, no había otra manera.

—¡Hijo de Urben! —bramó Eremon, avanzando a grandes zancadas sobre la llanura—. ¡Te he ordenado que practicases la formación! ¡Hazlo hasta que se convierta en tu segunda piel! ¡Si esto fuera una batalla, estarías muerto!

Lorn miró a Eremon lleno de cólera. El de Erín se había dirigido a él como si fuera un niño.

—¡Si esto fuera una batalla, yo tendría las cabezas de diez enemigos clavadas en mi lanza y tú ninguna!

En las filas de hombres que hacían instrucción, todos se dieron cuenta de que se estaba fraguando una pelea y, de inmediato, dejaron sus armas en el suelo, y se acercaron.

—¡Nos enseñas a luchar como cobardes! —exclamó Lorn, mirando a los hombres como lo habría hecho a un público adepto—. ¡Aquí emplea esta estocada, aquí esta otra, aquí date la vuelta, pon así el escudo! ¡Somos epídeos, luchamos como campeones, con el corazón! —Se golpeó en el pecho—. ¡Cargamos, bailamos, volamos! ¡No nos gusta la formación, nos sentimos como hormigas sin cabeza! ¡Como romanos!

Eremon apoyo la punta de su espada de instrucción en el suelo.

—¡Os enseño a vencer! —exclamó dirigiéndose a Lorn pero para que lo oyeran todos—. Sí, es cierto, nuestros corazones son el fuego de la forja, pero la disciplina romana es el martillo que templa el metal. ¡Podemos aprender lo que los romanos pretenden utilizar frente a nosotros, y volverlo en su contra! Los romanos luchan como un solo animal, cada hombre es parte de una pierna, o de sus garras o de sus fauces. ¡Si queremos derrotarles, debemos movernos como hacen ellos, como si fuéramos uno solo!

Eremon oyó un murmullo, aunque no supo si era de apoyo o de reprobación. Empezó a andar en círculos en torno a Lorn.

—¡Y tú, hijo de Urben! ¡Soy yo quien manda aquí, por exaltada que sea la sangre que corre por tus venas! ¡Obedecerás mis órdenes o, por los dioses, te expulsaré de este ejército y te enviaré de vuelta a casa de tu padre con el rabo entre las piernas!

Con un bramido, Lorn tiró su espada y saltó sobre Eremon, derribándolo al suelo. Al sentir en la cara el gélido barro, Eremon se sintió eufórico. Por fin podía dar rienda suelta a toda la rabia acumulada. Bramando a su vez, se tiró sobre Lorn, derribándole, y, tras sentarse sobre su pecho, le propinó un puñetazo en la mandíbula. En torno a ellos, los hombres rugían, con vítores y aullidos. Por el rabillo del ojo, Eremon vio cómo Conaire los contenía extendiendo sus poderosos brazos para dejar espacio a los contendientes.

Pese a ello, tres hombres del grupo de Lorn se precipitaron sobre la espalda de Eremon, aporreándole en el rostro. El impacto contra el suelo le dejó sin aire. De pronto, estuvo debajo de varios guerreros y, sin que lo viera venir, Lorn le propinó un puñetazo en la sien.

Vio las estrellas y, por un momento, se hizo para él la oscuridad. Al instante, desde alguna parte, elevándose por encima de los de los demás hombres, se oyó un grito sobrenatural. Era Conaire, que embistió con la fuerza de un toro. Eremon oyó los quejidos a medida que Conaire se iba deshaciendo de los hombres que le habían atacado, que iban cayendo al suelo con un golpe sordo parecido a un martillazo. Sintió que el peso que le aplastaba se iba aligerando. Hasta que encima de él sólo quedó Lorn, que se puso de rodillas sobre él.

Lorn tenía un corte en un ojo y a Eremon le caía la sangre en la cara.

—¡Ríndete! —gritó el hombre del cabello de plata, apretando con ambas manos la garganta de Eremon—. ¡Hijo de la zorra de Erín!

—Cuidado con lo que dices, muñeco —replicó Eremon y, girando el cuerpo y levantando la pierna, consiguió dar a su adversario un rodillazo en la ingle. Los jóvenes epídeos aullaron de nuevo, esta vez de dolor. Aprovechando la ventaja, Eremon empujó a Lorn con todas sus fuerzas y los dos rodaron sobre el barro. Allí, el erinés echó hacia atrás el brazo y le asestó un puñetazo a Lorn en la boca. Volvió a salpicar la sangre.

Ambos contrincantes se pusieron en pie a duras penas, pero Lorn no estaba acabado. Flexionó ambas piernas y se agachó ligeramente, adoptando la postura de los luchadores.
¡Ah, así que te gusta jugar!,
se dijo Eremon, poniéndose él también en guardia. Durante unos instantes, ambos se quedaron inmóviles.

Eremon contaba con una ventaja que Lorn desconocía. Desde la infancia, su adversario en la lucha había sido Conaire, y para vencer a alguien tan grande como él de poco valía la fuerza bruta. Había que recurrir al ingenio.

Así pues, su ojo detectó la tensión de las piernas de su adversario una fracción de segundo antes de que saltara y cuando el guerrero epídeo impactó sobre su pecho, el erinés ya estaba cayendo. Los dos rodaron hacia atrás y Eremon aprovechó el impulso de la acometida para sentarse a horcajadas sobre su adversario, sujetándole ambos brazos con las rodillas.

—¿Y tú? ¿Te rindes?

Lorn lo miró con una furia palpable. Durante un largo momento se mantuvieron la mirada y ahora fue la sangre de Eremon la que goteó sobre la mandíbula de Lorn. Finalmente, Lorn bajó los ojos. El erinés le soltó y se puso en pie.

Esforzándose por no parpadear, Eremon se limpió el barro de la cara. Después de mover la mandíbula para comprobar que no la tenía rota, respiró hondo.

—Y ahora, quiero que todos volváis a intentar esa formación.

A su espalda, Lorn se levantó a duras penas.

—No.

Eremon se volvió. Lorn tenía sangre en la ceja y un ojo hinchado, pero nada había cambiado en su porte altanero.

—¡No pienso quedarme aquí para que me conviertan en un romano! —dijo, escupiendo sangre y saliva—. Soy un príncipe epídeo y lucharé como luchaban mis padres. ¡De hombre a hombre! ¡Llevado por la furia y el fragor de la batalla! ¡Y no en bonitas líneas, pensando en cada movimiento como una pandilla de druidas quejumbrosos!

Eremon seguía en pie, sin dejar que las palabras le afectaran. Posiblemente no fuera aquélla la última vez que tendría que hacer frente a tales acusaciones. No podía cambiar en una luna una mentalidad consolidada durante varias generaciones.

—Necesitamos todos los brazos con los que podamos contar, hijo de Urben —dijo, con serenidad—. Los epídeos nos necesitan unidos.

Lorn vaciló por un momento, pero luego su mirada se endureció.

—Presto mejor servicio a mi tribu negándome a seguir a un
gael
y a luchar como un cobarde.

Dio media vuelta y cruzó la llanura en dirección a la empalizada. Sus partidarios le siguieron sin siquiera mirar hacia atrás. Los demás hombres del clan de Lorn estaban confusos y miraban alternativamente a Eremon y a Lorn, pero al cabo de unos segundos y uno por uno, también ellos arrojaron sus espadas de instrucción y siguieron los pasos del hijo de su jefe.

Poco después, Eremon oyó el retumbar de unos cascos en el camino del Sur y vislumbró el brillo de las lanzas. Lorn y sus hombres se marchaban de Dunadd.

—En fin —dijo Eremon a Conaire—, cincuenta hombres menos. Tendremos que pedir más a los otros clanes.

Cuando los últimos rayos del sol se reflejaban en la cabeza plateada, que desapareció por el camino embarrado, Eremon suspiró.
Su coraje haría de él un magnífico jefe. Pero sólo puede haber uno.

Aquella noche a última hora, mientras Eremon se devanaba los sesos sobre el tablero de
fidchell,
llegó, desde uno de los puestos avanzados, un explorador agotado después de una larga cabalgada. Traía, aparte de la cara salpicada de barro, muy malas noticias.

Los romanos estaban en marcha.

Aunque no habían abandonado el campamento grande, numerosas partidas de soldados habían cruzado el Forth y, lo que era aún peor, estaban construyendo lo que parecían acuartelamientos permanentes.

—Más pequeños que los campamentos, mi señor —informó el explorador—, pero de madera, con fosos y empalizadas… —No supo precisar más.

Una vez enviaron al explorador a comer y descansar, un silencio extraño invadió la Casa del Rey. Los hombres dejaron de reír, Conaire y Eremon se olvidaron de la partida y Rhiann y Brica continuaron cosiendo, pero sin decir una palabra.

—¡Dioses! —exclamó Eremon, dándose un puñetazo en la mano. A continuación se levantó y comenzó a dar vueltas en torno al hogar—. No pienso quedarme aquí sentado como un pato en un pantano, ¡esperando a que los romanos me claven una flecha! Tengo que averiguarlo que pretenden y cuándo vendrán por nosotros.

Capítulo 21

—Podemos incrementar el número de exploradores —propuso Finan.

—Ni siquiera así los veríamos antes de tenerlos delante de las narices. Necesitamos más información. ¡Necesito más información!

—Podríamos ir a las tierras de los venicones —sugirió Conaire—, apresar a un soldado y hacerle hablar.

Eremon se rascó la cabeza.

—Los romanos no se aventuran solos por ahí, hermano. Y no podemos acercarnos directamente a sus líneas.

Volvieron a sumirse en el silencio, que Rhiann interrumpió, saliendo de la penumbra.

—¿Y si
atravesamos
sus líneas?

Veinte pares de ojos se fijaron en ella: todos expresaban sorpresa, pero ninguno más que los de Eremon. Rhiann jamás se había dirigido a sus hombres tan abiertamente y menos para hablar de cuestiones militares.

Con el cabello suelto, un vestido de lana verde y su actitud modesta, Rhiann parecía muy joven. Eremon la miró directamente a los ojos, pero lo que vio en ellos no fue juventud, sino cálculo.

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