Las amenazas de nuestro mundo (54 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia, Ensayo

Se especula sobre la existencia de un corto período de invernadero suave, que dio unos resultados decisivos en la Tierra durante el pasado. Hace aproximadamente setenta y cinco millones de años, unos estratos tectónicos alteraron la corteza terrestre, de tal modo que quedaron secos algunos mares de poca profundidad. Dichos mares eran especialmente ricos en algas que absorbían el dióxido de carbono del aire. Al desaparecer los mares de poca profundidad, disminuyó la cantidad de algas marinas, y decreció también la absorción de dióxido de carbono. Por consiguiente, aumentó el contenido atmosférico de dióxido de carbono y la Tierra se calentó.

Los grandes animales pierden el calor corporal con menos facilidad que los pequeños, y tienen mayor dificultad también en mantenerse frescos. Especialmente las células de esperma, muy sensibles al calor, pudieron resultar lesionadas durante ese período, con la consiguiente pérdida de fertilidad de los animales de tamaño grande. Quizás fue ése el motivo de la extinción de los dinosaurios.

¿Nos espera, quizás, un destino parecido, o peor, provocado por nosotros mismos?

En casos similares he tenido confianza en que los avances de la tecnología nos ayudarían a alejar o evitar la catástrofe. Imaginemos que la Humanidad puede intervenir en la atmósfera para eliminar el exceso de dióxido de carbono. Sin embargo, si se produce el efecto desbocado de invernadero, es probable que (al contrario de las catástrofes involucradas en una futura era glacial o un sol en expansión) se presente tan pronto que resulte difícil imaginar que nuestra tecnología progrese con la rapidez suficiente para poder salvarnos.

Ante esta perspectiva, es posible que los proyectos para encontrar nuevos yacimientos de petróleo, o para remplazar el petróleo por aceite de esquistos o carbón, sean cuestiones sin una importancia práctica; es posible que exista un límite bien definido de hasta dónde se puede llegar en el consumo de combustible fósil o de cualquier otro tipo y procedencia, sin correr el riesgo de una catástrofe de invernadero. ¿Quedarán otras alternativas o sólo nos queda aguardar desesperadamente que la civilización se destruya de una u otra manera durante el próximo siglo?

Quedan alternativas. Quedan las antiguas fuentes de energía que la Humanidad ya conocía antes de que los combustibles fósiles entraran en escena. Poseemos la energía de nuestros músculos y de los músculos de los animales. Hay el viento, que mueve el agua, las mareas, el calor interno de la Tierra, la madera. Todas estas fuentes de energía no son contaminantes, y sí, en cambio, renovables e inagotables, pudiendo ser utilizadas, además, de un modo más sofisticado que en los viejos tiempos.

Por ejemplo, no es necesario que derribemos alocadamente los árboles para aprovechar el calor que proporcione su leña o para manufacturar carbón de leña con destino a la fabricación de acero. Podríamos plantar cultivos especiales rápidos en su absorción de dióxido de carbono con el que fabrican su propio tejido («biomasa»). Estos cultivos podrían quemarse directamente, o, mejor todavía, cultivar variedades especiales de las que extraer aceite inflamable o bien hacerlas fermentar para extraer el alcohol. Semejante tipo de combustibles producidos de modo natural pueden hacer funcionar nuestros automóviles y fábricas del futuro.

La gran ventaja de los combustibles producto de cultivos es que no añaden de manera permanente dióxido de carbono al aire. El combustible es producido por un dióxido de carbono que ha sido absorbido previamente, hará meses o años, y que simplemente se devuelve a la atmósfera de la que se extrajo en fecha reciente.

También podrían construirse molinos de viento o su equivalente, con un rendimiento mucho más eficaz que el de las estructuras medievales que los inspiraron, y que aprovecharan mucho más la energía del viento.

Antiguamente, las mareas se aprovechaban tan sólo para hacer salir los navíos de los puertos. Ahora, durante la marea alta pueden llenarse depósitos que, al bajar el nivel del agua, pueden hacer funcionar una turbina que produzca electricidad. En las zonas en donde el calor interno de la Tierra se encuentra cerca de la superficie, se podría acumular aprovechándolo para producir un vapor que hiciera funcionar una turbina y generar electricidad. Incluso se han hecho sugerencias sobre el aprovechamiento de la diferencia de temperatura entre el agua de la superficie y la de las profundidades de los océanos tropicales, o la energía constante del movimiento de las olas, para generar electricidad.

Todas estas formas de energía son, en toda su amplitud y extensión, seguras y eternas. No producen contaminación peligrosa, y siempre se renovarán mientras la Tierra y el Sol perduren.

Sin embargo, no son abundantes. Es decir, por sí solas, ni todas juntas, son capaces de cubrir todas las necesidades de energía de la Humanidad, como, por ejemplo, han satisfecho durante los dos últimos siglos el petróleo y el carbón. Esto no significa que no sean importantes. Por una parte, cada una de ellas puede, en un tiempo y lugar determinados, y con un fin específico, ser la forma más conveniente de obtener energía. Y todas ellas juntas pueden servir para alargar el uso de los combustibles fósiles.

Disponiendo de todas estas otras formas de energía, la quema de combustibles fósiles puede continuar en una proporción que no exceda el peligro del clima durante largo tiempo. Mientras tanto, puede desarrollarse alguna forma de energía que sea segura, eterna y abundante.

La primera pregunta es: ¿Existe una energía que reúna semejantes características? La respuesta es: Sí, existe.

Energía: abundante

Solamente cinco años después del descubrimiento de la radiactividad, en 1896, por el físico francés Antoine Henri Becquerel (1852-1908), Pierre Curie midió el calor emitido por el radio al descomponerse. Fue la primera indicación de que el átomo contenía una enorme capacidad energética cuya existencia, hasta aquel momento, nadie había sospechado.

Casi al instante la gente comenzó a especular sobre las posibilidades de controlar esa energía. El escritor inglés de ciencia-ficción, H. G. Wells, incluso especuló sobre la posible existencia de lo que él llamó «bombas atómicas» casi tan pronto como el descubrimiento de Curie fue anunciado.

Sin embargo, se comprobó que para que esta energía atómica se desprendiera (o, hablando en términos más adecuados, «energía nuclear» pues era la energía lo que mantenía unido el núcleo atómico y no involucraba a los electrones exteriores que eran la base de las reacciones químicas), primero tenía que pasar a los átomos. El átomo debía ser bombardeado con partículas energéticas subatómicas cargadas positivamente. Un pequeño grupo entre ellas chocaba contra el núcleo, y de este pequeño grupo, algunas partículas conseguían vencer el rechazo del núcleo cargado positivamente, alterando lo bastante su contenido para provocar un desprendimiento de energía. El resultado fue que la energía utilizada para bombardear era superior a la energía que podía extraerse y el proyecto de controlar la energía nuclear se convirtió en un sueño irrealizable.

Sin embargo, en 1932, James Chadwick (1891-1974), descubrió una nueva partícula subatómica. Al carecer de carga eléctrica, Chadwick la llamó «neutrón», y a causa de esa carencia, la partícula podía acercarse al núcleo atómico cargado eléctricamente, sin ser rechazado. Por tanto, no se requería mucha energía para que un neutrón chocara y entrara en un núcleo atómico.

Muy pronto, el neutrón se convirtió en una «bala» subatómica favorita, y en 1934, el físico italiano Enrico Fermi (1901-1954) bombardeó átomos con neutrones con el propósito de convertirles en átomos con un elemento más en la lista. El uranio era el elemento 92, el que ocupaba el lugar más alto. No se conocía un elemento 93, y Fermi bombardeó también el uranio en un esfuerzo por formar el elemento desconocido.

Los resultados fueron confusos. Otros físicos repitieron el experimento intentando sacar algo en claro, sobre todo el físico alemán Otto Hahn (1879-1968) y su colaboradora austriaca Lise Meitner (1878-1968). Fue Meitner quien se dio cuenta, a finales de 1938, de que el átomo de uranio, al recibir el choque de un neutrón, se dividía en dos («fisión del uranio»).

En aquella época, Lise Meitner estaba exiliada en Suecia, pues como era judía había tenido que abandonar la Alemania nazi. Confió sus ideas al físico danés Niels Bohr (1885-1962), a principios de 1939, y éste las llevó a Estados Unidos.

El físico húngaro-americano Leo Szilard (1898-1964) valoró la importancia del descubrimiento. El átomo de uranio, al desintegrarse, liberaba una gran cantidad de energía para un átomo simple, energía muy superior comparada con la pequeña cantidad del neutrón de movimiento lento que lo había golpeado. Además, el átomo de uranio, al desintegrarse, desencadenaba dos o tres neutrones, cada uno de los cuales podía chocar contra un átomo de uranio que a su vez se dividiría, liberando dos o tres neutrones, cada uno de los cuales podía golpear un átomo de uranio, y así sucesivamente.

En una pequeña fracción de segundo, la «reacción en cadena» resultante podía provocar una enorme explosión causada simplemente por ese neutrón inicial que podía estar errando por el aire sin que nadie se hubiese molestado en colocarlo allí.

Leo Szilard convenció a los científicos americanos para que no revelasen los avances en la investigación (Alemania estaba a punto de declarar la guerra contra el mundo civilizado) y convenció al presidente Roosevelt, por medio de una carta escrita por Albert Einstein, para que apoyara la investigación. Antes de terminar la Segunda Guerra Mundial, se habían fabricado tres bombas de fisión de uranio. Una de ellas fue experimentada en Alamogordo, Nuevo México, el 16 de julio de 1945, y el resultado constituyó un éxito. Las otras dos fueron lanzadas sobre el Japón.

Entretanto, los científicos idearon un sistema para controlar la fisión del uranio. Se permitía que la fisión llegara hasta cierto nivel de seguridad, en el que podía mantenerse indefinidamente. Con ello se lograba desarrollar un calor igual al obtenido hasta entonces por el carbón encendido o el petróleo, y producir electricidad.

En la década de los cincuenta, se establecieron en Estados Unidos, Gran Bretaña y la Unión Soviética, instalaciones productoras de electricidad por medio de la fisión del uranio. A partir de entonces, en muchas naciones se han multiplicado los «reactores de fisión nuclear», contribuyendo sustancialmente a satisfacer las necesidades mundiales de energía.

Estos reactores de energía nuclear presentan cierto número de ventajas. Por una parte, peso por peso, el uranio produce mucho más energía que la combustión de carbón o petróleo. De hecho, aunque el uranio no sea un metal ordinario, se estima que las reservas existentes mundiales, producirán de diez a cien veces más energía que las reservas de combustible fósil.

Una de las razones por las cuales no puede extraerse mayor provecho del uranio es que existen dos variedades, y únicamente una de ellas se desintegra. Las variedades son Uranio-238 y Uranio-235 y sólo el Uranio-235 se desintegra bajo el bombardeo de los neutrones lentos. El Uranio-235 constituye únicamente un 0,7 % del uranio localizado en la Naturaleza.

Sin embargo, es posible diseñar un reactor nuclear de modo que los núcleos desintegrantes queden rodeados por Uranio-238 o un metal similar, el torio-232. Los neutrones que escapan del núcleo golpearán los átomos de uranio y torio, y aunque no logren desintegrarlos, los transformarán en otros tipos de átomo, que, en las condiciones adecuadas, se desintegran. Un reactor de este tipo crea combustible en la forma de plutonio-239 o uranio-233 fisionables, mientras que el combustible original, uranio-235, se consume lentamente. De hecho, crea más combustible del que consume, y, en consecuencia, es llamado reactor nodriza, productor.

Hasta ahora, casi ninguno de los reactores de fisión nuclear en funcionamiento, ha sido de este tipo (nodriza), pero se construyeron algunos ya en 1951, y puede continuarse su fabricación. Con el uso de reactores nodriza, todo el uranio y el torio pueden ser fisionados y productores de energía. De esta manera, la Humanidad dispondrá de una fuente de energía por lo menos tres mil veces superior a todas las reservas de combustible fósil.

Utilizando reactores ordinarios de fisión nuclear, la Humanidad dispondrá de un almacenamiento de energía que durará algunos siglos, persistiendo los actuales promedios de consumo. Con los reactores nodriza, el almacenamiento de energía durará centenares de miles de años, tiempo suficiente para que se desarrolle un sistema mucho mejor antes de que se agote el disponible. Y lo que es más todavía, los reactores de fisión nuclear, ya sean del tipo corriente o nodrizas, no producen dióxido de carbono ni contaminación química del aire.

Con estas ventajas presentes, ¿cuáles pueden ser los inconvenientes? Para empezar, el uranio y el torio están muy diseminados por la corteza terrestre y son difíciles de hallar y concentrar. Es posible que únicamente pueda utilizarse una pequeña fracción del uranio y del torio que existen. En segundo lugar, los reactores de fisión nuclear son unas grandes máquinas muy costosas, difíciles de mantener y reparar. Tercero, y lo más importante, los reactores de fisión nuclear introducen una nueva forma de contaminación, especialmente mortífera: la radiación nuclear.

Cuando el átomo de uranio se fisiona, produce una serie completa de pequeños átomos que son radiactivos, mucho más intensamente radiactivos que el propio uranio. Esta radiactividad excede del nivel de seguridad muy lentamente, y en el caso de algunas variedades, tan sólo después de haber transcurrido millares de años. Esta «ceniza radiactiva» es sumamente peligrosa, ya que su radiación puede matar con igual seguridad que una bomba nuclear, aunque de manera mucho más insidiosa. Si las necesidades de energía de la Humanidad fuesen atendidas exclusivamente por los reactores de fisión, la cantidad de radiactividad presente en la ceniza que cada año se produciría, equivaldría a millones de explosiones de bombas de fisión nuclear.

La ceniza radiactiva ha de almacenarse en algún lugar seguro, de manera que no se filtre en el ambiente durante millares de años. Puede almacenarse en depósitos de acero inoxidable, o bien mezclarse con vidrio fundido que se congela después. Los depósitos, o el cristal se almacenan en minas de sal bajo tierra, en la Antártida, entre los sedimentos del fondo del océano, etc. Hasta este momento se han propuesto muchos métodos para liberarse de estos desechos, todos ellos con alguna credibilidad, pero ninguno lo suficientemente seguro para que todo el mundo quede satisfecho.

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