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Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

La yegua blanca (25 page)

—Ninguno de vosotros tiene tatuajes azules, así que podéis pasar por britanos del Sur.

Eremon advirtió el interés de sus hombres.

—Tus hombres pueden atravesar las tierras del Sur, y yo también. Pueden hacerse pasar por mi escolta.

—¿Para ir adónde? —preguntó Eremon—. En calidad de viajeros sin destino pasaríamos tan poco desapercibidos como si lleváramos las señales de los albanos en la cara. Tu propuesta no es ninguna aventura, sino una idea muy peligrosa.

Rhiann le miró con fuego en los ojos.

—Una de mis primas vive con los votadinos, en el Castro del Árbol, en la costa Este. No la he visto desde hace muchos años, pero estoy segura de que me acogerá encantada. Los romanos ya han conquistado las tierras de los votadinos, por lo que éstos tendrán más información sobre ellos y quizá conozcan sus intenciones, con cuántas tropas cuentan…

No funcionará. —Eremon sabía que estaba siendo demasiado tajante, pero la princesa le había tratado con la más absoluta indiferencia durante varias lunas, y ahora ahí estaba, metiendo las narices en asuntos de guerra—. Nos acercaremos a sus líneas desde territorio enemigo…, no funcionará-sentenció, y dio media vuelta, dándole la espalda a su esposa.



funcionará —insistió Rhiann, poniéndose delante de Eremon.

Los hombres se miraban entre sí con los ojos muy abiertos. Acto seguido, Rhiann cogió una rama que se había caído del hogar y empezó a trazar rayas en el suelo, a los pies de Eremon. Perplejo, el príncipe la miró por un momento antes de agachar la mirada y fijarse en el tosco mapa que cobraba forma a la luz del fuego.

—Tenemos que bajar en barco desde este lago hasta el mar. A continuación, tenemos que desembarcar aquí, en la costa Oeste, por debajo del río Clutha. Según nuestras informaciones, este punto está al Sur de la línea romana. Una vez aquí, debemos ascender por los valles que discurren hacia el Oeste desde las tierras altas…, por aquí…, y aproximarnos al castro de mi prima por el Sur, desde territorios que los romanos ya han conquistado. —Rhiann soltó el palo, se limpió el hollín de las manos y dirigió a Eremon una mirada desafiante—. Yo puedo pasar por una noble de las tierras bajas que viaja al Norte para visitar a su familia con motivo de la fiesta de Beltane, por ejemplo. Ésa sería una buena excusa —dijo, y miró a todos los presentes—. Con una escolta poco numerosa, podemos conseguirlo.

Eremon guardaba silencio, resuelto a no entablar una discusión absurda con su esposa delante de sus hombres. Y sin embargo, tras escuchar el plan, tenía que admitir que, en efecto, podía funcionar. Era arriesgado…, pero era también el tipo de maniobra capaz de impresionar a los epídeos. Si tenía éxito, él adquiriría más poder y los guerreros recién reclutados le tendrían un enorme respeto. Por otra parte, quedarse sentado brazo sobre brazo era igualmente arriesgado…, no, más arriesgado aún. Ojalá se le hubiera ocurrido a él el plan. Miró a Conaire y le transmitió un mensaje sin palabras.

—Me parece una buena idea —declaró Conaire, como si pretendiera convencerle—. Sabemos que los romanos atravesaron esas tierras muy deprisa, de manera que, en estos momentos, deben de estar en paz. Una escolta reducida sin tatuajes albanos…, como tú has dicho, señora…, despertará pocas sospechas.

—Os olvidáis de algo —dijo Eremon, cruzándose de brazos—. Es cierto que los romanos atravesaron esas tierras muy deprisa, pero eso quiere decir que las tribus simpatizan con ellos. ¿De qué otro modo es posible que las águilas no hayan encontrado mayor resistencia?

—Es posible que sea verdad lo que dices —repuso Rhiann rápidamente—, pero nunca sabremos lo que en realidad ocurrió si no vamos. Tal vez los votadinos cedieran para salvar la vida. Por otro lado, mi prima pertenece a la Hermandad y nos apoyará, sin importar las traiciones que hayan cometido los hombres de su tribu.

Eremon volvió a callar. Pese a sus recelos, lo que proponía su esposa era interesante y suscitaba su curiosidad y su intriga.

Rhiann se dirigió a él directamente.

—¿No te das cuenta? Es el único modo de conseguir la información que necesitas. El plan es perfecto. En lugar de discutir conmigo, deberías darme las gracias.

Eremon se dio cuenta de que Finan y Colum reprimían una sonrisa. Por su parte, Conaire torcía la boca sin disimulo. Rori miraba a Eremon y a Rhiann con los ojos como platos.

—A pesar del peligro, el plan tiene muchas posibilidades, hermano —admitió Conaire; y con mayor seriedad agregó—: Los romanos apenas prestarán atención a un grupo de hombres ligeramente armados y encabezado por una mujer.

—Bueno —dijo Eremon por fin, dejándose convencer por Conaire—. No podemos seguir aquí sentados, esperando a que el cerco se cierre. Debemos entrar en acción. Por el bien de los epídeos, yo digo: adelante —declaró, dedicándole a Rhiann una sonrisa magnánima. Ella frunció el ceño. Cada uno de los poros de su piel transpiraba irritación.

Perfecto,
se dijo Eremon.
Eso te enseñará quién manda en este ejército, señora.

—Rori, Colum, Fergus y Angus vendrán con nosotros —ordenó—. Finan se quedará aquí y continuará con la instrucción. Sea lo que sea lo que descubramos durante el viaje, quiero que los hombres hayan adquirido alguna disciplina antes de que llegue la estación del sol. Ni siquiera sé si contamos con tanto tiempo.

Rhiann había conseguido imponerse a su marido, pero el Consejo de ancianos reaccionó con horror al conocer su plan. Tharan, el más anciano, lo tachó de locura y Talorc se mostró anormalmente implacable en su negativa a dejarla marchar.

—Señora —adujo Belen, nuestra Ban Cré no debe andar viajando por las montañas y mucho menos integrada en una expedición tan peligrosa. Nuestra Ban Cré debe estar aquí… —se interrumpió, pero Rhiann no dejó de observar cómo miraba su vientre.

En efecto, las murmuraciones ya habían comenzado, y es que llevaba seis lunas casada y aún no había señales de embarazo. Lo cual era para ella otro motivo para formar parte de aquel viaje. La preocupación por los romanos evitaría que el Consejo estuviera demasiado pendiente de ella. Al menos por algún tiempo.

Miró a Eremon, que intervino cordialmente para decir que sus hombres y él podrían cumplir con los objetivos de la misión sin ella y que, en realidad, preferían que no les acompañase. Al oír esto, Rhiann tuvo que hacer grandes esfuerzos para no borrarle de una bofetada su sonrisa de tonto.

Finalmente, obtuvo ayuda en donde menos la esperaba.

La reunión se celebró en el altar porque el día era despejado y el aire insinuaba la calidez de la estación venidera. A la sombra de las columnas, al acecho, se sentaba Gelert. El gran druida defendió su marcha.

—En mi opinión, la Ban Cré está en lo cierto: los romanos no la tocarán. No cuentan con hombres suficientes para mantener la paz por sí solos y confían en la adhesión de los jefes locales, a quienes sobornan con vino y aceite. Cuando se sienten seguros en un territorio, vuelven a avanzar. Por este motivo, el príncipe y su esposa encontrarán pocos soldados romanos en las tierras conquistadas. Y su condición nobiliaria les protegerá entre las tribus. Ella debe ir.

—¿Tú… tú apoyas esta aventura, gran druida? —Belen estaba atónito.

—Desde luego —dijo Gelert, y dio un paso adelante. Su túnica y sus cabellos blancos eran cegadores bajo el sol de la mañana—. Los romanos continuarán avanzando y acabarán por matar a nuestros niños en sus cunas. Debemos hacer algo para evitarlo. —Su voz se elevó hasta adquirir el tono autoritario de un pronunciamiento—. ¡Los dioses exigen sangre romana! ¡Hemos de entregársela o saciarán su ira con nuestra propia sangre!

Esta proclama no tuvo ningún efecto en Rhiann, que, sin embargo, pudo observar que el temor se apoderaba de los ancianos.

—¿Los dioses desean que la dejemos marchar? —preguntó Talorc con aspereza, sin duda para ocultar su inquietud.

Gelert se volvió y abrió los brazos ante el altar. Su túnica se extendió a ambos lados como unas alas y el sol se filtró a través de la fina lana.

—Ellos hablan conmigo —dijo, con tono sibilante—. Hablan conmigo en el fuego. ¡Y me han dicho que este viaje será la salvación de nuestra tribu! —Se volvió otra vez. La túnica ondeó en el aire y cayó inmóvil sobre su cuerpo—. La Ban Cré debe cumplir con su deber y el príncipe ser fiel a su juramento. He dicho.

Las palabras de Gelert acabaron con las resistencias del Consejo, y los ancianos votaron en favor de la expedición cuando el Sol llegó a lo más alto.

Tras dejar el altar, Rhiann se detuvo y miró a Gelert de reojo. El druida esbozaba una sonrisa torva, pero inconfundiblemente triunfal.

Nada había dicho de su seguridad.

Capítulo 22

Brote de la hoja, 80 d. C.

Lejos de allí, en el extremo septentrional de Alba, en las islas Orcadas, un monarca se sentaba solo, meditabundo y a oscuras. El viento soplaba sobre su palacio con un ulular constante, como había sucedido durante toda la larga oscuridad. Provenía del Norte, cruzaba los páramos y azotaba su castro.

Como todos los habitantes de las Orcadas, este rey tenía una mata greñuda de cabello oscuro y ojos negros, pero cuando sus súbditos se acercaban a él observaban en su semblante otra clase de negrura. El fuego de sus ojos ardía sin calor. Tenía el volumen de un toro, y en torno a sus hombros lucía la piel de un gran oso blanco que había deambulado por las islas heladas del lejano Norte.

Este monarca era poderoso y gobernaba todas las islas y muchas leguas de continente con puño de hierro, pero esto no le bastaba.

Le parecía, mientras permanecía sentado en su lóbrego palacio, iluminado únicamente por una antorcha y una hoguera humeantes, que no era poderoso en absoluto. Ansiaba los valles cálidos del otro lado del mar, los altos bosques y los exuberantes pastos, y también las ricas ganancias de las rutas comerciales.

Cerró el puño que apoyaba en el regazo y clavó los ojos en el sucio resplandor del fuego. Él, Maelchon, hijo de reinas, vivía olvidado en los confines del mundo, condenado a recoger las migajas que caían de las mesas de las altas y poderosas tribus de Alba como si fuera el perro de un esclavo. Cómo no pensar en ese rey caledonio, Calgaco, un advenedizo arrogante que alardeaba sobre todos los demás, exhibiendo sus joyas y sus caballos y su ganado…

Maelchon se removió en el trono, se colocó el cinturón y esbozó una sonrisa. Todos iban a llevarse una gran sorpresa. Muy pronto nadie, ni súbdito ni rey, volvería a mirarle sino con temor y asombro.

Este pensamiento desencadenó una oleada de calor ya familiar en su entrepierna. Cuando consideraba sus planes, le costaba estarse quieto. Pero debía esperar, llevarlos a la práctica con paciencia, para que nada saliera mal. Era difícil, muy difícil mantener la calma. No era ésta su naturaleza.

La excitación de Maelchon empezó a notarse en sus pantalones, así que tuvo que levantarse y caminar. La lentitud, la necesaria lentitud de sus planes acabaría por volverle loco. Podía llamar a su esposa, digna de lástima por tantas cosas, pero útil para alguna que otra… o podía llamar a su druida e ir a ver su
broch
[12]
.

Se fijó en la tenue rendija de luz que dejaba la tela enmohecida de la puerta y le hizo una seña al guardia que estaba apostado a espaldas del trono, en la oscuridad. A juzgar por aquella luz, tenía, al parecer, tiempo para ambas cosas. Poco más había que hacer en aquella tierra desolada y maldita.

Corno de costumbre, Kelturan, el druida, no tardó en llegar. Era alto y delgado, y tenía el rostro cetrino y la cabellera escasa. A sus ojos hundidos apenas se les escapaba nada. Llevaba un cayado de roble como símbolo de su rango, que, en realidad, era la misma vara vieja de sus días de juventud. Ningún árbol de alcurnia crecía en las islas, sólo serbales recios pero raquíticos, los únicos capaces de resistir los interminables vientos.

—Querrás, supongo, que volvamos a organizar las cuadrillas otra vez, señor.

Maelchon sonrió. El druida, una vez más, le había leído el pensamiento. Esta habilidad era, en realidad, la razón de que le mantuviera a su lado. Ninguna otra.

—En efecto. He oído que el rey de los caledonios está considerando la posibilidad de plantar cara al invasor romano. Un cambio flota en el viento, Kelturan. Se avecinan días inestables —dijo, y tomó un sorbo de cerveza, mirando con desagrado su copa de hueso de ballena. ¿Dónde estaban las copas de oro, los cuernos con adornos de bronce y las joyas? Conocía bien la respuesta: retenidos por hombres como Calgaco en los castros de las tierras bajas.

—Sería mucho mejor resguardarse tras gruesas murallas de piedra —dijo Kelturan, pese a que, al igual que Maelchon, sabía que las islas siempre habían sido protección suficiente—. Mañana reuniré a las cuadrillas.

—Quiero ir ahora mismo —dijo Maelchon. Sabía que el druida pensaba en el viento, que no dejaba de soplar. Pero cuando Kelturan le miró a los ojos, cualquier atisbo de protesta había desaparecido. Así debía ser.

—Sí, mi señor. Si me lo permites, iré por mi manto.

—Vendrás conmigo ahora.

—Sí, mi señor.

Salieron del palacio a la aldea fría, húmeda y pestilente, bañada por la luz triste que dejaban traslucir unas nubes cargadas. Más por apariencia que por necesidad, dos guardias seguían a Maelchon. Allí, en sus dominios, no temía ningún ataque. Sus súbditos carecían de carácter. A su paso, hacían una reverencia sumisa y se escabullían entre las pocas casas que descendían hasta la playa.

Allí, erigiéndose sobre la orilla como un risco lúgubre y gris, estaba el esqueleto de una torre redonda cuatro veces más alta que una casa y con muros gruesos como la altura de un hombre. Estaba casi acabada salvo por una ancha abertura, pero todavía no tenía tejado. A través de esa abertura podían verse con claridad las escaleras y galerías que conducían del suelo a las dos plantas superiores. Pronto llegaría del continente la madera necesaria para los suelos. Esa madera le había costado a Maelchon más que ninguna otra cosa que hubiera adquirido en su vida. Pero eso poco importaba.

Los recios muros de la torre, su adusta altura, hablaban del poder de Maelchon. Proclamaban que no era ningún rey de provincias a quien ignorar, de quien hacer befa. Y cuando su plan se completase, tendría también el oro y las joyas y los enseres que adornarían y amueblarían la torre con ricas decoraciones, convirtiéndola en una residencia real capaz de rivalizar con cualquier palacio de Alba, Allí, se sentaría en su majestad y reuniría a todos los príncipes de Alba y los deslumbraría. Y algún día, después de cruzar al continente, se apoderaría de todas las tierras hasta el Forth: las tierras de los caledonios, las tierras de los texalios, las tierras de los vacomagos. Y tendría la esposa que quisiera, con la sangre del más elevado linaje.

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